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jueves, 28 de mayo de 2020

Félix Luna: “Un golpe que abundó en transgresiones” (6 de septiembre de 2000)

Hace setenta años se perpetró en la Argentina el primer golpe militar de un siglo que, desafortunadamente, abundó en estas transgresiones.

El 6 de septiembre de 1930 una columna de cadetes del Colegio Militar y fragmentos de unidades de Campo de Mayo avanzaron sobre Buenos Aires, encabezados por el general José F. Uriburu, con el propósito de derrocar al presidente Yrigoyen.

El objetivo se cumplió acabadamente: en la tarde de esa jornada el presidente se había refugiado en La Plata, donde renunció, y el vicepresidente Martínez dimitió ante el jefe de la revolución.

En un país que desde su organización no había asistido jamás al triste espectáculo de un presidente constitucional depuesto por un golpe, ¿cómo pudo ocurrir semejante catástrofe? Que, digámoslo, fue rodeada en Buenos Aires por un innegable apoyo de estudiantes, intelectuales, partidos opositores, diarios, gente común.

Es importante saber cómo fueron los mecanismos del golpe, porque fue la primera vez que se utilizaron métodos psicológicos masivos para desprestigiar a un elenco gobernante, invalidarlo como inepto y presentar un panorama de desastre y anarquía como justificación de su derrocamiento.

Yrigoyen había sido elegido en 1928 por una amplísima mayoría. Tal vez fue esa enorme ventaja electoral la que produjo un fenómeno muy negativo en las filas de su partido, que se achanchó en la certidumbre de que su hegemonía sería eterna y que la carismática presencia de su líder, con 76 años a cuestas, bastaba para cubrir los baches de una política cada vez más mezquina y ramplona.

Por su parte, los conservadores, los antipersonalistas y los socialistas independientes, vale decir, el entero espectro opositor, pensaron que el "plebiscito" de 1928 les cerraba por muchos años el acceso legal al poder, y entonces empezaron a buscar otros caminos: de este pensamiento a la conspiración no había más que un paso.

Los conservadores, sobre todo, fueron los máximos responsables.

CAMPAÑA DE SEDUCCIÓN

Como dijo el dirigente del Partido Demócrata de Córdoba José Aguirre Cámara, en 1946, olvidaron las enseñanzas legalistas de sus próceres y se lanzaron a una campaña de seducción de militares y a poner efervescencia en la opinión mediante los diarios, las tertulias del rezongo y el resentimiento y las usinas de chismes que tan bien manejaban.

Por otro lado, los socialistas independientes, una disidencia del viejo tronco, obtuvieron en marzo de 1930 una resonante victoria electoral en la Capital Federal.

La derrota yrigoyenista en el distrito metropolitano constituía una señal que la oposición no quiso registrar, lanzada como estaba a las aventuras de la conspiración.

Pues si hiciéramos un poco de historia-ficción, podríamos suponer que la derrota yrigoyenista de marzo de 1930 marcaba un punto de inflexión en el respaldo popular al caudillo radical.

Cabe que con un poco de paciencia y habilidad política, en 1934 se articularía un frente antirradical como el de 1928, pero esta vez exitoso.

Habríase clausurado entonces la etapa yrigoyenista y empezaría pacíficamente un sistema de centro-derecha sin necesidad de fraudes y violencias: la alternancia, clave de la democracia.

FALTÓ PACIENCIA

Pero no había paciencia en los sectores sociales altos, en los grandes estancieros, los propietarios de algunas industrias, los patricios ubicados como por derecho propio en funciones del Estado, la gente vinculada con los frigoríficos, los bancos privados, los ferrocarriles británicos y las empresas norteamericanas, las compañías petroleras privadas, los servicios públicos dados en concesión: aquellos, en fin, que se expresaban políticamente en el conservadurismo.

Y no podían tener paciencia porque los efectos de la crisis mundial ya iban llegando a nuestro país: los "barrios de las latas" proliferaban en Puerto Nuevo delatando la existencia de un fenómeno que se desconocía desde hacía medio siglo, la desocupación.
Y cuando la crisis se descargara plenamente aquí, esa gente quería manejar los resortes del poder para eludirla y transferirla a otros sectores sociales. No querían que los malos tiempos los encontraran de a pie; querían gambetearlos desde el poder.

Por sobre todo los conspiradores detestaban a Yrigoyen, ese "compadrito de Balvanera", El Peludo, el cacique que halagaba a la chusma, el atrevido plebeyo que había tenido la avilantez de sostener la neutralidad en la Guerra Mundial, que había revolucionado las universidades y tenido la insolencia de sermonear al mismísimo presidente de los Estados Unidos sobre la política del big stick (el gran garrote) en el Caribe.

Lo aborrecían porque no frecuentaba clubes ni salones, se rodeaba de tipos con apellidos de inmigrantes y, pese a sus ataques, no salía de su serenidad y su silencio.

INSOLENTE AGRESIVIDAD

Hay que leer los diarios de la época para tener idea de la insolente agresividad de la oposición en el invierno de 1930.

Toda clase de infundios tomó como blanco la persona del caudillo. Senil, reblandecido, incapaz de generar actos de gobierno, decían.

Disparates como el que aseguraba que se editaban para su uso ejemplares complacientes de los diarios se tomaban como verdades.

Martín Aldao, ese exquisito ensayista radicado por entonces en París, cuenta en uno de sus libros de recuerdos los dislates sobre Yrigoyen que se manejaban en la colonia argentina.

La verdad histórica es que ni el Estado estaba en bancarrota ni la República en peligro, y las libertades públicas no se habían vulnerado.

Existían, sí, dificultades, pero no peores ni más graves que en otros momentos de nuestra historia. Nada, absolutamente nada, justificaba un derrocamiento.

Más aún, ante el creciente malestar, en la víspera de la jornada revolucionaria, Yrigoyen había delegado el mando en su vicepresidente por razones de salud, es decir, se había retirado, aunque fuera momentáneamente, del escenario público.

Existía consenso en su gabinete para postergar las cuestionadas elecciones de Mendoza y San Juan, que, de triunfar el radicalismo, darían al presidente, por primera vez en sus dos períodos, mayoría en el Senado. El Congreso estaba a punto de iniciar sus sesiones ordinarias.

Quiero decir que estaban desapareciendo los motivos alegados por los conspiradores para llevar adelante sus propósitos. En esos días de confusión y mentiras, una voz respetable, la del jurista Alfredo Colmo, fue una serena y lúcida advertencia.

Lo hizo en un artículo en La Nación del 4 de septiembre. Desnudaba la falacia de la campaña opositora y prevenía sobre los peligros de una dictadura. "La revolución nos arrojaría varias décadas atrás", afirmó. Pero no fue escuchado.

Es que la revolución era indetenible, inexorable. Yrigoyen tenía que caer.

INGLORIOSA JORNADA

Después de la ingloriosa jornada del 6 de septiembre vendrían la dictadura, los fusilamientos, la prisión y confinamiento de radicales, la clausura de diarios (incluso de Crítica, desaforado vehículo periodístico de la revolución), la cesantía de jueces, el veto a la fórmula radical de 1931, la anulación de la elección del 5 de abril del mismo año en la provincia de Buenos Aires.

Y, después, el fraude electoral sistematizado desde el poder, el retroceso cívico, la sumisión de la economía a intereses extranjeros, los brotes fascistas. Y todavía después, Perón.

Todo eso lo puso en marcha el golpe del 30, al degradar una democracia que tenía fallas, pero que era promisoria y pudo haber dado estabilidad y continuidad en el contexto de la Constitución.

Durante unos pocos años, la revolución de Uriburu fue recordada por la Legión Cívica y algunos grupos nacionalistas; hasta se impuso el nombre del dictador a una avenida porteña y a un partido bonaerense. Pronto se acabaron estos recordatorios y se borraron esos nombres.

Hoy, evocamos la fecha como la inauguración de las secuencias de los golpes militares de este siglo y la frustración de una bella promesa dentro de la experiencia argentina.













Fuente: “Un golpe que abundó en transgresiones” por Félix Luna para el Diario La Nación del 6 de septiembre de 2000.

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viernes, 1 de noviembre de 2019

Mario Bunge: "La fuente de todos los males" (11 de septiembre de 2000)

"MARUCHO, no me esperen esta noche. Estoy en Campo de Mayo. He venido junto con otros cien civiles para arengar a las tropas. Hemos tumbado al Peludo. Los militares han prometido llamar a elecciones dentro de los tres meses. Veremos si cumplen. Hasta mañana."

Eso me telefoneó mi padre, casi afónico como cuando volvía de una sesión agitada de la Cámara de Diputados o del comité ejecutivo de su partido. Recuerdo textualmente ese mensaje, porque el 6 de septiembre de 1930 marcó a fuego al país. Ese fue el primero de una sucesión de golpes dados desde 1890, y el primer atropello masivo de la Ley Sáenz Peña. Fue el comienzo del fin de medio siglo de progreso casi ininterrumpido.

Y, sin que lo sospechara la mayoría de sus participantes, este golpe fue también la primera tentativa de instaurar el fascismo en el continente americano. ¿Cómo podían sospecharlo, si quienes se levantaron contra el gobierno constitucional presidido por Hipólito Yrigoyen (a) El Peludo, invocaban el restablecimiento de la democracia? En efecto, el gobierno radical, elegido dos años antes, había intervenido cinco provincias, boicoteado al Congreso, concentrado poderes excesivos en el Ejecutivo, detenido ilegalmente a muchos opositores y tolerado al Klan Radical, constituido por matones. (George Gaylord Simpson, el gran paleontólogo norteamericano, cuenta en sus memorias que, recién desembarcado en Buenos Aires con rumbo a la Patagonia, fue testigo de una balacera en la Plaza del Congreso.) Pero los golpistas parecían ignorar que un levantamiento es una transgresión muchísimo más grave de la Constitución que las que había cometido el gobierno constitucional. El único partido que condenó el golpe y reiteró su fe en la Ley Sáenz Peña fue el socialista. Los radicales antipersonalistas, o alvearistas, no se pronunciaron, con lo cual apoyaron tácitamente el golpe.

Los golpistas constituían una alianza increíblemente heterogénea, como cuadra a toda alianza forjada sobre el falso principio de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Además de algunos militares y del diario democrático Crítica , se destacaban entre ellos conservadores como Antonio Santamarina y Rodolfo Moreno y socialistas independientes como Antonio de Tomaso y mi padre, Augusto Bunge.

Los socialistas independientes se habían separado del viejo tronco socialista en 1927. Esta división decapitó literalmente al PS: casi todos los intelectuales se fueron con el nuevo partido. Quedaron los sindicalistas y los funcionarios del partido.

Nunca supe el motivo real de esta escisión. Al parecer, cada cual tuvo su motivo. Mi padre, que había ingresado en el partido en 1897, a los veinte años de edad, parece haber sido motivado principalmente por diferencias de estilo de conducción con Nicolás Repetto, sucesor del fundador Juan B. Justo en el liderazgo del partido.

Entre los dos partidos socialistas no había diferencias programáticas. La única divergencia aparente entre ellos era táctica: la oposición de los socialistas independientes a los "peludistas" era tan visceral, que no titubearon en aliarse con sus peores enemigos naturales, los conservadores fraudulentos.

El Partido Socialista Independiente ascendió meteóricamente entre su fundación, en 1927, y las elecciones de marzo de 1931, en las que ganó la mayoría en la Capital Federal gracias en parte al voto de los radicales antipersonalistas. A partir de entonces decayó, hasta desaparecer en 1936. El electorado castigó su "Concordancia" con los conservadores.

Liquidado el PSI, algunos de sus dirigentes, en particular Federico Pinedo y Héctor González Iramain, se pasaron abiertamente al conservadorismo. Otros, como mi padre y Roberto F. Giusti, dieron marcha atrás (o, mejor dicho, adelante) y se agruparon efímeramente en Acción Socialista. Horacio Sanguinetti documenta todo esto en detalle y con objetividad y perspicacia en Los socialistas independientes .

EL "FRAUDE PATRIÓTICO"

Uno de los conservadores participantes en el golpe fue el caudillo Alberto Barceló, dueño de los votos de Avellaneda y patrón de garitos y prostíbulos. Otros, en particular Manuel A. Fresco y Matías Sánchez Sorondo, resultaron fascistas. En sus memorias, el famoso caricaturista político Ramón Columba cuenta que en casa de este último vio fotos autografiadas de Hitler y Mussolini. En cuanto a Fresco, impuso el "voto cantado" cuando asumió la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

El gobierno de facto constituido al caer el gobierno constitucional fue presidido por el general José Félix Uriburu, admirador del fascismo italiano. Su dictadura se distinguió por cerrar escuelas, amordazar diarios (incluso Crítica y Libertad , el órgano del PSI), exiliar a ex ministros y exonerar a miles de empleados públicos radicales.

Otra de las hazañas de esa dictadura fue fusilar a siete anarquistas inofensivos, cuyo único delito había sido actuar en pequeños sindicatos y escribir en La Protesta . Nadie condenó ese crimen, pese que tres años antes la opinión pública mundial, incluso la argentina, había repudiado la ejecución en los Estados Unidos de Sacco y Vanzetti, anarquistas italianos igualmente inocentes. Todo cambió en nuestro país ese 6 de septiembre, incluso la sensibilidad.

Los comicios fraudulentos de 1932 llevaron a la presidencia de la Nación al general Agustín P. Justo, un manipulador hábil y simpático, acusado de lucrar con la construcción de carreteras. Su único hijo, el ingeniero Liborio Justo, era trotskista y se hizo famoso por gritar: "¡Abajo la dictadura!", desde la barra de la Cámara de Diputados.

El gobierno de Justo fue menos duro que el de su predecesor. Pero instauró el "fraude patriótico" en escala grotesca, reprimió al movimiento obrero, favoreció escandalosamente a los ricos y al capital extranjero, y fue muchísimo más corrupto que el irigoyenista.

El gobierno fraudulento que lo siguió fue presidido brevemente por Roberto M. Ortiz. Este fue cesanteado en favor de su vice, el conservador pronazi Ramón S. Castillo, que metió preso a mi padre por presidir la Confederación Argentina de Ayuda a los Pueblos Aliados. Castillo fue depuesto por el golpe militar de 1943.

Así, con otro golpe, terminó el régimen nacido el nefasto 6 de septiembre de 1930, fuente de todos los males argentinos del siglo XX.









Fuente: “La fuente de todos los males” por Mario Bunge para el Diario La Nación, 11 de septiembre de 2000.

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jueves, 6 de septiembre de 2018

Roberto Etchepareborda: “6 de septiembre de 1930: Entretelones en la Casa de Gobierno” (1983)


Corresponde ahora establecer lo ocurrido durante la trágica jornada del 6 de setiembre en los dos centros neurálgicos de la acción; la Casa de Gobierno y la columna revolucionaria en marcha.

Los diversos testimonies coinciden en reconocer que la acción represiva y toda otra posible resistencia de parte del gobierno se vieron perjudicadas por la incapacidad, casi absoluta, demostrada por el vicepresidente en ejercicio del Poder Ejecutivo, Enrique Martínez, y el ministro del Interior e interino de Guerra, Elpidio González, quienes no supieron o no quisieron poner en marcha el dispositivo defensivo del Estado, trabando incluso la posible acción espontánea de varios subalternos. Sobre la actitud equivoca de las figuras principales en el instante decisivo abundan las versiones; desde el acto cómplice hasta la inacción culposa. Los matices tienden a coincidir. Martínez no estuvo por cierto a la altura de la eminente responsabilidad que le toco protagonizar, negándose, rotundamente, a través de toda la jornada, a ordenar o permitir, las medidas más elementales que las difíciles circunstancias exigían. Por su parte, González, tampoco se hallo a la altura de sus funciones, manteniéndose en un paradojal encantamiento hasta que las horas fueron desgranándose, haciendo cada vez más difícil toda reacción eficiente de las tropas leales.

El estado valetudinario de Yrigoyen, el desorden administrativo de que se acusa a su gobierno, la inquietud política reinante, justifican el golpe de palacio instrumentado por Martínez en los primeros momentos de su gestión, sustentado principalmente en un cambio de gabinete, con el casi total desplazamiento de los titulares anteriores, salvo de la Campa y González. Hubo de producirse después, quizás, un planteo efectuado por los mandos militares tendiente a exigir al propio Yrigoyen su alejamiento definitivo. Lo ratifican los siguientes párrafos de su documento de 1932:

"Para conseguir con un cambio de gobierno, inspirar una nueva fe en la gran masa de ciudadanos que se habían manifestado en contra nuestra en las urnas, esperando, también, que nuevos hombres aportaran nuevas ideas de modernización y economía en los gastos públicos, de gran severidad en las normas administrativas y dieran la sensación al país de un cambio de rumbo, en la forma de encarar y resolver sus problemas (. . .)" (Ante el Tribunal de la Opinión publica).

Para mitigar la tensión política, el vicepresidente exigió y logro imponer la suspensión de los comicios a efectuarse en las provincias de Mendoza y San Juan, el 7 de setiembre. Estas medidas junto al decreto de estado de sitio, en la Capital, habían permitido restablecer la situación.

Durante el día 6 la mas grande confusión junto a una falta de información realmente asombrosa reinaron en la Casa Rosada, Los aviones revolucionarios fueron, por momentos, considerados adictos y Campo de Mayo se mantuvo silente, y solo a la media tarde, se pudo establecer que se mantenía leal, luego de dominados los focos rebeldes en la Escuela de Artillería, por la enérgica acción del coronel Avelino Álvarez, quien se había sumado, en un primer momento, a la rebelión.

Los aspectos políticos primaron en el espíritu de Martínez, hasta que sobre el mediodía, un telegrama conminatorio de Uriburu lo volvió a la realidad. El cambio de ministros fue considerado primordial y lo enfrentaría a los leales a Yrigoyen, en la reunión de gabinete de la mañana.

El testimonio de Francisco Ratto se refiere concretamente a la constitución del nuevo gabinete:

"Se había hablado de una política de conciliación, cuyo primer paso podría ser la modificación del gabinete (. . .), en vísperas del 6 de setiembre y ya en ejercicio de la presidencia por ausencia y enfermedad del titular, ofreció el ministerio de Agricultura a mi amigo Honorio Pueyrredón. Era esta una medida encaminada en la línea de una política de apaciguamiento. Pero Pueyrredón para aceptar impuso como condición que Martínez fuese presidente. . . Al hacerse presente Pueyrredón para jurar. . . aparece Oyhanarte, quien enterado del asunto, declara que la ceremonia no puede realizarse sin el conocimiento y sin consentimiento de Yrigoyen. Luego tuvo lugar una discusión entre Martínez y Oyhanarte, a la que puso término Pueyrredón diciendo: 'Ya veo, doctor Martínez que usted no es el presidente; por lo tanto dejo sin efecto mi compromiso' —agrega Ratto—. Estas circunstancias me las confirmo en detalle personalmente el mismo Pueyrredón, de quien estuve muy cerca con motivo de la campaña que precedió al 5 de abril".

A pesar de que en su manifiesto, el vicepresidente trata de hacer recaer sobre Elpidio González la responsabilidad principal de la confusión reinante en los órganos de defensa, por disparidad de las informaciones y contradicciones en las ordenes impartidas: "Reclame — afirma Martínez— al ministro de Guerra, sobre la organización del ministerio que no tenia medios de comunicación que nos permitieran conocer la marcha de los acontecimientos y cual era la realidad de las cosas. . .", tampoco supo adoptar por si mismo ninguna medida personal y directa para evitarlo, y completo aun mas la confusión al negarse terminantemente a impartir ordenes escritas para efectivizar la represión, como lo exigían González y el general Severo Toranzo. Por el contrario solo se ocupo de medidas de carácter político, como si quisiera cumplir determinados compromisos.

La inexplicable inoperancia de las fuerzas leales de la guarnición de la Capital, ante el avance de la rebelión, la aclara el propio general Toranzo, Inspector General del Ejercito, por la negativa a designarlo como comandante de la Defensa a su regreso, a comienzos de la tarde, de un viaje de inspección al interior:

"Teníamos como única y obsesionante idea, organizar la defensa del gobierno constitucional y nada nos inquietaba mas que esa única preocupación; por eso fue que nos sorprendió el doctor Martínez cuando al enterarse de que el doctor González se solidarizaba con mi propuesta manifestó con tono airado que el no firmara ningún decreto si antes no se suscribía el que aplazaba en forma indefinida las elecciones de las provincias de San Juan y Mendoza... El ministro González firmo el decreto que reclamaba el Vicepresidente, pero una vez esto realizado no pudimos obtener aquello que significaba la salvaguardia de los derechos de nuestra civilidad" (Reportaje, en La Razón, 20/11/32).

La extraña despreocupación que aparenta tener Martínez en cuanto a la gravedad de la situación militar durante toda la mañana, pareciera desplomarse al recibir el citado telegrama de Uriburu, mero recurso efectista. Su ánimo va excitándose hasta llegar al paroxismo histérico, en las últimas horas de la jornada. Lo señalan los testimonios de varios testigos, y principalmente el ministro de Obras Publicas, Abalos. Sus únicos actos efectivos tendieron, en todo momento, a parlamentar con los rebeldes y ordenar el retiro de las fuerzas de la resistencia, y poner una bandera de parlamento en la Casa de Gobierno.

En una de las tantas reuniones efectuadas en la Casa Rosada, Martínez se convenció de la inutilidad de toda defensa, ante las afirmaciones del director de la Escuela Superior de Guerra, coronel Guillermo Valotta "que gozaba de la confianza del presidente y del ministro doctor González", que sus oficiales se habían sumado a la rebelión y tratarían de sublevar a las unidades de la 1ra. División aun fieles. Esa opinión catastrófica, era confirmada por el contralmirante Storni, en lo referente a la postillón de la Armada:

"Le pedí —recuerda Martínez— me dijera si la Marina estaba dispuesta a sostener al gobierno constitucional del país. El almirante me contesto que la Marina estaba por una solución constitucional. Le reitere que me dijera si la Marina haría fuego para sostener al gobierno. Me contesto que la Marina no haría fuego contra sus compañeros de armas ni contra el pueblo".

Es indudable que la falta de información produjo el mayor desconcierto en el ánimo de Martínez que abandono todo intento de resistencia, llevándolo al colapso de su sistema nervioso.

En cuanto a la responsabilidad de González, es harto grande, ya que nada hizo para evitar el desmoronamiento del gobierno. Solo pareció dedicarse a dar noticias optimistas, bastante alejadas de la realidad de los hechos. Luego se retiraría de la Casa de Gobierno, instalándose en el Arsenal de Guerra, para organizar la defensa, y allí sus actos son absolutamente pasivos. Se ve totalmente superado por el desconcierto del vicepresidente y dejara sin directivas a los mandos militares.

El general Toranzo recuerda que al apersonarse al caer la noche, los jefes revolucionarios Justo y Arroyo, que se decían portadores de la renuncia de Martínez y venían a exigir la entrega del principal baluarte gubernista, junto a los otros jefes leales, aconsejo a González que designara al general Enrique Mosconi para que entrevistara al vicepresidente, para cerciorarse sobre si su renuncia era autentica y espontánea, u obtenida por la fuerza. Llevaba también el general Mosconi instrucciones de hacerle saber que las fuerzas de Campo de Mayo, Liniers y del Arsenal, así como las demás divisiones del interior, se hallaban en sus puestos esperando sus ordenes.

"Una hora mas tarde regresaba para manifestaciones que el doctor Martínez se había expresado en los siguientes términos:

'Que su renuncia era espontánea y definitiva, que sus deseos eran evitar que se derramara una sola gota de sangre y que nos pedía que se entregara el Arsenal y las tropas al nuevo gobierno y nos solicitaba a los generales que estábamos en el Arsenal que nos retiráramos tranquilamente a nuestros hogares, porque todo había terminado”

Al regreso de Mosconi el ministro González notifico textualmente al teniente coronel José María Sarobe que:

"En vista de la renuncia del señor presidente, y de la ausencia de Gobierno he resuelto no presentar resistencia y los señores generales y jefes que me acompañan esperan ordenes en sus puestos" (Memorias sobre la Revolución del 6 de Setiembre de 1930, 1957).

Mientras se desmoronaba su gobierno, Yrigoyen permanecía en su domicilio de la calle Brasil, postrado por la fuerte fiebre de mas de 40° que provocara la delegación del mando y solo acompañado por muy pocos fieles, entre los cuales Horacio Oyhanarte, el que desde la mañana, luego de enfrentarse con Martínez permanecía a su lado, y quien tuvo la presencia de animo de ponerlo a salvo de cualquier pueblada que pusiere en peligro su vida, trasladándolo a La Plata, donde poco después el anciano mandatario entregaba, en el cuartel del 7° de Infantería, su renuncia "en absoluto", a la primera magistratura.

Momentos en que el general Félix Uruburu le exige la renuncia al vicepresidente Enrique Martínez, 1930.






Fuente:  “6 de septiembre de 1930: Entretelones en la Casa de Gobierno” en “Yrigoyen” Vol. II de Roberto Etchepareborda, Centro Editor de América Latina, 1983.

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martes, 8 de mayo de 2018

Leopoldo Lugones: "La Hora de la Espada" (9 de diciembre de 1924)


Señoras, Excelentísimo Señor Presidente de la República, Señores:

Tras el huracán de bronce en que acaban de prorrumpir los clarines de la epopeya, precedidos todavía por la noble trompa de plata con que anticipó la aclamación el más alto espíritu de Colombia, el Poeta ha dispuesto, dueño y señor de su noche de gloria, que yo cierre, por decirlo así, la marcha, batiendo en el viejo tambor de Maipo, a sincero golpe de corazón, mi ronca retreta.

Válgame eso por disculpa en la inmensa desventaja de semejante comisión, ya que siempre hay algo de marchito en el laurel de la retirada.

Dejadme deciros solamente, señores, que trataré de poner mi tambor al ritmo viril de vuestro entusiasmo; y vosotras, señoras, puesto que estáis aquí para mi consuelo, en la nunca desmentida caridad de vuestros ojos hermosos, permitidme que como quien le pasa una cinta argentina por adorno distintivo, solicite, en amable símbolo blanco y azul, el amparo de la gracia y la belleza.

Ilustre Capitán del Verbo y Señor del Ritmo.

Habéis dado de prólogo al Magno Canto lo único que sin duda correspondía: la voz de la tierra en el estruendo del volcán; la voz del aire en el viento de la selva; la rumorosa voz del agua en el borbollón de la catarata.

Así os haré a mi vez el comentario que habéis querido. Os diré el Ayacucho que vemos desde allá, en el fuego que enciende sobre las cumbres cuya palabra habéis sacado a martillazo de oro y hierro, el sol de los Andes; y como tengo por el mejor fruto de una áspera vida el horror de las palabras vanas, procuraré dilucidar el beneficio posible que comporta para los hombres de hoy esa lección de la espada.

Tal cual en tiempo del Inca, cuando por justo homenaje al Hijo del Sol traíanle lo mejor de cada elemento natural las ofrendas de los países, la República Argentina ha enviado al glorioso Perú de Ayacucho todo cuando abarca el señorío de su progreso y de su fuerza.

Y fue, primero, la inolvidable emoción de aquel día, cuando vimos aparecer sobre la perla matinal del cielo limeño al fuerte mozo que llegaba, trayéndose de pasada un jirón de cielo argentino prendido a las alas revibrantes de su avión.

Y fue el cañón argentino del acorazado que entraba, al saludo de los tiros profundos en que parece venir batiendo el corazón de la patria: lento, sombrío, formidable, rayado el casco por la mordedura verde del mar, pero tremolando el saludo del Plata inmenso en la sonreída ondulación del gallardete.

Y fueron los militares que llegaban, luciendo el uniforme de los granaderos de San Martín, y encabezados -permiso mi general- por la más competente, limpia y joven espada del comando argentino, por supuesto que sin mengua de ninguna, para traer en homenaje la montaña de los cóndores y la pampa de los jinetes.

Y es la inteligencia argentina que va llegando en la persona de sus más eminentes cultores, y que me inviste por encargo de anticipo, que no por mérito, con la representación de la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba, la Universidad de La Plata, el Círculo Argentino de Inventores, el Círculo de la Prensa, el Conservatorio Nacional de Música, la Asociación de Amigos del Arte, y el Consejo Nacional de Educación que adelanta, así, al Perú el saludo de cuarenta mil maestros.

Y por último, que es mi derecho y el más precioso, porque constituye mi único bien personal, aquel jilguero argentino que en el corazón me canta la canción eternamente joven del entusiasmo y del amor.

Por él me tengo yo sabida como si hubiese estado allá la belleza heroica de Ayacucho. El embajador argentino general Justo, ministro de Guerra.

Al son de cuarenta dianas despierta el campo insurgente bajo la claridad de oro y la viva frescura de una mañana de combate. Deslumbra en el campo realista el lujo multicolor de los arreos de parada. En el patriota, el paño azul obscuro uniforma con pobreza monacal la austeridad de la república. Apenas pueden, allá, lucir al sol tal cual par de charreteras; y con su mancha escarlata, provocante el peligro, la esclavina impar de Laurencio Silva, el tremendo lancero negro de Colombia.

Mas he aquí que restableciendo por noble inclinación las costumbres de la guerra caballeresca, los oficiales de ambos ejércitos desatan sus espadas y vienen al terreno intermedio para conversar y despedirse antes de dar la batalla. Con que, amigos de otro tiempo y hermanos carnales, que también los hay, abrázanse allá a la vista de los ejércitos, sin disimular sus lágrimas de ternura. Y baja de la montaña Monet, el español arrogante y lujoso, peinada como a tornasol la barba castaña, para prevenir a Córdova el insurrecto que va a empezar el combate.

Aquel choque foral es un modelo de hidalguía y de bravura. Concertado como un torneo, dirigida la victoria con precisión estética por el joven mariscal, elegante y fino a su vez como un estoque, nada hubo más sangriento en toda la guerra: como que, en dos horas, cayó la cuarta parte de los combatientes. Mientras la división de Córdova acomete al son sentimental del bambuco, el batallón Caracas, esperando su turno, que será terrible, juega bajo las balas los dados de la muerte.

Desprovistos de artillería los patriotas y perdida pronto la realista cuyos cañones del centro domina al salto, como a verdaderos potros de bronce, el sargento Pontón, la batalla no es más que una cuádruple carga de sable, lanza y bayoneta.

Carga de Córdova, el de la célebre voz de mando, que, alta la espada, lánzase a cabeza descubierta, encrespándosele en oro la prosapia de Aquiles al encenderle el sol su pelo bermejo. Carga de Laurencio Silva que harta su lanza en el estrago de ocho escuadrones realistas. Carga de Lara que cierra el cerco de muerte, plantando en el corazón del ejército enemigo el hierro de sus moharras.

Cuando he aquí que la última carga va a decidir la victoria. Son los Húsares Peruanos de Junín, al mando del coronel argentino Suárez. Y entre ellos, a las órdenes de Bruix, los ochenta últimos Granaderos a Caballo. De los cuatro mil hombres que pasaron los Andes con San Martín, sólo esos quedan. Pintan ya en canas los más: sus sables hállanse reducidos por mitad al rigor de la amoladura que saca filo hasta la guarda Y en ese instante, desde la reserva que así les da la corona del postrer episodio, meten espuela y se vienen. Véanlos cruzar el campo, ganando la punta de su propio torbellino. Ya llegaron, ya están encima. Una rayada, un relámpago, un grito: ¡Viva la Patria!...― y al tajo, volcada en rosas de gloria la última sangre de los soldados del rey.

Esas lágrimas de Ayacucho van a justificar el recuerdo de otras que me atrevo a mencionar, animado por la cordialidad de vuestra acogida.

Y fue que una noche de mis años, allá en mi sierra natal, el adolescente que palidecía sobre el libro donde se narraba el crucero de Grau, veía engrandecérsele el alma con las hazañas del pequeño monitor, embellecidas todavía por la bruma de la desgracia. Y sintiendo venírsele a la garganta un llanto en cuya salumbre parecía rezumar la amargura del mar lejano, derramaba en el seno de las montañas argentinas, sólo ante la noche y las estrellas de la eternidad, lágrimas obscuras lloradas por el Huáscar.

Señores: Dejadme procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo quiero arriesgar también algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de fracasada, bien que audaz ideología.

Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada.

Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo. Pero sabemos demasiado lo que hicieron el colectivismo y la paz, del Perú de los Incas y la China de los mandarines.

Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin la ley, porque ésta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad.

El pacifismo no es más que el culto del miedo, o una añagaza de la conquista roja, que a su vez lo define como un prejuicio burgués. La gloria y la dignidad son hijas gemelas del riesgo; y en el propio descanso del verdadero varón yergue su oreja el león dormido.

La vida completa se define por cuatro verbos de acción: amar, combatir, mandar, enseñar. Pero observad que los tres primeros son otras tantas expresiones de conquista y de fuerza. La vida misma es un estado de fuerza. Y desde 1914 debemos otra vez a la espada esta viril confrontación con la realidad.

En el conflicto de la autoridad con la ley, cada vez más frecuente, porque es un desenlace, el hombre de espada tiene que estar con aquélla. En esto consisten su deber y su sacrificio. El sistema constitucional del siglo XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica. Sólo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior que es belleza, esperanza y fuerza.

Habría traicionado, si no lo dijera así, el mandato de las espadas de Ayacucho. Puesto que este centenario, señores míos, celebra la guerra libertadora; la fundación de la patria por el triunfo; la imposición de nuestra voluntad por la fuerza de las armas; la muerte embellecida por aquel arrebato ya divino, que bajo la propia angustia final siente abrirse el alma a la gloria en la heroica desgarradura de un alarido de clarín.

Poeta, hermano de armas en la esperanza y la belleza: ahí está lo que puede hacer.
Gracias, dulce ciudad de las sonrisas y de las rosas. Laureles rindo a tu fama, que así fueran de oro fino en el parangón de homenaje, y palmas a tu belleza que hizo flaquear ― dichoso de él en su propia dimensión ― al Hombre de los Andes con su estoicismo. ¿Pues quién no sabía por su bien ― y por su mal ― que ojos de limeña eran para jugarles, no ya el infierno, puesto que en penas lo daban, sino la misma seguridad del Paraíso? En el blanco de tus nubes veo embanderarse el cielo con los colores de mi Patria, y dilatarse en el tierno azul la caricia de una mirada argentina. Y generosas me ofrecen la perla de la intimidad y el rubí de la constancia, tus sonrisas de amistad y tus rosas de gentileza.

Y tú, nación de Ayacucho, tierra tan argentina por lo franca y por lo hermosa; patria donde no puedo ya sentirme extranjero, Patria mía del Perú: vive tu dicha en la inmortalidad, vive tu esperanza, vive tu gloria.

Leopoldo Lugones








Fuente: “La Hora de la Espada” discurso de Leopoldo Lugones en el Centenario de la Batalla de Ayacucho, en Lima, Perú; 9 de diciembre de 1924.

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martes, 23 de enero de 2018

Matías Sanchez Sorondo: "El gobierno yrigoyenista ha caído, volteado por sus propios delitos" (8 de septiembre de 1930)

Conciudadanos:

El gobierno yrigoyenista ha caído, volteado por sus propios delitos.

Desde hace largo tiempo el país asistía, al parecer adormecido e inerme, al proceso angustioso de su paulatina degradación. Todo estaba subvertido: las ideas y la moral; las instituciones y los hombres; los objetivos y los procedimientos; una horda, una hampa, llevada al poder por la ilusión del pueblo, había acampado en las esferas oficiales y plantado en ella sus tiendas de mercaderes, comprándolo y vendiéndolo todo, desde lo más sagrado, como el honor de la patria, hasta lo más despreciable, como sus mismas conciencias. La ineptitud, el favoritismo sin escrúpulos, el medro personal, la concusión, el robo descarado, fueron las características de la época yrigoyenista que ha pasado, ya vomitada por el pueblo, al ghetto de la historia.

Poco a poco y trabajosamente se ha ido formando la conciencia colectiva sobre este sistema funesto que estaba estrangulando a la República y envenenando las fuentes profundas de la vida nacional. Voces aisladas primero se levantaron en la tribuna parlamentaria para acusar a Yrigoyen en su primera administración con un sentido certero de la verdad que hoy, once años después, encuentra su categórica confirmación. Yrigoyen enjuiciado por la opinión y expulsado por la asamblea del pueblo es ante la historia un ejemplo más significativo y elocuente que Yrigoyen acusado por la Cámara de Diputados y destituido por el Senado de la Nación. Después, núcleos importantes se congregaron para abatir al yrigoyenismo en el terreno del comicio buscando legal y patrióticamente, aunque vanamente, disipar el engaño colectivo, y por fin, y como una marea que se extiende, la convicción íntima y definitiva se apoderó unánimemente del pensar y del sentir de los hombres honestos, de que era indispensable concluir de cualquier modo, pero concluir con esta causa maldita de la ruina nacional. El pueblo, sacudido, despertado, devuelto a sí mismo, recobradas las viejas virtudes del civismo argentino, se ha levantado, se ha puesto en marcha y sencillamente, sin disparar un tiro de soldado, a través de los metrallazos de los asesinos emboscados que han rubricado como lo que eran la página final de su actuación, ha ocupado la Casa de Gobierno y se dispone a limpiarla. El 6 de setiembre de 1930 marca en la historia argentina una de las grandes fechas nacionales, junto con el 25 de mayo y el 3 de febrero. Son las revoluciones libertadoras. Y ésta es la única que ha triunfado después de la organización nacional, a diferencia de los otros pronunciamientos, porque destituida de carácter político o partidario, sólo contiene la exigencia impostergable de salvar las instituciones.

He ahí el sentido íntimo de este movimiento. La revolución iniciada por el ejército estaba ya en la conciencia pública. La ha concebido el amor sagrado de la patria; la ha alimentado la esperanza de los argentinos y la ha ejecutado el brazo de su pueblo. Ciudadanos: Henos aquí ante vosotros, en la plaza histórica y frente a la Pirámide que recuerda el nacimiento de la Nación.

Os habla en nombre del gobierno, en esta casa, desde cuyos balcones no resonó hace larguísimos años la voz de los depositarios del poder, para dirigirse al pueblo. 

Y os digo: 

Hemos jurado observar y hacer observar fielmente la Constitución, por Dios y los Santos Evangelios. Ratificamos y explicamos ante vosotros este juramento. Empeñamos nuestra palabra y nuestras vidas para conseguir que la República vuelva a su estabilidad institucional. Ninguno de nuestros actos se apartará de este sagrado objetivo.

Devolveremos al nuevo Congreso intacto el patrimonio constitucional y legal de la Nación. Y después de haber instalado el gobierno futuro que el pueblo elija en la plenitud de sus atribuciones, no habrá ni podrá haber mejor recompensa que la de observar desde nuestro retiro cómo se desenvuelve en paz y eficacia, para grandeza de la Nación.

Y ahora pedimos confianza. Volved a vuestras tareas habituales. La suerte de la República está en manos enérgicas y honestas. Y repetid conmigo para unir una vez más nuestros corazones en el mismo sentimiento el grito libertador que clamorearon nuestros mayores en este mismo sitio, hace ciento veinte años, en los albores de la nacionalidad.











Fuente: “Discurso del ministro del Interior Matías Sánchez Sorondo, desde los balcones de la Casa Rosada” en “La Logia Militar que enfrentó a Hipólito Yrigoyen” del Cnel. Juan V. Orona, Colección Ensayos político militaires, 1965.

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sábado, 14 de octubre de 2017

Ramón Columba: “Sánchez Sorondo, el frac y la banda presidencial de Yrigoyen” (1949)

Para mí, la más sugestivas y curiosa de todas las anécdotas que se pueden narrar sobre Sánchez Sorondo es esta:

Siendo Presidente Provisional de la Nación, en 1931, en los días en que el General Uriburu se ausentó al norte del país, tuvo que recibir a un ministro extranjero acreditado ante nuestro gobierno, y la ceremonia protocolar debía realizarse con las formalidades de costumbre. La primera de ellas es la de que el presidente, vestido de gala y con la banda oficial, lo reciba en el Salón Blanco de la Casa Rosada.

Frac tenía el Ministro del Interior, encargado interinamente de la presidencia, pero, banda, no. ¿Qué hacer? No había tiempo de mandar a bordar el sol sobre una cinta argentina y dotarla de sus borlas características. 

-Excelencia: la situación esta salvada. El Presidente Yrigoyen, al abandonar su despacho, dejó aquí su banda- es la información de un empleado del ceremonial.

En política, lo inesperado, lo que uno menos piensa, está permanentemente acecho de los acontecimientos. Esta vez es, en Sánchez Sorondo, la banda de Hipólito Yrigoyen. ¿Quién iba a decir, en 1919 cuando el irreconciliable opositor proponía el juicio político contra el presidente radical por ser su gobierno –según dijo- “una dictadura en marcha”, que once años después tendría su corazón palpitando bajo esa misma seda “dictatorial”, puesta sobre su pecho en carácter de jefe suplente de una revolución que desde el gobierno ejercía.




El Sr. Ministro del Interior Dr. Matías Sanchez Sorondo en frac con la banda presidencial del ex Presidente de la Nacion Dr. Hipólito Yrigoyen.







Fuente: El Congreso que yo he visto Tomo II (1914-1933) de Ramón Columba, Editorial Columba, 1949.
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lunes, 25 de septiembre de 2017

Alberto Uriburu: "Comentarios a los "Apuntes en Borrador" del Capitán Juan Perón en el Golpe de 1930" (1987)


Surge de su relato que el autor participo en la conspiración y luego en el acto revolucionario.

Sin embargo, pocos días antes del 6 de septiembre las actividades subversivas fueron denunciadas al gobierno por uno de los oficiales comprometidos: el Capitán Roque Passeron, quien entrego al Jefe de la Secretaria del Ministerio de Guerra una lista de los Jefes y Oficiales que participaban en esas actividades.

El gobierno adopto, como era lógico, algunas medidas y ordeno el arresto de varios de los conspiradores, lo que produjo entre ellos reacciones distintas según fuese el temperamento de cada cual: los mas timoratos se apresuraron a pedir que se los desligase de todo compromiso, sosteniendo que era un desatino lanzarse a una revolución que había sido denunciada; los mas decididos consideraban, en cambio, que el estallido debía precipitarse porque la revolución ya estaba en la calle y nadie podría detenerla.

A los que solicitaron que se les devolviese la palabra empeñada, se les contesto que los dirigentes del movimiento no deseaban arrastrar a nadie a la fuerza y que los que no quisieran participar en la revolución quedaban, desde luego, relevados de su compromiso.

Con una sola excepción los Oficiales que se desvincularon del movimiento tuvieron el pudor de no reincorporarse al mismo viendo que triunfaba. La excepción la constituyo el Capitán Perón, y es esta actitud la que ha querido justificar, después de producidos los hechos, atribuyendo su deserción, en el momento en que creyó fracasado el intento subversivo, a la ineptitud de los dirigentes revolucionarios y a la falla de organización, a pesar de lo cual participo luego en el acto que derroco al presidente Yrigoyen, poniéndose, en vísperas del triunfo, al servicio de la oligarquía capitalista que, según lo ha declarado años después el propio Perón, fue quien consumo el atentado (Véase La Nación. 1945).

Apoyado en muchos hechos ciertos el Capitán Perón ha urdido una "historia ex-post factum" que es un inconfesado alegato de defensa.

Merece analizarse para poner de manifiesto, una vez mas, que el fondo del temperamento de los hombres no cambia nunca, y que el actual General Perón, con su cinismo, con su verborrea, con su ligereza, con su duplicidad, con sus mentiras a flor de labio, con su alma de plebeyo, ya estaba en el Capitán Perón, como estaba también su inteligencia despierta, su sagacidad, su audacia, su dinamismo, su facilidad para improvisar, su intuición para orientarse y muchas otras condiciones que han hecho de el, junto con sus defensores, un hombre poco común.

Veamos, pues, lo que nos cuenta el Capitán Perón sobre sus andanzas revolucionarias. Comienza por recordar la visita que le hizo en los últimos días del mes de junio de 1930 su camarada y amigo el Mayor Ángel Solari, y agrega:

"Los comentarios generales en esos días eran alrededor de los ascensos acordados por el P.E. y las innumerables enormidades que como función de gobierno imponía en todas partes de la Republica."

Explica enseguida que acepto concurrir y concurrió, esa misma noche, a una reunión en mi casa, a la que asistieron el General Uriburu, el Mayor Sosa Molina, el Capitán Franklin Lucero, el Mayor Ángel Solari, el autor de los apuntes y yo.

Según mis anotaciones, escritas a medida que se desarrollaban los acontecimientos, hubo en mi casa dos reuniones: la primera el 5 de junio de 1930, a la que asistieron el General Uriburu, el Teniente Coronel Alsogaray, los Mayores Ángel Solari, Humberto Sosa Molina, Emilio Ramírez, Allende (cuyo nombre de pila no aparece anotado) y los Capitanes Arguero Fragueiro y Juan Perón, y la segunda el 29 de julio del mismo año en la que estuvieron presentes los mismos jefes y oficiales y además, los Tenientes Coroneles Molina y Sarobe y el Mayor de los Ríos.

Yo no se si el Capitán Perón se olvida que asistió a dos reuniones en mi casa y refunde en su memoria las dos en una sola, pero por lo que refiere parecería recordar la segunda de ellas solamente ya que en la primera lo único que se trato fue un proyecto de organización del Estado Mayor revolucionario, y, en cambio, en la segunda el Teniente Coronel Sarobe planteó las divergencias que menciona el Capitán Perón.

Por otra parte mis anotaciones concuerdan con lo que consigna en su informe sobre esos mismos acontecimientos el Teniente Coronel Alsogaray, cuya copia obra en mi poder.
Este hecho, de cualquier modo, no tiene importancia pero revela, por lo pronto, que el Capitán Perón ha confiado para redactar sus apuntes, exclusivamente en su memoria la que, como se vera mas adelante, no le ha sido siempre fiel.

Menciona también el Capitán Perón, al referirse a los temas tratados en la reunión realizada en mi casa, la actitud que asumían los hombres de la Capital y expresa al respecto que "necesitando un jefe militar habían pensado en el General Uriburu quien avisado concurrió a una reunión de los bomberos y los convenció que debían esperar."
Como esta afirmación tampoco es rigurosamente exacta voy a relatar brevemente el episodio.

A raíz de una insubordinación en el cuerpo de Bomberos, que entonces se hallaba anarquizado y prácticamente sin dirección ni comando, se constituyo, dentro de el, una especie de Soviet, como acertadamente lo denomina Perón, que tomo el nombre de Comisión de Bomberos, presidida por un tal José Antonio Barrionuevo.

Esta Comisión tenia por objeto confesado gestionar mejoras de sueldos y de condiciones de trabajo, pero en realidad se proponía producir un levantamiento a fin de derrocar al gobierno para lo cual creía contar con la totalidad del personal del mencionado Cuerpo, parte del personal inferior de la Policía de la Capital así como del interior del país y algunas clases de los Regimientos de Infantería de la Capital.

El propósito era descabellado pero peligroso, porque producido el movimiento sin elementos ni organización ni dirigentes responsables pedía ser copado por las agrupaciones acratas y comunistas que mantenían contacto con la Comisión de Bomberos. Advertidos de los que se tramaba un dentista de apellido Orrego confío su preocupación a dos amigos los señores Daniel Videla Dorna y Juan Carulla, e invito a estos caballeros a una reunión que se realizaría en su propia casa para que pudieran cerciorarse de la veracidad de la información.

Refiere a este respecto el Dr. Juan Carulla, en un informe escrito de su puño y letra y firmado por el que tengo en mi archivo, que salieron con Videla Dorna de la casa de Orrego convencidos de que las fuerzas policiales estaban completamente desquiciadas y de que, efectivamente una sedición no tardaría en producirse, por lo que resolvieron poner el hecho en conocimiento del General Uriburu, a quien veían frecuentemente porque ya en esa época Uriburu había empezado a preparar la revolución que estallaría un año después, y requerir además, su intervención para evitar la asonada de los bomberos.

Así lo hicieron, y como General coincidiera con la opinión de Videla Dorna y Carulla en cuanto a los disparatado y peligroso del propósito revelado, acepto acompañarlo a una nueva reunión en casa de Orrego a la que concurriría la Comisión de Bomberos. Esta resulto realmente patética, —refiere el Dr. Carulla— por la sorpresa y a la vez el entusiasmo de los concurrentes en presencia del alto Jefe."

En esa reunión el General se informó que el levantamiento había sido fijado para la noche del 24 de Diciembre, y entonces trato de hacer reflexionar a los complotados, significándoles que, en el mejor de los casos, lograrían un éxito efímero que el Ejercito los barrería inmediatamente y afianzarían al mal gobierno que se proponían derrocar, ya que una rebelión de ese genero provocaría la solidaridad de todas las fuerzas del orden. Agrego el General que debían esperar porque quizás llegara el momento de utilizarlos en un movimiento nacional de otro carácter aunque con la misma finalidad.

En definitiva los bomberos prometieron renunciar a toda acción aislada y esperar los acontecimientos a que había referido el General. Eso fue todo.

Como se comprobara los bomberos no solo no habían pensado ni remotamente en el General Uriburu ni en la necesidad de contar con un alto jefe militar para realizar sus propósitos, como lo afirma el Capitán Perón, sino que se quedaron sorprendidísimos y halagados por la inesperada presencia del General quien consiguió evitar una chirinada de imprevisibles consecuencias.

Afirma también el Capitán Perón que en la reunión que tuvo lugar en mi casa el General Uriburu sostuvo que era necesario introducir modificaciones en la ley electoral vigente "inclinándose a un sistema colectivista que no enunció". Fuera de su versación profesional el General Uriburu tenia una buena cultura general y no se le hubiera ocurrido imaginar un sistema electoral "colectivista" porque lo que puede ser de tipo "colectivista" es la restructuración institucional de un Estado pero no un sistema electoral.

En lo que el General pensaba, como medio de combatir al caudillaje político, era en una representación parlamentaria de los distintos y auténticos intereses sociales, teóricamente atractivo pero de realización practica si no imposible muy difícil en un país como el nuestro en que las actividades no son por lo común ni permanentes, ni estables ni continuas.

Agrega el Capitán Perón, que a pesar de las opiniones en contrario que se expresaron aquella noche respecto de un entendimiento con otras agrupaciones que tenían el mismo propósito pero que deseaban lograrlo con la elaboración de políticos y civiles, el tomo la resolución de unir a los dispersos de todas las fracciones, aun sin el consentimiento de los dirigentes revolucionarios, para que no se malograra el esfuerzo de los que no tenían intereses personales ni ambiciones interesadas ni cuentas pendientes con la justicia militar ni situaciones financieras comprometidas.

Con estas acusaciones veladas pero insidiosas prepara el Capitán Perón sus posteriores explicaciones.

¿Quienes tenían cuentas pendientes con la justicia militar? ¿Quienes eran los que soportaban situaciones financieras comprometidas? No lo dice ni lo concreta el Capitán Perón en ningún párrafo de sus apuntes pero lo insinúa repetidamente.

¿Por que no da nombres el Capitán Perón? Porque sabe que no podría probar sus imputaciones.

Cuando el Capitán Perón habla de dirigentes revolucionarios que tenían cuentas pendientes con la justicia militar no se francamente a quienes se refiere, pero cuando menciona a los que tenían situaciones financieras comprometidas pienso en el Teniente Coronel Alsogaray.

Estoy convencido de que piensa en el porque en aquella época oí susurrar la especie varias veces, aunque siempre proviniese del mismo origen, es decir, los que querían hacer la revolución con los partidos políticos opositores y trataban por todos los medios de desacreditar a los que se oponían a ese plan. Como entre los que lo resistían con mayor firmeza se encontraba el Teniente Coronel Alsogaray, sus oponentes se particularizaron con el y también con algunos otros. Yo tenia, sin embargo, conocimiento de un hecho que demostraba el desinterés de Alsogaray y lo calumnioso de las insinuaciones que se hacia a su respecto.

Varios amigos y parientes del General Uriburu, a quienes el no había informado sobre sus intenciones de encabezar una revolución le manifestaron en distintas oportunidades su deseo de contribuir para formar un fondo destinado a sufragar los gastos de un movimiento que consideraban inevitable y en el que Uriburu tendría seguramente participación. El General se limito a escucharlos y a sonreír, prometiéndoles avisarles si llegaba a tener conocimiento de lo que sospechaban.

Muy pronto, sin embargo, se comprobó que era necesario, efectivamente, formar ese fondo para atender a las erogaciones que demandaban los viajes de los agentes revolucionarios al interior, la remuneración de la policía particular que los conspiradores utilizaban para proteger sus movimientos y realizar el contraespionaje, los gastos de movilidad dentro de la ciudad y alrededores, etc., y el General, que no era un hombre de fortuna, resolvió iniciar la suscripción con diez mil pesos de su peculio, visitando al mismo tiempo a los parientes y amigos que le habían hecho el ofrecimiento espontáneo para darles a entender que algo se tramaba pero sin proporcionarles ninguna información precisa.

La primera persona a quien el General visito fue a su tía Dona Josefa Uriburu de Girondo, mujer inteligente y bondadosa que, como todas las nietas de Arenales se interesaba mucho en la vida política del país y expresaba sus opiniones con valentía y vehemencia. En cuanto mi padre hizo algunas insinuaciones sobre la probabilidad de un estallido revolucionario la Señora de Girondo le manifestó que no se creyese obligado a revelarle ningún secreto, e incorporándose se encamino a una habitación contigua de la que volvió al instante trayendo un sobre que puso en manos del General. "Esta es mi contribución —dijo— y que Dios te proteja." El sobre contenía un cheque por diez mil pesos.

Un episodio análogo se repitió pocos días después. El General se encontró casualmente en la calle con Don Eduardo Saguier, viejo amigo de la infancia. A pesar de su afiliación radical Saguier ofreció también espontáneamente a Uriburu una contribución en dinero y le remitió a la mañana siguiente tinco mil pesos para el fondo revolucionario.

Con esas donaciones y otras posteriores que mi padre recibió se redondeo una cantidad que excedía de cincuenta mil pesos, y el General abrió una cuenta especial en la casa Farran y Zimmermann, encargando de su administración a su amigo y socio de la firma depositaria Don Raúl F. Zimmermann, el mismo que cayo gravemente herido a su lado el 6 de septiembre en la Plaza del Congreso.

Los jefes y oficiales que conspiraban mas activamente en la Capital y entre ellos el teniente coronel Alsogaray, incurrían, como es lógico, en gastos, no solo de movilidad sino de otra naturaleza, obligados como estaban a convidar con frecuencia en lugares públicos a sus camaradas del Ejercito para conversar con libertad o a ganar la confianza del personal de investigaciones de la policía mediante obsequios que se hacían llegar por conducto de los agentes particulares que actuaban en el contraespionaje como si fuesen ellos quienes lo hicieran a titulo amistoso, etc.

Cuando se ofreció, como correspondía, al teniente coronel Alsogaray, compensar con los medios que podía proporcionar el fondo revolucionario los desembolsos que el efectuaba para los fines en que estaba empeñado, este jefe rechazo categóricamente el ofrecimiento y manifestó que como no le era posible contribuir al fondo constituido se le permitiera, por lo menos, satisfacer sus propios gastos.

Yo no se, por lo tanto, si el Tte. Coronel Alsogaray tenia o no una situación financiera comprometida, pero pienso que un hombre que se hace revolucionario con la mira de salvar una situación semejante, como lo insinúo Perón, no procede como procedió en aquella oportunidad el malogrado jefe, sobre todo cuando sin ningún desmedro pudo aceptar lo que se le ofrecía.

Nombra el Capitán Perón en su relato a los jefes que estaban mas cerca del General Uriburu cuando este inicio sus trabajos en el Ejército para preparar la revolución y, con excepción de los Mayores Humberto Sosa Molina y Ángel Solari (hoy Generales), repudia a todos los demás a quienes no considera tan puros y decentes como Uriburu. "Yo seguía pensando —dice— que era necesario agrupar jefes de prestigio intelectual y moral y no audaces. Hombres que fueran desinteresados y que entraran para defender la patria contra las asechanzas de un nuevo año de gobierno de Yrigoyen, etc."

(¿Cuales eran los hombres de prestigio intelectual y moral que propuso incorporar el Capitán Perón para defender a la patria contra las asechanzas de Irigoyen? El Coronel Francisco Fasola Castaño y el Tte. Coronel Bartolomé Descalzo. Al primero lo conocí de cerca porque frecuento la casa de mi padre durante varios años cuando era Capitán y cursaba la Escuela de Guerra. Después continúo visitando de tarde en tarde al general.
Creo que desde joven fue un hombre atormentado por una egolatría enfermiza. Tenía posiblemente buenos propósitos y era seguramente patriota pero vivía en la amargura de no poder exhibirse y atrapaba la ocasión por los pelos para hacerse notar.

Poseía, según la opinión de mi padre, preparación profesional pero en cuanto a su cultura general no pasaba de una ilustración bastante barata que hacia valer con solemnidad; esto en lo que atañe a su prestigio intelectual.

Otro jefe del Ejecito, que debía parecérsele, me mostró una carta del Coronel Fasola Castaño, escrita desde el extranjero, en que llenaba de improperios al General Uriburu porque no le había dado la situación que creía merecer.

Eche un vistazo sobre el desahogo y dije al oficioso informante que no debía mostrar ese documento si, como era de suponer, el Coronel Fasola Castaño se creía su amigo y se había confiado a el.

Murió al poco tiempo el General Uriburu en suelo de Francia, y el Coronel Fasola Castaño que estaba entonces en Paris, se presento en la clínica donde falleció mi padre y ofreció el espectáculo sorprendente de un hombre agobiado por un intenso dolor al punto de no poder contener el llanto, ante el desconcierto de los que conocíamos su enconado resentimiento con el General.

Por fin, en una carta abierta dirigida al General Agustín P. Justo allá por 1935 o 1936 el Coronel Fasola Castaño hizo los mayores elogios de Uriburu y denigro a Justo con idéntica vehemencia y falta de ecuanimidad.

En cuanto a su moral creo que era un hombre honesto y relativamente correcto. La atenuación que implica el uso del adverbio se debe al conocimiento que tengo de algunas actitudes que definen el temperamento de Fasola Castaño. En una palabra, creo que este jefe era uno de esos hombres correctos que cometen incorrecciones a impulsos de su carácter pero que, en definitiva, tienen un buen fondo.

Al Teniente Coronel Descalzo (hoy Coronel retirado) no lo he conocido personalmente o, por lo menos, no lo recuerdo.

Este jefe ha tenido, sin embargo, con posterioridad, una actuación publica fugaz pero suficientemente desafortunada como para dejar una impresión sobre su "prestigio intelectual", que el mismo se encargo de disminuir al declararse poco menos que un insano en la inolvidable renuncia que presento como Ministro del Interior del General Edelmiro Farrell.

Además, los discursos que pronuncia de vez en cuando, en su carácter de Presidente del Instituto Sanmartiniano no son precisamente piezas histórico-literarias que merezcan el honor de figurar en una antología.

En cuanto a su "prestigio moral" tendrá seguramente fundamento, pero yo estoy informado de ciertos antecedentes que harían aceptar con reservas el aval del Capitán Perón, quien, por otra parte, con el correr de los años, ha demostrado no poseer una autoridad muy destacada para respaldar valores morales.

En la pagina 33 de su relato el Capitán Perón afirma que el General Uriburu entrego al Tte. Coronel Descalzo el día 5 de septiembre de 1930, "un documento de su puño y letra donde lo acreditaba como representante de la Junta Militar ante la Junta Civil de la revolución".

Refiere también el Capitán Perón en las páginas 16 y 17 de sus "apuntes" que invito al Tte. Coronel Descalzo a incorporarse a la revolución que se preparaba, pero que su "gran amigo" rehusó la invitación con el pretexto de que tenia que irse a Europa, aunque le expreso confidencialmente cuales eran los motivos reales que lo inducían a tomar esa resolución, y entre otras la influencia que, sobre el espíritu del General Uriburu atribuía a los Tenientes Coroneles Bautista Molina y Álvaro Alsogaray con quienes no deseaba ir "ni a misa".

¿Por que cambio de manera de pensar el Tte. Coronel Descalzo un día antes de la revolución? Es lo que me propongo explicar. Los Tenientes Coroneles Sarobe y Descalzo, lo mismo que el Coronel García u otros jefes de menor significación, eran los agentes militares con los cuales operaba pseudo diplomáticamente el General Agustín P. Justo.

Es conocida la divergencia de opiniones que existía entre los Generales Uriburu y Justo con respecto a la participación de los partidos políticos opositores en el acto revolucionario.

Lo único que separaba a los dos Generales era, en apariencia, ese diferente punto de vista, pero en realidad el objetivo personal que ambas perseguían era también distinto.
Lo que movía personalmente a Uriburu en aquel momento era prestar un ultimo servicio a su país, o lo que el y muchos otros creíamos que era un gran servicio que el país reclamaba sin pensar en el mañana para si mismo.

Lo que interesaba personalmente al General Justo no era la revolución, que no significaba para +el —y con razón desde su punto de vista fríamente calculador—, mas que un medio para establecer otro gobierno, o mejor dicho, un gobierno integrado por otros hombres. Lo que le importaba al General Justo era ese "otro" gobierno.
Con intenciones intimas tan diversas era lógico que los dos Generales no actuaran del mismo modo.

El objetivo "inmediato" para Uriburu era liberar al país, cuanto antes, del desgobierno que soportaba, cualquiera que fuesen los sacrificios que demandase la empresa. El objetivo "mediato": asegurar a la republica hasta donde fuese posible, contra la repetición de los males que padecía, dando paso a hombres nuevos para que la gobernasen. En cuanto a el, solía decir que era mas ambicioso de lo que la suspicacia de los hombres políticos suponía, porque aspiraba a algo mas tentador que el poder, que era el reconocimiento de la posteridad.

Justo, en cambio, subordinaba el objetivo inmediato a las posibilidades que pudiera ofrecer con respecto al cumplimiento de su objetivo mediato, o sea, obtener el poder para si. Si no conseguía, antes de producirse la revolución contar con un mínimo de probabilidades que le permitiese desarrollar sus futuros planes, la revolución, es decir el objetivo inmediato no solo no le interesaba sino que lo incomodaba porque podía alejarlo definitivamente de la sonada meta. La permanencia de Yrigoyen en el gobierno, por lo contrario, con la inevitabilidad de una próxima crisis, le ofrecía la perspectiva de los ríos revueltos en los que algo podía ganar.

Intento por eso convencer a Uriburu de que aceptase la colaboración de los partidos políticos, significándole que el aspiraba solamente a intervenir en la revolución como simple soldado.

Su manera de razonar era lógica: si su mira era reservarse para mas adelante, introduciendo en la revolución los elementos de influjo en que pensaba apoyarse para salir a la cabeza, caía de su peso que cuanto menos responsabilidad y riesgos asumiese al producirse el movimiento, tanto mejor para sus propósitos.

No logro, sin embargo, reducir a mi padre, y su acción se dirigió entonces resueltamente a sabotear a la revolución. No quiso hacerlo personalmente, y en esto se equivoco, porque el prestigio indudable de que gozaba en el Ejército no podía delegarse. Lo que no consiguieron sus agentes mas activos, el Coronel García y el Coronel Sarobe, lo hubiera logrado el quizás.

Como advirtiese al fin que también fracasaba en este intento jugo la ultima carta con habilidad y con éxito, y para ello se valió del Tte. Coronel Sarobe y quizás también del Tte. Coronel Descalzo, aunque es posible que este ultimo haya sido movilizado por Sarobe y haya actuado sin saber a que intereses servia. De lo que obtuvo Sarobe, que fue lo más importante, me ocupare después. Por ahora me referiré a la intervención de Descalzo.

Este jefe que no quería ir ni a misa con los que preparaban la revolución; que se mantuvo apartado y en desacuerdo mientras se conspiraba, aparece un día antes del estallido revolucionario representando, según el Capitán Perón, a una Junta Civil que nunca existió, y se entrevista con el General Uriburu para manifestarle (después de haberle hecho decir meses antes que no podría participar en la revolución porque se ausentaría del país), que mantiene contacto con elementos civiles y que, con su autorización escrita, esta dispuesto a organizarlos y dirigirlos cuando se de la orden de iniciar el movimiento.

Prevenido como estaba, Uriburu acepta el ofrecimiento, pero le manifiesta que si los civiles a que se refiere son militantes de los partidos políticos opositores no los rechaza como ciudadanos argentinos que desean plegarse a la revolución si bien no los reconocerá como representantes de agrupaciones políticas, y midiendo las palabras, entrega al Tte. Coronel Descalzo la autorización escrita que le ha solicitado, en la que no se menciona a ningún partido político ni a ninguna Junta Civil, cuya representación tampoco invoco el que fue instrumento consciente o inconsciente del General Justo.
El Tte. Coronel Descalzo sale satisfecho de la entrevista con Uriburu y se dirige inmediatamente con su credencial al diario Critica, en donde se reúnen los dirigentes de la oposición, excepción hecha de los socialistas rojos y de los demócratas progresistas, bajo la presidencia de un ciudadano de dudosa nacionalidad pero de gran "prestigio moral", como diría el Capitán Perón: Don Natalio Botana.

Entretanto, y antes de entrevistarse con Uriburu, Descalzo que era entonces el profesor mas antiguo de la Escuela de Guerra, invita a unos cuarenta oficiales, en su mayoría ya comprometidos con el General Uriburu, por intermedio del Tte. Coronel Faccioni y del Mayor Sosa Molina, a concurrir a su casa particular donde les impartirá ordenes para ser cumplidas al día siguiente.

Los oficiales que recibieron esta invitación entendieron, como era lógico, que Descalzo había sido designado para tomar el mando de los revolucionarios de la Escuela de Guerra por ser el Profesor más antiguo, y concurrieron a la cita.

Estos antecedentes tienen importancia porque el Capitán Perón con esa tendencia que lo ha llevado siempre a exagerar los números, afirma en la pagina 33 de sus apuntes que en veinticuatro horas el y Descalzo obtuvieron la adhesión de trescientos oficiales. No dice, por supuesto, de donde los sacaron porque los trescientos oficiales de Perón eran los mismos cuarenta que estuvieron en la casa de Descalzo y que ya habían prestado su adhesión al movimiento desde hacia mucho tiempo.

Conviene destacar, sin embargo, que ninguno de los oficiales que concurrieron la noche del 5 de Septiembre a la casa del Tte. Coronel Descalzo ejercía mando de tropas, como que eran alumnos de la Escuela de Guerra, de modo que su contribución fue exclusivamente personal y no representaba un aporte que pudiera decidir el éxito de la revolución.

Y de esto surgen algunos interrogantes que el Capitán Perón no hubiera podido contestar con facilidad. ¿Como se explica que si la adhesión de fuerzas militares al movimiento era insignificante y si la organización para realizarlo era desalentadora (a punto tal que fue lo que decidió a Perón a desvincularse de todo compromiso) la incorporación de unos cuantos oficiales sin mando de tropas pocas horas antes del estallido impulsase al mismo Perón a participar a ultimo momento en la aventura?

¿Cambio de opinión el Capitán Perón cuando Descalzo lo informo de sus cabildeos con los políticos reunidos en Crítica? ¿Modificaba, acaso, esta circunstancia las probabilidades de triunfo de una revolución que debía estallar el día siguiente y que, según el Capitán Perón, no contaba con apoyo en el Ejército, había sido mal organizada y seria además, torpemente dirigida por hombres con quienes no se podía ni ir a misa?

¿Influyeron en el ánimo del Capitán Perón las seguridades que probablemente le dieron Descalzo y Sarobe sobre la aceptación, por parte del General Uriburu, del punto de vista que estos jefes y el propio Perón habían sostenido?

Pero ¿que importancia podía tener todo esto si la revolución estaba destinada a fracasar por incapacidad y sordidez de sus promotores, como que por estar destinadas a fracasar se había "abierto" de ella el Capitán Perón?

¿Imaginó en ese momento Perón con lucidez de vidente el "milagro" que operaria el pueblo de Buenos Aires (y del que mas adelante nos ocuparemos) por el hecho de que los partidos políticos opositores, bajo la presidencia de Don Natalio Botana, se colgaran del estribo de la revolución cuando esta se ponía en marcha con cuatro soldados locos y conducida por los mismos incapaces que desplazaban a los hombres de moral?

Pero sigamos todavía a Descalzo para conocer bien su actuación. Cerca de la medianoche del 5 de Septiembre el Tte. Coronel Descalzo llega a su casa donde le esperan los oficiales que había convocado. Allí esta también el Cap. Perón que hace su "rentree" revolucionaria. La orden que reciben los oficiales es la de concurrir a las siete de la mañana del día siguiente a la estación San Andrés del Ferrocarril Central Argentino para trasladarse al Colegio Militar donde el Gral. Uriburu les daría destino.

Después de escuchar al Tte. Coronel Descalzo los oficiales se retiran y solo quedan en la casa los Tenientes Coroneles Sarobe y Cernadas y los Capitanes Perón y López Muñiz.

"Yo debía ir a San Martín —dice el Capitán Julio A. López Muñiz en un informe bajo su firma que obra en mi poder- pero a ultimo momento el Tte. Coronel Descalzo recordó que no había ordenado a nadie que fuese como de costumbre a la Escuela de Guerra, adonde a su vez concurriría el a sublevar la tropa del escuadrón al frente de una columna de estudiantes que se reuniría en el Monumento a los Españoles. En consecuencia recibí contraorden la que se hizo extensiva al Capitán Juan J. Tasso por mi intermedio, a quien se la comunique en su domicilio. Estaba presente en la casa (de Descalzo) cuando recibí la contraorden, el Capitán Perón."

El Capitán López Muñiz dice claramente que fue el único que recibió la contraorden la que se hizo extensiva solamente al Capitán Juan J. Tasso y no al Capitán Perón que estaba también presente.

Sin embargo, el Capitán Perón no se traslada a San Martín el 6 de Septiembre; se queda en Buenos Aires y concurre a la Escuela de Guerra.

El detalle es interesante, como se vera después, y, además, coincidente con la actitud que adopta trece años después cuando el General Rawson le pide, el 3 de junio de 1943 que lo acompañe a Campo de Mayo y Perón le contesta que será mucho mas útil en Buenos Aires, aun cuando nadie lo ve en la Capital el 4 de junio hasta que aparece en la Casa de Gobierno una vez que Rawson la ha ocupado.













Fuente: Archivo General de la Nación, Archivo del General Uriburu, 26,5. Alberto Uriburu, hijo del general. Comenta información sobre la actuación del Capitán Juan D. Perón en la conjura y revolución del 6 de septiembre de 1930. En Archivo del General Uriburu: “Autoritarismo y Ejército” 2 de Fernando García Molina y Carlos A. Mayo, Biblioteca Política Argentina N° 162, 1986.
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