Señoras,
Excelentísimo Señor Presidente de la República, Señores:
Tras el huracán de bronce en que acaban de prorrumpir los
clarines de la epopeya, precedidos todavía por la noble trompa de plata con que
anticipó la aclamación el más alto espíritu de Colombia, el Poeta ha dispuesto,
dueño y señor de su noche de gloria, que yo cierre, por decirlo así, la marcha,
batiendo en el viejo tambor de Maipo, a sincero golpe de corazón, mi ronca
retreta.
Válgame eso por disculpa en la inmensa desventaja de
semejante comisión, ya que siempre hay algo de marchito en el laurel de la retirada.
Dejadme deciros solamente, señores, que trataré de poner mi
tambor al ritmo viril de vuestro entusiasmo; y vosotras, señoras, puesto que
estáis aquí para mi consuelo, en la nunca desmentida caridad de vuestros ojos
hermosos, permitidme que como quien le pasa una cinta argentina por adorno
distintivo, solicite, en amable símbolo blanco y azul, el amparo de la gracia y
la belleza.
Ilustre Capitán del Verbo y Señor del Ritmo.
Habéis dado de prólogo al Magno Canto lo único que sin duda
correspondía: la voz de la tierra en el estruendo del volcán; la voz del aire
en el viento de la selva; la rumorosa voz del agua en el borbollón de la
catarata.
Así os haré a mi vez el comentario que habéis querido. Os
diré el Ayacucho que vemos desde allá, en el fuego que enciende sobre las
cumbres cuya palabra habéis sacado a martillazo de oro y hierro, el sol de los
Andes; y como tengo por el mejor fruto de una áspera vida el horror de las
palabras vanas, procuraré dilucidar el beneficio posible que comporta para los
hombres de hoy esa lección de la espada.
Tal cual en tiempo del Inca, cuando por justo homenaje al
Hijo del Sol traíanle lo mejor de cada elemento natural las ofrendas de los
países, la República Argentina ha enviado al glorioso Perú de Ayacucho todo
cuando abarca el señorío de su progreso y de su fuerza.
Y fue, primero, la inolvidable emoción de aquel día, cuando
vimos aparecer sobre la perla matinal del cielo limeño al fuerte mozo que
llegaba, trayéndose de pasada un jirón de cielo argentino prendido a las alas
revibrantes de su avión.
Y fue el cañón argentino del acorazado que entraba, al
saludo de los tiros profundos en que parece venir batiendo el corazón de la
patria: lento, sombrío, formidable, rayado el casco por la mordedura verde del
mar, pero tremolando el saludo del Plata inmenso en la sonreída ondulación del
gallardete.
Y fueron los militares que llegaban, luciendo el uniforme de
los granaderos de San Martín, y encabezados -permiso mi general- por la más
competente, limpia y joven espada del comando argentino, por supuesto que sin
mengua de ninguna, para traer en homenaje la montaña de los cóndores y la pampa
de los jinetes.
Y es la inteligencia argentina que va llegando en la persona
de sus más eminentes cultores, y que me inviste por encargo de anticipo, que no
por mérito, con la representación de la Academia Nacional de Ciencias de
Córdoba, la Universidad de La Plata, el Círculo Argentino de Inventores, el
Círculo de la Prensa, el Conservatorio Nacional de Música, la Asociación de
Amigos del Arte, y el Consejo Nacional de Educación que adelanta, así, al Perú
el saludo de cuarenta mil maestros.
Y por último, que es mi derecho y el más precioso, porque
constituye mi único bien personal, aquel jilguero argentino que en el corazón
me canta la canción eternamente joven del entusiasmo y del amor.
Por él me tengo yo sabida como si hubiese estado allá la
belleza heroica de Ayacucho. El embajador argentino general Justo, ministro de
Guerra.
Al son de cuarenta dianas despierta el campo insurgente bajo
la claridad de oro y la viva frescura de una mañana de combate. Deslumbra en el
campo realista el lujo multicolor de los arreos de parada. En el patriota, el
paño azul obscuro uniforma con pobreza monacal la austeridad de la república.
Apenas pueden, allá, lucir al sol tal cual par de charreteras; y con su mancha
escarlata, provocante el peligro, la esclavina impar de Laurencio Silva, el
tremendo lancero negro de Colombia.
Mas he aquí que restableciendo por noble inclinación las
costumbres de la guerra caballeresca, los oficiales de ambos ejércitos desatan
sus espadas y vienen al terreno intermedio para conversar y despedirse antes de
dar la batalla. Con que, amigos de otro tiempo y hermanos carnales, que también
los hay, abrázanse allá a la vista de los ejércitos, sin disimular sus lágrimas
de ternura. Y baja de la montaña Monet, el español arrogante y lujoso, peinada
como a tornasol la barba castaña, para prevenir a Córdova el insurrecto que va
a empezar el combate.
Aquel choque foral es un modelo de hidalguía y de bravura.
Concertado como un torneo, dirigida la victoria con precisión estética por el
joven mariscal, elegante y fino a su vez como un estoque, nada hubo más
sangriento en toda la guerra: como que, en dos horas, cayó la cuarta parte de
los combatientes. Mientras la división de Córdova acomete al son sentimental
del bambuco, el batallón Caracas, esperando su turno, que será terrible, juega
bajo las balas los dados de la muerte.
Desprovistos de artillería los patriotas y perdida pronto la
realista cuyos cañones del centro domina al salto, como a verdaderos potros de
bronce, el sargento Pontón, la batalla no es más que una cuádruple carga de
sable, lanza y bayoneta.
Carga de Córdova, el de la célebre voz de mando, que, alta
la espada, lánzase a cabeza descubierta, encrespándosele en oro la prosapia de
Aquiles al encenderle el sol su pelo bermejo. Carga de Laurencio Silva que
harta su lanza en el estrago de ocho escuadrones realistas. Carga de Lara que
cierra el cerco de muerte, plantando en el corazón del ejército enemigo el
hierro de sus moharras.
Cuando he aquí que la última carga va a decidir la victoria.
Son los Húsares Peruanos de Junín, al mando del coronel argentino Suárez. Y
entre ellos, a las órdenes de Bruix, los ochenta últimos Granaderos a Caballo. De
los cuatro mil hombres que pasaron los Andes con San Martín, sólo esos quedan.
Pintan ya en canas los más: sus sables hállanse reducidos por mitad al rigor de
la amoladura que saca filo hasta la guarda Y en ese instante, desde la reserva
que así les da la corona del postrer episodio, meten espuela y se vienen.
Véanlos cruzar el campo, ganando la punta de su propio torbellino. Ya llegaron,
ya están encima. Una rayada, un relámpago, un grito: ¡Viva la Patria!...― y al
tajo, volcada en rosas de gloria la última sangre de los soldados del rey.
Esas lágrimas de Ayacucho van a justificar el recuerdo de
otras que me atrevo a mencionar, animado por la cordialidad de vuestra acogida.
Y fue que una noche de mis años, allá en mi sierra natal, el
adolescente que palidecía sobre el libro donde se narraba el crucero de Grau,
veía engrandecérsele el alma con las hazañas del pequeño monitor, embellecidas
todavía por la bruma de la desgracia. Y sintiendo venírsele a la garganta un
llanto en cuya salumbre parecía rezumar la amargura del mar lejano, derramaba
en el seno de las montañas argentinas, sólo ante la noche y las estrellas de la
eternidad, lágrimas obscuras lloradas por el Huáscar.
Señores: Dejadme
procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo quiero arriesgar también
algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de
fracasada, bien que audaz ideología.
Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la
espada.
Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos
hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la
jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente
derivada, porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el
socialismo. Pero sabemos demasiado lo que hicieron el colectivismo y la paz,
del Perú de los Incas y la China de los mandarines.
Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la
misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir al hombre
que manda por su derecho de mejor, con o sin la ley, porque ésta, como
expresión de potencia, confúndese con su voluntad.
El pacifismo no es más que el culto del miedo, o una añagaza
de la conquista roja, que a su vez lo define como un prejuicio burgués. La
gloria y la dignidad son hijas gemelas del riesgo; y en el propio descanso del
verdadero varón yergue su oreja el león dormido.
La vida completa se define por cuatro verbos de acción:
amar, combatir, mandar, enseñar. Pero observad que los tres primeros son otras
tantas expresiones de conquista y de fuerza. La vida misma es un estado de
fuerza. Y desde 1914 debemos otra vez a la espada esta viril confrontación con
la realidad.
En el conflicto de la autoridad con la ley, cada vez más
frecuente, porque es un desenlace, el hombre de espada tiene que estar con
aquélla. En esto consisten su deber y su sacrificio. El sistema constitucional
del siglo XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia, vale decir la
última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución
demagógica. Sólo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida
superior que es belleza, esperanza y fuerza.
Habría traicionado, si no lo dijera así, el mandato de las
espadas de Ayacucho. Puesto que este centenario, señores míos, celebra la guerra
libertadora; la fundación de la patria por el triunfo; la imposición de nuestra
voluntad por la fuerza de las armas; la muerte embellecida por aquel arrebato
ya divino, que bajo la propia angustia final siente abrirse el alma a la gloria
en la heroica desgarradura de un alarido de clarín.
Poeta, hermano de armas en la esperanza y la belleza: ahí
está lo que puede hacer.
Gracias, dulce ciudad de las sonrisas y de las rosas.
Laureles rindo a tu fama, que así fueran de oro fino en el parangón de
homenaje, y palmas a tu belleza que hizo flaquear ― dichoso de él en su propia
dimensión ― al Hombre de los Andes con su estoicismo. ¿Pues quién no sabía por
su bien ― y por su mal ― que ojos de limeña eran para jugarles, no ya el
infierno, puesto que en penas lo daban, sino la misma seguridad del Paraíso? En
el blanco de tus nubes veo embanderarse el cielo con los colores de mi Patria,
y dilatarse en el tierno azul la caricia de una mirada argentina. Y generosas
me ofrecen la perla de la intimidad y el rubí de la constancia, tus sonrisas de
amistad y tus rosas de gentileza.
Y tú, nación de Ayacucho, tierra tan argentina por lo franca
y por lo hermosa; patria donde no puedo ya sentirme extranjero, Patria mía del
Perú: vive tu dicha en la inmortalidad, vive tu esperanza, vive tu gloria.
Leopoldo Lugones

Fuente: “La Hora de la Espada” discurso de Leopoldo Lugones
en el Centenario de la Batalla de Ayacucho, en Lima, Perú; 9 de diciembre de
1924.
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