Eso me telefoneó mi padre, casi afónico como cuando volvía
de una sesión agitada de la Cámara de Diputados o del comité ejecutivo de su
partido. Recuerdo textualmente ese mensaje, porque el 6 de septiembre de 1930
marcó a fuego al país. Ese fue el primero de una sucesión de golpes dados desde
1890, y el primer atropello masivo de la Ley Sáenz Peña. Fue el comienzo del
fin de medio siglo de progreso casi ininterrumpido.
Y, sin que lo sospechara la mayoría de sus participantes,
este golpe fue también la primera tentativa de instaurar el fascismo en el
continente americano. ¿Cómo podían sospecharlo, si quienes se levantaron contra
el gobierno constitucional presidido por Hipólito Yrigoyen (a) El Peludo,
invocaban el restablecimiento de la democracia? En efecto, el gobierno radical,
elegido dos años antes, había intervenido cinco provincias, boicoteado al
Congreso, concentrado poderes excesivos en el Ejecutivo, detenido ilegalmente a
muchos opositores y tolerado al Klan Radical, constituido por matones. (George Gaylord
Simpson, el gran paleontólogo norteamericano, cuenta en sus memorias que,
recién desembarcado en Buenos Aires con rumbo a la Patagonia, fue testigo de
una balacera en la Plaza del Congreso.) Pero los golpistas parecían ignorar que
un levantamiento es una transgresión muchísimo más grave de la Constitución que
las que había cometido el gobierno constitucional. El único partido que condenó
el golpe y reiteró su fe en la Ley Sáenz Peña fue el socialista. Los radicales
antipersonalistas, o alvearistas, no se pronunciaron, con lo cual apoyaron
tácitamente el golpe.
Los golpistas constituían una alianza increíblemente
heterogénea, como cuadra a toda alianza forjada sobre el falso principio de que
el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Además de algunos militares y del diario
democrático Crítica , se destacaban entre ellos conservadores como Antonio
Santamarina y Rodolfo Moreno y socialistas independientes como Antonio de
Tomaso y mi padre, Augusto Bunge.
Los socialistas independientes se habían separado del viejo
tronco socialista en 1927. Esta división decapitó literalmente al PS: casi
todos los intelectuales se fueron con el nuevo partido. Quedaron los
sindicalistas y los funcionarios del partido.
Nunca supe el motivo real de esta escisión. Al parecer, cada
cual tuvo su motivo. Mi padre, que había ingresado en el partido en 1897, a los veinte años de
edad, parece haber sido motivado principalmente por diferencias de estilo de
conducción con Nicolás Repetto, sucesor del fundador Juan B. Justo en el
liderazgo del partido.
Entre los dos partidos socialistas no había diferencias
programáticas. La única divergencia aparente entre ellos era táctica: la
oposición de los socialistas independientes a los "peludistas" era
tan visceral, que no titubearon en aliarse con sus peores enemigos naturales,
los conservadores fraudulentos.
El Partido Socialista Independiente ascendió meteóricamente
entre su fundación, en 1927, y las elecciones de marzo de 1931, en las que ganó
la mayoría en la Capital Federal gracias en parte al voto de los radicales
antipersonalistas. A partir de entonces decayó, hasta desaparecer en 1936. El
electorado castigó su "Concordancia" con los conservadores.
Liquidado el PSI, algunos de sus dirigentes, en particular
Federico Pinedo y Héctor González Iramain, se pasaron abiertamente al
conservadorismo. Otros, como mi padre y Roberto F. Giusti, dieron marcha atrás
(o, mejor dicho, adelante) y se agruparon efímeramente en Acción Socialista.
Horacio Sanguinetti documenta todo esto en detalle y con objetividad y
perspicacia en Los socialistas independientes .
EL "FRAUDE PATRIÓTICO"
Uno de los conservadores participantes en el golpe fue el
caudillo Alberto Barceló, dueño de los votos de Avellaneda y patrón de garitos
y prostíbulos. Otros, en particular Manuel A. Fresco y Matías Sánchez Sorondo,
resultaron fascistas. En sus memorias, el famoso caricaturista político Ramón
Columba cuenta que en casa de este último vio fotos autografiadas de Hitler y
Mussolini. En cuanto a Fresco, impuso el "voto cantado" cuando asumió
la gobernación de la provincia de Buenos Aires.
El gobierno de facto constituido al caer el gobierno
constitucional fue presidido por el general José Félix Uriburu, admirador del
fascismo italiano. Su dictadura se distinguió por cerrar escuelas, amordazar
diarios (incluso Crítica y Libertad , el órgano del PSI), exiliar a ex
ministros y exonerar a miles de empleados públicos radicales.
Otra de las hazañas de esa dictadura fue fusilar a siete
anarquistas inofensivos, cuyo único delito había sido actuar en pequeños
sindicatos y escribir en La Protesta . Nadie condenó ese crimen, pese que tres
años antes la opinión pública mundial, incluso la argentina, había repudiado la
ejecución en los Estados Unidos de Sacco y Vanzetti, anarquistas italianos igualmente
inocentes. Todo cambió en nuestro país ese 6 de septiembre, incluso la
sensibilidad.
Los comicios fraudulentos de 1932 llevaron a la presidencia
de la Nación al general Agustín P. Justo, un manipulador hábil y simpático,
acusado de lucrar con la construcción de carreteras. Su único hijo, el
ingeniero Liborio Justo, era trotskista y se hizo famoso por gritar:
"¡Abajo la dictadura!", desde la barra de la Cámara de Diputados.
El gobierno de Justo fue menos duro que el de su predecesor.
Pero instauró el "fraude patriótico" en escala grotesca, reprimió al
movimiento obrero, favoreció escandalosamente a los ricos y al capital
extranjero, y fue muchísimo más corrupto que el irigoyenista.
El gobierno fraudulento que lo siguió fue presidido
brevemente por Roberto M. Ortiz. Este fue cesanteado en favor de su vice, el
conservador pronazi Ramón S. Castillo, que metió preso a mi padre por presidir
la Confederación Argentina de Ayuda a los Pueblos Aliados. Castillo fue
depuesto por el golpe militar de 1943.
Así, con otro golpe, terminó el régimen nacido el nefasto 6
de septiembre de 1930, fuente de todos los males argentinos del siglo XX.
Fuente: “La fuente de todos los males” por Mario Bunge para el
Diario La Nación, 11 de septiembre de 2000.
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