El 6 de septiembre de 1930 una columna de cadetes del
Colegio Militar y fragmentos de unidades de Campo de Mayo avanzaron sobre
Buenos Aires, encabezados por el general José F. Uriburu, con el propósito de
derrocar al presidente Yrigoyen.
El objetivo se cumplió acabadamente: en la tarde de esa
jornada el presidente se había refugiado en La Plata, donde renunció, y el
vicepresidente Martínez dimitió ante el jefe de la revolución.
En un país que desde su organización no había asistido jamás
al triste espectáculo de un presidente constitucional depuesto por un golpe,
¿cómo pudo ocurrir semejante catástrofe? Que, digámoslo, fue rodeada en Buenos
Aires por un innegable apoyo de estudiantes, intelectuales, partidos
opositores, diarios, gente común.
Es importante saber cómo fueron los mecanismos del golpe,
porque fue la primera vez que se utilizaron métodos psicológicos masivos para
desprestigiar a un elenco gobernante, invalidarlo como inepto y presentar un
panorama de desastre y anarquía como justificación de su derrocamiento.
Yrigoyen había sido elegido en 1928 por una amplísima
mayoría. Tal vez fue esa enorme ventaja electoral la que produjo un fenómeno
muy negativo en las filas de su partido, que se achanchó en la certidumbre de
que su hegemonía sería eterna y que la carismática presencia de su líder, con
76 años a cuestas, bastaba para cubrir los baches de una política cada vez más
mezquina y ramplona.
Por su parte, los conservadores, los antipersonalistas y los
socialistas independientes, vale decir, el entero espectro opositor, pensaron
que el "plebiscito" de 1928 les cerraba por muchos años el acceso
legal al poder, y entonces empezaron a buscar otros caminos: de este
pensamiento a la conspiración no había más que un paso.
Los conservadores, sobre todo, fueron los máximos
responsables.
CAMPAÑA DE SEDUCCIÓN
Como dijo el dirigente del Partido Demócrata de Córdoba José
Aguirre Cámara, en 1946, olvidaron las enseñanzas legalistas de sus próceres y
se lanzaron a una campaña de seducción de militares y a poner efervescencia en
la opinión mediante los diarios, las tertulias del rezongo y el resentimiento y
las usinas de chismes que tan bien manejaban.
Por otro lado, los socialistas independientes, una
disidencia del viejo tronco, obtuvieron en marzo de 1930 una resonante victoria
electoral en la Capital Federal.
La derrota yrigoyenista en el distrito metropolitano
constituía una señal que la oposición no quiso registrar, lanzada como estaba a
las aventuras de la conspiración.
Pues si hiciéramos un poco de historia-ficción, podríamos
suponer que la derrota yrigoyenista de marzo de 1930 marcaba un punto de
inflexión en el respaldo popular al caudillo radical.
Cabe que con un poco de paciencia y habilidad política, en
1934 se articularía un frente antirradical como el de 1928, pero esta vez
exitoso.
Habríase clausurado entonces la etapa yrigoyenista y
empezaría pacíficamente un sistema de centro-derecha sin necesidad de fraudes y
violencias: la alternancia, clave de la democracia.
FALTÓ PACIENCIA
Pero no había paciencia en los sectores sociales altos, en
los grandes estancieros, los propietarios de algunas industrias, los patricios
ubicados como por derecho propio en funciones del Estado, la gente vinculada
con los frigoríficos, los bancos privados, los ferrocarriles británicos y las
empresas norteamericanas, las compañías petroleras privadas, los servicios
públicos dados en concesión: aquellos, en fin, que se expresaban políticamente
en el conservadurismo.
Y no podían tener paciencia porque los efectos de la crisis
mundial ya iban llegando a nuestro país: los "barrios de las latas"
proliferaban en Puerto Nuevo delatando la existencia de un fenómeno que se
desconocía desde hacía medio siglo, la desocupación.
Y cuando la crisis se descargara plenamente aquí, esa gente
quería manejar los resortes del poder para eludirla y transferirla a otros
sectores sociales. No querían que los malos tiempos los encontraran de a pie;
querían gambetearlos desde el poder.
Por sobre todo los conspiradores detestaban a Yrigoyen, ese
"compadrito de Balvanera", El Peludo, el cacique que halagaba a la
chusma, el atrevido plebeyo que había tenido la avilantez de sostener la
neutralidad en la Guerra Mundial, que había revolucionado las universidades y
tenido la insolencia de sermonear al mismísimo presidente de los Estados Unidos
sobre la política del big stick (el gran garrote) en el Caribe.
Lo aborrecían porque no frecuentaba clubes ni salones, se
rodeaba de tipos con apellidos de inmigrantes y, pese a sus ataques, no salía
de su serenidad y su silencio.
INSOLENTE AGRESIVIDAD
Hay que leer los diarios de la época para tener idea de la
insolente agresividad de la oposición en el invierno de 1930.
Toda clase de infundios tomó como blanco la persona del
caudillo. Senil, reblandecido, incapaz de generar actos de gobierno, decían.
Disparates como el que aseguraba que se editaban para su uso
ejemplares complacientes de los diarios se tomaban como verdades.
Martín Aldao, ese exquisito ensayista radicado por entonces
en París, cuenta en uno de sus libros de recuerdos los dislates sobre Yrigoyen
que se manejaban en la colonia argentina.
La verdad histórica es que ni el Estado estaba en bancarrota
ni la República en peligro, y las libertades públicas no se habían vulnerado.
Existían, sí, dificultades, pero no peores ni más graves que
en otros momentos de nuestra historia. Nada, absolutamente nada, justificaba un
derrocamiento.
Más aún, ante el creciente malestar, en la víspera de la
jornada revolucionaria, Yrigoyen había delegado el mando en su vicepresidente
por razones de salud, es decir, se había retirado, aunque fuera
momentáneamente, del escenario público.
Existía consenso en su gabinete para postergar las
cuestionadas elecciones de Mendoza y San Juan, que, de triunfar el radicalismo,
darían al presidente, por primera vez en sus dos períodos, mayoría en el
Senado. El Congreso estaba a punto de iniciar sus sesiones ordinarias.
Quiero decir que estaban desapareciendo los motivos alegados
por los conspiradores para llevar adelante sus propósitos. En esos días de
confusión y mentiras, una voz respetable, la del jurista Alfredo Colmo, fue una
serena y lúcida advertencia.
Lo hizo en un artículo en La Nación del 4 de septiembre.
Desnudaba la falacia de la campaña opositora y prevenía sobre los peligros de
una dictadura. "La revolución nos arrojaría varias décadas atrás",
afirmó. Pero no fue escuchado.
Es que la revolución era indetenible, inexorable. Yrigoyen
tenía que caer.
INGLORIOSA JORNADA
Después de la ingloriosa jornada del 6 de septiembre
vendrían la dictadura, los fusilamientos, la prisión y confinamiento de
radicales, la clausura de diarios (incluso de Crítica, desaforado vehículo
periodístico de la revolución), la cesantía de jueces, el veto a la fórmula
radical de 1931, la anulación de la elección del 5 de abril del mismo año en la
provincia de Buenos Aires.
Y, después, el fraude electoral sistematizado desde el poder,
el retroceso cívico, la sumisión de la economía a intereses extranjeros, los
brotes fascistas. Y todavía después, Perón.
Todo eso lo puso en marcha el golpe del 30, al degradar una
democracia que tenía fallas, pero que era promisoria y pudo haber dado
estabilidad y continuidad en el contexto de la Constitución.
Durante unos pocos años, la revolución de Uriburu fue
recordada por la Legión Cívica y algunos grupos nacionalistas; hasta se impuso
el nombre del dictador a una avenida porteña y a un partido bonaerense. Pronto
se acabaron estos recordatorios y se borraron esos nombres.
Hoy, evocamos la fecha como la inauguración de las
secuencias de los golpes militares de este siglo y la frustración de una bella
promesa dentro de la experiencia argentina.
Fuente: “Un golpe que abundó en transgresiones” por Félix
Luna para el Diario La Nación del 6 de septiembre de 2000.
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