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viernes, 15 de julio de 2022

José Claudio Escribano: "La memoria de un modelo" (15 de julio de 1999)

Aún cuando éstos no hayan sido los mejores años, hoy es un día para decir que en todo tiempo hubo políticos honestos, con sentido del desprendimiento personal y voluntad de servir. Y, si llevado por la corriente general, que nada distingue, alguien afirmara que el país carece de modelos de conducta política, bastaría, para señalar lo contrario, un nombre que prolonga otros nombres: Arturo Mor Roig.

Hoy se cumplen 25 años del asesinato de ese denodado luchador por la pacificación y el diálogo democrático entre los argentinos.

Los hechos ocurrieron pasado el mediodía, en un restaurante de Pichincha y la avenida Provincias Unidas, en San Justo. Lo mataron por la espalda. Fueron seis hombres, declararon los testigos. La acción engrosó el historial de Montoneros, la organización terrorista más importante de la época. Después, cantarían: "Hoy, hoy, qué contento estoy/ vivan los Montoneros/ que mataron a Mor Roig".

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Una tarde de marzo de 1971 Mor Roig invitó a este cronista a charlar en un bar de la calle Florida. Estaba cayendo el presidente Roberto Levingston y de eso quería hablar. El general Alejandro Lanusse, comandante en jefe del Ejército, iba a hacerse cargo del gobierno. En sus planes Mor Roig figuraba como ministro del Interior. ¿Qué hacer?

No percibí vacilaciones. Mor Roig ignoraba, por cierto, que en esto le iría la vida, pero sabía que el precio político por aceptar sería alto. Lo recompensaba la ilusión de contribuir a institucionalizar el país tras cinco años de régimen militar.

El primer conflicto -vago, difuso- se produjo con su propio partido, la UCR, a cuya afiliación renunció. El doctor Ricardo Balbín había puesto sus mayores esfuerzos en la constitución de La Hora del Pueblo, un agrupamiento en el que convivían y daban batalla por una pronta salida electoral la UCR, el PJ, la democracia progresista, el socialismo argentino, los conservadores populares, el bloquismo de San Juan y un independiente, Manuel Rawson Paz.

Balbín, líder del radicalismo, temía que la aceptación de Mor Roig perturbara la armonía de esa confluencia multipartidaria y, más que nada, los incipientes acuerdos con el caudillo exiliado en Madrid. Fue, sin embargo, el peronismo, por boca del delegado personal de Perón, Jorge Daniel Paladino, el que más enfáticamente sostuvo que debía confiarse en Mor Roig.

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¿Quién era este político perspicaz, de voz baja y vestimenta invariablemente oscura, estudioso, dotado de paciencia infinita para escuchar y forjar consensos, justo él que venía de un núcleo partidario que había levantado las banderas de la intransigencia? Era español, naturalizado argentino, padre de cuatro hijos. Hoy tendría 84 años. Había nacido el 14 de diciembre de 1914 en Lérida, Cataluña.

Había sido dos veces concejal en San Nicolás, diputado y senador provincial. Después del derrocamiento del presidente Frondizi, en 1962, sus aptitudes conciliadoras se habían manifestado en la Asamblea de la Civilidad, primer entendimiento posterior a la revolución de 1955 que procuró superar el largo ostracismo del partido fundado por Perón e incorporar al funcionamiento de las instituciones, por medio de la representación proporcional, a las fuerzas minoritarias.

Mor Roig condujo la Cámara de Diputados durante la presidencia del Dr. Arturo H. Illia. El espíritu con que atendió esa función quedó patentizado en la Comisión de Labor Parlamentaria, destinada a dar tratamiento ecuánime a los intereses y sensibilidades de todos los bloques del cuerpo. Al cerrarse el Congreso, en 1966, pudo decir, sin que nadie lo desmintiera, que era un hombre pobre; más precisamente: un hombre empobrecido por la política.

Era procurador. Se anotó como alumno en la Universidad Católica y aprovechó así los años del general Juan Carlos Onganía, de silenciamiento partidario, para estudiar ciencias políticas. Se doctoró con una tesis sobre el Parlamento.

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El hecho disparador de la reforma constitucional de 1994 fue la reelección del presidente en ejercicio. Pero más de veinte años atrás una comisión de once juristas, animada por otros propósitos, propuso, con los estímulos del doctor Mor Roig, una reforma con muchos puntos de contacto con la que se derivó del Pacto de Olivos: elección directa del presidente y vicepresidente de la Nación y posibilidad de reelección; ballottage, sólo para el caso de que ninguna fórmula hubiera obtenido la mayoría absoluta; jurado de enjuiciamiento para tribunales inferiores a la Corte, tercer senador... Tal reforma rigió para las elecciones nacionales de marzo, abril y septiembre de 1973, y para la instalación del gobierno del doctor Héctor J. Cámpora. Perdió la legalidad al vencer el tiempo establecido por la cláusula resolutoria que exigía su ratificación por una convención constituyente.

Mor Roig llevó consigo al Ministerio del Interior, como subsecretarios, a un maestro del derecho procesal, Augusto Mario Morello, de filiación demócrata progresista, y Guillermo Belgrano Rawson, del Partido Demócrata Liberal de San Luis. En los otros cargos se turnaron figuras de diversa procedencia cívica. Su primer candidato para ocupar la Dirección de Provincias, que no aceptó, había sido un joven poco conocido hasta que, dos años más tarde, venció al peronismo y sus aliados, quedándose con la banca de senador por la minoría de la Capital Federal: Fernando de la Rúa.

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Es difícil saber cuántas frustraciones padeció Mor Roig como ministro. Sirvió lealmente a un presidente que nunca ocultó la admiración por sus atributos morales. Pero que en algunas situaciones, como aquella de agosto de 1972,cuando dijo que "a Perón no le da el cuero para volver al país", expresaba un tono exasperado, de crispación, ajeno al temperamento de su ministro.

Perón volvió, sin embargo, tres meses después, al cabo de 17 años. Recuerdo que ya con el peronismo en el gobierno, en el departamento modesto que ocupaba en la calle Arenales, Mor Roig me refirió que fue por esos días tormentosos, de noviembre de 1972, que Lanusse le confió algo que en aquellas circunstancias estaba fuera de la imaginación de sus conciudadanos: que hasta ese momento había alentado íntimamente la ilusión de ser candidato a presidente, que ahora consideraba, como todos, mucho antes que él, de realización imposible. Con un carácter más fuerte que la inteligencia política, Lanusse terminó empujando al brigadier Ezequiel Martínez a encarnar esa candidatura sin destino.

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El crimen se cometió en San Justo porque los asesinos sabían que Mor Roig concurría periódicamente a almorzar a un restaurante próximo al establecimiento fabril de cuya dirección era asesor. Lo que no tenían por qué saber era que su magra remuneración no sólo era el único sustento, sino el medio para completar los aportes jubilatorios.

Ante su crimen, este diario lo despidió editorialmente como un ciudadano ejemplar. El Congreso de la Nación le rindió honores. Faltó decir que murió en el aislamiento político, con excepción de algunos fieles amigos. Se había cumplido la palabra de entregar el gobierno a quien triunfara en elecciones libres, pero el país prolongaba sus desdichas entre el desasosiego de la violencia y el caos de las facciones en el nuevo poder, hundiéndose irremediablemente en lo peor.

Sólo a fines de 1973, siete meses después de haber dejado el ministerio, por una intercesión amistosa del ex ministro de Defensa José Luis Cantilo, volvió a encontrarse, ya en el llano, con Balbín.

Muchos de los actores de ese tiempo han muerto. Si ese tiempo fuera recuperable, podría recabarse de alguno de ellos, del ex diputado Enrique Vanoli, un hombre de la intimidad del doctor Balbín, por ejemplo, el relato de la conversación furtiva sostenida días después del asesinato de Mor Roig con Roberto Quieto, líder de la subversión desaparecido a fines de 1975. No tanto para conocer la magnitud, que fue mucha, del desprecio de Balbín por los asesinos; en especial, para repetir lo que Quieto manifestó sobre los hechos de San Justo. Quiero decir, el relato de que en realidad a Mor Roig no lo mataron por haber sido ministro de Lanusse, sino como aviso de que los Montoneros debían ser tan tenidos en cuenta por el flamante gobierno de Isabel Perón como lo habían sido en esos días -principios de julio de 1974- los dirigentes de la oposición invitados a dialogar con la presidenta y sus ministros.

En verdad, la vida valía entonces tan poco como eso.








Fuente: "La memoria de un modelo" por José Claudio Escribano para La Nación del día 15 de julio de 1999.

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