No debería ser así. Pero no hay que asombrase de esta
deformación. Es una de las muchas que Yrigoyen sufrió en vida y después de
muerto. Porque acaso no hay un ejemplo como éste, de un hombre publico que haya
sido menos entendido por sus amigos, tan mal enfocado por sus enemigos y mas
equivocadamente ubicado por quienes no fueron ni una cosa ni la otra.
Es bastante ilustrativa, por ejemplo, la variación que sufre
la imagen de Yrigoyen desde su época de opositor a su etapa presidencial. Hasta
1916, casi todos los diarios dijeron de Yrigoyen los juicios más honrosos. Los
elogios que le tributó “La Prensa” fueron insólitos. Autores neutrales le
dedicaron páginas que parecían otorgarle categoría de superhombre. Señalábase
su patriótico desinterés, su constancia en la lucha política, su republicana
austeridad. Todo esto, vísperas de asumir la presidencia. En cuanto llega al
poder, casi automáticamente empiezan a caer sobre él y no cesan – al contrario,
crecen geométricamente- hasta sus finales. Ahora será “el loco”, “el Peludo”,
“el compadrito de Balvanera”. Quienes habían señalado su prosa como una
expresión de su originalidad, después se reían de sus “patéticas
miserabilidades”. Los que habían visto en su liso estilo de vida una elogiable
muestra de sobriedad, ahora descubrían que era un palurdo, que no se bañaba… ¿Había
cambiado algo Yrigoyen? Absolutamente no. Pero Yrigoyen en el llano, era
inofensivo; en cambio, en el gobierno era peligroso porque traía, con todas sus
imprecisiones, una concepción del poder totalmente nueva y una serie de ideas
que eran revolucionarias; tal cual. Hay que imaginar lo que significó en 1920
que el representante argentino en Ginebra dijera a Gran Bretaña, a Francia, a
Estados Unidos, que la Sociedad de Naciones que habían inventado era parcial,
injusta e inepta; tras lo cual, da un portazo y se va… Hay que ponerse en 1916
e imaginar un Presidente de la Nación dando la razón a los obreros ferroviarios
y retando a los directores, abogados y representantes del más poderoso conjunto
de intereses extranjeros radicado en la Argentina… Un personaje así era
peligroso y por eso las hostilidades que se le desencadenaron fueron
implacables. Además, inteligentes y graciosas. Todo lo tenía a Yrigoyen de
vulnerable en su personalidad, fue explotado con malignidad prolija hasta
ridiculizarlo y convertirlo en un personaje de caricatura. Se salvó por la simpatía
y bella circunstancia de que el pueblo lo amaba…
De modo que no hay que asombrarse si ahora la imagen póstuma
de Yrigoyen queda embalsamada en las mirras y los óleos de la canonización
radical. Sin embargo, bajo el cromo cache de un don Hipólito que no se
diferencia mucho de Pancho Sierra o Ceferino Namuncurá, habitantes inocuos de
la mitología argentina, se oculta la realidad de un caudillo vigoroso y
singular, que tuvo del país una idea en modo alguno desdeñable, una idea
adelantada a su tiempo y todavía fecunda.
Fue el primero, por ejemplo en denunciar la estrecha concepción
del país volcado al puerto: su estructura –decía- “afecta la forma primitiva
del solar colonial”, con una sola puerta al frente y un larguísimo fondo ciego
atrás; un plan orgánico para dar salidas americanas a esa estructura
irracional, fue proyectada por Yrigoyen, llegando a concretar la línea
Huaytiquina que, en estricta justicia, debía llevar su nombre. Fue el primero, también,
en atribuir al Estado “una posición cada vez más preponderante en las
actividades industriales que respondan principalmente a la realización de
servicios públicos”, rompiendo así el criterio liberal, incontrastables hasta
entonces. Y el primero en definir como condición esencial de la democracia, no
solamente la garantía de la libertad política sino “la posibilidad para todos
de poder alcanzar un mínimo de felicidad siquiera”.
La idea que de la Argentina tuvo Yrigoyen hay que rastrearla
a través de sus actos de gobierno, en sus trabajosos escritos y también en sus
intenciones no cumplidas y en sus desencuentros. Porque Yrigoyen fue un hombre
de desencuentros históricos, y no siempre por su culpa. La lógica, la fuerza de
las cosas hacían previsible –para poner un solo caso- que la muchachada
universitaria triunfante en su lucha gracias al apoyo que Yrigoyen le brindara,
habría de arrimarle apoyo a su acción política. Pero no fue así. Solo algunas
contadas individualidades se le acercaron. Los dirigentes máximos de la Reforma
Universitaria, lo más lucidos y brillantes, lo enfrentaron. ¡Que hubiera pasado
en la Argentina si los Deodoro Roca, los Saúl Taborda, los Ripa Alberdi, los González,
hubieran formado los elencos juveniles del jefe popular! Pero no lo hicieron.
Claro, era difícil apoyar a este hombre extraño que no pronunciaba discursos,
no manejaba bellamente la pluma, no sabia repetir las pavadas que en esa época seducían
a la juventud. Es cierto, reconocemos, que la juventud universitaria argentina
casi siempre se equivoca: en esto no le erra casi nunca… Se equivocó con
Yrigoyen en el 18 y en el 30; con Perón en el 45; con Frondizi en el 58, cuando
se le fue el fervor en cascarse por lo de “laica” o “libre” en vez de pelear
por tener petróleo y acero. Y ahora también se esta equivocando, es clavado… En
esa época, un hombre como Carlos Sánchez Viamonte, luchador de nobles causas,
produjo El último caudillo. Y lo
extraordinario es lo siguiente: el mismo autor en el mismo libro alcanzó a
tener un atisbo formidable cuando proclamó que Yrigoyen “salvó, junto con la
neutralidad, el sentido americano de la vida”. ¡Increíble! Sánchez Viamonte
alcanzó a darse cuenta de la significación profunda de una de las actitudes políticas
más trascendentales de Yrigoyen, pero ahí se le acabó la agudeza. No vió más
allá y lo mismo le pasó a sus compañeros de luchas universitarias. Sí:
seguramente el desencuentro de Yrigoyen y los reformistas era históricamente
inevitable.
Digo que la canonización radical ha aparejado varias
deformaciones en la apreciación del fenómeno
histórico que es Yrigoyen. Los radicales se han proclamado sus herederos pero
no advierten que se les ha escapado la herencia principal, lo auténticamente
valioso del caudillo, que es su mágica vigencia mayoritaria, su sentido
hondamente nacional y su actitud fluida, transformadora, frente a la Argentina.
Se han ido quedando con las formas, el estilo, en suma, lo mas deleznable del
caudillo, como le ocurrió a Sabattini, que creía ser la reencarnación de
Yrigoyen sólo porque hablaba por parábolas y no salía nunca de su casa.
Dentro de esos equívocos se describe a Yrigoyen como un
intransigente total y se supone que sus huesos deben estremecerse ante la mera
posibilidad de que sus derechohabientes políticos compartan con otras fuerzas
los gajes del gobierno: al menos en ese tono se justificó que los radicales de
Illia se negaran a convidar a nadie en el minifestín oficialista del 63/66.
Pero el primer interventor federal designado por Yrigoyen para implementar su
plan de “reparación”, ¿Cómo se llamaba? ¡Don Joaquín de Anchorena! Y cuando
hubo que salvar la situación bonaerense, amenazada por la intervención en 1927,
¿Con quien negoció Yrigoyen? ¡Con Juan B. Justo! Y ¿A quien busco en 1913 para
entregarle la conducción del radicalismo santafesino? ¡A Lisandro de la Torre!
¿Qué se demuestra con esto? Que don Hipólito entendía la
intransigencia como una norma en relación con ideas y conductas, nunca con
referencia a hombres; y que todos, a su juicio, podían ser útiles en algún
momento. Hasta De la Torre. Nunca perdió Yrigoyen la esperanza de recuperarlo,
aunque de la Torre, por odio a su viejo rival, hubiera servido a los
conservadores. Porque de la Torre necesitó que se muriera Yrigoyen para empezar
a ver claro. Desaparecida su obsesión antipeludista,
borrado su enemigo del panorama, recién entonces empezó de la Torre a andar
bien. Pero claro, ya era tarde, ya estaba viejo: alcanzó a cumplir con su
hermosa pelea de las carnes y ya no dio para más. Yrigoyen no dejó de cumplir
su destino porque de la Torre existiera; pero De la Torre frustró el suyo por
el mero hecho de haber existido Hipólito Yrigoyen… Con lo que podríamos
concluir que De la Torre fue mucho más intransigente con quien no debía y al
divino botón…
Yrigoyen fue intransigente cuando mantuvo la neutralidad
contra viento y marea; cuando insistió cuatro veces en su proyecto de crear la
marina mercante; cuando sacó la construcción de Huaytiquina en acuerdo de
ministros y contra el dictamen de la Contaduría de la Nación o cuando dedicó el
más alto porcentaje del presupuesto que gobierno alguno haya dedicado a la
educación. Fue intransigente cuando sostuvo el proyecto de ley de
nacionalización del petróleo. Y cuando dio luz verde a sus personeros en San
Juan y Mendoza, en 1930, para que obtuvieran de cualquier modo las legislaturas
adictas que debían designar, a su vez, los senadores que necesitaba para tener
mayoría, por primera vez, en el Senado de la Nación. Sin vacilaciones, dudas ni
mayores escrúpulos, se mantuvo en la consecución de las cosas que consideraba
importantes y que, sin duda, lo eran. Pero jamás puso a la intransigencia, que
es sólo un medio por encima de los objetivos de fondo. Por eso, cuando la
dictadura de Uriburu vetó el nombre de Alvear como posible candidato radical en
1931, y sugirió en sustitución a Vicente Gallo, Yrigoyen no dudó un instante.
Preso en Martín García, entendió perfectamente el problema: insistir en el
candidato vetado significaba llevar al radicalismo hacia un callejón sin
salida. Y fue entonces que dijo:
-¿Aceptan a Gallo? Pues entonces con gallos o gallinas… ¡hay que ir a la elección!
-¿Aceptan a Gallo? Pues entonces con gallos o gallinas… ¡hay que ir a la elección!
Eso era sentido político. No política emocional ni política
retórica, sino política en el sentido de lo posible: ubicación en una realidad
cierta y, a partir de ese dato, decidir. Naturalmente, para los radicales de
hoy, esa anécdota de Yrigoyen es aberrante…
Fue ese mismo realismo político el que llevó a Yrigoyen a
declinar su jefatura en Alvear cuando advirtió que su edad le pesaba demasiado.
Es normal que todo líder quiera seguir siéndolo, aun cuando sea un valetudinario;
las jefaturas no se regalan. Sin embargo, Yrigoyen, a partir de 1932, se
limitaba a ejercer un papel de espectador en los procesos partidarios pero
prestigiando activamente a Alvear como su sucesor. Otros hombres tenía el
partido que le habían sido más consecuentes y que estaban, acaso, más cerca de
su pensamiento. Pero Yrigoyen no quiso interferir el destino político de Alvear
y prefirió entregarle mansamente los signos de su preferencia. No solamente
facilitaba el acceso a la jefatura de un hombre que era ya, de por sí, una
realidad política, sino que de alguna manera también estaba rindiendo homenaje
a una actitud personal: la de Alvear, que pasados los 60 años abandona su
dorado exilio en París, renuncia a su fácil vida de millonario y se larga a la
pelea política. A pelear en esa enmerdada política de aquellos años, contra
nenes como Justo, como Melo, como Sánchez Sorondo… No había otro radical que
fuera capaz de semejante entereza –aunque en el mismo carácter de Alvear, que
hacia posible la patriada, se escondieran los gérmenes de sus posteriores
renuncios-.
No existe, que yo sepa, en la historia contemporánea, un
caso siquiera parecido al de Yrigoyen. Sin haber dispuesto de las facilidades
del poder, sin ser un tribuno ni un escritor, limitado por insalvables
modalidades personales a la entrevista individual, sin haber salido casi de
Buenos Aires (podríamos decir, de su casa), sin haber heredado un aparato político,
sin tener mas que su fe y su constancia, Yrigoyen va elaborando año a año, con
paciencia benedictina, un partido que a la postre resultará persistentemente
mayoritario, resistirá invulnerable las confrontaciones de otras fuerzas y las
presiones de distintos regimenes de facto hasta escindirse después de sesenta
años de trayectoria y pasar a nutrir con sus vivencias a tres colectividades políticas.
Porque no hay que olvidarle: retratos de Hipólito Yrigoyen presiden las
asambleas del radicalismo, el frondizismo y el alendismo…
Todo personaje histórico de relevancia tiene dos significaciones:
una, la relacionada con su momento, que se agota allí mismo. La otra
significación es la que sobrevive a su tiempo y, al desligarse de las
connotaciones circunstanciales, se proyecta intemporalmente y se va
enriqueciendo permanentemente, haciéndose mas compleja y suscitante. A casi
cuarenta años de la muerte de Yrigoyen, nadie debe considerarse dueño de su
memoria, albacea único de su mensaje político. Quien lo haga sólo logrará
disminuir una significación que es común al país, que debe ser compartida por
todos, aquellos personajes y símbolos, aquellas memorias y orgullos y
vergüenzas que forman el ser nacional.
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Años más tarde un afiche de Yrigoyen bajo el lema: "Jefe inmortal, Presente!!!" presidiendo una asamblea del radicalismo del pueblo, entre los presentes Zarriello, Balbín, Marini y Perette. |
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