VIAJE
ALREDEDOR DE LOS CAUDILLOS ILUSTRES
El
doctor Francisco A. Barroetaveña uno de los fundadores del Partido Radical,
evoca en el ostracismo, para Caras y Caretas pintorescos recuerdos de su vida.
COMO
ERAN LOS HIJOS DE ANTAÑO – UN PERSONAJE NOVELESCO DE ALEJANDRO DUMAS EN LA
VIDA REAL – ORIGENES DE LA UNION CIVICA RADICAL – EL GRAN PARTIDO ORGANICO QUE
NACIÓ DE UN ARTICULO DE BARROETAVEÑA – UN BANQUETE JAURISTA PROVOCÒ LA
REVOLUCIÓN DEL 90 – EL GRAN DOLOR DEL DOCTOR ALEM – EL PADRE DE ALEM EN LA
HORCA – LA MADRE HIPÓLITO YRIGOYEN.
POR
JUAN
JOSÉ DE SOIZA REILLY
LA
ESCUELA DEL HOGAR
La juventud presente no sabe quién es Barroetaveña.
—
Un abogado. ¡Ah, sí!
El progreso es tan rápido para los argentinos que
veinticuatro horas constituyen una larga vejez. Para vivir con ruido en la
conciencia pública, sería necesario quemar en el balcón, todos los días, una gruesa
de cohetes o salir con un revólver a matar vigilantes.
El doctor Francisco A. Barroetaveña es uno de los
pocos hombres ilustres que van quedando de los tiempos antiguos. Su existencia laboriosa
es un ejemplo. Desde muchacho consagróse íntegramente a las causas más nobles,
con el desinterés enloquecido de los iluminados.
—
No se ocupe de mí — exclama jovialmente— Soy un fósil.
—
¿Fósil? Es usted una
lección de civismo, mi querido doctor. y, en realidad, lo es. Además, él es una
demostración de lo que puede hacer un hombre decidido a jugarse en aras de un ensueño.
Los padres de Barroetaveña — aunque de sangre noble
— eran gente de campo.
—
Yo mismo — me cuenta el doctor Barroetaveña— cuidé hasta los quince años en mi delicioso
Gualeguay, ovejas y vacas.
Nunca
había ido a la escuela porque en aquellos tiempos, los campesinos no tenían escuelas.
Era menester aprender en familia. Mi hermano mayor, Miguel, fue mi maestro de
enseñanza primaría. El pobre me enseñó con ternura a leer, a escribir, a
contar. Es decir, lo que había aprendido en las lecciones de mi padre. Mi
padre, a su vez, no tuvo más maestra que mi abuela. ¡Ya se usted! Tiempos
crudos aquellos...
COMO
ERAN LOS HIJOS
Barroetaveña no estaba satisfecho.
Muy hermosa la vida de campo, galopando por la
tierra matricia, arriando do vacas y terneros, enlazando novillos, domesticando
potros, tocando la guitarra. Pero, en el fondo de su imaginación las sirenas cantaban...
Un día cayó en sus manos Alejandro Dumas. ¡Ah, viejo formidable que con sus
novelas de aventuras, transformaba a los niños en héroes!
—
Leí — cuenta Barroetaveña — las "Memorias de un médico". Las leí en contado con mis
pobres ovejas. Me entusiasmó la figura de Gílbert, muchacho que a los 16 años
de edad era tan ignorante y salvaje como yo. De improviso, Gílbert siente la
ambición de aprender. Estudia.
Hace
esfuerzos titánicos para progresar.
Se
recibe de médico y actúa, políticamente, en la Revolución que proclama los
Derechos del Hombre. Gílbert se transforma, por fin, en una gloría magnifica de
Francia.
Barroetaveña — nieto de vascos — quiso ser desde entonces
un Gilbert- (¿Un vasco quiere ser cualquier cosa? Hacedle el gusto. No hay
quien ataje a un vasco que persigue un ideal).
Barroetaveña conversó con su madre.
Ella accedió en seguida.
—
¿y tata?
El padre tampoco, no hizo ninguna oposición.
—
Somos pobres. Pero, no le hace...
¡Aquí
hay puños para ganar la platita que necesite tu talento! ¡Serás agrimensor, hijo
mío!
Sin haber ido jamás a la escuela, Barroetaveña ingresó
en los cursos superiores del Colegio del Uruguay. Se metía a martillazos los textos
en el cráneo. Acostumbrado a hablar con los animalitos del Señor, no sabía exponer
sus ideas. Se aprendía de memoria los libros, con paciencia vasca de picapedrero.
Se encerraba en su pequeño cuarto de estudiante — como Demóstenes con las piedritas
en la boca, para quitarse la tartamudez — y allí a la penumbra del candil
gritaba, vociferaba sus lecciones.
Poco a poco su laringe, su lengua, sus labios adquirieron,
por el ejercicio, la costumbre helénica de hablar. Desde entonces
Barroetaveña fué el orador vibrante de las multitudes.
El estudio de las ciencias jurídicas lo atrajo con predilección porque ellas lo
ponían en contacto con el alma del pueblo.
Su padre le había dicho:
—
Serás agrimensor.
No sentía vocación alguna por las matemáticas.
¿Y qué? Su padre le había dicho:
"Serás
agrimensor". Y lo sería...
¡Tiempos aquellos santos e inocentes en que tata y
mama siempre tenían razón!
¡Prodigios del amor familiar! Barroetaveña se recibió
de agrimensor únicamente a fin de embellecer la vejez de su padre.
En seguida, prosiguió en Buenos Aires sus cursos
universitarios hasta obtener el título de doctor en derecho. En el Uruguay su
prestigio de orador era temible por la elegancia y el coraje con que esgrimía
las verdades salvajes del barquero. Una noche, siendo gobernador don Ramón
Pebre, trepóse al balcón del propio gobernante y desde allí, ante el pueblo reunido,
el Barroetaveñita de veinte años, electrizó a la muchedumbre, atacando al
gobierno. El gobernador salió al balcón y le dijo:
—
De buena gana te tiraría a la calle.
Pero
me has conmovido. Ven. ¡Dame un abrazo!
UN
BANQUETE A JUÁREZ CELMAN PROVOCÓ LA REVOLUCIÓN DEL 90
Mi
ambición — me cuenta Barroetaveña — no estaba en la política.
Prefería
mi estudio de abogado. Sin embargo, la triste situación del país me arrojó en
la política.
Corría
el año 1889. El gobierno de Juárez Celman era un desastre. La crisis nacional
contrastaba con el derroche del gobierno.
Juárez
pretendía dejar un sucesor hecho a su imagen.
—
Este sucesor era Cárcano — Agrega Barroetaveña, — personaje cuya actuación en el Correo le
había dado una despopularidad muy encumbrada. Entre tanto, el pueblo, el
comercio, las industrias, las finanzas se quejaban dormidas, sin que nadie levantara
la voz contra el desquicio.
¡Al
contrario!... Se organizó un banquete de sumisión, ofrecido por la
"juventud incondicional", al doctor Juárez Celman.
Era
un sarcasmo. El banquete estaba presidido por un gran retrato del doctor Juárez
Celman.
El
doctor Lucas Ayarragaray — joven entonces— ofreció la fiesta en nombre de la muchachada
oficialista.
Al día siguiente el doctor Barroetaveña publicó en
"La Nación" (20 de agosto de 1889), un artículo vibrante, violento,
titulado: "¡Tu quoque juventud, en tropel al éxito!" Sus palabras
tuvieron una resonancia estrepitosa. La juventud sintióse herida por aquel
grito de dolor y de rabia. No existía, entonces, ningún partido orgánico.
Las falanges estudiantiles aclamaron en el doctor
Barroetaveña al hombre providencial, joven, incontaminado, capaz de formar un
partido patriota. El "Tu quoque juventud"... ("¡Tu también,
juventud, en tropel, al éxito!") publicado en "La Nación", de Mitre,
fué — ¡oh, ironía!, — la base del hoy partido Radical de Yrigoyen.
Una comisión de caballeros — los señores Carlos
Videla, Carlos Zuberbühler y Modesto Sánchez Viamonte — se apersonaron a Barroetaveña
en nombre de la Bolsa de Comercio-
—
Venimos — le dijeron — en
nombre de la Bolsa, para felicitarlo por la reacción que usted ha sabido
despertar en el alma de toda la República.
Barroetaveña creyó que era el momento de congregar
las fuerzas populares. En su estudio constituyó un "Comité de la Juventud Independiente",
del que formaba parte otros jóvenes tan entusiastas como él; Marcelo de Alvear,
Martín Torino, Leonardo Pereyra Iraola, Tomás Le Bretón, Manuel Augusto Montes
de Oca... El doctor Barroetaveña, designado presidente del co»mité organizó en
seguida, un mitin. El comité se llamó después: "Unión Cívica de la
Juventud".
—
Fué inútil pedir — dice Barroetaveña— que nos dieran un teatro. Los empresarios tenían miedo. La policía, era
policía brava, de hacha y tiza, capaz de agarrarnos a tiros y prender fuego al
teatro.
Me
sacó del apuro don Leonardo Pereyra Iraola que prestó, gentilmente, un terreno de
la calle Florida, cerca de la plaza San Martín, conocido con el nombre de
"jardín Florida". Para que el mitin no fuera, simplemente una
exteriorización de los muchachos, quisimos atraernos la adhesión de algunos
ciudadanos de prestigio. No nos fué difícil. Contamos de inmediato con el apoyo
de Pedro Goyena y José M. Estrada — jefes del poderoso
partido católico, — con don Miguel
Navarro Viola, con don Vicente Fidel López, con Aristóbulo del Valle, y con el
doctor Alem, que trabajaba en el estudio de del Valle.
Presidió el mitin su organizador, Barroetaveña, que
abrió la serie de los discursos con una arenga fulminante. El éxito de la
asamblea fué magnífico. Pero meses después, Barroetaveña, tesonero,
infatigable, vasco hasta la médula, insistió en la conveniencia de una nueva
asamblea.
Fué la famosa "Asamblea del Frontón Buenos
Aires", también presidida por Barroetaveña, quien, al abrir el acto,
proclamó rotundamente, la necesidad imperiosa de voltear ai gobierno a balazos.
Fué asimismo Barroetaveña quien incitó al doctor
Alem a ponerse al frente de la causa del pueblo:
—
Nadie mejor que Alem podía dirigir aquellas olas humanas con su elocuencia tribunicia,
con su apostura magistral, con sus virtudes cívicas. En cuanto a Hipólito
Yrigoyen fué presentado a nuestro grupo, no por el doctor Alem, sino por Aristóbulo
del Valle.
EL
TENOR TAMAGNO
Una de las manifestaciones organizadas por
Barroetaveña desfilaba en el 90 por Florida. Desde los balcones las mujeres
llenaban de flores a los manifestantes- Se daban gritos a la patria sin que se
oyera un solo "¡muera!". El entusiasmo popular reventaba en delirio.
De pronto, la columna descubrió en un balcón la presencia del tenor Tamagno,
contratado por Juárez Calman para cantar en el antiguo teatro de la Opera.
—
¡Viva Tamagno! — gritó la columna, agitando sombreros y boinas.—¡Que hable!
Tamagno no sabía cómo agradecer el homenaje de la
juventud.
—
Yo no sé hablar — gritó desde el balcón.
—
Os daré, en cambio, lo único que tengo.
Y allí en el balcón, en plena calle, sin música,
entonó con su voz formidable las primeras estrofas del Himno Nacional.
—
¡Hasta las piedras lloraban de emoción!— me dice el doctor
Barroetaveña con los ojos radiantes.
EL
GRAN DOLOR DE ALEM
Barroetaveña era el niño mimado del doctor Alem. Al
viejo tribuno le placía vivir en contacto con este muchachito — alma de
entrerriano y cabeza de vasco, — que se arrojaba a los entreveros de la calle
armado hasta los dientes de verdades. Le placía también, porque Barroetaveña
era, sin duda, un romántico — un romántico capaz, por amor a la patria o por
amor a la belleza, de quemarse la vida en la llama de un fósforo.
A menudo lo mandaba buscar urgentemente.
El vasquito cerraba sus libros o tiraba la pluma,
para salir corriendo:
—
“Aquí estoy, doctor Alem— Gracias, Barroetaveña. Lo he mandado buscar porque
empiezo a sentirme aburrido.
Me
voy poniendo viejo. Necesito conversar de pavadas con alguien que me entienda sin
burlarse de mí".
Aquellas pavadas deliciosas eran los recuerdos de su
juventud. El dolor de su niñez lo dignificaba de tristeza. Hablaba con
Barroetaveña de su infancia, rota en cuatro pedazos. Así se consolaba.
—
Alem — me cuenta Barroetaveña — era un hombre sencillo y sutil hasta la enfermedad.
Su
corazón había sufrido en la adolescencia penas tan amargas que, para revivirlas,
le era suficiente el más leve roce de un recuerdo.
—
¿Qué penas eran ésas?
—
Alem había visto morir a su padre en la horca. ¡Imagínese usted la tragedia de
un niño que contempla a su progenitor colgado de un árbol, en la plaza Lorea,
entre las mofas de la muchedumbre! ¡Imagínese usted la trágica visión de ese
cuadro metido en los ojos de un hijo! El padre del doctor Alem— abuelo materno
de Hipólito Yrigoyen, — era un joven que llegó de Constantinopla a Buenos Aires
durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Hombre pacifico, laborioso y
enérgico, formó aquí un hogar transparente y humilde. Para mantenerlo, ingresó
en la Mazorca. Su nombre fué pronto una bandera.
¡Curioso
significado el de aquel apellido! ¿Sabe usted lo que, en árabe, significa la
palabra "alem"? Quiere decir: ¡estandarte o bandera!... Luego, cuando
Urquiza volteó a don Juan Manuel, la turba vencedora, no pudiendo despedazar a Rosas,
se ensañó con los pobres. Siempre ocurre lo mismo. La historia nos enseña que
todo pueblo flojo con su tirano, se hace corajudo con los infelices que han
quedado detrás. Es el gaucho cobarde que azota en el suelo al gauchito valiente
caído en desgracia.
Los
vencedores sometieron al padre del doctor Alem a la justicia criminal. Se le acusaba
de haber intervenido en la actuaciónde la Mazorca. Fué inútil que su defensor, el
doctor Marcelino Ugarte — padre del preclaro político recientemente fallecido, —
adujera razones eficaces probando la inocencia del reo. Había que vengarse de
Rosas en la humilde cabeza del turco...
—
El pueblo — me cuenta Barroetaveña— exigía el exterminio sangriento de los
acusados. El populacho era hostigado en la sombra por los que, según Alberdi, se
incorporaron como piratas a la nave triunfadora de Urquiza; piratas decididos a
todo, hasta, si era posible, vender atado al capitán del buque...
—
¡Queremos la cabeza de Alem! Leandro Alem fué a la horca. (Existe
en el archivo del Colegio de Abogados el expediente del proceso con la admirable
defensa de Marcelino Ugarte). El doctor Alem
conservaba en el corazón la huella de aquel crimen. Su espíritu creció, como el
de Hamlet, en un caliente clima de tragedia.
La señora de Zavaleta, primera esposa del doctor
Eduardo Wilde, decía, hablando de él:
—
¡Parece un gaucho viudo!
Era
bondadoso—de ternura exquisita, — incapaz de hacer daño. Besaba a los niños en
la cabellera. Hacía versos de amor. Lloraba en los velorios. Era un triste.
Daba el dinero de su sopa sin pensar en sí mismo.
No
obstante, de repente, todo su ser ardía en ráfagas de odio. Hubiérase dicho que
el alma se le salía a los ojos y a los puños.
Crujía
como un templo. Sus miradas en vendaval erizaban sus cejas como si allá en el
fondo de la historia viera al padre en la horca.
—
Nunca olvidaré — continúa diciéndome el doctor
Barroetaveña — aquellas horas de intimidad
cuando el doctor Alem me confiaba sus cuitas. ¡Con qué amargura evocaba su
niñez perseguida a cascotazos por los chicos del barrio! Con qué tristeza recordaba
después sus días escolares, las injurias de sus compañeros, las represalias insolentes
de sus profesores en la Universidad.
"
— Yo era — me decía Alem — "el
hijo del ahorcado". En las mesas examinadoras se ejercía conmigo una
venganza miserable...
Muchos
de los profesores habían vuelto del destierro con un encono ciego contra todo lo
que oliera a rosismo. Yo era "el hijo del mazorquero Alem". Me
acorralaban.
Me
perseguían. ¡Con qué placer me hubieran clavado los dientes en el cráneo!
Yo,
con paciencia, agarrándome el odio con diez uñas, estudiaba. Vencía... No
pudieron nunca reprobarme en ninguna materia.
¡Ah!
¡Nunca! Salía de las pruebas con más rabia, tal vez, dispuesto a desahogarme.
Mi
consuelo era olvidarme de ellos. Lo hacía por mi madre..."
La madre del doctor Alem — hermana del doctor Silva,
médico de Flores — era una antigua madre de epopeya.
"—
Mi madre — decía Alem, — merece
también una apoteosis como la de Sarmiento.
La
desdicha no la acobardó. Muerto mi padre, ella fué la heroica salvadora de sus hijos.
Para mantenernos, hacía pastelitos y dulces que yo mismo llevaba a vender, en una
canastita, a los hoteles..."
El doctor Barroetaveña conoció más tarde, a la
señora madre de Hipólito Yrigoyen:
—
Era — me dice —
hermana del doctor Alem y se llamaba Marcelina. Tuve el gusto de verla varias
veces por encargo del doctor Alem. Su voz armoniosa y dulce me dejó una
impresión imborrable. También era triste...
—
¡También era triste!
Fuente: Juan José de Soiza Reilly, “Viaje alrededor
de los caudillos ilustres” El doctor Francisco A. Barroetaveña uno de los
fundadores del Partido Radical, en Caras y Caretas, Buenos Aires, 17 de mayo de
1930.
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