Páginas


Image and video hosting by TinyPic

jueves, 5 de marzo de 2020

Caras y Caretas: "Entrevista al Dr. Francisco Barroetaveña uno de los fundadores de la UCR" (17 de mayo de 1930)

VIAJE ALREDEDOR DE LOS CAUDILLOS ILUSTRES

El doctor Francisco A. Barroetaveña uno de los fundadores del Partido Radical, evoca en el ostracismo, para Caras y Caretas pintorescos recuerdos de su vida.

COMO ERAN LOS HIJOS DE ANTAÑO – UN PERSONAJE NOVELESCO DE ALEJANDRO DUMAS EN LA VIDA REAL – ORIGENES DE LA UNION CIVICA RADICAL – EL GRAN PARTIDO ORGANICO QUE NACIÓ DE UN ARTICULO DE BARROETAVEÑA – UN BANQUETE JAURISTA PROVOCÒ LA REVOLUCIÓN DEL 90 – EL GRAN DOLOR DEL DOCTOR ALEM – EL PADRE DE ALEM EN LA HORCA – LA MADRE HIPÓLITO YRIGOYEN.

POR

JUAN JOSÉ DE SOIZA REILLY


LA ESCUELA DEL HOGAR

La juventud presente no sabe quién es Barroetaveña.

— Un abogado. ¡Ah, sí!

El progreso es tan rápido para los argentinos que veinticuatro horas constituyen una larga vejez. Para vivir con ruido en la conciencia pública, sería necesario quemar en el balcón, todos los días, una gruesa de cohetes o salir con un revólver a matar vigilantes.

El doctor Francisco A. Barroetaveña es uno de los pocos hombres ilustres que van quedando de los tiempos antiguos. Su existencia laboriosa es un ejemplo. Desde muchacho consagróse íntegramente a las causas más nobles, con el desinterés enloquecido de los iluminados.

— No se ocupe de mí — exclama jovialmente— Soy un fósil.

— ¿Fósil? Es usted una lección de civismo, mi querido doctor. y, en realidad, lo es. Además, él es una demostración de lo que puede hacer un hombre decidido a jugarse en aras de un ensueño.

Los padres de Barroetaveña — aunque de sangre noble — eran gente de campo.

— Yo mismo — me cuenta el doctor Barroetaveña— cuidé hasta los quince años en mi delicioso Gualeguay, ovejas y vacas.

Nunca había ido a la escuela porque en aquellos tiempos, los campesinos no tenían escuelas. Era menester aprender en familia. Mi hermano mayor, Miguel, fue mi maestro de enseñanza primaría. El pobre me enseñó con ternura a leer, a escribir, a contar. Es decir, lo que había aprendido en las lecciones de mi padre. Mi padre, a su vez, no tuvo más maestra que mi abuela. ¡Ya se usted! Tiempos crudos aquellos...


COMO ERAN LOS HIJOS

Barroetaveña no estaba satisfecho.

Muy hermosa la vida de campo, galopando por la tierra matricia, arriando do vacas y terneros, enlazando novillos, domesticando potros, tocando la guitarra. Pero, en el fondo de su imaginación las sirenas cantaban... Un día cayó en sus manos Alejandro Dumas. ¡Ah, viejo formidable que con sus novelas de aventuras, transformaba a los niños en héroes!

— Leí — cuenta Barroetaveña — las "Memorias de un médico". Las leí en contado con mis pobres ovejas. Me entusiasmó la figura de Gílbert, muchacho que a los 16 años de edad era tan ignorante y salvaje como yo. De improviso, Gílbert siente la ambición de aprender. Estudia.

Hace esfuerzos titánicos para progresar.

Se recibe de médico y actúa, políticamente, en la Revolución que proclama los Derechos del Hombre. Gílbert se transforma, por fin, en una gloría magnifica de Francia.

Barroetaveña — nieto de vascos — quiso ser desde entonces un Gilbert- (¿Un vasco quiere ser cualquier cosa? Hacedle el gusto. No hay quien ataje a un vasco que persigue un ideal).

Barroetaveña conversó con su madre.

Ella accedió en seguida.

— ¿y tata?

El padre tampoco, no hizo ninguna oposición.

— Somos pobres. Pero, no le hace...

¡Aquí hay puños para ganar la platita que necesite tu talento! ¡Serás agrimensor, hijo mío!

Sin haber ido jamás a la escuela, Barroetaveña ingresó en los cursos superiores del Colegio del Uruguay. Se metía a martillazos los textos en el cráneo. Acostumbrado a hablar con los animalitos del Señor, no sabía exponer sus ideas. Se aprendía de memoria los libros, con paciencia vasca de picapedrero. Se encerraba en su pequeño cuarto de estudiante — como Demóstenes con las piedritas en la boca, para quitarse la tartamudez — y allí a la penumbra del candil gritaba, vociferaba sus lecciones.

Poco a poco su laringe, su lengua, sus labios adquirieron, por el ejercicio, la costumbre helénica de hablar. Desde entonces

Barroetaveña fué el orador vibrante de las multitudes. El estudio de las ciencias jurídicas lo atrajo con predilección porque ellas lo ponían en contacto con el alma del pueblo.

Su padre le había dicho:

— Serás agrimensor.

No sentía vocación alguna por las matemáticas.

¿Y qué? Su padre le había dicho:

"Serás agrimensor". Y lo sería...

¡Tiempos aquellos santos e inocentes en que tata y mama siempre tenían razón!

¡Prodigios del amor familiar! Barroetaveña se recibió de agrimensor únicamente a fin de embellecer la vejez de su padre.

En seguida, prosiguió en Buenos Aires sus cursos universitarios hasta obtener el título de doctor en derecho. En el Uruguay su prestigio de orador era temible por la elegancia y el coraje con que esgrimía las verdades salvajes del barquero. Una noche, siendo gobernador don Ramón Pebre, trepóse al balcón del propio gobernante y desde allí, ante el pueblo reunido, el Barroetaveñita de veinte años, electrizó a la muchedumbre, atacando al gobierno. El gobernador salió al balcón y le dijo:

— De buena gana te tiraría a la calle.

Pero me has conmovido. Ven. ¡Dame un abrazo!

UN BANQUETE A JUÁREZ CELMAN PROVOCÓ LA REVOLUCIÓN DEL 90

Mi ambición — me cuenta Barroetaveña — no estaba en la política.

Prefería mi estudio de abogado. Sin embargo, la triste situación del país me arrojó en la política.

Corría el año 1889. El gobierno de Juárez Celman era un desastre. La crisis nacional contrastaba con el derroche del gobierno.

Juárez pretendía dejar un sucesor hecho a su imagen.

— Este sucesor era Cárcano — Agrega Barroetaveña, — personaje cuya actuación en el Correo le había dado una despopularidad muy encumbrada. Entre tanto, el pueblo, el comercio, las industrias, las finanzas se quejaban dormidas, sin que nadie levantara la voz contra el desquicio.

¡Al contrario!... Se organizó un banquete de sumisión, ofrecido por la "juventud incondicional", al doctor Juárez Celman.

Era un sarcasmo. El banquete estaba presidido por un gran retrato del doctor Juárez Celman.

El doctor Lucas Ayarragaray — joven entonces— ofreció la fiesta en nombre de la muchachada oficialista.

Al día siguiente el doctor Barroetaveña publicó en "La Nación" (20 de agosto de 1889), un artículo vibrante, violento, titulado: "¡Tu quoque juventud, en tropel al éxito!" Sus palabras tuvieron una resonancia estrepitosa. La juventud sintióse herida por aquel grito de dolor y de rabia. No existía, entonces, ningún partido orgánico.

Las falanges estudiantiles aclamaron en el doctor Barroetaveña al hombre providencial, joven, incontaminado, capaz de formar un partido patriota. El "Tu quoque juventud"... ("¡Tu también, juventud, en tropel, al éxito!") publicado en "La Nación", de Mitre, fué — ¡oh, ironía!, — la base del hoy partido Radical de Yrigoyen.

Una comisión de caballeros — los señores Carlos Videla, Carlos Zuberbühler y Modesto Sánchez Viamonte — se apersonaron a Barroetaveña en nombre de la Bolsa de Comercio-

— Venimos — le dijeron — en nombre de la Bolsa, para felicitarlo por la reacción que usted ha sabido despertar en el alma de toda la República.

Barroetaveña creyó que era el momento de congregar las fuerzas populares. En su estudio constituyó un "Comité de la Juventud Independiente", del que formaba parte otros jóvenes tan entusiastas como él; Marcelo de Alvear, Martín Torino, Leonardo Pereyra Iraola, Tomás Le Bretón, Manuel Augusto Montes de Oca... El doctor Barroetaveña, designado presidente del co»mité organizó en seguida, un mitin. El comité se llamó después: "Unión Cívica de la Juventud".

— Fué inútil pedir — dice Barroetaveña— que nos dieran un teatro. Los empresarios tenían miedo. La policía, era policía brava, de hacha y tiza, capaz de agarrarnos a tiros y prender fuego al teatro.

Me sacó del apuro don Leonardo Pereyra Iraola que prestó, gentilmente, un terreno de la calle Florida, cerca de la plaza San Martín, conocido con el nombre de "jardín Florida". Para que el mitin no fuera, simplemente una exteriorización de los muchachos, quisimos atraernos la adhesión de algunos ciudadanos de prestigio. No nos fué difícil. Contamos de inmediato con el apoyo de Pedro Goyena y José M. Estrada — jefes del poderoso partido católico, — con don Miguel Navarro Viola, con don Vicente Fidel López, con Aristóbulo del Valle, y con el doctor Alem, que trabajaba en el estudio de del Valle.

Presidió el mitin su organizador, Barroetaveña, que abrió la serie de los discursos con una arenga fulminante. El éxito de la asamblea fué magnífico. Pero meses después, Barroetaveña, tesonero, infatigable, vasco hasta la médula, insistió en la conveniencia de una nueva asamblea.

Fué la famosa "Asamblea del Frontón Buenos Aires", también presidida por Barroetaveña, quien, al abrir el acto, proclamó rotundamente, la necesidad imperiosa de voltear ai gobierno a balazos. Fué asimismo Barroetaveña quien incitó al doctor

Alem a ponerse al frente de la causa del pueblo:

— Nadie mejor que Alem podía dirigir aquellas olas humanas con su elocuencia tribunicia, con su apostura magistral, con sus virtudes cívicas. En cuanto a Hipólito Yrigoyen fué presentado a nuestro grupo, no por el doctor Alem, sino por Aristóbulo del Valle.

EL TENOR TAMAGNO

Una de las manifestaciones organizadas por Barroetaveña desfilaba en el 90 por Florida. Desde los balcones las mujeres llenaban de flores a los manifestantes- Se daban gritos a la patria sin que se oyera un solo "¡muera!". El entusiasmo popular reventaba en delirio. De pronto, la columna descubrió en un balcón la presencia del tenor Tamagno, contratado por Juárez Calman para cantar en el antiguo teatro de la Opera.

— ¡Viva Tamagno! — gritó la columna, agitando sombreros y boinas.—¡Que hable!

Tamagno no sabía cómo agradecer el homenaje de la juventud.

— Yo no sé hablar — gritó desde el balcón.

— Os daré, en cambio, lo único que tengo.

Y allí en el balcón, en plena calle, sin música, entonó con su voz formidable las primeras estrofas del Himno Nacional.

— ¡Hasta las piedras lloraban de emoción!— me dice el doctor Barroetaveña con los ojos radiantes.

EL GRAN DOLOR DE ALEM

Barroetaveña era el niño mimado del doctor Alem. Al viejo tribuno le placía vivir en contacto con este muchachito — alma de entrerriano y cabeza de vasco, — que se arrojaba a los entreveros de la calle armado hasta los dientes de verdades. Le placía también, porque Barroetaveña era, sin duda, un romántico — un romántico capaz, por amor a la patria o por amor a la belleza, de quemarse la vida en la llama de un fósforo.

A menudo lo mandaba buscar urgentemente.

El vasquito cerraba sus libros o tiraba la pluma, para salir corriendo:

— “Aquí estoy, doctor Alem— Gracias, Barroetaveña. Lo he mandado buscar porque empiezo a sentirme aburrido.

Me voy poniendo viejo. Necesito conversar de pavadas con alguien que me entienda sin burlarse de mí".

Aquellas pavadas deliciosas eran los recuerdos de su juventud. El dolor de su niñez lo dignificaba de tristeza. Hablaba con Barroetaveña de su infancia, rota en cuatro pedazos. Así se consolaba.

— Alem — me cuenta Barroetaveña — era un hombre sencillo y sutil hasta la enfermedad.

Su corazón había sufrido en la adolescencia penas tan amargas que, para revivirlas, le era suficiente el más leve roce de un recuerdo.

— ¿Qué penas eran ésas?

— Alem había visto morir a su padre en la horca. ¡Imagínese usted la tragedia de un niño que contempla a su progenitor colgado de un árbol, en la plaza Lorea, entre las mofas de la muchedumbre! ¡Imagínese usted la trágica visión de ese cuadro metido en los ojos de un hijo! El padre del doctor Alem— abuelo materno de Hipólito Yrigoyen, — era un joven que llegó de Constantinopla a Buenos Aires durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Hombre pacifico, laborioso y enérgico, formó aquí un hogar transparente y humilde. Para mantenerlo, ingresó en la Mazorca. Su nombre fué pronto una bandera.

¡Curioso significado el de aquel apellido! ¿Sabe usted lo que, en árabe, significa la palabra "alem"? Quiere decir: ¡estandarte o bandera!... Luego, cuando Urquiza volteó a don Juan Manuel, la turba vencedora, no pudiendo despedazar a Rosas, se ensañó con los pobres. Siempre ocurre lo mismo. La historia nos enseña que todo pueblo flojo con su tirano, se hace corajudo con los infelices que han quedado detrás. Es el gaucho cobarde que azota en el suelo al gauchito valiente caído en desgracia.

Los vencedores sometieron al padre del doctor Alem a la justicia criminal. Se le acusaba de haber intervenido en la actuaciónde la Mazorca. Fué inútil que su defensor, el doctor Marcelino Ugarte — padre del preclaro político recientemente fallecido, — adujera razones eficaces probando la inocencia del reo. Había que vengarse de Rosas en la humilde cabeza del turco...

— El pueblo — me cuenta Barroetaveña— exigía el exterminio sangriento de los acusados. El populacho era hostigado en la sombra por los que, según Alberdi, se incorporaron como piratas a la nave triunfadora de Urquiza; piratas decididos a todo, hasta, si era posible, vender atado al capitán del buque...

— ¡Queremos la cabeza de Alem! Leandro Alem fué a la horca. (Existe en el archivo del Colegio de Abogados el expediente del proceso con la admirable defensa de Marcelino Ugarte). El doctor Alem conservaba en el corazón la huella de aquel crimen. Su espíritu creció, como el de Hamlet, en un caliente clima de tragedia.

La señora de Zavaleta, primera esposa del doctor Eduardo Wilde, decía, hablando de él:

— ¡Parece un gaucho viudo!

Era bondadoso—de ternura exquisita, — incapaz de hacer daño. Besaba a los niños en la cabellera. Hacía versos de amor. Lloraba en los velorios. Era un triste. Daba el dinero de su sopa sin pensar en sí mismo.

No obstante, de repente, todo su ser ardía en ráfagas de odio. Hubiérase dicho que el alma se le salía a los ojos y a los puños.

Crujía como un templo. Sus miradas en vendaval erizaban sus cejas como si allá en el fondo de la historia viera al padre en la horca.

— Nunca olvidaré — continúa diciéndome el doctor Barroetaveña — aquellas horas de intimidad cuando el doctor Alem me confiaba sus cuitas. ¡Con qué amargura evocaba su niñez perseguida a cascotazos por los chicos del barrio! Con qué tristeza recordaba después sus días escolares, las injurias de sus compañeros, las represalias insolentes de sus profesores en la Universidad.

" — Yo era — me decía Alem — "el hijo del ahorcado". En las mesas examinadoras se ejercía conmigo una venganza miserable...

Muchos de los profesores habían vuelto del destierro con un encono ciego contra todo lo que oliera a rosismo. Yo era "el hijo del mazorquero Alem". Me acorralaban.

Me perseguían. ¡Con qué placer me hubieran clavado los dientes en el cráneo!

Yo, con paciencia, agarrándome el odio con diez uñas, estudiaba. Vencía... No pudieron nunca reprobarme en ninguna materia.

¡Ah! ¡Nunca! Salía de las pruebas con más rabia, tal vez, dispuesto a desahogarme.
Mi consuelo era olvidarme de ellos. Lo hacía por mi madre..."

La madre del doctor Alem — hermana del doctor Silva, médico de Flores — era una antigua madre de epopeya.

"— Mi madre — decía Alem, — merece también una apoteosis como la de Sarmiento.

La desdicha no la acobardó. Muerto mi padre, ella fué la heroica salvadora de sus hijos. Para mantenernos, hacía pastelitos y dulces que yo mismo llevaba a vender, en una canastita, a los hoteles..."

El doctor Barroetaveña conoció más tarde, a la señora madre de Hipólito Yrigoyen:

— Era — me dice — hermana del doctor Alem y se llamaba Marcelina. Tuve el gusto de verla varias veces por encargo del doctor Alem. Su voz armoniosa y dulce me dejó una impresión imborrable. También era triste...

— ¡También era triste!





Fuente: Juan José de Soiza Reilly, “Viaje alrededor de los caudillos ilustres” El doctor Francisco A. Barroetaveña uno de los fundadores del Partido Radical, en Caras y Caretas, Buenos Aires, 17 de mayo de 1930.

No hay comentarios:

Publicar un comentario