Don Arturo recordaba, a menudo, que después de enrolarse y
de inscribirse en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires, adonde había
venido desde su Pergamino natal, dio dos pasos simultáneos: se asoció al Centro
de Estudiantes y se afilió a la UCR en la parroquia de Colegiales. Pero es
obvio que no hizo estos trámites sólo por haber ingresado en la Universidad y
haber llegado a la edad de ciudadanía. Los hizo porque no deseaba ser ajeno a
la cosa pública, porque estaba decidido a no ser independiente del destino de
su país y creía que la mejor y la más franca manera de lograrlo era
participando a través de las instituciones, actuando en política.
Después de muchos cargos importantes ocupados siempre en
democracia, interrumpida por un par de golpes de Estado, fue investido de la
Presidencia de la Nación. Vale la pena citar algunas frases de su mensaje a la
Asamblea Legislativa:
"La democracia
Argentina necesita perfeccionamiento, pero que quede bien establecido:
perfeccionamiento no es sustitución totalitaria. El concepto social de la
democracia no es nuevo, y no es sólo nuestro. Más lo importante no es que el
sentido social de la democracia esté en nuestras declaraciones políticas o
estatutos partidarios, sino que los argentinos tengamos la decisión y la
valentía de llevarlo a la práctica. Pero deseamos desde ya alertar a quienes
conciban a la democracia social como un simple proceso de distribución. Para
que pueda existir justicia de la sociedad para con el hombre es necesario que
éste, a su vez, sea justo para con la sociedad y no le niegue o retacee su
esfuerzo".
El período de gobierno de don Arturo transcurrió en un
momento en el que aún tenía plena vigencia la cultura autoritaria y
antidemocrática que se había venido sedimentando en la población desde los años
treinta.
Aquel gobierno al que se acusaba de lentitud, de
inoperancia, de antigüedad, de incompetencia, de partidismo, logró un aumento
del 10% anual del producto bruto, término sólo superado entre 1946 y 1948,
cuando nuestro país era el de las vacas gordas y los lingotes de oro. Aun
cuando todavía hay unos pocos que atribuyen a las buenas cosechas los éxitos
del gobierno de don Arturo, lo cierto es que el crecimiento del agro fue
ordinario; en cambio, el de la industria resultó el más alto de la Argentina
contemporánea, con más de un 35% en el bienio de 1964-1965.
Pero hubo más; fue reducido el gasto público, verdadera
hazaña si se recuerda que se elevaron los fondos destinados a la enseñanza, a
la salud y a la vivienda; mermó el déficit fiscal y el de las empresas del
Estado (por otra parte, no se adquirió ninguna empresa privada), y fue
disminuida, sí, disminuida, la deuda externa, a pesar de lo cual se
incrementaron las reservas del Banco Central.
La distribución del ingreso, en fin, alcanzó una armonía
inusitada y se retrajo la inflación, de un promedio del dos por ciento mensual
en 1963 a
otro del uno por ciento en 1966. Todo en sólo mil días de gobierno. Es ya un
lugar común hablar de un gobierno sin un solo día de estado de sitio, sin presos
políticos ni gremiales.
* * *
No exagero si afirmo que le debemos a don Arturo Illia esta
realidad de hoy; la realidad de un pueblo que halló su rumbo y se inclinó por
la democracia. Lo dijo en una entrevista periodística:
"Para saber lo
que es la democracia, con sus virtudes y sus defectos, hay que vivirla. Si no
se vive la democracia, la libertad, la justicia, uno se está muriendo".
Y también: "La ley da mucha más
seguridad que las ametralladoras" igual que "la vida de un hombre público tiene valor solamente por sus
ideas".
Ahora los argentinos piden que sus dirigentes no pierdan el
rumbo, que no caigamos en nuevas confusiones, intemperancias, desintereses, que
terminemos de desterrar el desencanto, el revanchismo, el egoísmo. Que
confiemos cada vez más en nosotros. Que no reiteremos los desastres de aquel
tiempo lejano y, a la vez, tan próximo.
El mensaje para hoy de don Arturo es la necesidad, no
solamente de hacer buenos gobiernos, sino de hacer docencia de la democracia.
Por eso, en estos días que vivimos, en los que hemos alejado ya,
definitivamente, el fantasma de los golpes de Estado; en los que por encima de
nuestras lógicas discrepancias y en el marco del respeto por las instituciones,
desarrollamos nuestra vida institucional; en el marco también de discusiones a
veces agrias, debemos recoger su mensaje para proclamar, sin distinción de
partidos políticos, que por encima del acierto o del error del gobierno lo que
interesa es una lucha permanente por el estado de derecho, por la calidad de las
instituciones de la Nación, por el debido proceso, y por la dignidad de los
hombres.
Debemos preguntarnos qué es lo que nos permitirá un
pensamiento maduro, capaz de observar con seriedad los problemas, pero capaz
también de encontrar en una alegría de fondo las razones de fondo para vivir y
para luchar. Hay quienes piensan que nos pasan estas cosas por ese estilo
quejumbroso que hace ya 70 años hizo decir a un pensador extranjero que éramos
quizás "el pueblo más melancólico
del mundo".
Illia murió el 18 de enero de 1983, cuando ya podía
presentirse el triunfo de sus ideales y el reconocimiento a su lucha.
Hoy nos debemos preguntar si los argentinos somos capaces de
aprender de la terrible experiencia que pasamos y si sabemos juntar el coraje
cívico con la madurez política, y todo eso en el tono de una alegría de fondo
sin la cual los pueblos marchan hacia el suicidio; si aprendimos eso, Arturo
Illia estará más vivo que nunca entre nosotros.
Fuente: “Un patrimonio de todos los argentinos” por el Dr. Raúl
Ricardo Alfonsín para La Nación, 18 de enero de 2008.
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