I
El monumento de piedra y bronce inaugurado hace pocos días
en el Rosario a la memoria del doctor Alem, no es el más auténtico ni el más
significativo, como expresión del sentimiento público y de justicia histórica.
No desconocemos, sin embargo, los valores de orden cívico y
moral que contiene la iniciativa para erigirlo, ni menos el impulso generoso,
ni el noble idealismo partidario de muchos de los radicales dirigentes de Santa
Fe, entre ellos algunos investidos de autoridad pública, que han concurrido y
hecho oír su palabra en la solemne conmemoración.
Pero formulada la salvedad que es de justicia con respecto a
la comunidad espiritual entre la masa de opinión que formó marco popular a la
ceremonia inaugural, y hecha la misma salvedad honrosa con respecto a algunas
personalidades que con derecho podían levantar la voz en ese neto, éste no se
verificó en la oportunidad, en las condiciones y bajo los auspicios
correspondientes para que el homenaje revistiera un carácter totalmente afín
con su objetivo, y para que el monumento mismo, entregado a la visión y a la
meditación de las generaciones presentes y futuras, adquiriese un significado
realmente interpretativo de su pensamiento fundamental.
Para que una consagración de esa naturaleza tenga razón de ser,
más aún, para que sea legítima y hasta lógica, es necesaria una armonía, o
por lo menos una concordancia siquiera relativa, entre el medio y los factores
externos, que asumen la representación de un símbolo, con el contenido de ese
símbolo.
Esa concordancia ha existido en mínima proporción, y se
limitó al entusiasmo emocionado del pueblo y a la presencia de algunos
exponentes del viejo radicalismo y pocos del nuevo, que empalman
espiritualmente con el tradicional, que han salvado el honor de la jornada,,
diremos así, para significar lo que en ella hubo de adecuado a su espíritu, con
lo discordante bajo ciertos conceptos, y en otros con lo opuesto, o más bien
dicho contradictorio, a los ideales con que el doctor Alem fue una típica
personificación de nacionalismo superiorizado.
Esa personificación podía alegorizarse al igual que en el
clásico ejemplo del último de los Gracos, en el famoso puñado de polvo y de
sangre imprecatoria, que en el momento de morir el tribuno romano, arrojó en
dirección a las alturas, como desafío a los poderes incontrastables que hacían
triunfar el despotismo y la injusticia.
También la sangre de Alem era imprecatoria, por el momento y
por la causa con que fue ofrecida en holocausto.
Pero, desgraciadamente hasta ahora no ha servido a las
finalidades superiores que inspiraron el supremo sacrificio.
Ostensible calvario en que finalizó una agitada vía crucis,
cuya caídas bajo el peso de la cruz no fueron visibles, la inmolación
voluntaria del doctor Alem fue el coronamiento heroico de cien sacrificios
escalonados en la luz o en la penumbra de abnegaciones silenciosas.
Las de esta clase, obscurecidas por su estoico silencio y
por la claridad dramatizada de su muerte, jalonan toda la vida del héroe civil
de la democracia argentina, que fue su último caudillo, empleando la palabra
caudillo, no en el sentido vulgarizado, entre nosotros que desfigura su
verdadera acepción, sino en el que tiene ideológicamente bajo el alto concepto
que le corresponde cuando no se aplica a los aprovechadores o falsos
intérpretes de movimientos colectivos, sino a los genuinos y directos
orientadores de muchedumbres.
El sacrificio de Balmaceda en Chile fue fecundo. La doctrina
política arrollada en la revolución de tipo aristocrático que aquel resistió y
afrontó, arrojando su cadáver en soberbio desafío, se rehizo con su ejemplo, y
adquirió con su nombre una bandera, que desde entonces presidió el movimiento
de nivelación social que va lenta y gradualmente democratizando la vida pública
de la nación hermana. Allí existía el espíritu liberal y progresivo. Sólo
faltaba el apóstol y la divisa. Balmaceda fue lo primero; su muerte dió lo
segundo a las masas y a la clase pensante de orientación moderna que tiene
ahora uno de sus más inspirados y más enérgicos representantes en la
presidencia de la república.
La muerte de Balmaceda determinó en Chile, primero una
corriente de ideas, después un movimiento político, y a base de éste, conceptos
y nociones de gobierno cuyas prudentes pero firmes aplicaciones constituyen
allí todo una evolución política y social.
La muerte de Balmaceda dió origen a la formación del partido
balmacedista.
En la Argentina ocurrió justamente lo contrario.
Con Alem, el partido Radical existía, con su programa y con
una breve pero imborrable acción histórica.
Muerto Alem, subsistió la masa de opinión y la tendencia
representada por su nombre. Pero la organización interna, los estatutos y los
principios del partido fueron desapareciendo poco a poco en el hecho,
substituido por un tejido de ficciones de que no se han dado cuenta por fuera,
ni aun por dentro, una gran parte de sus adherentes, que con sinceridad
apasionada se fanatizan con palabras y objetivismos, sin analizar
subjetivamente la realidad de sus convicciones y el fundamento de sus ideales.
Así pues, en la nación vecina el sacrificio de Balmaceda, resultó
fecundo para las instituciones y para el desenvolvimiento democrático. En la
Argentina el sacrificio del doctor Alem ha resultado hasta ahora estéril.
Su gloria cívica está sirviendo para cobijar una política
atentatoria al orden y opuesta a los principios y dogmas de vida pública
predicados con el ejemplo y la palabra del austero republico. En tal concepto, la
obra más importante y más urgente que deben realizar los radicales fieles en el
hecho y en la idea a la memoria del doctor Alem, es la de aclarar ante la
opinión pública lo que representa en realidad su nombre y su pensamiento, a,
fin de que no se le confunda, por unos ingenuamente, por otros interesadamente,
con entidades, situaciones, procedimientos, aptitudes y tendencias que no
solamente importan una desviación, sino una negación, y a veces casi una
derogación del radicalismo profesado por Alem.
Todos los que no compartan su doctrina y no se sientan capaces
del radicalismo sincero y austero del maestro, tienen derecho a formar una
colectividad diversa, a constituirse en partido con la denominación que mejor
les cuadre; pero hemos sostenido y nos ratificamos, que su derecho a ser y
actuar con su criterio y su temperamento, no los faculta para utilizar los prestigios
del radicalismo en contra de las doctrinas del radicalismo y menos es lícito
que se invoque el nombre los antecedentes y las virtudes del doctor Alem para fines contrarios a todo lo que, cívica y moralmente, representa el doctor
Alem en los anales de la democracia argentina.
Utilizar políticamente la sombra de Alem en contra del dogma
de Alem, es más que un fraude, es una profanación.
Y algo de esto se exteriorizó con motivo del monumento inaugurado
últimamente en el Rosario, en un momento político cuyas manifestaciones
dominantes no son las que mejor interpretan, ni por mucho menos continúan o
confirman el credo del prócer.
Hasta el monumento mismo parece expresar este concepto según
puede deducirse de sus manifestaciones escultóricas. Según las vistas que han
publicado los diarios, del monumento, su estructura es la de un bloque central
en cuya parte superior aparece una figura humana gigantesca, en una posición
que no se sabe, en las reproducciones fotográficas, si es la de un ser que se
inclina al suelo, cayendo, o si después de caído se prepara para erguirse
recuperando la actitud vertical.
Si en esa figura inclinada, que parece andar en cuatro pies,
se ha querido simbolizar al pueblo, a la república o a alguna otra entidad
representativa de un poder decaído, el hecho es que esa alegoría parece una
irónica corporización del estado político del país, en que el artista, con o
sin intención deliberada, ha dado una nota muda, pero la más completa y
expresiva de actualidad, justamente con el concepto fundamental de las
presentes reflexiones. El busto de Alem parece incrustado en la base del
monumento. Así está su figura histórica en el corazón del pueblo. En tal
sentido la obra contiene el simbolismo sublime de una realidad moral fijada con
fuerza admirable por la concepción artística.
II
En la ceremonia de la inauguración han figurado elementos,
que no solamente no encarnan ni uno solo de los postulados radicales de Alem, sino que se caracterizan y tienen significación y valor partidario, por ser
precisamente representantes de fuerzas que están actuando en sentido opuesto a
las modalidades personales, a las convicciones ciudadanas y a los principios
confesados por el gran tribuno.
La defensa y propaganda de esos principios, al mismo
tiempo que la fe que., inspiraba al pueblo, la sinceridad y la valentía con que
eran sostenidos por el doctor Alem, fue justamente la base de su prestigio
personal en la opinión, y el arraigo que en la misma adquirió la idea de la
rehabilitación institucional de la república que en 1890 confederó elementos
políticos heterogéneos y que en 1891 se unificó en la fuerza llamada desde
entonces, radicalismo.
Esa gran fuerza cívica formada a base de la autoridad moral
de su primer director, y del esfuerzo y los sacrificios de los que en vida
acompañamos su apostolado y al mismo tiempo de los igualmente meritorios, que
interpretaron su pensamiento y procuraron aplicarlo en el desarrollo de la
acción partidaria, esa gran fuerza ha sido el capital, que vienen girando los
que real o ficticiamente, aparecen como sucedáneos del doctor Alem, en la
dirección del radicalismo.
¿En qué forma y con qué resultados ha sido utilizado el
inmenso capital político que dejó el doctor Alem?
Esta es una cuestión que diariamente se plantea a propósito
de las cien actividades políticas, gubernativas y de otros órdenes innominados
que se desenvuelven a nombre del radicalismo y por agentes que se pretenden
representarlo.
Pero ninguna circunstancia hace más oportuna, y casi puede
decirse que reclama más obligatoriamente el examen del caso, que el homenaje
público, oficial y popular tributado últimamente a la memoria del apóstol, y al
que nos hemos referido, primero en términos generales para puntualizar después
los juicios que sugiere aquel hecho en la situación política presente y con
relación a las condiciones efectivas de lo que se llama actualmente
radicalismo, y de lo que es radicalismo en el sentido verdadero, y casi podría
añadirse, en el sentido honesto del vocablo.
Dejemos generosamente a un lado el comentario que merece la
participación oficializada artificialmente, que han tenido en el acto personas
que, por la naturaleza y la tendencia de su actuación política, están más lejos
del radicalismo histórico que los adherentes al Partido Demócrata Progresista o
del socialismo que no es internacionalista. En el programa de estas
agrupaciones, figuran doctrinas y principios que sin haber sido recapitulados
por el radicalismo de escuela, forman parte de lo que puede llamarse su
plataforma intrínseca cuyo pensamiento ha sido expuesto en la prensa, en la
tribuna popular y parlamentaria, en la cátedra y en el libro, y sobre todo, en
ejemplos vividos de moral ciudadana, por sus exponentes más legítimos, por los
intérpretes más fieles de su tradición originaria, por los que pueden llamarse
en relación al doctor Alem, los albaceas morales de su testamento político.
Dejemos generosamente al instinto satírico del pueblo el
glosario correspondiente a la osadía o inconsciencia, con que se han permitido
asistir a una solemnidad consagrada nada menos que a honrar la memoria de un
santo laico, personajes políticos que en materia de fe cívica, están respecto a
los capacitados para invocarla con derecho, en una situación equivalente a la
que tenían en los templos cristianos los nocturnos oficiantes de la Misa Negra,
con que en la Edad Media, la nobleza corrompida, ocultaba su libertinaje en
ceremonias de brujería, que eran rituales de desenfreno para los iniciados,
misterios imponentes para el vulgo.
Lo que en la inauguración del monumento en honor del doctor
Alem suscita dolorosas reflexiones, es la contradicción qué existe entre el
momento histórico y el medio político general en que se ha realizado el
homenaje, con el carácter del hombre y con la índole de su misión, en los
anales de nuestra vida pública.
Para hacer resaltar esa contradicción y las consecuencias
lógicas que entraña, basta una simple enumeración descarnada, sin retórica ni
explicaciones, de lo que ocurre en el país, en un sentido absolutamente opuesto
a lo que Alem hubiese hecho, o de lo que Alem sería capaz de hacer, o autorizar
que se haga en su nombre o como expresión de su doctrina política.
Enumeremos sencillamente. El doctor Alem, en su actuación
como jefe del partido, hubiese continuado desempeñando el cargo a plena luz,
como lo hizo hasta su muerte. En caso de declinarlo, como era su propósito en
la última • renovación de las autoridades del comité, no hubiese procurado hacerse
representar con un personero para ejercer la dirección clandestinamente y sin
responsabilidad.
Bajo la jefatura del doctor Alem, el Comité Nacional hubiese
funcionado con arreglo a su carta orgánica y su composición hubiese sido
selecta y respetable.
Habría continuado siendo, como fue, en su tiempo, y en el de
la presidencia del doctor Bernardo de Irigoyen, una verdadera asamblea
representativa de la mayoría de la opinión radical, por medio de sus hombres
más preparados y calificados, para ejercer su mandato con dignidad e
independencia. Todos los que han conocido al doctor Alem, y aun los que no lo
han conocido personalmente, saben perfectamente que era incapaz de maniobras y
simulaciones para crearse una, situación directiva que no surgiese de sí misma,
y se manifestase y se mantuviese en forma y por medios confesados.
Con la jefatura, del doctor Alem, el partido Radical, hubiese
estudiado y sancionado el programa político oportuno, con arreglo a las
condiciones y exigencias de la nueva época, como en la primitiva, estudió y sancionó
la plataforma que lleva su firma y que fue adecuada y suficiente para su hora.
Con la jefatura del doctor Alem, el radicalismo, si
persistía en el propósito revolucionario, hubiera sido para preparar un
movimiento de opinión popular, del mismo tipo del 90, en que el contingente del
ejército, importante y decisivo, como fue, tuvo el significado de una
colaboración militar a la acción cívica. Y en caso de producirse el movimiento,
el jefe hubiese estado siempre presente en el lugar y en la hora del peligro, como
es notorio que lo hizo el doctor Alem en los dos levantamientos que encabezó:
el del Parque y el del Rosario; en que pudiendo ocultarse, no quiso hacerlo.
En el último se dejó apresar y sufrió serenamente varios meses
de cárcel.
Con la jefatura del doctor Alem, en el radicalismo, se
hubiera desenvuelto y completado la labor educativa, lo que puede llamarse
política de escuela, en que trabajamos con fe y empeño, los que en esa época
éramos jóvenes, con el estímulo del noble jefe y el concurso de espíritus sanos
y austeros, como el del general García, el coronel Figueroa, los Arraga,
Teófilo Saa, Pedro C. Molina, Ferreyra Cortés, Fermín Rodríguez, Arévalo,
Leguizamón, los Tédín, para no citar más que a dos desaparecidos.
La lealtad y la franqueza, características en el doctor Alem,
fueron también las cualidades fundamentales del núcleo central de su amigos.
Con el doctor Alem, no se podía hacer política de simulación
y de engaños. Más aún. No se podía hacer política de acomodos, equilibrios y
contemporizaciones con la corrupción y el absolutismo. Con Alem había que ser,
o no ser. Los neutros y los ondulantes estaban de más a su lado.
Y esos atributos de sinceridad, de decisión y de probidad moral,
hubiesen prevalecido con Alem, en la dirección del radicalismo. Y siendo la
dirección leal y honesta, la colectividad hubiese desarrollado sus energías con
violencias o no, con aciertos o no, pero sin farsas ni comedias. Y desde luego,
sin catequismos por medio, de la adulación a los pudientes y de la promesa o la
dádiva a los necesitados o avarientos.
Factor de salud moral y fuerza renovadora de las energías de
la raza, hubiese sido el radicalismo, con Alem a su cabeza, en su acción desde
el llano.
Ahora vamos, no a explicar, porque no es necesario, sino
simplemente a recordar lo que sería el gobierno radical, si el doctor Alem
fuese el presidente de la república.
III
Hemos analizado sintéticamente lo que fue el radicalismo con
Alem y lo que hubiera continuado siendo con su jefatura, como partido de
oposición.
Hoy analizo lo que sería el radicalismo con Alem en la
presidencia del comité nacional o con Alem en la presidencia de la república.
Pero antes, y para fundamentar, mejor mis observaciones, de
carácter objetivo, quiero anotar algunas de índole subjetiva respecto al noble
caudillo a quien el país sólo conoce y recuerda como caudillo, sin que
durante su vida, y mucho menos después de su desaparición, se hayan mencionado,
sino por accidente y sin atribuirles el valor que merecen, las cualidades de
primer orden que como hombre público, acreditó en múltiples jornadas políticas,
en escenarios menos resonantes, y con resultados menos visibles que los de su
tempestuosa acción tribunicia.
Consignar la verdad sobre ese tema, es ante todo grato a mis
afectos, agrandados por el tiempo, hacia el glorioso amigo, a cuyo lado
compartí las jornadas más honrosas de mi vida pública, en un momento histórico iluminado
todavía por vislumbres distantes de nuestra edad heroica. Postrer relámpago de
romántica luz roja, sobre el horizonte de la vida nacional, la sangre de Alem,
derramada en la clásica actitud de los últimos romanos, fue no solo en suelo
argentino, sino en América, y no solo en América, sino en el mundo, un póstumo jirón
de legendaria púrpura moral, desplegada como bandera perdurable, por la
conciencia cívica más pura, en la cumbre más inminente del ideal patriótico.
Todavía no se ha dicho, ni siquiera se ha pensado, lo que
corresponde en honor a esa vida y a esa muerte.
Hay varios que somos depositarios de esa realidad espiritual
desconocida. Ninguno cumple hasta ahora el deber de exteriorizarla en la forma
y con la amplitud que merecen sus hondas significaciones de filosofía política,
que se van destacando sucesivamente, en cada ulterioridad de vida nacional,
como el vértice dominante de una serranía se va distinguiendo con su verdadera magnitud
y altura, a medida que el observador se aleja del terreno ondulado por moles
secundarias.
La loma vecina cubre la eminencia lejana. No obstante mi
oración fúnebre ante su cadáver, no creo haber cumplido del todo aún con el
deber del homenaje público de mis varoniles afectividades, por el amigo y maestro
y de mi pensamiento consagrado al caso político y al tipo histórico que representa
el doctor Alem.
En cambio, he cumplido el deber de escribir mis impresiones y
reflexiones en la página de un libro en que trabajo desde hace muchos años,
pero que las urgencias de la vida van dejando en fragmentos. Ya sea que pueda
completarlo o que, al fin se reduzca a uno de tantos cimientos que la vida
espiritual edifica y que la vida externa obstruye, allí está, allí queda
consignado, con respetos que no impiden imparcialidades y con rectitudes que no
excluyen cariños, el juicio correspondiente a la persona y la obra del doctor
Alem en un estudio sobre psicología nacional, analizada en los representantes
más genuinos del fenómeno sociológico argentino, que se conoce mal por la
denominación del caudillaje.
De esas páginas entresacamos lo sustancial de algunos conceptos,
que es de rigurosa justicia difundirlos a fin de que penetren en la conciencia
pública y se incorporen con mayor o menor volumen, a la masa flotante de ideas
en que el historiador y el pensador, encuentran la materia de un relato o la
ley de un movimiento colectivo.
La gran mayoría de los contemporáneos de Alem, y entre ellos
hasta muchos de sus propios amigos, contribuyeron a la leyenda difundida de las
hosquedades, acritudes y violencias de su carácter. Nada más inexacto ni más
injusto. El doctor Alem, salvo momentos y casos excepcionales, era de una
cultura perfecta y hasta puede decirse de una suavidad afectuosa en su trato privado.
Del mismo modo y con la misma injusticia se hizo y ha
quedado subsistente, el concepto de que el doctor Alem sólo tenía cualidades de
agitador, pero no de hombre de gobierno. Cuando más se le reconocían talentos y
eficacias de tribuno popular. Todo esto ha sido envidia o incomprensión de
parte de "sus contemporáneos, de los que muchos, entre los intelectuales,
no le perdonaban que fuese un intelectual de valía, al mismo tiempo que un
varón sobresaliente por su coraje y su firmeza. No pudiendo negar esto último,
se desquitaban cercenando de sus prestigios, lo que correspondía a sus dotes
mentales.
Así fue cómo, con la sola honrosa excepción de un importante
estudio del doctor Barroetaveña sobre el asunto, se hizo el silencio, que
continúa hasta ahora, respecto a su actuación parlamentaria en la Legislatura de
Buenos Aires, que cerró el primer período, de su vida pública, intenso pero
local, con el histórico discurso, oponiéndose a la ley de federalización de la
ciudad de Buenos Aires,
Esa pieza oratoria, constituye por sí, un acontecimiento,
por su exposición doctrinaria constitucional, pero más que todo, por sus vistas
políticas, que han resultado profecías cumplidas.
Un hombre de pensamiento con ese vuelo y esa lucidez de
criterio para apreciar realidades presentes y futuras, tenía en mayor grado que
muchos verbalistas cotidianos y que la mayor parte de los políticos de tipo
jurídico estrecho, las condiciones más auténticas que corresponden a un hombre de gobierno.
Y el doctor Alem, poseía, no solo las cualidades del hombre
de gobierno, sino también las más destacadas de un estadista.
Esas cualidades, estaban acreditadas en hechos que se
explican en el estudio a que antes me he referido, y que no es del caso
transcribir en estas líneas, pero en el que hay observaciones y datos
probatorios, de que el doctor Alem, era un político con aptitudes para el
gobierno.
No es una falla en tal concepto, haber sido un vidente y un
profeta. Lo que en ciertos medios y en ciertos períodos de decadencia,
constituye un obstáculo para el éxito de un hombre público, es la honradez escrupulosa.
Por esta condición, si Alem resucitara para ponerse al
frente de su partido, habrían muchos de los nuevos y algunos de los viejos, que
harían todo lo posible para que dejen las cosas como están, prometiéndole otros
monumentos mejores que el del Rosario, con tal que se vuelva a morir y no
perturbe la fiesta.
Pero admitamos la hipótesis de su resurrección en 1915. Y
admitamos igualmente el supuesto de que sin dejarse convencer por los empeños en
que volviera a morirse, hubiese retornado a la dirección del partido.
Desde luego habría sido un candidato sin contradicción manifiesta,
dentro del radicalismo para la presidencia de la república. Pero es muy posible
que, dado su desinterés sincero por las posiciones públicas, no hubiera aceptado
la candidatura, prefiriendo dirigir el movimiento de opinión como presidente
del Comité
Nacional.
En este caso, y con la anterioridad necesaria, hubiese resuelto
y realizado una reorganización de verdad, a fin de que la Convención Nacional
que designase los candidatos a la presidencia y vice, fuese una Convención de
auténticos representantes de cada centro de opinión radical, libremente
designados, sin compromisos previos, en confabulaciones secretas.
Pero antes de llenar esas funciones, el doctor Alem, presidente
del Comité Nacional del radicalismo reorganizado, de acuerdo con muchos de los
radicales dirigentes, que sosteníamos la necesidad y el deber de la reforma de
la carta orgánica y de dar a la agrupación un programa concreto y definido,
hubiese facilitado la ejecución de ese pensamiento, que se imponía como lógica consecuencia
del desarrollo y perfeccionamiento con que los partidos, órganos de la
democracia, deben seguir la evolución del país, adaptándose a las condiciones de
cada hora histórica.
Modernizados los estatutos y sancionada la plataforma de
principios y orientaciones de gobierno, por la Convención, que en la hipótesis
que sirve de base a nuestro razonamiento, tenía que ser una asamblea realmente
libre y soberana, recién entonces se hubiera procedido a la elección de los
candidatos para la presidencia y vice, los que no hubiesen podido aceptar la designación,
sin obligarse por su parte a cumplir en el gobierno, el programa sancionado por
la Convención del partido.
Hecho esto, y triunfante la fórmula radical en los comicios
de 1916, el presidente del Comité Nacional, doctor Alem, se hubiese abstenido
de limitar la acción del presidente electo de la república, con presiones, empeños,
ni siquiera insinuaciones, que importasen una ingerencia del partido en los
actos de gobierno. Pero iniciado éste con los ministros y demás funcionarios
libremente designados por el primer magistrado, la actitud de aquél sería la de
prudente expectativa, sin hostilidad ni dependencia dél gobierno; pero en
cambio de completa y alta solidaridad con el radicalismo de toda la república,
sobre el cual actuaría la autoridad superior, en el sentido en que lo hizo
siempre el doctor Alem, de evitar la formación de grupos y de círculos, lo que
se obtiene siempre, cuando no hay quien de arriba estimule ambiciones y
prepotencias locales.
En estas condiciones, si el gobierno radical, se desenvolvía
normal y correctamente en el orden nacional, la dirección del partido era un
órgano autorizado y eficaz, para mantener la cohesión partidaria en toda la
república, facilitando la acción cívica de sus adherentes, para conquistar, en luchas
legales, nuevas, posiciones y extender el radio de sus legítimas influencias.
En tal situación, el presidente de la república, hubiese sido
respetado por el partido en la órbita de sus funciones, y el partido hubiese
sido respetado por el presidente de la república, estando el doctor Alem al frente
del Comité Nacional. .
En cambio, si el Poder Ejecutivo Nacional, se extralimitase,
atropellando las facultades del Parlamento y la autonomía de las provincias, el
Comité Nacional del radicalismo, con Alem, a su cabeza, se hubiera puesto de
pie para defender las leyes de la nación y los principios del partido,
vulnerados por el gobierno surgido de sus filas.
Y en este caso, con un Comité Nacional calificado y en el
normal ejercicio de sus funciones, los senadores y diputados radicales, o por
lo menos una mayoría de ellos, hubiesen levantado su voz para condenar los atropellos
del Poder Ejecutivo, y salvar las responsabilidades del partido. Un Comité
Nacional, presidido por Alem, no hubiese tolerado las cobardes complicidades con
el poder, que se pretenden ocultar con las energías del rezongo y las
estrategias de la camándula.
Los que viven moralmente arrodillados ante los fuertes,
creen que realizan un acto heroico cada vez que resisten el impulso de adoptar
externamente la misma postura de sumisión que tienen por dentro.
Esos arrodillados ante la presidencia, hubieran – tenido que
marcar el paso, como la gente, marchando con el cuerpo derecho, si hubiera
existido un Comité Nacional, que fuera verdadera expresión de radicalismo.
IV
Tenemos la más completa certidumbre de haber acertado al
señalar lo que el doctor Alem hubiera hecho como presidente del Comité Nacional
del radicalismo, durante el período de 1915 hasta el presente.
Ahora, desenvolviendo la misma hipótesis anteriormente expuesta,
podía haber ocurrido que siendo candidato del corazón del radicalismo, el –doctor
Alem hubiese aceptado la candidatura surgida en ese caso, de modo espontáneo,
sin trabajos previos por bajo cuerda, que él no hubiese hecho ni autorizado, porque
nada clandestino ni torcido estaba en su temperamento ni en sus medios de
acción. Jamás operaba en la sombra. Sus errores, como las manchas del sol, podían
apreciarse y medirse en su verdadera extensión, porque se destacaban en
contraste visible, con la luz circundante.
Proclamado su nombre por la convención, no habría hecho
comedias de falsas renuncias, acompañadas de promesas de gobiernos eximios, lo
que en lenguaje criollo, se expresa con el irónico dicho popular “no quiero, no
quiero, échamelo al sombrero”.
Si estaba resuelto a no aceptar, nadie lo hubiera hecho desistir
de esa resolución, y si estaba dispuesto a ser candidato, lo que en aquellas
circunstancias importaba la seguridad de la presidencia, no habría adoptado actitudes
de mártir, que se sacrifica por la patria, resignándose al honor de la primera
magistratura. No se habría hecho de rogar”, con el objeto de humillar a los
convencionales, dando motivo á súplicas para que “se sacrificara”. No hubiese, en ese caso, ofrecido en holocausto a menguadas vanidades, el
espectáculo cívicamente desdoroso, de asambleas serviles, en que mandaderos y
habilitados, sirvieran de espías para denunciar cualquier disidencia, con la
candidatura consagrada.
En la convención que lo hubiese proclamado al doctor Alem,
no se hubiese producido el hecho denigrante para la misma y desdoroso para la
cultura política del país, de oradores que incentivasen y amenazaran a los que
no votasen por “él jefe”. El doctor Alem no hubiera preparado ni consentido,
que se llevase al – local de la asamblea, para distribuirlos estratégicamente
entre la barra, elementos reclutados en los suburbios, con instrucciones de
obrar a la primera señal, si los convencionales no cumplían la consigna.
Tampoco hubiera ocurrido, siendo Alem el candidato, triunfante
en la convención, que los demás candidatos que tuvieran votos, para la
presidencia o la vice, fueran considerados como reos de rebelión y objeto por
tal delito, de odios y persecución disimulada arriba, de odios y persecuciones sin disimulo abajo.
Al doctor Alem le hubiese complacido que no hubiese
unanimidad en, su favor, porque él tenía, de las unanimidades el concepto
exacto y justiciero que en toda colectividad democrática existe sobre ellas, considerándolas
como manifestación contradictoria con el ejercicio de la libertad y con la
honestidad política.
Y no tan solo el doctor Alem no hubiese considerado ofensivo
a su personalidad y a su valimiento político, el hecho de que hubieran
ciudadanos libres y conscientes, que votasen otros nombres, y no tan solo no hubiera
abrigado prevención ninguna contra ellos con tal motivo, sino que la
circunstancia misma de haber merecido el sufragio de muchos correligionarios,
habría constituido un nuevo título a su consideración. Más aún; dado el
criterio de estima y de respeto que tenía por la opinión de los demás,
probablemente el doctor Alem se habría sentido cívica y partidariamente obligado
a preferir, para llamarlos a colaborar en su gobierno, justamente a los que en
la convención, hubiesen merecido una manifestación de confianza de sus
correligionarios.
Lógicamente, en un criterio normal y sano, los más señalados
para ministros, eran los candidatos a la presidencia y vice, por la minoría. En
tal concepto, los doctores Meló y Gallo, hubieran sido los ministros más seguros
del doctor Alem, presidente dé la república.
Al llegar a esa posición, habría correspondido en forma amplia
y satisfactoria a la expectativa pública, que aguardaba la primer palabra del
magistrado surgido en nombre de las reivindicaciones populares, en cuya
propaganda se había censurado con tanto rigor a los gobiernos anteriores, lo
que obligaba, más aún, imponía, el deber político y moral, por respeto al
país y en honor del partido que llegaba al gobierno, de inaugurar el nuevo período
con una exposición de pensamiento gubernativo, que no desmereciera, por lo
menos, del nivel de los documentos públicos, en que los presidentes anteriores
habían acreditado su capacidad intelectual y su cultura. En ese caso, el doctor
Alem no hubiera defraudado la expectativa pública. Habría preparado un mensaje
digno de la colectividad política que lo llevaba al poder, digno de un Congreso
ilustrado, y digno, sobre todo, de un presidente argentino.
En mi concepto, el doctor Alem habría sido un gran presidente.
Si en esto mi juicio estuviese influido por mis afectos, no me equivoco en
creer que habría sido, por lo menos, un buen presidente.
Y si eso mismo se me discutiese, estoy seguro que la opinión
de todo el país, de amigos y adversarios, compartirá mi fe en que el doctor
Alem, si no hubiese logrado ser un gran Presidente, o por lo menos un buen Presidente,
habría sido, con toda seguridad, un Presidente honrado.
¿Cuál es la obra de gobierno que hubiera realizado?
No es caso ni hay objeto de hacer presunciones sobre este
punto.
No es posible determinar la labor que el doctor Alem hubiera
realizado en la Presidencia de la Nación.
Pero si no podemos puntualizar lo que hubiera hecho, en
cambio podemos afirmar con la certeza más absoluta, lo qué no hubiera hecho.
El doctor Alem al salir del Congreso, se hubiera dirigido a
pie o en carruaje a la casa de gobierno, pero jamás hubiera aceptado la
ignominia ridícula y grotesca, que sólo puede halagar a los incapaces de
comprender y apreciar la dignidad humana, jamás hubiese consentido caminar ni
dos metros, en un coche tirado por bestias humanas, por algo peor que bestias,
porque las bestias son inconscientes y por consecuencia irresponsables, pero
los hombres que se rebajan voluntariamente a esa condición, merecen... merecen
tirar el coche, de quienes aceptan complacidos esa clase de homenaje. El doctor
Alem, en vez de dejarse conducir en esa forma, habría empuñado la fusta, y habría
cruzado con derecho y con razón, la cara de los miserables, que así lo
desacataban por adularlo.
.Llegado a la Casa Rosada, se hubiese cuidado de no inferir
desaires inútiles, y desde luego injustos, al Presidente cesante. Además de la
consideración a que era acreedor por sus cualidades personales, estimables y del
respeto debido a su investidura, habría hasta un deber de justicia en rendirle
las atenciones que le eran debidas, por el antecedente honroso, del doctor
Plaza, de no haber impuesto un presidente. Siendo notoria su simpatía personal,
por uno de los candidatos contrarios al radicalismo, se abstuvo de toda
presión, y presidió las únicas elecciones, que para la renovación de las autoridades
nacionales, se hayan realizado en el país, sin ingerencia del Presidente de la
República y sin coacciones sobre el electorado, desde la elección de Sarmiento.
En ésta, el general Mitre, teniendo también preferencias por
otro candidato, respetó la voluntad popular, con la sola excepción del veto a
la candidatura Urquiza, para el cual tendría o no razón—esto es materia
histórica a estudiarse pero justificada o no esa restricción a la libertad
electoral, ella no tuvo un carácter clandestino y traicionero, sino franco, leal
y categórico, en manifestaciones razonadas, que dirigiera al doctor Alsina y al
mismo general Urquiza.
El doctor Plaza, merecía respetos y consideraciones; por
haber sido el primer Presidente argentino, que después de Mitre, cumplió el
deber de presidir con toda imparcialidad el acto electoral realizado en lucha
reñida, entre tendencias, elementos y partidos, cuyos antagonismos llevan
treinta años de historia. El doctor Alem, al recibir del doctor Plaza las
insignias del poder, lo hubiese hecho con cultura y sin alardes de soberbia.
Fuesen cuales fueren sus ministros, es seguro que entre ellos
no hubiesen figurado comerciantes que fueran al mismo tiempo, agentes de
negocios del presidente.
El doctor Alem, no habría hecho en materia administrativa una
selección al revés, removiendo en el personal a los más capacitados y dignos y
dejando en sus puestos y al frente de las reparticiones más importantes, a los
más desacreditados dentro, del mismo régimen.
El doctor Alem, habría hecho una depuración gradual y
estudiada y no una arrebatiña. La distribución que se hubiera realizado, y que era natural y justa,
De posiciones administrativas entre los correligionarios,
hubiera sido con un criterio de equidad y ponderación para satisfacer legítimas
aspiraciones de la masa partidaria; pero jamás para recompensar servicios y
adhesiones personales al primer magistrado, a expensas del derecho general de
los adherentes y servidores de la agrupación.
El doctor Alem, no habría adoptado la postura teatral de renunciar
el sueldo de presidente, ofreciendo entregarlo a la Sociedad de Beneficencia,
para después retirarlo, en todo o en parte, a fin de hacerlo distribuir entre
una determinada categoría de pobres, clasificada por los comisarios, los
presidentes de comités y los agentes electorales. El doctor Alem, habría
cobrado el total de su sueldo y hubiese distribuido la mayor parte de él sin
propósito ni plan de ganar voluntades y pagar entusiasmos por ese medio. La
caridad que el doctor Alem hubiese hecho con su sueldo, habría sido del tipo
evangélico, en que la mano izquierda, no sabe lo que da la derecha.
El doctor Alem, habría respetado la ley que ha creado una
comisión administradora de la lotería, a fin de que los inmensos beneficios de
esa renta, se distribuyan entre el mayor número de personas necesitadas, sin
intervención de influencias oficiales. Jamás el Dr. Alem, habría privado a la
expresada comisión del ejercicio real de sus funciones, para disponer personal
y discrecionalmente, de la fuerza enorme que representa, la utilización
centralizada, de beneficios con los que, viven, o se ayudan para vivir, en toda
la República, un considerable número de familias esclavizadas por el hambre, a
la mano que da o suprima esa prebenda. Con el doctor Alem en la presidencia, la
comisión haría o no favoritismos, pero jamás se diría que .los favorecidos, eran
personas allegadas al Presidente, ni que con ese recurso destinado a una amplia
distribución, entre los pobres vergonzantes, se estaban multiplicando fortunas
vergonzantes.
En materia política, el doctor Alem, hubiera considerado
necesario restablecer la forma republicana de gobierno, en las provincias donde
en realidad estaba subvertida. Pero lo hubiera hecho con la ley en la mano, y
con un propósito institucional. La política del doctor Alem, en las provincias,
hubiese sido de respeto a las autonomías y de normales relaciones con sus autoridades.
Las opiniones partidarias de los funcionarios públicos no serían tomadas en
cuenta, para clasificarlos y tratarlos, en consecuencia, como amigos o enemigos
del presidente. En el gobierno del doctor Alem, no habrían radicales alemnistas
ni antialemnistas; habría solo radicales. En sus relaciones con los
gobernadores, no habría gobernadores presidencialistas ni antipresidencialistas,
sino jefes de Estados, representantes, dentro de la unión nacional, de las
soberanías locales.
V
En ejercicio de la presidencia de la república, el doctor Alem
habría considerado suficientes las facultades que nuestra Constitución otorga
al Poder Ejecutivo, para los fines que ella misma determina.
Esas facultades no solo bastan, sino que sobran, para el
desempeño normal del poder público. Así lo reconocía y proclamaba uno de los
presidentes que más centralizaba en una acción personal las atribuciones
oficiales del cargo. El general Roca, al final de su segundo período de
gobierno, declaraba que el poder del presidente de la república era
exorbitante.
Esa manifestación que lo honra, como rasgo de lealtad y de
franqueza, a él sobre todo, a quien por lo general se le negaban esas
meritorias cualidades dé gobernante, tiene un significado de que entonces no se
hizo mérito y que después no se ha recordado, pero que ahora es de la mayor
oportunidad analizarlo y ofrecer a la opinión su concepto destacado, en lo que tiene
valor constitucional y político, aplicable a la hora presente.
Si un presidente de tipo ejecutivista, como el general Roca,
reconocía que en nuestro país el primer magistrado, por gravitación natural de
las fuerzas políticas en juego, se hallaba investido de un poder excesivo, es implícito
el pensamiento que quiso expresar en el sentido de que ese poder le permitía
hacerlo todo o por lo menos atreverse a todo y que limitarse a lo necesario importaba
moderación y prudencia en el ejercicio del mando.
Esto es verdad, pero es verdad también algo más importante,
relacionado con dos hechos o realidades no observadas, cuyo conocimiento y
difusión no sería solamente ilustrativa, sino que su estudio y penetración
sería intensamente educativa del espíritu público.
Esas realidades son las siguientes: 1° que la necesidad o
propensión a excesos del poder es prueba de insuficiencia de aptitudes para
gobernar; 2° que para ejercer el gobierno en beneficio de la colectividad,
bastan las facultades que confiere la Constitución a cada uno de los poderes
públicos y que, únicamente, esas facultades no bastan para gobernar en
beneficio personal o para fines personales. En este caso, el poder que se
necesita o puede necesitarse, no tiene límites.
Si la opinión tomase en cuenta estas verdades y les
atribuyera todo el valor que tienen de carácter positivo, independientemente
del contenido ético que pueda atribuírseles, se lograría modificar el criterio
de una gran parte de la masa ciudadana, cuyos puntos de vista equivocados
motivan la imposibilidad y el retardo de soluciones necesarias, que sólo pueden
lograrse por estados de conciencia pública, con claras definiciones que se
transforman en sentimiento, en acción y energía colectiva.
Las mayorías se rinden fácilmente al éxito. No saben, ni
reflexionan, que en política ciertos éxitos son como la figura geométrica,
perfecta en la forma, de una serpiente cuyas extremidades se juntan: el círculo
aparece completo cuando el animal se muerde la cola.
No tiene órganos para otra función además de la de comer y
picar emponzoñando.
En el simbolismo mitológico, la circunferencia de la serpiente
enroscada sobre sí misma, representaba la eternidad. La interpretación moderna
admite esa alegoría con su verdadero significado, de que esa eternidad es la
del mal humano, que se perpetúa en lo rastrero y venenoso.
Pero las situaciones políticas que pueden compararse con la
de ese viejo emblema, son inestables, como el hecho que origina el emblema cuya
realidad depende de una perspectiva determinada por una postura. Si de
cualquier manera se aparta en el reptil la cabeza de la cofa, desaparece la
circunferencia, símbolo de eternidad, y queda sólo un organismo elemental y
simple, con un cuerpo que no tiene más que vientre, boca y un solo diente
emponzoñado.
En todos los tiempos y en todos los pueblos, el hecho consumado
tiene un valor definitivo para una multitud de espíritus, que son o no mayoría,
según los casos y las circunstancias, pero que en todos los lugares y razas representan
lo que esa parte de la población que, en Grecia, invadida por los persas,
proclamaba la necesidad y la conveniencia del sometimiento. El heroísmo clásico
en el momento de su más bella culminación, se ha inmortalizado como
manifestación unánime de vida en la raza y, sin embargo, no fue así. Los
triunfos griegos fueron la obra de una minoría de “elite” dirigida por dos o
tres hombres, sin cuya energía clarividente se habría transado con los
conquistadores.
Las Termopilas hicieron posibles a Maratón y Salamina.
El sacrificio de Leónidas formó el ambiente necesario al
valor de Milciades y al genio de Temístocles.
En nuestro país también fue una minoría de “elite” la que
inició el movimiento de Mayo y una minoría aun más reducida la que, al influjo
de la visión transcendental de San Martín, proclamó la independencia.
Fue también minoría selecta la que, durante 20 años, salvó
el honor nacional y preparó la victoria ulterior, con la perseverante, bravía y
batalladora propaganda contra la dictadura, de los desterrados argentinos que la
ametrallaban en verso y en prosa, haciendo converger sus tiros desde los tres
sectores en que podían acercarse más al blanco: Bolivia, Uruguay y Chile.
Caseros fue, en parte, un acto ejecutivo de aquel verbo y, en parte, el de un movimiento
de reacción interna en el federalismo argentino, el día que el pueblo abrió los
ojos y se convenció que Rozas no representaba el federalismo, sino lisa y
llanamente el “rosismo”.
Incapaz o traidor es el gobernante de un país constituido sobre
la base de poderes limitados, que los extralimita, sin que el avance se
justifique por una necesidad reconocida en el hecho por la conciencia pública, cuando
en circunstancias excepcionales, es un deber salvaguardar los principios fundamentales de la legislación política, sacrificando sus cláusulas
reglamentarias.
En estas últimas se apoyan para subvertir los primeros, todos
aquellos que representando ahora, lo mismo que en tiempo de los escribas y
fariseos, “la letra que mata”, en contra del “espíritu que vivifica”, merecen
el famoso apostrofe parlamentario del doctor Isaías Gil, a los escrupulosos en
la forma y atropelladores en el fondo:
“Me extraña que se
ahoguen en un artículo del reglamento, cuando a cada rato pasan a nado por la
Constitución”.
Salvo los casos extraordinarios de conflicto entre el elemento
dinámico de la Constitución, con el mecánico, su cumplimiento constituye el
medio más fácil y al mismo tiempo el más hábil de gobierno.
Incapaz o traidor es el que pretende gobernar sin la Constitución o en contra de la Constitución. Incapaz si obra
de buena fe, extendiendo su esfera de acción más allá del radio señalado por
las leyes, sin causa que importe una interpretación superior de esas leyes, con
arreglo a su espíritu y no a su texto.
Un gobernante de criterio equilibrado y sana intención, puede
gobernar este país de gente mansa y acomodaticia en su mayoría, sin dificultad
y hasta con poco esfuerzo, usando discreta pero inteligentemente, toda la suma
de poder que la Constitución discierne al Ejecutivo y la mayor todavía que sin
oponerse a la Constitución, radica en modalidades de ambiente, por las que
puede afirmarse que en la Argentina, la forma de gobierno republicano, es un
armazón externa que debe conservarse a toda costa para que nos conduzca al
porvenir, pero que todavía oculta Un fondo ancestral de acentuada tendencia
monárquica.
La idea de coronar a un inca, subsiste inconfesada y se
renueva en los hechos, sin la declaración sincera de las ingenuas buenas
intenciones, con que la proyectaron algunos de nuestros próceres, fundándose
tal vez en la observación, de lo que tienen de realistas muchos elementos
distinguidos de las clases dirigentes en todas las provincias, pero más en
Buenos Aires.
Y bien, el doctor Alem, que era republicano de una pieza,
hubiera gobernado con el radicalismo republicano, es decir, con el radicalismo
de verdad, puesto que el radicalismo monárquico, es una realidad como
monárquico, pero una gran impostura como radicalismo.
Y hablo de monarquismo en su sentido real y no puramente
nominativo, hoy existe más monarquismo en la Argentina que en Inglaterra.
El doctor Alem, presidente, hubiera limitado su acción a los
medios autorizados por las leyes, y al uso de las influencias del poder, en
la órbita de lo honesto y lo moral. Para ello disponía de las aptitudes
mentales, adecuadas para un gobierno de tipo intelectual sin pretensiones de
sabiduría extrahumana, y de las disciplinas de carácter para proceder con la
rectitud y corrección efectivas, sin declamaciones ni alardes, que exhiban el contrasentido
de un unicato en los hechos, agravado con la simulación del unicato en la
virtud.
Por ser inteligente al mismo tiempo que ilustrado y modesto,
el doctor Alem era capaz de ejercer la presidencia de la república «en las
condiciones comunes. Es para esto que se necesita talento y pericia. En cambio,
cualquier Máximo Santos o cualquier Gómez de Venezuela necesita para manejarse
en el gobierno, de toda la suma del poder público y asimismo no aciertan a sostenerse,
sino con la cooperación del servilismo de los congresos, de los gobiernos
locales, de las instituciones docentes y de la prensa, cuyas complicidades,
activas o pasivas, se explican por interés, otras por miedo y en la mayoría de
los casos por la conjunción del interés con el miedo.
Podía haber ocurrido, sin embargo, que el doctor Alem en la
presidencia de la república, se hubiera visto obligado a prescindir de la ley
escrita, para salvar lo fundamental de las instituciones del país, si los
descontentos, los ambiciosos, sin frenos morales, ni siquiera los del buen
sentido, y los despechados, por no poder aprovechar en forma ilícita de la
administración, se hubieran confabulado para una obstrucción legislativa, a fin
de obligar al presidente a retirarse o a permitirles hacer lo que ellos
entienden por gobierno de partido, que es en lo político, lo que antes se creía
un derecho al botín dé guerra.
Si la obstrucción por tal causa y con tales fines, hubiese llegado
al extremo de paralizar por más de un año el Poder Legislativo de la Nación,
el doctor Alem no hubiera trepidado en cortar el nudo gordiano, convocando al
pueblo a elecciones para reemplazar un parlamento suicida, por un parlamento
con vida.
Y toda la opinión sensata del país habría acompañado y
aplaudido esa actitud del Poder Ejecutivo, que salvase a la nación de los
efectos desquiciadores de conjuraciones que se realizan sin bandera, por la
repetición de hechos negativos, anuladores del orden institucional.
Pero con excepción de casos como ese u otros de igual
naturaleza, la presidencia del doctor Alem se hubiese desarrollado normalmente,
por un ejercicio metódico y activo de sus facultades constitucionales, sin omisiones
por inercia y sin excesos por afán de exhibicionismo autoritario.
En tal concepto el doctor Alem, se hubiera abstenido de
hacer una cantidad de cosas que no podría enumerar sin extenderme hasta más
allá de lo posible en este caso. Pero no debo prescindir de citar las
siguientes:
El doctor Alem no hubiera agredido a las Cámaras con mensajes
irrespetuosos. No les hubiera negado la atribución indiscutible que tienen de
investigar todo lo que necesitan con fines legislativos, hasta el bolsillo del
presidente y los ministros.
Más aún: el doctor Alem, presidente de la República, aun
cuando hubiese considerado dudosa la facultad de investigación de las Cámaras
en las dependencias del Poder Ejecutivo, la hubiese autorizado por motivos elementales
de delicadeza personal y de decoro público, desde el momento en que existieran
acusaciones que comprometieran el nombre de funcionarios públicos y sobre todo,
el crédito de la administración.
En tal situación, el buen criterio y la probidad del doctor
Alem, no le hubieran permitido, no solo aparecer como contrario, ni aun como
indiferente, a indagaciones de esa naturaleza, cuyo resultado tenía que ser: o
la comprobación de la culpabilidad o de la inocencia de los inculpados.
Si lo primero, hubiese entendido que el presidente de la
Nación Argentina, no puede convertirse en amparador de defraudadores de la
renta pública, aunque sea en la forma de negociados.
En el segundo caso, el presidente de la República, no tiene
el derecho de dejar a sus ministros y a ningún funcionario de la
administración, en la situación de un sospechado de delitos vergonzosos, sin
permitirle que se justifique en la forma posible, que es la de un amplio esclarecimiento
de los hechos.
No tiene el derecho de obligar por ser amigos, y compañeros de
tareas, a que ministros honrados queden manchados para siempre con el estigma deshonroso,
porque al jefe del Ejecutivo se le ocurra impedir la aclaración de la verdad.
El doctor Alem, la hubiese buscado. Los portadores de luz,
no huyen nunca de la luz.
No hubiese permitido que la solicitud y el trámite de los
expedientes de indultó, se convirtiese en un negocio oficializado, como una de
las formas comunes de favorecer amigos y enriquecer a partidarios.
Menos aun hubiese otorgado los indultos en forma y
proporciones que, los favorecidos, formaran una legión de dos o tres mil
delincuentes en libertad, dispuestos a todo, para apoyar al que los había
sacado de la cárcel.
No hubiese convertido las reparticiones públicas en mecanismos
prolijamente acondicionados, al plan de endiosamiento del primer magistrado,
creando agradecidos, por medio de empleos dados, y de tolerancias establecidas como
paga de adhesión incondicional al presidente.
No hubiese atentado contra la instrucción pública, desorganizado
sus centros directivos y convirtiendo institutos de enseñanza superior y
secundaria en focos de conspiración, fomentada desde afuera, de una porción de alumnado
contra el profesorado independiente.
El doctor Alem, habría buscado para el Departamento de
Instrucción y de Justicia, un Ministro que resultara ridículo, comparado con
Gutiérrez, Avellaneda, Pizarro, Bermejo y otros, aun de menos relieve.
El doctor Alem, no, habría imaginado jamás la monstruosidad de
convertir lo más sagrado que hay en la vida de una Nación: las funciones
docentes, en un instrumento de corrupción de la juventud. No hubiera hecho de
las cátedras, materia de permuta con cierta clase de servicios, de los que no
pueden confesarse por decoro, y otros, que de comprobarse, motivarían la
aplicación del Código Penal.
El doctor Alem, sólo que le hubiera ocurrido perder el juicio,
habría firmado nombramientos de profesores a favor de ebrios conocidos, dé testaferros
de pasquines, de vivanderos de la política, o de señalados por la opinión pública—en
poblaciones importantes de provincia— como sujetos, que por defensa social, y
hasta por piedad hacia ellos mismos, deberían estar en un reformatorio.
El doctor Alem, no habría desorganizado el Correo y el
Telégrafo en sus funciones normales, desquiciándolos, desde arriba hasta,
abajo, para dar a esas dos grandes reparticiones públicas, una clandestina
misión auxiliar de la política oficial, en forma y hasta extremos en que, no
solo la correspondencia de los opositores al gobierno sea detenida y requisada,
sino hasta la correspondencia de familia.
Con Alem en la presidencia, no hubiese ocurrido el caso, que
bajo un sistema dé espionaje y persecución, el personal bueno o malo, que por
interés o por miedo, desempeña ese oficio, haga mérito ante los superiores por los
trastornos y pesares que un extravío o retardo deliberado de comunicaciones,
causa a las madres, esposas o hijas de los militantes contrarios a la política
presidencial.
El doctor Alem, no habría autorizado jamás, que aquella
clase de viles servicios, se convirtieran en obligaciones para no perder el
empleo y en los únicos méritos con que pudieran obtenerse seguridades,
beneficios y ascensos.
Con Alem, presidente, los Ferrocarriles del Estado, no
hubieran llevado de provincia a. provincia y de distrito a distrito electoral,
vagonadas de votantes con pasajes gratis, conducidos por los agentes de la
política presidencial. Tampoco se hubiese establecido en la distribución de
vagones, el sistema de favoritismos con que se puede enriquecer a los adeptos
del gobierno y arruinar a los adversarios o independientes.
El doctor Alem en la Presidencia, no hubiese dado lugar a la
leyenda de los “trenes fantasmas” ni a la realidad de líneas férreas que se
construyen sin ley, sin estudios, sin trazados, y con el sólo objeto de dar
proveedurías a los amigos pobres y a los adversarios ricos que ayuden por bajo cuerda la política presidencial.
El doctor Alem, presidente, no hubiera empleado el tiempo y
los elementos que reclaman la atención de los intereses públicos, en combinar
con sus Ministros, tramas destinadas a envolver a sus adversarios, en procesos preparados
por jefes de secciones de los ministerios y tramitados por jueces de provincia,
sometidos por cohecho y presión, a la influencia del gobierno central.
El doctor Alem, no habría mantenido en las provincias, agentes
y habilitados que organizaron asaltos armados a las policías, para cambiar
situaciones políticas locales.
El doctor Alem, no hubiese intentado jamás destruir a un
adversario político o desarmar una situación adversa, autorizando
conspiraciones para anular legislaturas y asesinar gobernadores.
Y mucho menos habría hecho el doctor Alem, intervenir a
jefes del ejército a fin de facilitar y apoyar atentados de aquella naturaleza.
No hubiera autorizado que militares con comando superior de
tropa, se amparasen en el uniforme y en las fuerzas armadas de la Nación, para
injuriar impunemente a dignatarios de las provincias. Y en caso que alguno se hubiese
desorbitado en tal extremo, el presidente doctor Alem, y cualquier argentino
que lo hubiera acompañado como Ministro de Guerra, habría aplicado la ley
represiva correspondiente a desafueros de ese calibre.
No hubiera organizado bandas de muchos miles de vagos y
hasta delincuentes, costeados por el erario público, en cargos fijos o
eventuales, para hacer mayoría en los comités con esos elementos, y servirse de
los mismos en hostilidad brutal y atropellos delictuosos a las agrupaciones
adversas.
El doctor Alem, no habría autorizado a que se reclutase como
masa electoral, bajo la dirección del mismo jefe de policía, una gran parte de
los doscientos mil prontuariados, a los que la Policía tenía detenidos o
vigilados como rateros o infractores por desórdenes.
El doctor Alem, jamás se le hubiese ocurrido que ningún
presidente argentino, en el goce cabal de sus facultades, pudiera invertir de
tal modo el concepto moral y la realidad de las funciones públicas, hasta el
extremo de transformar a la Policía de la Capital y de las provincias
intervenidas, en fuerza armada amparadora de los delincuentes pagados por el
gobierno, para que asalten y persigan a balazos a los ciudadanos que ejercitan
sus derechos en oposición pacífica, al electorado oficial.
El doctor Alem, que era caballeresco y valiente, no hubiese autorizado
que, funcionarios amparados por la autoridad y la fuerza de que dispusiesen,
cometieran la cobardía de obstruir con tropa armada, el acceso a los
adversarios del gobierno, al local en que celebraran sus actos públicos y de
introducir en ella elementos pagados para hacer callar a los oradores a
balazos.
El doctor Alem presidente, no habría amenazado al Congreso
con reticencias, para darle a entender la posibilidad de un golpe de Estado,
sin consumarlo, pero manteniéndolo por el temor de la mayoría de los congresales
a perder sus bancas, en una situación ambigua, de agonizante, que no muere ni
vive, o mejor dicho, en una condición en que el Parlamento no vive en realidad,
pero en que sus miembros viven cómodos y tranquilos, representando
nominalmente el Poder Legislativo de la Nación.
El doctor Alem, presidente, no hubiera mantenido nunca
intervenidas las provincias, más del tiempo estrictamente necesario para
reorganizar sus poderes ni se habría inmiscuido en su política interna, para
fabricar situaciones que le respondiesen. No hubiera roto relaciones oficiales
y personales, con los únicos interventores que se habrían conducido con
dignidad y rectitud, para abrir de par en par las puertas de su despacho, a
interventores que fueron instrumentos ciegos, de planes desarrollados con
misterio, excepto en la parte de venganzas que se realizan no solo sin
misterio, sino con alardes para producir efectos de intimidación.
El doctor Alem, no habría autorizado, costear con el pobre
tesoro de las provincias, el personal inútil de intervenciones crónicas.
El doctor Alem, presidente, no hubiese oficializado el comercio
del voto, corrompiendo al electorado de toda la república, por la promesa y la
distribución de empleos a los necesitados por hambre o a los disponibles, por
vagos, a formar en las filas de un partido nacional de estómagos. El doctor
Alem, presidente, no hubiera convertido su despacho, en agencia central de
comités, para dirigir movimientos electorales con resortes oficiales, en que se
alternasen la amenaza con la dádiva.
El doctor Alem, hombre de pensamiento y de palabra elocuente,
con dotes descollantes de tribuno, hubiera movido las masas tocando sus
sentimientos, suscitando sus energías, influyendo sobre ellas con objetivos y
en formas que las dignificaran.
El doctor Alem, si en la presidencia hubiera creído necesario
hacer política, la hubiera hecho a lo Cleveland, a lo Taft, a lo Roosevelt, a
lo Wilson, atrayéndose a las muchedumbres, con influjos espirituales. El doctor
Alem en vez de llenar tripas, habría conquistado almas.
Estas consideraciones y las concordantes que omitimos, porque
están en la conciencia pública de todo el país, debe hacer reflexionar a los
iniciadores del monumento al doctor Alem y a todos los espíritus rectos, que no
desean que se mistifique al pueblo, usando la imagen del gran tribuno, para
mezclarla en actualidades contradictorias,, con su vida y con su credo.
Deben reflexionar en qué circunstancias y condiciones, el
homenaje puede resultar una realización efectiva del pensamiento patriótico
y de la noble intención de quienes lo proyectaron, del artista pensador que lo
ha ejecutado y de la masa popular que, con su intacta fe radical, concurrió a
la ceremonia inaugural y que asistirá seguramente a la más solemne que se
prepara con el mismo objeto, para una fecha próxima.
Esta conmemoración no puede tener el carácter de sinceridad,
y hasta podría decirse que de honradez moral, como glorificación de la virtud
cívica, bajo el nombre y con la efigie de su representante más típico de los
últimos tiempos, sino en el caso de que lo objetivo armonice con lo subjetivo.
Y para ello es necesario hacer revivir en las conciencias y
en los hechos el espíritu de Alem. Y en este caso, ya sea que se renueve o no
la conmemoración externa, la forma más legítima y la única leal, con que el
pueblo argentino puede rendir tributo de admiración y afectos, al eximió
profesor de energías ciudadanas y de limpieza varonil, es el de imitar sus
ejemplos, el de practicar su doctrina política, rehaciendo el evangelio radical
que él predicara, y apartando el apócrifo con que dolosamente se lo ha
sustituido, invocando siempre el nombre del maestro, más renegado en el hecho
cuanto más enaltecido de palabra.
La reconstrucción institucional de la república, que fue el
anhelo patriótico de Alem, y el objetivo de sus heroísmos en la vida y en la
muerte, es el verdadero monumento que corresponde ofrecer a su memoria.
"Según las vistas que han publicado los diarios, del
monumento, su estructura es la de un bloque central en cuya parte superior
aparece una figura humana gigantesca, en una posición que no se sabe, en las
reproducciones fotográficas, si es la de un ser que se inclina al suelo,
cayendo, o si después de caído se prepara para erguirse recuperando la actitud
vertical. Si en esa figura inclinada, que parece andar en cuatro pies, se ha
querido simbolizar al pueblo, a la república o a alguna otra entidad
representativa de un poder decaído, el hecho es que esa alegoría parece una
irónica corporización del estado político del país, en que el artista, con o
sin intención deliberada, ha dado una nota muda, pero la más completa y
expresiva de actualidad, justamente con el concepto fundamental de las
presentes reflexiones. El busto de Alem parece incrustado en la base del monumento.
Así está su figura histórica en el corazón del pueblo. En tal sentido la obra
contiene el simbolismo sublime de una realidad moral fijada con fuerza
admirable por la concepción artística" J.C.
Fuente: “A propósito del Monumento” por el Dr. Joaquín Castellanos,ex gobernador de Salta y ex secretario del Dr. Leandro Alem, mayo de
1922.
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