Tenemos un espejo próximo e inmediato para verificarlo.
Podemos afirmar sin vacilaciones y del modo mejor fundado empíricamente,
que las transformaciones de las estructuras socioeconómicas de América Latina
cambiaron más intensamente en los cuarenta años de la segunda posguerra, que en
los tres siglos anteriores. La Argentina no fue una excepción, aunque como
ocurre siempre que se pasa de la sociología a la historia, tuvo múltiples y
expresas particularidades. Las sociedades se fueron constituyendo en la
periferia de la innovación y del poder, creciendo, adaptando, desgarrando a un
ritmo que ninguna experiencia propia o ajena podía ayudar a comprender y
controlar. Así vivimos este cuarto de siglo que está al alcance de cualquier
memoria adulta, y extraña comprobar que todavía reclamemos por cambios que ya
ocurrieron y que no reconocemos, en una situación que Borges anticipó así:
"Dos personas esperan
en la calle un acontecimiento y la aparición de los principales actores. El acontecimiento ya está
ocurriendo y ellos son los actores".
Una terrible fijación, lindera con el estereotipo, una
cierta obcecación parecen alejar las proposiciones habituales que formulamos,
de la sociedad que supuestamente describen. Ideas que se miran a sí mismas,
ideas atrapadas en todo lo que nos cuesta reconocer.
Esto ha sido la más dramática y a la vez fascinante
revelación de la Argentina, por mi generación: Que teníamos una sociedad que
descubrir, una identidad social y política por construir, una identidad
nacional por realizar.
No siempre nos es permitido comprender lo que ocurre en la
sociedad, porque la comprensión es un acto de la razón, pero también un acto de
fe en la razón y en nosotros mismos, también porque requiere del encuentro nada
fácil entre la pasión de todos y la libertad de cada uno. No es fácil
comprender cuando se abate sobre nosotros uno de esos periodos sombríos en los
cuales todo horizonte se oculta; la confusión, el horror y el hastío se
disputan alternativamente todos los espacios posibles de la sociedad. Eso es el
infierno, el lugar, como creía Dante, donde no existe ninguna esperanza. De al prendemos
que nada reemplaza la participación de los ciudadanos en la elaboración del destino
común, que ningún iluminismo reemplaza a la voluntad popular.
En esta tarea de recuperar los vínculos de la sociedad y el Estado,
la Universidad tiene una doble responsabilidad: Mostrar cómo ella misma es
capaz de reunir la comunidad académica con la institución académica; mostrar
también que la democracia de las instituciones no solamente es compatible con el
avance científico, sino que constituye un requisito. Así lo hemos aprendido en
la mejor tradición de nuestro país y de esta Universidad de Buenos Aires. Así
lo quiso Rivadavia; fue propósito de Juan María Gutiérrez, rector de la
Universidad durante las presidencias de Mitre y de Sarmiento, quien defendió y
alentó la autonomía universitaria y la libertad de cátedra como pilares de la
Universidad moderna, preanunciado la decisión del presidente Avellaneda, cuya
lucidez podemos comprobar un siglo después, cuando reclamamos la vigencia de la
ley que lleva su nombre.
Fue esa la tradición de los estudiantes que en Córdoba se insurgieron
en 1918, para darnos a los argentinos y demás latinoamericanos esa utopía
renovadora que conocemos como reforma universitaria, y que es la reivindicación
simultánea del espíritu libre y de la responsabildad ciudadana.
Es también la enseñanza del rector Ricardo Rojas, quien mostró
que la universidad no es sólo institución del Estado y comunidad del saber,
sino sobre todo una práctica de la moral.
Es la tradición de libertad y rigor científico que recuperó
el inolvidable José Luis Romero y que luego continuaron los rectores constitucionales
Frondizi, Olivera y Fernández Long.
La gestión de normalización de la Universidad que ahora comienza
se inserta en esa tradición que respetaremos, replantearemos y enriqueceremos.
La normalización pretende devolver a la Universidad, en el menor
tiempo posible, su autonomía; restablecer las reglas de la democracia interna, constituir los
claustros docentes, invitar a los graduados universitarios a sumarse al
esfuerzo de la comunidad y a los estudiantes a expresar y realizar libremente su
vocación.
Pero del mismo modo que no tendremos democracia política en
el Estado nacional sin reforzar las condiciones de solidaridad y convivencia social,
no tendremos democracia universitaria sin recreación de la convivencia y formas
de solidaridad en los claustros.
Venimos entonces a proponer el tránsito de antiguos caminos,
a mostrar que la revolución como siempre está en la mejor tradición, que como a
veces ocurre en la historia, volver es una de las formas más originales de
comenzar otra vez.
No exista más discriminación en la Universidad de Buenos
Aires. No existan docentes separados de la cátedra por razones ideológicas,
raciales o religiosas. No existan docentes exiliados de su país por miedo,
pobres condiciones de trabajo o injusta apreciación de méritos. No existan las
tres clases de docentes que de esas situaciones se derivan, sino una sola
clase, la de aquellos que por méritos y calidad probada en concursos legítimos,
unidos a una vida ejemplar, sean simplemente maestros de la universidad y ciudadanos
de la democracia.
No existan la repetición vacía de contenido, la investigación
anodina, la paz de la inercia, sino cátedras creativas y audaces, el debate y
los conflictos que están en el centro mismo de la vida y el progreso.
Devolvamos la investigación a la Universidad para terminar con la rutina, pero
sobre todo para devolver a la sociedad aquello que nos entrega.
No exista el silencio, ese silencio opresor que puede
enloquecer, aun a riesgo de que las voces se crucen hasta lo ininteligible; no importa
un poco de confusión, no importa si algún tiempo se nos escapa
irremediablemente en el esfuerzo de oír, decir y entender: Nada es peor que el
silencio, antesala de la indiferencia.
La Universidad recuperará no sólo la autonomía, sino también
su voz. Hace muchos años que, condenada sin causa, marginada, también temida,
desnudada impúdicamente por mandones irresponsables, la Universidad nada dice
de su tiempo y de la historia.
La Universidad volverá a hablar con la voz de alguno de sus
viejos eminentes, o de alguno o de todos, de los ciento cincuenta mil muchachos
y muchachas que nunca terminan de aprender la primera y básica lección de todo
estudiante al ingresar, esto es que la Universidad son ellos mismos; tal vez si
tenemos suerte, por esas curiosas síntesis que de vez en cuando alcanzamos a
conocer, se exprese por una voz única, por la palabra que se desprende de los
protagonistas para acercarse a la verdad.
He vivido la mutación de la sociedad, también los
innecesarios y duros escarmientos que caracterizaron los últimos treinta años,
como estudiante, como joven docente, como hombre de investigación. También
nosotros sufrimos el péndulo político del país, también la Universidad pareció
como el país, por momentos, un espacio vacío. Tengo la sensación (es apenas
eso), la intuición de una etapa que podemos y debemos clausurar, etapa de
desencanto, castigos y olvido. Tengo también la ilusión de otro momento, de la ciencia
recuperada, de la democracia vivida, de la justicia reconocida. Cierto, con una
intuición y una ilusión no se construirá la nueva Universidad, pero nosotros tenemos
ahora un poco más que eso: Tenemos un gobierno democrático que nada nos exige
como no sea nuestra propia democratización. Que no pide más que ponernos al
servicio de la Nación y del pueblo. Tenemos docentes listos para el esfuerzo, capaces
de darle otro rostro a nuestra casa. Tenemos, sobre todo, una abrumadora
mayoría de estudiantes que no necesitaron ver para creer y que contribuyeron,
como pocos, a esta milagrosa recuperación de las condiciones de convivencia
civilizada que los argentinos ofrecemos ahora al mundo.
Esto es lo que tenemos y con esto y sin otras referencias que
nuestra comunidad académica, la responsabilidad ante la sociedad y los deberes
ante la Nación, asumimos la tarea de normalizar la Universidad de Buenos Aires.
Fuente: Palabras Dr. Franciso J. Delich al asumir el cargo
de Rector Normalizador de la Universidad Nacional de Buenos Aires, 26 de
diciembre de 1983, Ministerio de Educación y Justicia, Buenos Aires, Republica
Argentina, 1984.
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