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lunes, 15 de abril de 2019

Francisco Delich: "Discurso al asumir el cargo de Rector Normalizador de la Universidad Nacional de Buenos Aires" (26 de diciembre de 1983)

La nuestra no fue ni es una sociedad enferma, como se reiteró años atrás para justificar intervenciones despiadadas en su desarrollo; tampoco una sociedad en crisis, como se afirma superficialmente. Crisis y enfermedad no son conceptos apropiados, acaso tampoco metáforas adecuadas para el análisis riguroso de una sociedad como la nuestra. Si crisis hay, si enfermedad hubo, ambas no serían sino expresión y componente de un fenómeno más importante y decisivo, aquel que se define por la permanente mutación de las relaciones sociales, por la aceleración del tiempo histórico que esta mutación produce e implica a la vez, por la conformación de una sociedad planetaria, no conocida hasta ahora en la historia de la humanidad.

Tenemos un espejo próximo e inmediato para verificarlo.

Podemos afirmar sin vacilaciones y del modo mejor fundado empíricamente, que las transformaciones de las estructuras socioeconómicas de América Latina cambiaron más intensamente en los cuarenta años de la segunda posguerra, que en los tres siglos anteriores. La Argentina no fue una excepción, aunque como ocurre siempre que se pasa de la sociología a la historia, tuvo múltiples y expresas particularidades. Las sociedades se fueron constituyendo en la periferia de la innovación y del poder, creciendo, adaptando, desgarrando a un ritmo que ninguna experiencia propia o ajena podía ayudar a comprender y controlar. Así vivimos este cuarto de siglo que está al alcance de cualquier memoria adulta, y extraña comprobar que todavía reclamemos por cambios que ya ocurrieron y que no reconocemos, en una situación que Borges anticipó así:

"Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de los  principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los actores".

Una terrible fijación, lindera con el estereotipo, una cierta obcecación parecen alejar las proposiciones habituales que formulamos, de la sociedad que supuestamente describen. Ideas que se miran a sí mismas, ideas atrapadas en todo lo que nos cuesta reconocer.

Esto ha sido la más dramática y a la vez fascinante revelación de la Argentina, por mi generación: Que teníamos una sociedad que descubrir, una identidad social y política por construir, una identidad nacional por realizar.

No siempre nos es permitido comprender lo que ocurre en la sociedad, porque la comprensión es un acto de la razón, pero también un acto de fe en la razón y en nosotros mismos, también porque requiere del encuentro nada fácil entre la pasión de todos y la libertad de cada uno. No es fácil comprender cuando se abate sobre nosotros uno de esos periodos sombríos en los cuales todo horizonte se oculta; la confusión, el horror y el hastío se disputan alternativamente todos los espacios posibles de la sociedad. Eso es el infierno, el lugar, como creía Dante, donde no existe ninguna esperanza. De al prendemos que nada reemplaza la participación de los ciudadanos en la elaboración del destino común, que ningún iluminismo reemplaza a la voluntad popular.

En esta tarea de recuperar los vínculos de la sociedad y el Estado, la Universidad tiene una doble responsabilidad: Mostrar cómo ella misma es capaz de reunir la comunidad académica con la institución académica; mostrar también que la democracia de las instituciones no solamente es compatible con el avance científico, sino que constituye un requisito. Así lo hemos aprendido en la mejor tradición de nuestro país y de esta Universidad de Buenos Aires. Así lo quiso Rivadavia; fue propósito de Juan María Gutiérrez, rector de la Universidad durante las presidencias de Mitre y de Sarmiento, quien defendió y alentó la autonomía universitaria y la libertad de cátedra como pilares de la Universidad moderna, preanunciado la decisión del presidente Avellaneda, cuya lucidez podemos comprobar un siglo después, cuando reclamamos la vigencia de la ley que lleva su nombre.

Fue esa la tradición de los estudiantes que en Córdoba se insurgieron en 1918, para darnos a los argentinos y demás latinoamericanos esa utopía renovadora que conocemos como reforma universitaria, y que es la reivindicación simultánea del espíritu libre y de la responsabildad ciudadana.

Es también la enseñanza del rector Ricardo Rojas, quien mostró que la universidad no es sólo institución del Estado y comunidad del saber, sino sobre todo una práctica de la moral.

Es la tradición de libertad y rigor científico que recuperó el inolvidable José Luis Romero y que luego continuaron los rectores constitucionales Frondizi, Olivera y Fernández Long.

La gestión de normalización de la Universidad que ahora comienza se inserta en esa tradición que respetaremos, replantearemos y enriqueceremos.

La normalización pretende devolver a la Universidad, en el menor tiempo posible, su autonomía; restablecer las reglas  de la democracia interna, constituir los claustros docentes, invitar a los graduados universitarios a sumarse al esfuerzo de la comunidad y a los estudiantes a expresar y realizar libremente su vocación.

Pero del mismo modo que no tendremos democracia política en el Estado nacional sin reforzar las condiciones de solidaridad y convivencia social, no tendremos democracia universitaria sin recreación de la convivencia y formas de solidaridad en los claustros.

Venimos entonces a proponer el tránsito de antiguos caminos, a mostrar que la revolución como siempre está en la mejor tradición, que como a veces ocurre en la historia, volver es una de las formas más originales de comenzar otra vez.

No exista más discriminación en la Universidad de Buenos Aires. No existan docentes separados de la cátedra por razones ideológicas, raciales o religiosas. No existan docentes exiliados de su país por miedo, pobres condiciones de trabajo o injusta apreciación de méritos. No existan las tres clases de docentes que de esas situaciones se derivan, sino una sola clase, la de aquellos que por méritos y calidad probada en concursos legítimos, unidos a una vida ejemplar, sean simplemente maestros de la universidad y ciudadanos de la democracia.

No existan la repetición vacía de contenido, la investigación anodina, la paz de la inercia, sino cátedras creativas y audaces, el debate y los conflictos que están en el centro mismo de la vida y el progreso. Devolvamos la investigación a la Universidad para terminar con la rutina, pero sobre todo para devolver a la sociedad aquello que nos entrega.

No exista el silencio, ese silencio opresor que puede enloquecer, aun a riesgo de que las voces se crucen hasta lo ininteligible; no importa un poco de confusión, no importa si algún tiempo se nos escapa irremediablemente en el esfuerzo de oír, decir y entender: Nada es peor que el silencio, antesala de la indiferencia.

La Universidad recuperará no sólo la autonomía, sino también su voz. Hace muchos años que, condenada sin causa, marginada, también temida, desnudada impúdicamente por mandones irresponsables, la Universidad nada dice de su tiempo y de la historia.

La Universidad volverá a hablar con la voz de alguno de sus viejos eminentes, o de alguno o de todos, de los ciento cincuenta mil muchachos y muchachas que nunca terminan de aprender la primera y básica lección de todo estudiante al ingresar, esto es que la Universidad son ellos mismos; tal vez si tenemos suerte, por esas curiosas síntesis que de vez en cuando alcanzamos a conocer, se exprese por una voz única, por la palabra que se desprende de los protagonistas para acercarse a la verdad.

He vivido la mutación de la sociedad, también los innecesarios y duros escarmientos que caracterizaron los últimos treinta años, como estudiante, como joven docente, como hombre de investigación. También nosotros sufrimos el péndulo político del país, también la Universidad pareció como el país, por momentos, un espacio vacío. Tengo la sensación (es apenas eso), la intuición de una etapa que podemos y debemos clausurar, etapa de desencanto, castigos y olvido. Tengo también la ilusión de otro momento, de la ciencia recuperada, de la democracia vivida, de la justicia reconocida. Cierto, con una intuición y una ilusión no se construirá la nueva Universidad, pero nosotros tenemos ahora un poco más que eso: Tenemos un gobierno democrático que nada nos exige como no sea nuestra propia democratización. Que no pide más que ponernos al servicio de la Nación y del pueblo. Tenemos docentes listos para el esfuerzo, capaces de darle otro rostro a nuestra casa. Tenemos, sobre todo, una abrumadora mayoría de estudiantes que no necesitaron ver para creer y que contribuyeron, como pocos, a esta milagrosa recuperación de las condiciones de convivencia civilizada que los argentinos ofrecemos ahora al mundo.

Esto es lo que tenemos y con esto y sin otras referencias que nuestra comunidad académica, la responsabilidad ante la sociedad y los deberes ante la Nación, asumimos la tarea de normalizar la Universidad de Buenos Aires.













Fuente: Palabras Dr. Franciso J. Delich al asumir el cargo de Rector Normalizador de la Universidad Nacional de Buenos Aires, 26 de diciembre de 1983, Ministerio de Educación y Justicia, Buenos Aires, Republica Argentina, 1984.

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