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viernes, 29 de marzo de 2019

Raúl Alfonsín: "Discurso durante la cena ofrecida por el Rey Juan Carlos I de España" (11 de junio de 1984)

Una soleada mañana de abril, en mil novecientos ocho, donde Miguel de Unamuno salía a recibir, en la plazuela ce la Universidad de Salamanca, a un talentoso escritor de veinticinco años, mi compatriota Ricardo Rojas.

Nacido en Tucumán, había pasado la infancia en Santiago del Estero, extremo Norte de la Argentina Adolescente, marchó a Buenos Aires a estudiar jurisprudencia, pero los versos y el periodismo lo alejaron de las leyes. Para analizar la enseñanza de humanidades en las escuelas europeas, anduvo por Francia, Inglaterra y Rumanía antes de cruzarse a España la meta anhelada de su viaje, y encontrarse con el fabuloso bilbaíno, su ídolo. Porque Ricardo Rojas vino aquí, según sus palabras, a observar “algunas claves de nuestra propia historia, rasgando el velo de la España esotérica”.

Sí, el adolescente que descendiera de los recios quebrachales santiagueños a la vanidosa ciudad portuaria, quería sondear a la Argentina en España, y no se equivocaba. Lo incitaban a hacerlo las obras de Ángel Ganivet y Francisco Giner de los Ríos y, sobre todo, un libro de Unamuno, “En torno al casticismo”, con sus ardientes solicitaciones por la recuperación y la defensa del espíritu español, de las tradiciones culturales de¡ pueblo español.

Es que Ricardo Rojas y otros intelectuales de su edad también se habían lanzado a la recuperación y la defensa del espíritu argentino, de las tradiciones culturales del pueblo argentino, ricos cimientos que ellos veían olvidados, demolidos por la gula mercantilista y el frío positivismo de un régimen políticamente autoritario y socialmente inicuo. Esa búsqueda de identidad, ese rastreo del alma colectiva empezaban por el conocimiento del país de uno, de sus paisajes y de sus hombres, de sus creaciones y de sus anhelos. Así lo entendieron los españoles, así lo desearon los argentinos. Y así pegó el talentoso escritor de veinticinco años, en su peregrinación a las fuentes, hasta la plazuela de la Universidad de Salamanca, donde lo recibió don Miguel de Unamuno, aquella mañana soleada de abril de mil novecientos ocho. A través de ese argentino, América descubría a España.

O, quizá, la redescubría. Es obvio decirlo, pero nuestros próceres, embarcados en la guerra de la Independencia, tiñeron de negros colores a la España que combatían. Esa leyenda persistió aun después de afianzada la emancipación de los virreinatos en el campo de Ayacucho. Una inteligencia tan señera como Juan María Gutiérrez, afirmaba en 1837 que España “nunca ha salido de un puesto humilde e ignorado en la escala de la civilización europea”; y cuatro décadas más tarde, devolvía el diploma de miembro correspondiente de la Real Academia de Madrid. Sin embargo, este explorador de los tesoros poéticos de América, a cuya sensibilidad y visión políticas debemos los argentinos el luminoso Preámbulo de nuestra Constitución, sabía del Poema del Mío Cid y de Berceo, del Libro de Buen Amor y el Infante Don Juan Manuel, del Amadís de Gaula y el Quijote, de El Greco y de Velázquez, de Zurbarán y Murillo, de Góngora y Quevedo, de San Juan de la Cruz y Gracián, de Quintana y Bécquer, de Valdés Leal y Goya.

Se sorprende uno al leer los desdenes de Alberdi y de Sarmiento para con España. Aunque del gran sanjuanino dijera el mismo Unamuno que era “más español que ninguno de los españoles, a pesar de lo mucho que habló mal de España. Pero habló de España muy bien”.

Pero no son Alberdi y Sarmiento —esos dos genios— los únicos, en la América y la Europa de entonces; entusiasmados con Francia e Inglaterra, y aun con los Estados Unidos, aquellos iberoamericanos, salvo excepciones, se desligaron de España.

No advirtieron, sin duda, que era una empresa inútil e irrealizable, porque, entre tantas cosas, ahí estaba el idioma —”ese lingote de oro disperso bajo el sol”, como le llamara nuestro Baldomero Fernández Moreno— para impedirlo, para frustrarlos y vencerlos. Y muchos de ellos, Alberdi y Sarmiento incluidos, terminaron vindicando a España, a la Madre España.

¿Cómo no reverenciarla, Majestad? ¿Acaso no surgieron en España dos de las grandes conquistas del mundo moderno, la libertad política y la libertad de conciencia? Los fueros de Aragón antecedieron en dos siglos a la Carta Magna, y en el distingo de los teólogos jesuitas yace el principio de la independencia del pensamiento contra la interpretación unilateral y dogmática.

¿Es exagerado sostener que la primera expresión de lo que iba a ser el constitucionalismo democrático se da en la rebelión de los “comuneros” de Castilla, sofocada en 1521? ¿Y dónde si no en España, y a partir de fray Francisco de Vitoria, nace el derecho internacional que hoy apoyamos, basado sobre la sociabilidad y la solidaridad entre Estados, simple correlato de la indispensable unidad del género humano? ¿Quién sino este insigne dominico idea el pacifismo al aconsejar el sometimiento de la guerra —y toda guerra, naturalmente, era para él una guerra civil, una guerra entre hermanos— el sometimiento de la guerra, digo, a los marcos limitativos del derecho, con el fin de reducir sus calamidades y su número y hasta de suprimirla? Tras lo cual, Vitoria afirmaba, ¡nada menos que en 1539!, que el súbdito convocado a la guerra debía abstenerse de tomar las armas si estimaba que tal guerra era injusta, pues de lo contrario habría de atacar a inocentes.

Es otro español, el jesuita Francisco Suárez, quien, avanzando sobre el terreno sembrado por Vitoria y sus discípulos, y anticipándose a Bodino, Montesquieu y Rousseau, a veces con argumentos más lúcidos, señala al pueblo como único dueño de la autoridad política, y establece la sujeción del mandatario a la ley que dictan los representantes del pueblo.

Por lo demás, es Suárez el que profundiza, llevando sus tesis al Nuevo Mundo, lo que Vitoria había esbozado, al desconocer la dominación española de los países de América, a los cuales juzgaba soberanos, en igualdad con la metrópoli.

Todavía hoy, cuando hace ya varias décadas que ha desaparecido la injusta animosidad contra España, se escucha destacar la incidencia de Rousseau y Volney, y hasta de Madison y Jefferson, sobre los argentinos que en 1810 iniciaron el proceso de independencia. Sin embargo, ese proceso se vació en el molde de las Juntas que brotaron por toda España, en 1808, para resistir la tiranía napoleónica. Mariano Moreno, el ideólogo de Mayo, había frecuentado, es cierto, el Contrato social y Las ruinas de Palmira, y admiraba la Constitución norteamericana y El Federalista. Pero también se guiaba, y en la misma medida, por las enseñanzas de Vitoria y Suárez, de Jovellanos y Campomanes.

Nuestra Asamblea de 1813, en última instancia, abrevó para sus leyes en la Constitución de Cádiz.

Después, el huracán de la leyenda negra arrasó la imagen de España entre nuestros intelectuales y gobernantes. Desde luego, ese vendaval no redujo ni desnaturalizó el formidable legado de España, ni amainó un ápice la mutua devoción de ambos pueblos.
Centenares de miles de españoles, como es notorio, llegaron al Plata en las décadas finales del siglo diecinueve y en las primeras de esta centuria, uniendo su abnegado esfuerzo al de otras nacionalidades inmigrantes y al de los argentinos, para levantar un gran país que también fue de ellos por derecho propio, y que seguirá siéndolo en sus hijos y en los hijos de sus hijos. Que lo diga, si no, mi abuelo Serafín Alfonsín, el joven labrador que nunca volvió a los castaños y los nogales de su dulce y gallega Ribadumia.

Pero faltaba el retorno, el abrazo, la definitiva conjugación, alentados, al filo del 900, por el mensaje común de escritores y poetas, filósofos y músicos. Pienso en el nicaragüense Rubén Darío, encendiendo desde Buenos Aires, hacia nuevas fronteras, el idioma y el verso de España. Pienso en Antonio Machado, en viaje de Andalucía a Castilla, del limonero maduro a la meseta árida, del poema que se exalta al poema que se interroga. Pienso en el sainete argentino, oriundo de la zarzuela, que iba a convertirse en el espejo teatral de nuestra vida.

Pienso en lo que adeuda el tango a la habanera, y en el aporte de Florencio Sánchez, de Gregorio de Laferrere, de Roberto Payró, a la dramaturgia española. Y pienso en Benito Pérez Galdós, mostrando el camino de la pintura social y la novela histórica a nuestro Manuel Gálvez.

Hasta que el retorno, el abrazo, la conjugación definitiva se producen, simbólicamente —y Vuestra Majestad me permitirá que así lo crea— en el encuentro de Ricardo Rojas y don Miguel de Unamuno frente a la gloriosa Universidad de Salamanca, donde habían profesado Vitoria y Suárez.

Encuentro que nuestro Presidente Hipólito Yrigoyen honrara en mil novecientos diecisiete al declarar fiesta nacional el Día de la Raza, sosteniendo que “el descubrimiento de América es el acontecimiento de más trascendencia que haya realizado la humanidad a través de los tiempos”, y, además, que “la España descubridora y conquistadora volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales; y con la aleación de todos estos factores obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las nacionales a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento”.

Hemos afirmado y mantenido esa herencia. Majestad, a lo largo de los años. No todos los argentinos, sin embargo, miraron a la España recobrada con los mismos ojos. Hubo algunos que, por disipar la ya enterrada leyenda negra, ardieron en el elogio del oscurantismo y el fanatismo, equivocando las raíces y malversando los frutos, porque, en verdad, buscaban imponernos esas abyecciones. Padeció España una guerra, y la Argentina fue el hogar de tantos exiliados. Cuarenta años más tarde, cuando aquí se echaban las bases de la restauración democrática, padeció la Argentina el delirio de dos violencias de signo contrario y estragos similares, y fue España, entonces, el hogar de tantos desterrados. Pero también nosotros triunfamos del horror y de la muerte. También nosotros, el 30 de octubre de 1983, recuperamos la democracia.

Una vez más podemos aprender de España. Una vez más venimos a descifrar algunas claves de nuestra propia historia. Claves que están en las tradiciones culturales del pueblo de España, en la austera hombría del Cid y en la gozosa ternura del Arcipreste, en el fino color de Velázquez y en el hondo misticismo de San Juan de la Cruz, en el rebelde trazo de Goya y en el amargo lirismo de Bécquer.

Sobre todo, en la inmensa humanidad del Caballero Manchego, ese español por antonomasia.

Claves que están en las libertades y los derechos, en la inalienable soberanía del pueblo que preconizó Suárez; en el respeto y la paz entre naciones, en la causa del género humano por la que abogara Vitoria, en la justicia y en los planes educativos que la Constitución de Cádiz instauró.

Claves que sustentan, expandidas las disposiciones de vuestra avanzada Constitución de 1978, un ejemplo para nosotros.

Claves, en fin, que Vuestra Majestad encarna como símbolo de la unidad y permanencia de España.

De nuestra España.

Esa España cuya realidad fue, es y será la de “vivir desviviéndose”, según la certera definición de don Américo Castro.

Queremos afianzar y robustecer la democracia, y vamos a lograrlo. Queremos guardar y acrecer las libertades y los derechos.

Lo estamos haciendo.

Queremos asentar la justicia social y poner la economía al servicio de todos. Y hemos de conseguirlo. Queremos acabar con el armamentismo y luchamos por ello.

Queremos respetar al mundo y que el mundo nos respete, y en esa dirección trabajamos.

Queremos aventar las hegemonías y las desigualdades que esa hegemonía provoca, traducidas en miseria y atraso, y detrás de estos objetivos nos encolumnamos.

Queremos la concordia y el entendimiento internacionales, y nos empeñamos por obtenerlos.

Queremos una tierra mejor y más digna para el ser humano, y a esta aspiración dedicamos nuestras energías y nuestra voluntad.

Queremos materializar el apotegma de nuestro Presidente Yrigoyen, tan imbuido del krausismo español, que Cervantes hubiese puesto, sin duda, en boca de Alonso Quijano: los hombres deben ser sagrados para los hombres, y los pueblos deben ser sagrados para los pueblos.

Sabemos, con júbilo, que España y los españoles nos acompañan y acompañarán en esta senda.

Los pueblos hispanoamericanos, los herederos de quienes fueron llamados en un tiempo los españoles de los dos mundos, españoles a los que se sumó la generosa sangre indígena y los diversos componentes inmigratorios, debemos y podemos articular cursos de acción comunes frente a problemas que nos son comunes.

Cuando el viaje de Su Majestad a América del Sur, en 1978, luego de que España reasumiera su inmenso prestigio y volviera a ser el punto de convergencia de una civilización maravillosa, algunos imaginaron una secuencia geopolítica: primero, la visita a Nueva Granada (Bogotá); después, a las tres ex capitales virreinales restantes, o sea, México, Lima y Buenos Aires. Pero antes de hablar de geopolítica y geohistoria, cuando nos referimos a España y a los países latinoamericanos, preferimos hablar de una geografía de les sentimientos, aunque es difícil dejar de pensar que a través de España nuestra América ingresa a Europa y que podría ser también puente con los países africanos, algunos de ellos tan cerca al corazón y a la historia de
España.

Los argentinos miramos siempre a la España que existe dentro de nosotros y a la España que ha desplegado su nueva democracia, como dos modelos auténticos y vivenciales de la forma de vida que estamos buscando.

La España que hoy visitamos no es solamente la España que surge de nuestra sangre y de nuestra historia, sino también la España que bajo el reinado de Su Majestad se ha abierto nuevamente al mundo y a sus hijos iberoamericanos, completando el apostolado iniciado hace 500 años por los reyes Fernando e Isabel.

Así como miramos a España, sabemos que España mantiene su mirada puesta en el océano.

Nada es más natural que busquemos al renovado destino común español-latinoamericano para encontrar la forma de sobrevivir en un difícil mundo tecnológico en el que cada vez se internacionalizan más los problemas. España reasumió su inmenso prestigio histórico y volvió a ser punto de encuentro, a través de la continuidad y el cambio de una civilización maravillosa.

Españoles y latinoamericanos enfrentaremos momentos cada vez más difíciles y los deberemos enfrentar juntos. Hace pocas semanas Su Majestad señaló que en el mundo se ha comenzado a vivir un clima prebélico y sin futuro, en el cual la juventud debe moverse ante la terrible amenaza de extinción de la vida civilizada y el grave peligro de una crisis económico-financiera descontrolada. Es una situación en que está en juego la vida de cada uno de nosotros, pero en que están al mismo tiempo en juego nuestras razones de vivir.

“Los pueblos del mundo —agregó Su Majestad— reclaman a sus gobiernos una mejora en la situación económica y despejar las negras perspectivas bélicas que envuelven al orbe.”

Otra cuestión fue constantemente planteada por España: la defensa infatigable e inclaudicable de los derechos humanos.

Nuestro propósito común, pensamos, es convertir a la democracia en instrumento de la paz, en instrumento de la justicia social y en instrumento para la salvaguarda de principios jurídicos intangibles.

Nosotros hemos comenzado a trabajar en los tres terrenos recomendados por Su Majestad.

Desde la perspectiva de nuestra situación concreta, pensamos estar contribuyendo a la paz del mundo con nuestro aporte a la paz regional.

La democracia que estamos empezando a vivir en nuestra Patria, mira con ojos atentos y esperanzados el afianzamiento de vuestra democracia.

La joven experiencia democrática española no sólo nos saluda sino que nos guía y nos fortalece en el convencimiento de que el sistema democrático es el que más acerca a los pueblos al difícil logro de su felicidad. Porque su acción descansa fundamentalmente, en el respeto por el hombre. Debemos rescatar el concepto que encierra esta palabra, tanto y tan bien usada por los antiguos incas: respeto. Y pensar que si, decimos “respeto” tal vez estemos diciendo casi todo. Porque… ¿qué es la democracia para el hombre sino respeto al prójimo y, en última instancia, respeto a sí mismo?

Alzo mí copa, entonces, para brindar por el nuevo encuentro de España y la Argentina, y por la ventura personal de Su Majestad y de sus conciudadanos.














Fuente: Discurso del Sr. Presidente de la Nación, Dr. Raúl R. Alfonsín, durante la cena ofrecida por el Rey Juan Carlos I, el día 11 de junio de 1984.

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