Nacido en Tucumán, había pasado la infancia en Santiago del
Estero, extremo Norte de la Argentina Adolescente, marchó a Buenos Aires a
estudiar jurisprudencia, pero los versos y el periodismo lo alejaron de las
leyes. Para analizar la enseñanza de humanidades en las escuelas europeas,
anduvo por Francia, Inglaterra y Rumanía antes de cruzarse a España la meta anhelada
de su viaje, y encontrarse con el fabuloso bilbaíno, su ídolo. Porque Ricardo
Rojas vino aquí, según sus palabras, a observar “algunas claves de nuestra
propia historia, rasgando el velo de la España esotérica”.
Sí, el adolescente que descendiera de los recios quebrachales
santiagueños a la vanidosa ciudad portuaria, quería sondear a la Argentina en
España, y no se equivocaba. Lo incitaban a hacerlo las obras de Ángel Ganivet y
Francisco Giner de los Ríos y, sobre todo, un libro de Unamuno, “En torno al
casticismo”, con sus ardientes solicitaciones por la recuperación y la defensa
del espíritu español, de las tradiciones culturales de¡ pueblo español.
Es que Ricardo Rojas y otros intelectuales de su edad
también se habían lanzado a la recuperación y la defensa del espíritu
argentino, de las tradiciones culturales del pueblo argentino, ricos cimientos
que ellos veían olvidados, demolidos por la gula mercantilista y el frío
positivismo de un régimen políticamente autoritario y socialmente inicuo. Esa
búsqueda de identidad, ese rastreo del alma colectiva empezaban por el
conocimiento del país de uno, de sus paisajes y de sus hombres, de sus
creaciones y de sus anhelos. Así lo entendieron los españoles, así lo desearon
los argentinos. Y así pegó el talentoso escritor de veinticinco años, en su
peregrinación a las fuentes, hasta la plazuela de la Universidad de Salamanca,
donde lo recibió don Miguel de Unamuno, aquella mañana soleada de abril de mil
novecientos ocho. A través de ese argentino, América descubría a España.
O, quizá, la redescubría. Es obvio decirlo, pero nuestros
próceres, embarcados en la guerra de la Independencia, tiñeron de negros
colores a la España que combatían. Esa leyenda persistió aun después de
afianzada la emancipación de los virreinatos en el campo de Ayacucho. Una inteligencia
tan señera como Juan María Gutiérrez, afirmaba en 1837 que España “nunca ha salido
de un puesto humilde e ignorado en la escala de la civilización europea”; y
cuatro décadas más tarde, devolvía el diploma de miembro correspondiente de la
Real Academia de Madrid. Sin embargo, este explorador de los tesoros poéticos
de América, a cuya sensibilidad y visión políticas debemos los argentinos el
luminoso Preámbulo de nuestra Constitución, sabía del Poema del Mío Cid y de
Berceo, del Libro de Buen Amor y el Infante Don Juan Manuel, del Amadís de Gaula y el Quijote, de El Greco y de Velázquez, de
Zurbarán y Murillo, de Góngora y Quevedo, de San Juan de la Cruz y Gracián, de
Quintana y Bécquer, de Valdés Leal y Goya.
Se sorprende uno al leer los desdenes de Alberdi y de
Sarmiento para con España. Aunque del gran sanjuanino dijera el mismo Unamuno
que era “más español que ninguno de los españoles, a pesar de lo mucho que
habló mal de España. Pero habló de España muy bien”.
Pero no son Alberdi y Sarmiento —esos dos genios— los
únicos, en la América y la Europa de entonces; entusiasmados con Francia e
Inglaterra, y aun con los Estados Unidos, aquellos iberoamericanos, salvo
excepciones, se desligaron de España.
No advirtieron, sin duda, que era una empresa inútil e
irrealizable, porque, entre tantas cosas, ahí estaba el idioma —”ese lingote de
oro disperso bajo el sol”, como le llamara nuestro Baldomero Fernández Moreno—
para impedirlo, para frustrarlos y vencerlos. Y muchos de ellos, Alberdi y
Sarmiento incluidos, terminaron vindicando a España, a la Madre España.
¿Cómo no reverenciarla, Majestad? ¿Acaso no surgieron en
España dos de las grandes conquistas del mundo moderno, la libertad política y
la libertad de conciencia? Los fueros de Aragón antecedieron en dos siglos a la
Carta Magna, y en el distingo de los teólogos jesuitas yace el principio de la
independencia del pensamiento contra la interpretación unilateral y dogmática.
¿Es exagerado sostener que la primera expresión de lo que
iba a ser el constitucionalismo democrático se da en la rebelión de los
“comuneros” de Castilla, sofocada en 1521? ¿Y dónde si no en España, y a partir
de fray Francisco de Vitoria, nace el derecho internacional que hoy apoyamos,
basado sobre la sociabilidad y la solidaridad entre Estados, simple correlato
de la indispensable unidad del género humano? ¿Quién sino este insigne dominico
idea el pacifismo al aconsejar el sometimiento de la guerra —y toda guerra,
naturalmente, era para él una guerra civil, una guerra entre hermanos— el
sometimiento de la guerra, digo, a los marcos limitativos del derecho, con el
fin de reducir sus calamidades y su número y hasta de suprimirla? Tras lo cual,
Vitoria afirmaba, ¡nada menos que en 1539!, que el súbdito convocado a la
guerra debía abstenerse de tomar las armas si estimaba que tal guerra era injusta,
pues de lo contrario habría de atacar a inocentes.
Es otro español, el jesuita Francisco Suárez, quien,
avanzando sobre el terreno sembrado por Vitoria y sus discípulos, y
anticipándose a Bodino, Montesquieu y Rousseau, a veces con argumentos más
lúcidos, señala al pueblo como único dueño de la autoridad política, y establece
la sujeción del mandatario a la ley que dictan los representantes del pueblo.
Por lo demás, es Suárez el que profundiza, llevando sus
tesis al Nuevo Mundo, lo que Vitoria había esbozado, al desconocer la
dominación española de los países de América, a los cuales juzgaba soberanos,
en igualdad con la metrópoli.
Todavía hoy, cuando hace ya varias décadas que ha
desaparecido la injusta animosidad contra España, se escucha destacar la
incidencia de Rousseau y Volney, y hasta de Madison y Jefferson, sobre los
argentinos que en 1810 iniciaron el proceso de independencia. Sin embargo, ese
proceso se vació en el molde de las Juntas que brotaron por toda España, en 1808,
para resistir la tiranía napoleónica. Mariano Moreno, el ideólogo de Mayo,
había frecuentado, es cierto, el Contrato social y Las ruinas de Palmira, y
admiraba la Constitución norteamericana y El Federalista. Pero también se
guiaba, y en la misma medida, por las enseñanzas de Vitoria y Suárez, de
Jovellanos y Campomanes.
Nuestra Asamblea de 1813, en última instancia, abrevó para
sus leyes en la Constitución de Cádiz.
Después, el huracán de la leyenda negra arrasó la imagen de
España entre nuestros intelectuales y gobernantes. Desde luego, ese vendaval no
redujo ni desnaturalizó el formidable legado de España, ni amainó un ápice la
mutua devoción de ambos pueblos.
Centenares de miles de españoles, como es notorio, llegaron
al Plata en las décadas finales del siglo diecinueve y en las primeras de esta
centuria, uniendo su abnegado esfuerzo al de otras nacionalidades inmigrantes y
al de los argentinos, para levantar un gran país que también fue de ellos por
derecho propio, y que seguirá siéndolo en sus hijos y en los hijos de sus
hijos. Que lo diga, si no, mi abuelo Serafín Alfonsín, el joven labrador que
nunca volvió a los castaños y los nogales de su dulce y gallega Ribadumia.
Pero faltaba el retorno, el abrazo, la definitiva
conjugación, alentados, al filo del 900, por el mensaje común de escritores y
poetas, filósofos y músicos. Pienso en el nicaragüense Rubén Darío, encendiendo
desde Buenos Aires, hacia nuevas fronteras, el idioma y el verso de España.
Pienso en Antonio Machado, en viaje de Andalucía a Castilla, del limonero
maduro a la meseta árida, del poema que se exalta al poema que se interroga.
Pienso en el sainete argentino, oriundo de la zarzuela, que iba a convertirse
en el espejo teatral de nuestra vida.
Pienso en lo que adeuda el tango a la habanera, y en el
aporte de Florencio Sánchez, de Gregorio de Laferrere, de Roberto Payró, a la
dramaturgia española. Y pienso en Benito Pérez Galdós, mostrando el camino de
la pintura social y la novela histórica a nuestro Manuel Gálvez.
Hasta que el retorno, el abrazo, la conjugación definitiva
se producen, simbólicamente —y Vuestra Majestad me permitirá que así lo crea—
en el encuentro de Ricardo Rojas y don Miguel de Unamuno frente a la gloriosa
Universidad de Salamanca, donde habían profesado Vitoria y Suárez.
Encuentro que nuestro Presidente Hipólito Yrigoyen honrara
en mil novecientos diecisiete al declarar fiesta nacional el Día de la Raza,
sosteniendo que “el descubrimiento de América es el acontecimiento de más
trascendencia que haya realizado la humanidad a través de los tiempos”, y,
además, que “la España descubridora y conquistadora volcó sobre el continente enigmático
y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de
sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales; y
con la aleación de todos estos factores obró el milagro de conquistar para la
civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las nacionales a las cuales
ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una
herencia inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento”.
Hemos afirmado y mantenido esa herencia. Majestad, a lo largo
de los años. No todos los argentinos, sin embargo, miraron a la España
recobrada con los mismos ojos. Hubo algunos que, por disipar la ya enterrada
leyenda negra, ardieron en el elogio del oscurantismo y el fanatismo,
equivocando las raíces y malversando los frutos, porque, en verdad, buscaban imponernos
esas abyecciones. Padeció España una guerra, y la Argentina fue el hogar de tantos
exiliados. Cuarenta años más tarde, cuando aquí se echaban las bases de la
restauración democrática, padeció la Argentina el delirio de dos violencias de
signo contrario y estragos similares, y fue España, entonces, el hogar de
tantos desterrados. Pero también nosotros triunfamos del horror y de la muerte.
También nosotros, el 30 de octubre de 1983, recuperamos la democracia.
Una vez más podemos aprender de España. Una vez más venimos
a descifrar algunas claves de nuestra propia historia. Claves que están en las
tradiciones culturales del pueblo de España, en la austera hombría del Cid y en
la gozosa ternura del Arcipreste, en el fino color de Velázquez y en el hondo
misticismo de San Juan de la Cruz, en el rebelde trazo de Goya y en el amargo lirismo
de Bécquer.
Sobre todo, en la inmensa humanidad del Caballero Manchego,
ese español por antonomasia.
Claves que están en las libertades y los derechos, en la
inalienable soberanía del pueblo que preconizó Suárez; en el respeto y la paz
entre naciones, en la causa del género humano por la que abogara Vitoria, en la
justicia y en los planes educativos que la Constitución de Cádiz instauró.
Claves que sustentan, expandidas las disposiciones de vuestra
avanzada Constitución de 1978, un ejemplo para nosotros.
Claves, en fin, que Vuestra Majestad encarna como símbolo de
la unidad y permanencia de España.
De nuestra España.
Esa España cuya realidad fue, es y será la de “vivir
desviviéndose”, según la certera definición de don Américo Castro.
Queremos afianzar y robustecer la democracia, y vamos a
lograrlo. Queremos guardar y acrecer las libertades y los derechos.
Lo estamos haciendo.
Queremos asentar la justicia social y poner la economía al
servicio de todos. Y hemos de conseguirlo. Queremos acabar con el armamentismo
y luchamos por ello.
Queremos respetar al mundo y que el mundo nos respete, y en
esa dirección trabajamos.
Queremos aventar las hegemonías y las desigualdades que esa
hegemonía provoca, traducidas en miseria y atraso, y detrás de estos objetivos
nos encolumnamos.
Queremos la concordia y el entendimiento internacionales, y
nos empeñamos por obtenerlos.
Queremos una tierra mejor y más digna para el ser humano, y
a esta aspiración dedicamos nuestras energías y nuestra voluntad.
Queremos materializar el apotegma de nuestro Presidente
Yrigoyen, tan imbuido del krausismo español, que Cervantes hubiese puesto, sin
duda, en boca de Alonso Quijano: los hombres deben ser sagrados para los
hombres, y los pueblos deben ser sagrados para los pueblos.
Sabemos, con júbilo, que España y los españoles nos
acompañan y acompañarán en esta senda.
Los pueblos hispanoamericanos, los herederos de quienes
fueron llamados en un tiempo los españoles de los dos mundos, españoles a los
que se sumó la generosa sangre indígena y los diversos componentes
inmigratorios, debemos y podemos articular cursos de acción comunes frente a
problemas que nos son comunes.
Cuando el viaje de Su Majestad a América del Sur, en 1978,
luego de que España reasumiera su inmenso prestigio y volviera a ser el punto
de convergencia de una civilización maravillosa, algunos imaginaron una secuencia
geopolítica: primero, la visita a Nueva Granada (Bogotá); después, a las tres
ex capitales virreinales restantes, o sea, México, Lima y Buenos Aires. Pero antes
de hablar de geopolítica y geohistoria, cuando nos referimos a España y a los
países latinoamericanos, preferimos hablar de una geografía de les
sentimientos, aunque es difícil dejar de pensar que a través de España nuestra
América ingresa a Europa y que podría ser también puente con los países
africanos, algunos de ellos tan cerca al corazón y a la historia de
España.
Los argentinos miramos siempre a la España que existe dentro
de nosotros y a la España que ha desplegado su nueva democracia, como dos
modelos auténticos y vivenciales de la forma de vida que estamos buscando.
La España que hoy visitamos no es solamente la España que
surge de nuestra sangre y de nuestra historia, sino también la España que bajo
el reinado de Su Majestad se ha abierto nuevamente al mundo y a sus hijos
iberoamericanos, completando el apostolado iniciado hace 500 años por los reyes
Fernando e Isabel.
Así como miramos a España, sabemos que España mantiene su
mirada puesta en el océano.
Nada es más natural que busquemos al renovado destino común
español-latinoamericano para encontrar la forma de sobrevivir en un difícil
mundo tecnológico en el que cada vez se internacionalizan más los problemas.
España reasumió su inmenso prestigio histórico y volvió a ser punto de
encuentro, a través de la continuidad y el cambio de una civilización maravillosa.
Españoles y latinoamericanos enfrentaremos momentos cada vez
más difíciles y los deberemos enfrentar juntos. Hace pocas semanas Su Majestad
señaló que en el mundo se ha comenzado a vivir un clima prebélico y sin futuro,
en el cual la juventud debe moverse ante la terrible amenaza de extinción de la
vida civilizada y el grave peligro de una crisis económico-financiera descontrolada.
Es una situación en que está en juego la vida de cada uno de nosotros, pero en
que están al mismo tiempo en juego nuestras razones de vivir.
“Los pueblos del mundo —agregó Su Majestad— reclaman a sus
gobiernos una mejora en la situación económica y despejar las negras
perspectivas bélicas que envuelven al orbe.”
Otra cuestión fue constantemente planteada por España: la
defensa infatigable e inclaudicable de los derechos humanos.
Nuestro propósito común, pensamos, es convertir a la
democracia en instrumento de la paz, en instrumento de la justicia social y en
instrumento para la salvaguarda de principios jurídicos intangibles.
Nosotros hemos comenzado a trabajar en los tres terrenos
recomendados por Su Majestad.
Desde la perspectiva de nuestra situación concreta, pensamos
estar contribuyendo a la paz del mundo con nuestro aporte a la paz regional.
La democracia que estamos empezando a vivir en nuestra
Patria, mira con ojos atentos y esperanzados el afianzamiento de vuestra
democracia.
La joven experiencia democrática española no sólo nos saluda
sino que nos guía y nos fortalece en el convencimiento de que el sistema democrático
es el que más acerca a los pueblos al difícil logro de su felicidad. Porque su
acción descansa fundamentalmente, en el respeto por el hombre. Debemos rescatar
el concepto que encierra esta palabra, tanto y tan bien usada por los antiguos
incas: respeto. Y pensar que si, decimos “respeto” tal vez estemos diciendo
casi todo. Porque… ¿qué es la democracia para el hombre sino respeto al prójimo
y, en última instancia, respeto a sí mismo?
Alzo mí copa, entonces, para brindar por el nuevo encuentro
de España y la Argentina, y por la ventura personal de Su Majestad y de sus
conciudadanos.
Fuente: Discurso del Sr. Presidente de la Nación, Dr. Raúl R. Alfonsín, durante la cena ofrecida por el Rey Juan Carlos I, el día 11 de
junio de 1984.
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