Es ésta efectivamente la primera oportunidad en que llego al
Azul en misión política: pero hace cuarenta años llegué aquí por primera vez
vistiendo el uniforme militar, en viaje para Curumalán, cuando el país estaba
amenazado por un conflicto internacional. Hoy no hay ningún peligro extranjero,
no hay nada que amenace la paz exterior, pero el país mismo se halla abocado a
una grave situación interna y vengo a esta ciudad vistiendo el uniforme
interior de demócrata convencido, que lucha por los ideales de la libertad,
acompañado de una prestigiosa caravana cívica.
Vengo a rendirle a la gran provincia de Buenos Aires un homenaje que le debía, porque fue precisamente aquí donde
se dio la clarinada del 5 de abril, en una jornada que constituyó un
triunfo nacional, que hizo tambalear a la dictadura, que se vio obligada a
suspender los comicios ya convocados en otras provincias, para evitar que sus
secuaces corriesen la misma suerte que en Buenos Aires.
PACIFICACIÓN DE LA FAMILIA ARGENTINA
Pasó la dictadura, que desapareció víctima de la reacción
popular frente a sus duros desaciertos y desmanes; pero antes de retirarse, el
dictador [Uriburu] impuso un sucesor en el mando y así surgió en comicios que
la opinión pública ya ha juzgado definitivamente el actual gobierno nacional
[general Justo]. Este gobierno atento quizás más que a las sugestiones tiene
interés en conservar posiciones que no hubiesen obtenido en elecciones libres,
que a los problemas reales del país, que exigen como fundamento de cualquier
política la pacificación de la familia argentina, sigue sordo a las
solicitaciones de la opinión nacional. Se sancionan en diversos estados
argentinos y especialmente en esta provincia de Buenos Aires, leyes que
abochornan a los que en ella hemos nacido, y el presidente sigue indiferente a
los reclamos populares, ocupado en soslayar las dificultades que le crean sus
propios amigos. Hay que creer que cuando levanta sus preces al Altísimo, el
Altísimo no le escucha, porque si le oyera habría de responderle: ‘Presidente
de los argentinos, la cruz es el símbolo de la paz y la invocáis sin hacer nada
por la paz de los argentinos’.
Cuando formulo al gobierno las ásperas censuras que la
situación exige, no puedo dejar de decir que lo hago con amargura, porque
siento la terrible gravedad de este momento y no sólo hablo como hombre de
partido, porque antes que radical soy argentino. Tanto antepongo los intereses
de mi país a los de mi partido, que yo, que le he entregado la mayor parte de mi
vida, renunciaría a mi credo radical si supiera que este enorme sacrificio
puede hacer recobrar a la República la paz que ha perdido y la dignidad
vulnerada por los últimos sucesos.
Señores: os afirmo la seguridad de que haré cuanto esté en
mis manos hacer para que mi pueblo pueda reconquistar la paz y retomar el rumbo
hacia los grandes destinos que la historia le señala.
UNA SOLA VELA Y OCHO TIMONELES
Mal camino se sigue cuando se sube al gobierno sin un
propósito definido, claro; sin haber planeado las soluciones, por lo menos, de
carácter general, que exigirán las circunstancias bajo las cuales toca
gobernar. Si así no se procede, se corre el grave riesgo de que, llegado el
caso, el mandatario se deje llevar por las pasiones del momento, sin poder rehuir
la gravitación perniciosa de los intereses, a menudo inconfesables, que se
tejen en torno a los gobiernos cuando ellos no han surgido de la expresión
auténtica de la voluntad popular. Por desgracia, eso, precisamente, le ha
pasado al general Justo. Llegó al gobierno sin criterio único, sin concepto
claro del momento, sin un propósito homogéneo. Fue conservador en Córdoba con
Roca, durante su gira de propaganda preelectoral, y fue antipersonalista con
Matienzo en Tucumán, y fue socialista independiente con Pinedo en Buenos Aires.
Y, al fin y al cabo, no pudo ser ni fue ninguna de estas cosas, porque no se
puede ser y no ser al mismo tiempo. Esta situación hubo de reflejarse de
inmediato en la gestión de este gobierno. Dice un escritor que el gobierno del
Estado es como una nave que tiene ocho velas y un solo timonel; el caso
nuestro, el gobierno es un barco con una sola vela, el presidente de la Nación,
y ocho timoneles, que manejan cada cual según sus propias inspiraciones o
intereses.
LA ECONOMÍA DIRIGIDA
Esa no es una crítica infundada, como veremos enseguida.
Tomemos un ejemplo. Al iniciarse el Ejecutivo actual, la cartera de Hacienda
estaba en manos de un hombre, cuyo acierto o desacierto no nos interesa juzgar
en este momento. Pero sea como fuere, tenía ideas netas sobre los propósitos
que perseguía, mantenía una tesis, equivocada o no, seguía un rumbo claro y
trataba empeñosamente de realizar su pensamiento. Pero llega un momento en que,
por motivos que no es del caso analizar, ese ministro abandona su cartera y el
presidente lleva al ministerio a un hombre joven que había adquirido reputación
de versado en economía política y financiera a través de múltiples lecturas,
aunque esto no significa que conociera la materia. Y bien, ese nuevo ministro,
de la noche a la mañana, como si no existiera el presidente de la Nación, que
es el único que constitucionalmente debe marcar rumbos a la política de país,
cambia de arriba abajo la orientación de su antecesor, deshace todo lo hecho,
desanda el camino andado, se improvisa en mantenedor de curiosas teorías de
economía dirigida, excelente quizás para un curso universitario, pero
inaplicables para experimentar en la carne del país, que debe pagar las
consecuencias de los vehementes ensayos ministeriales. Y para colmo de males,
nos regala con su economía dirigida una política dirigida, consecuencia natural
de aquélla, sin apercibirse, o simulando no apercibirse, de que este camino
conduce directamente a la dictadura política. Este es uno de los ejemplos más concluyentes
de la desorientación gubernativa nacida de la imprecisión de las ideas
presidenciales.
LA TRAPISONDA DE CORRIENTES
Tomemos otro caso. Detengámonos un momento en el Ministerio
del Interior, que desde el primer momento fue ocupado y sigue ocupado por un
catedrático de la Facultad de Derecho, que durante largos años ha ido
comunicando sus ideas a las jóvenes generaciones de estudiantes, inculcándoles
el respeto a las leyes, a la Constitución y a las instituciones democráticas de
la República. Llega ese hombre al alto cargo y desde sus primeros pasos en la
gestión ministerial, proclama a los cuatro vientos su tesis de absoluto respeto
a las autonomías provinciales, a cualquier costo, a cualquier precio. Hasta se
pudo llegar a creer que era sincero y, sobre todo, consecuente consigo mismo,
con sus propias ideas.
Se producen los escándalos sin ejemplo en la provincia de
Corrientes: el ministro se queda impasible, en nombre del respeto a la
autonomía de los Estados federales. Se viola descaradamente en Buenos Aires la
auténtica voluntad del pueblo con leyes que avergüenzan a la democracia, que
vulneran la dignidad del ciudadano; pero el ministro se mantiene inconmovible,
impertérrito, aferrado a su doctrina autonomista a todo trance. Bien: algunas
semanas después, uno de los pocos Estados argentinos gobernados con decoro,
Santa Fe, convoca a elecciones de renovación gubernativa para el 3 de
noviembre. El ministro se apercibe que sus amigos están absolutamente perdidos
en aquella gran provincia; que el triunfo, en cualquier caso, pertenecerá a la
oposición, e inmediatamente, sin asomo de escrúpulos, fundamenta y firma un
decreto de intervención, que se lleva a cabo a tambor batiente y que constituye
uno de los más graves atentados institucionales de que se tenga memoria en
nuestros anales políticos. El ministro, el catedrático de Derecho, el maestro
de la juventud, cambió su rumbo de la noche a la mañana, sin tomarse siquiera
la molestia de explicar al pueblo las razones de ese cambio. En este caso, no
hubo crisis de Ministerio, no hubo cambio de ministerio, sino simplemente un
ministro que en pocas horas ha cambiado de criterio y hasta de personalidad.
Pero, hablemos claro: todo eso quiere decir que cuando están
en juego pequeños intereses, se olvida las ideas y doctrinas, y hasta se pasa
por alto la trapisonda inmoral de los votos transeúntes de Corrientes, que,
como dijera con tanta espiritualidad mi gran amigo Tamborini, han venido a
probar que, en las elecciones de esa provincia, lo único transeúnte fue la
vergüenza.
¿ADÓNDE VAMOS?
¿Adónde vamos? ¿Adónde quieren llevar al país por este
camino? ¿Es que creen los hombres del gobierno que con tales actitudes podrán
fabricar pueblo que les acompañe? Y para colmo de males, ¿se quiere complicar
al Ejército de la Nación, en semejantes maniobras? ¿Cómo es posible que un
general de la Nación, desde la primera magistratura de la República, quiera
hacer servir mansamente a las instituciones armadas en la realización de tales
propósitos? Ese es un agravio que no merece nuestro Ejército y nuestra Armada,
que tienen una larga y honrosa tradición en la historia constitucional de la
República; que desde la hora de nuestra organización nacional no se han
prestado nunca para los menudos menesteres de la politiquería. Yo, que no soy
militar pero que siento en mi corazón el honor del Ejército, por razón de
tradiciones y por la propia modalidad de mi espíritu, no puedo admitir la
posibilidad de semejante agravio.
Desde mi cargo de Presidente de la República he hecho todo
lo que estaba a mi alcance para fortalecer las instituciones militares, para
enaltecer su dignidad y su prestigio ante la Nación, y, como las conozco, no
puedo creer que sus armas sirvan para sojuzgar las libertades ciudadanas, ni
mucho menos para imponer subalternos intereses de grupos o clases, en
detrimento de los superiores intereses del pueblo entero.
CUMPLIREMOS CON NUESTRO DEBER
Ciudadanos: en la
próxima jornada del 3 de noviembre [1935, elección en la que se impuso Fresco
como gobernador; y luego asumió que lo hizo mediante fraude] sabremos todos los
radicales cumplir con nuestro deber. Iremos a las urnas, para encontrar en
ellas la expresión de la auténtica voluntad popular, y lo haremos con toda
decisión. Entretanto, no nos agitemos estérilmente: la agitación es todo lo
contrario de la energía constructiva. Si mañana se pretendiera burlar los
designios populares, si por el imperio del fraude y el escándalo se tratara de
arrebatar al pueblo sus legítimas conquistas y derechos, será llegado el
momento de que digamos al pueblo con franqueza, todos los caminos están
cerrados; avancemos para abrirlos.
Tened confianza, radicales de Buenos Aires, en los hombres
que tienen en esta hora, la responsabilidad de conducir el partido; ellos
sabrán afrontar la situación. Triunfaremos, a pesar de todo. Lleguemos ahora
hasta las urnas y votemos sin temor. Si de cualquier manera nos escamotean el
triunfo, como el 5 de abril [1931], habremos conseguido de todos modos una gran
victoria moral, y esa victoria, elaborada por la conciencia nacional, nos
servirá de trampolín para saltar mucho más lejos todavía.
Fuente: Diario El Tiempo, 15 al 17 de octubre de 1935;
revista Ardeo, N° 20, Azul. [Originales en Hemeroteca Oyhanarte de Azul]. De la
serie “Discursos Históricos en la Ciudad de Azul de Marcial Luna.
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