Creo que debemos admitir que el gobierno de la Alianza
recibió un país cuya situación no es tan mala como pregonan el presidente
Fernando de la Rúa y sus colaboradores, ni tan buena como pretenden su
antecesor, el ex presidente Carlos Menem, y quienes lo acompañaron.
La Argentina sufre el lastre de una pesada deuda externa que
conspira contra sus posibilidades de expansión; está jaqueada por un proceso
recesivo que proyecta su sombra sobre el consumo y la producción, y, como
consecuencia inmediata, persiste el crítico problema de la desocupación.
Todo ello ha colocado a nuestro país en una situación de
debilidad cuando debe negociar con los factores económicos y financieros
internacionales o impulsar un proceso de reactivación. Esa situación de
debilidad se puso de manifiesto en las recientes negociaciones con el Fondo
Monetario Internacional, que sigue con sus tradicionales recetas que, si se
cumplen a rajatabla, pueden conducir a una mayor recesión y desocupación en el
nivel nacional y provincial.
Es necesario reducir el déficit fiscal, pero también
recordar que el país se compone de hombres y mujeres que no pueden seguir
soportando sobre sus hombros la carga de la crisis, especialmente en aquellos
sectores de más modestos recursos, que continúan descendiendo en la escala de
la pobreza y no es humano someterlos todavía a mayores sacrificios.
También se debe examinar cuidadosamente la gravitación de la
presión impositiva sobre los empresarios y de la flexibilización laboral sobre
los trabajadores. Es deber del Estado garantizar la equidad impositiva e
ilusorio pretender aumentar la recaudación agotando la capacidad tributaria de
quienes cumplen. Ese peligroso camino nos llevará a profundizar la recesión.
Por el contrario, de lo que se trata es de combatir la evasión en todos los
frentes.
En cuanto a la reforma laboral, tan en boga en estos días,
tiene indudablemente como objetivo final la rebaja de salarios. Aprovechando el
descrédito de parte de la dirigencia sindical, se corre el riesgo de arrasar
los derechos elementales de los trabajadores e imponer el miedo al despido como
ley suprema de la relación laboral.
A los trabajadores los van a defender sus organizaciones
gremiales, pues el Gobierno está atado por compromisos con los organismos
financieros internacionales y, más allá de la buena voluntad de algunos de sus
miembros, la ayuda seguramente no ha de venir.
Por lo tanto, debe ser el justicialismo el que se maneje en
el estrecho sendero que, por un lado, exige acompañar a los que ganaron y, por
el otro, no renunciar al legado histórico que es la defensa de los hombres de
trabajo.
Fuente: “La defensa del trabajador” por Eduardo Duhalde para
el Diario La Nación, 10 de febrero de 2000.
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