¿Qué pienso de Alfonsín? Empecemos por el lado bueno. Es uno
de los pocos presidentes a los que no se le puede reprochar ningún negociado ni
enriquecimiento en provecho propio. Eso ya es algo, en la Argentina.
En lo demás tal vez sea muy duro, pero es que viví parte de
mi vida en Alemania, principalmente en la posguerra, y tal vez esperé de
Alfonsín –después de la dictadura de la desaparición– una política parecida a
la del posnazismo en Alemania, donde el pueblo alemán demostró haber aprendido,
por fin, la lección para siempre. Nunca más ni el militarismo ni las guerras ni
el racismo ni el totalitarismo.
Cuando regresé de mi exilio pensé que la Argentina iba a
iniciar el mismo camino de autocrítica, luego de la larga cadena de dictaduras
militares y del haber sido escenario de la “Muerte argentina”, como se conoce
en el exterior al sistema de la desaparición de personas, la tortura bestial de
los prisioneros, su muerte final –como el ser arrojado con vida desde aviones
al río– y el robo de sus niños.
No, no fue así. Empezó el tire y afloje. Mi primera
decepción fue cuando Alfonsín y su partido no propugnaron la comisión bicameral
investigadora de los crímenes militares –como tendría que haber sido– sino que
cargó esa responsabilidad en una “comisión de notables” elegidos a dedo.
Algunos de los cuales habían sido colaboracionistas de los dictadores o, por lo
menos, sonrientes concurrentes a audiencias de los verdugos. Bien, sí, algo
hizo la llamada Conadep porque por lo menos se recogieron acusaciones. Pero no
se cumplió con la investigación a fondo que podría haber tenido –por su
responsabilidad– una comisión bicameral. Para luego pasar al juzgamiento de los
responsables mayores.
Se hizo entonces el juicio a los comandantes, pero limitado
a eso, a los responsables pero no a los centenares de ejecutores. Y esos
responsables fueron a parar a “countries” cercanos a un penal militar, entre
jardines y con la visita diaria de sus familias. Luego, el levantamiento de
carapintadas y el presidente que va en helicóptero al cuartel a “parlamentar”
con los que volvían a levantarse con sus armas contra el poder elegido por el
pueblo. En vez de resistir con el pueblo, no, fue a parlamentar. De ahí
salieron las humillantes palabras para todos los que estábamos en Plaza de Mayo
dispuestos a defender la democracia hasta sus últimas instancias, que quedarán
para la historia de las renuncias argentinas: “La casa está en orden”, “Felices
Pascuas”. Y de inmediato las leyes que avergonzarán para siempre al Congreso
Nacional, de obediencia debida y punto final. Votadas por los representantes de
la Unión Cívica Radical.
En otras palabras: libertad incondicional para todos los
uniformados de la picana eléctrica y la desaparición. La democracia se había
puesto de rodillas ante los criminales desaparecedores. Eso fue imperdonable.
Como lo fue también un hecho de ese gobierno: el mantenimiento en la cárcel
hasta cumplir con sus condenas de los presos políticos que habían sido
condenados por los jueces de la dictadura. Yo los visité hasta bien entrado el
año ’88. Fui, me acuerdo, con la actriz noruega Liv Ullmann a Devoto. Allí
estaban, eran cuatro. Y nos juraron su inocencia y nos relataron las torturas
bestiales a que habían sido sometidos por esos “jueces” de la dictadura a los
que el gobierno de Alfonsín no dejó cesantes como tendría que haber hecho. Y el
otro acto que nos llenó de tristeza y pesimismo fue la brutal represión
ordenada por el gobierno radical contra los invasores de La Tablada. En vez de
seguir el consejo del jefe de policía de aquel entonces, de sitiar el cuartel y
rendirlos por hambre, envió nada menos que al peor represor que había actuado
en Mar del Plata, autor de la trágica Noche de las Corbatas, que llevó a la
desaparición de todos los abogados de derechos humanos de esa ciudad. Ese señor
general invadió el cuartel de La Tablada con bombas de napalm, gases y fuego
cruzado de ametralladoras. La masacre fue evidente: murieron soldados que se
hallaban en el cuartel, guerrilleros y hasta se dieron el lujo los militares de
haber hecho “desaparecer” a unos cuantos de los jóvenes invasores. La comisión
de derechos humanos de la OEA criticaría después abiertamente al gobierno de
Alfonsín por ese ataque y por haber sido los acusados mal juzgados, sin los
resguardos pertinentes. Y, para no extenderme, el final. El haber abandonado el
gobierno cinco meses antes de terminar su mandato, para dejarle el “muerto”
económico a Menem.
Ningún estadista elegido por el pueblo debe hacer una cosa así. Tiene el deber de demostrar su sentido de la responsabilidad hasta último momento. Por algo el pueblo, después de Alfonsín, cambió de rumbo y volvió a votar al peronismo. Y tuvimos que aguantar diez años a Menem y su saqueo por el Pacto de Olivos, un arreglo de comité que acentuó el personalismo en nuestro país.
Ningún estadista elegido por el pueblo debe hacer una cosa así. Tiene el deber de demostrar su sentido de la responsabilidad hasta último momento. Por algo el pueblo, después de Alfonsín, cambió de rumbo y volvió a votar al peronismo. Y tuvimos que aguantar diez años a Menem y su saqueo por el Pacto de Olivos, un arreglo de comité que acentuó el personalismo en nuestro país.
No logramos, después de la dictadura de la desaparición, la
democracia que deberíamos haber implantado tras las trágicas enseñanzas de
nuestro país tan humillado. Escribo esto para llamar a la realidad y no
mentirnos en un falso “respeto por los muertos”. Debemos pensar también en los
otros muertos, en aquellos que dieron su vida por más justicia en una
democracia. Pensar que, desde aquel diciembre de 1983, no hemos cumplido con el
principal mandato de una auténtica democracia: un país sin niños con hambre, un
país sin villas miseria, un país sin desocupados.
Fuente: “Reflexiones sin demagogia” por Osvaldo Bayer en Página/12,
2 de abril de 2009.
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