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martes, 6 de noviembre de 2018

Marcos Novaro: "La Alianza: de la gloria del llano a la crisis de gobierno” (2003)


En agosto de 1997 la UCR y el Frepaso formaron la Alianza. Una coalición política con la cual, en las parlamentarias de octubre de ese año, lograron poner fin a la seguidilla de victorias electorales que el peronismo venía acumulando en forma ininterrumpida desde 1987. La armonía que reinaba inicialmente entre los socios de la Alianza –al menos en apariencia– y su inmediata consagración como nueva mayoría en el país se conjugaron con las disputas internas en que estaba sumido el PJ y con los magros resultados de la segunda presidencia de Menem, para catapultar a la oposición al gobierno nacional dos años después. Una vez en el poder, sin embargo, la Alianza encontraría graves dificultades para componer una fórmula de gobierno adecuada a fin de encarar los graves problemas que tenía por delante. Problemas que, en términos generales, no diferían demasiado de los que habían signado los últimos años de Menem: inestabilidad de los flujos de inversión externa (originada tanto en factores internacionales como en la desconfianza respecto de la solidez de la economía argentina y la capacidad de repago de su deuda), débil crecimiento de las exportaciones, ciclos recesivos pronunciados, altos índices de pobreza y de desocupación (que no bajaban del 14% desde
1995), fuertes tensiones entre la nación y las provincias en torno a la distribución de los recursos de coparticipación, el manejo del déficit y el endeudamiento, dificultades del gobierno nacional para contar con mayorías estables en el Congreso.

A estos problemas el gobierno aliancista le sumaría los provenientes del hecho de fundarse en una coalición de fuerzas políticas carentes de una historia compartida y con escasa experiencia de gestión y cohesión interna, así como los que se originaron en las desiguales condiciones y divergentes proyectos de sus principales líderes. Nos remontaremos ahora a los orígenes de la coalición para rastrear la génesis y evolución de estos problemas y tratar de comprender los déficits en la capacidad de gobierno, que surgirían a poco de iniciarse su gestión al frente del Ejecutivo nacional.

La segunda mitad de los noventa ofreció a las fuerzas de oposición oportunidades de desarrollo que no habían conocido en el sexenio anterior. Los dispersos grupos de centro-izquierda y disidentes de los partidos mayoritarios superaron su crónica insignificancia convergiendo en el Frente Grande en 1993 y en el Frepaso a fines de 1994. Poco después la UCR logró recuperarse de su prolongado declive electoral y de su agudo fraccionamiento interno, renovando su oferta de candidatos y recuperando su perfil opositor. Ambas fuerzas –la UCR y el Frepaso– lograrían capitalizar el nuevo clima de desconfianza y rechazo hacia el gobierno que a partir de 1995 se extendió en la opinión pública y los cuestionamientos que comenzó a padecer el oficialismo de parte de anteriores aliados, tanto en los medios de comunicación como entre los empresarios y los políticos de centro-derecha.

Quien más rápidamente se acomodó a las circunstancias y logró beneficiarse de esta coyuntura favorable fue el Frepaso, resultado de la convergencia de grupos disidentes del peronismo y el radicalismo –que abandonaron esos partidos entre 1991 y 1994– con la Unidad Socialista y otros grupos menores de izquierda (el Partido Intransigente y sectores del Partido Comunista), la Democracia Cristiana y una amplia gama de dirigentes y militantes provenientes de los sindicatos y del movimiento de derechos humanos. La flexibilidad que demostró este conglomerado de pequeños grupos políticos para adaptar su discurso de campaña a las expectativas de la audiencia, y su carencia de compromisos con los fracasos de gobiernos anteriores o con los grupos de interés predominantes, constituían sus principales ventajas sobre los partidos tradicionales en un momento en que muchos votantes desconfiaban de ellos y buscaban nuevos horizontes.

Pero esos rasgos eran al mismo tiempo elocuentes indicios de sus debilidades estructurales, que a mediano plazo limitarían sus posibilidades de actuación como fuerza de gobierno.

Ampliando la experiencia iniciada con el Frente Grande, el Frepaso se conformó como un agregado de pequeñas estructuras organizativas difícilmente armonizables entre sí: algunas consistían en grupos de militantes activos, encolumnados detrás de jefes políticos no particularmente populares ni dotados; otras eran redes de punteros basadas en el control de “paquetes” de afiliados; otras, en cambio, se fundaban en la popularidad de ciertas figuras y carecían en algunos casos de afiliados y militantes. Superpuestos unos a otros más que articulados, estos núcleos tenían además una presencia muy desigual en el territorio nacional23. Este heterogéneo conglomerado se abroqueló en el rechazo compartido a los vicios institucionales y al déficit social de las políticas menemistas, y en el rápido crecimiento electoral, fundado en la popularidad de un puñado de figuras: Carlos “Chacho” Alvarez y Graciela Fernández Meijide principalmente, el concejal porteño Aníbal Ibarra y el muy efímero José Octavio Bordón (que luego de obtener el 28% de los votos como candidato a presidente en 1995 abandonó el Frente para regresar al peronismo). En todos los casos la principal virtud de estos líderes residía en su imagen pública y su eficacia comunicacional como críticos del menemismo, con la consecuente capacidad para atraer a un sector del electorado distanciado de los partidos tradicionales, que compartía el afán opositor y la preocupación por los déficits republicanos y por los problemas de desigualdad social y exclusión.

Curiosamente, en medio de este auge electoral, los líderes del Frepaso consideraron que era funcional, para preservar su libertad de maniobra y su perfil renovador en la escena pública, mantener distancia de esas estructuras organizativas, a sus ojos menos útiles para enfrentar las lides electorales que tenían por delante que la simpatía de los periodistas y el asesoramiento de encuestadores y analistas profesionales. Al mismo tiempo, esas estructuras reprodujeron su fraccionalismo y la pobreza de recursos políticos, al paso que ocupaban las bancas de legisladores nacionales y provinciales y de concejales municipales a que el Frente accedía gracias al desempeño de aquellas figuras. Estas enfrentaban una opción, real o imaginaria: o bien aprovechar las oportunidades que ofrecía una coyuntura inmediata para ganar posiciones electorales, o bien dedicar recursos a la construcción de una más sólida y eficaz estructura partidaria, en un esfuerzo que seguramente tardaría en fructificar y para el cual deberían, además, vencerse las esperables resistencias de las estructuras existentes. Optaron por la primera alternativa y no pudieron evitar que se fueran incubando tensiones y problemas cada vez más graves, provenientes de la falta de reglas de juego compartidas e institucionalizadas y de mecanismos adecuados para resolver conflictos, seleccionar al personal, asignar premios y castigos según su desempeño, y formar un sólido consenso político y programático interno (véase Novaro y Palermo, 1998). Estas tensiones y los déficits de institucionalización se volvían más difíciles de resolver a medida que crecía el número y la relevancia de los cargos públicos ocupados por los frepasistas.

Parte del problema que los líderes buscaban aventar se originaba en la brecha creciente que se abría entre las distintas posturas que convivían en el Frepaso. Por un lado, las posiciones moderadas –“actualizadas”– que los dirigentes comenzaron a adoptar con respecto a las reformas de mercado y a las políticas correctivas que se propondrían implementar en caso de llegar al gobierno. Por otro lado, la herencia cultural y orientaciones programáticas de las agrupaciones del Frente, que aunque heterogéneas entre sí tenían una raíz común en las tradiciones de la izquierda y del populismo. Esa modernización y el corrimiento hacia el centro del discurso público tuvieron un papel esencial en el éxito de esta fuerza política, acercando a una importante masa de votantes que, aunque críticos del menemismo, no se dejaban seducir por la idea de volver atrás con las reformas ni por las propuestas de cambios radicales, que podrían reabrir un escenario de inestabilidad económica e institucional. En virtud de esta circunstancia, el choque entre las visiones y propuestas de los líderes y las “bases” no se produjo en lo inmediato. Pero ello no redundó en un mayor consenso interno, en la medida en que los dirigentes consideraron innecesario hacer pedagogía entre sus seguidores, y porque pragmáticamente los grupos internos y sus jefes inmediatos callaron sus disidencias para no quedar al margen de los beneficios del crecimiento, o bien interpretaron el “desvío” de los líderes como una táctica meramente coyuntural.

La relativa indiferencia con que líderes, dirigentes y militantes consideraron el déficit de institucionalidad del Frente se vincula también con la idea ampliamente compartida de que la nueva fuerza frentista debía mantenerse abierta a la sociedad, facilitando la incorporación de figuras públicas de afuera de la clase política, así como de sectores de ésta que –se esperaba– no tardarían en romper con los partidos tradicionales. Este flujo de figuras y militantes finalmente no se produjo, al menos no en las dimensiones previstas por quienes pronosticaban una agudización de la crisis de la “política tradicional” y la emergencia de una “nueva política”, de carácter “transversal” y movimientista, que la reemplazaría. Pero esas expectativas llevaron a subvalorar los efectos no deseados de la informalidad frentista, que habrían de magnificarse a partir de 1997.

En términos prácticos, el Frepaso, que contaba formalmente con una conducción nacional –integrada por los representantes de cada uno de los miembros fundadores siguió funcionando como un crisol de grupos que giraba en torno a las iniciativas e intervenciones públicas de Chacho Alvarez y, en menor medida, de Fernández Meijide. No obstante, elegía sus candidatos a través de complejas y opacas negociaciones, digitadas en gran medida por dichos dirigentes, sin acudir a comicios internos (aunque algunos de los grupos integrantes, sobre todo los socialistas y en menor medida el Frente Grande, que dentro del Frepaso siguió reuniendo a los núcleos más directamente ligados a Alvarez y y Fernández Meijide, sí realizaban internas en su seno para elegir sus autoridades y candidatos). El Frepaso carecía asimismo de ámbitos formales y legítimos para formar consensos: los encuentros nacionales que realizó en 1996 y 1997 tuvieron un carácter más ritual que deliberativo, atribuible tal vez en iguales proporciones al afán aclamativo de los líderes y al escaso interés de los grupos disidentes por plantear sus puntos de vista y abocarse a la odiosa tarea de discutirlos y buscar consensos.

Como sea, es indudable que en estos años la presencia de esta tercera fuerza tuvo una influencia notable sobre el sistema de partidos, y particularmente sobre la competencia inter-partidaria. En primer lugar forzó la renovación de planteles dirigentes y la revisión de las políticas y las estrategias de las fuerzas tradicionales, en especial del radicalismo. En segundo lugar contribuyó a contener los des- bordes del oficialismo, posibilitando a los ciudadanos un efectivo ejercicio del voto castigo y ejerciendo el control del poder mediante el debate en los medios de comunicación o el recurso a la Justicia (los dos canales en que demostró mayor destreza y mejores resultados) y a través de los mecanismos parlamentarios (en 1993 el Frente Grande contaba sólo con tres diputados nacionales, pero ya en 1995 el Frepaso reunió una bancada de 26 miembros). También favoreció la inclusión en la agenda pública –hasta mediados de los noventa obsesivamente focalizada en el problema de la estabilidad macroeconómica– de temas eminentemente políticos, institucionales y sociales (calidad de las políticas públicas, nuevos problemas de regulación, control republicano del poder, lucha contra la corrupción, independencia de la Justicia, protección de derechos, combate de la desocupación y la marginalidad social, etc.). Por último, inauguró un juego más abierto de competencia y colaboración entre partidos, como habría de verificarse con la formación de la Alianza.

En cuanto al radicalismo, luego de la firma del Pacto de Olivos y las caídas electorales de 1994 y 1995 (en la elección presidencial de este año obtuvo un magro 16% de los votos) comenzó una notable recuperación. Es de destacar que todos sus problemas a nivel nacional no le habían impedido continuar con relativo éxito sus estrategias en los distritos provinciales. En 1995 retuvo sus cuatro gobernaciones y sumó la del Chaco, en alianza con el Frepaso. Un año después se impuso en las elecciones para jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires.

Además, a fines de 1995 renovó su conducción nacional y emergieron de su seno dos figuras presidenciables (el nuevo presidente del partido, Rodolfo Terragno, y el jefe del gobierno porteño, Fernando de la Rúa), aventándose el fantasma de la fragmentación. La crisis y las derrotas electorales de principios de los noventa y la recomposición posterior estimularon la revisión de posiciones y estrategias –como el rechazo a las reformas de mercado y la negativa a integrar alianzas electorales– sin que se generaran conflictos graves: las disidencias respecto de la formación de la Alianza fueron aisladas y se reflejaron en dilaciones para la concreción de acuerdos semejantes en algunas provincias, que luego del éxito de 1997 se irían superando.

En verdad, la colaboración parlamentaria entre radicales y frepasistas se había iniciado ya a fines de 1995, motivada tanto por la común oposición a aspectos sustanciales de las políticas económicas y sociales y a las prácticas institucionales del PJ, como por la convicción –también compartida y forjada por los resultados de mayo de ese año– de que separados no podrían disputar con éxito la presidencia. Por entonces se selló un pacto entre las bancadas de ambas fuerzas, que permitió adoptar posiciones comunes en cuestiones relevantes como las políticas de empleo, la emergencia financiera post-tequila y los presupuestos nacionales, entre otras. Además, en el curso de 1996 se organizaron actos de protesta conjuntos –como el “apagón”– que lograron amplia repercusión.

Los tiempos se aceleraron al año siguiente. El resonante éxito electoral en las parlamentarias de 1997 colocó abruptamente a la novel coalición de cara a la posibilidad cierta de acceder al gobierno. Eso sirvió para consolidarla, reforzando la disposición “aliancista” en ambas fuerzas y la identificación de los votantes de cada una de ellas con la nueva “marca” electoral, aunque también sirvió para acelerar la manifestación de los problemas de cohesión e institucionalización, cuya resolución había quedado pendiente en el momento de sellar el acuerdo y que se tornaron críticos a raíz de la selección de las candidaturas para 1999 por la definición de los programas de gobierno y la campaña presidencial. El dilema de “desajuste temporal” que ya había enfrentado el Frepaso –obligado a “quemar etapas” políticas e institucionales para poder responder a los urgentes y sucesivos llamados de las urnas– parecía reiterarse para la Alianza.

Fernández Meijide y Álvarez, que en octubre de 1997 encabezaron las listas de diputados en la provincia y en la ciudad de Buenos Aires respectivamente –los distritos donde se basó el triunfo aliancista– sin duda encarnaban mucho mejor que sus socios radicales las expectativas que la Alianza había comenzado a despertar en la ciudadanía. Y así lo reflejaron las encuestas en los meses siguientes. Ello desalentó, sobre todo en Fernández Meijide –precandidata del Frente para la máxima magistratura– y en los dirigentes intermedios que más incómodamente vivían la asociación con la UCR, la inclinación a aceptar una salida negociada para la definición de los candidatos en la que debieran resignar la posición preeminente que creían haber conquistado en la coalición. Por su lado, los radicales, tanto De la Rúa como Terragno y Alfonsín (quien por esos meses desplazó a Terragno de la presidencia del partido para poder consagrar a De la Rúa como precandidato presidencial por la UCR) estimaban que una elección interna –aún una elección abierta, en la que pudieran votar no afiliados– les daba más posibilidades de triunfo sobre el Frepaso que las que reflejaban las encuestas como expresión efímera de los recientes comicios.

Consideraban igualmente que mientras más tiempo transcurriera más se debilitaría esa ola y más decisivo sería el aparato partidario: ya sea para garantizar el triunfo en las internas, o para forzar una negociación que les garantizara la presidencia.

La incertidumbre respecto de esta cuestión dificultó avanzar en el fortalecimiento institucional de la coalición, cuya existencia formal se reducía a una mesa de conducción nacional integrada por los cinco dirigentes nombrados (Alvarez y Fernández Meijide, Alfonsín, De la Rúa y Terragno), que en cada provincia se replicaba según la relación de fuerzas y las afinidades existentes. En la práctica, la relación entre los socios seguía dinámicas de acuerdo y enfrentamiento bastante informales y complejas, determinadas por las divisiones que atravesaban a cada uno de los dos conjuntos (a lo que se sumaba la particular informalidad del Frepaso) y por las divergencias y antagonismos existentes entre los líderes. Ello se puso en evidencia cuando los radicales intentaron seducir a los socialistas, a otros miembros del Frepaso y a sectores políticos que manifestaron interés en sumarse a la Alianza , ofreciéndoles una consideración especial de sus intereses y su integración a la mesa de conducción aliancista, a cambio del apoyo para De la Rúa, y también cuando los líderes frepasistas sondearon a sectores radicales disconformes con la conducción partidaria, y en especial con su precandidato, para participar del juego inverso.

Por otro lado, Alfonsín, que encabezó la tarea de “conciliar” las propuestas programáticas de ambas fuerzas, encontró que tenía más puntos de acuerdo con muchos frepasistas que con los radicales que rodeaban a De la Rúa, representante del ala más conservadora de su partido y más atento a los consejos de economistas ortodoxos.

Entretanto, Álvarez y Fernández Meijide –quienes como dijimos, habían experimentado en los años anteriores un marcado giro a posiciones favorables a las reformas de mercado– disentían con las propuestas de proteccionismo comercial, revisión de las privatizaciones y supresión de la convertibilidad avanzadas por el ex presidente Alfonsín, y en busca de una posición intermedia se acercaban al propio De la Rúa más de lo que hubieran deseado. Atodo ello se sumó una creciente tensión entre Alfonsín y Álvarez por un lado –que controlaban las estructuras partidarias y aspiraban a ejercer un rol de conducción estratégica, supervisando la gestión de gobierno– y los precandidatos por el otro lado, que desconfiaban cada vez más de aquellos y buscaron fortalecer su autonomía aislándose de las presiones partidarias (lo que en el caso de De la Rúa alcanzaría un grado sumo).

Las internas abiertas para definir la fórmula presidencial se realizaron finalmente en noviembre de 1998, en un clima de relativa paz (sólo interrumpida por las acusaciones de “corrupción estructural” que Álvarez lanzó hacia el gobierno porteño de De la Rúa). En esos comicios el candidato radical obtuvo un triunfo resonante (se alzó con el 63% de los más de dos millones de votos) y logró con ello una legitimación plebiscitaria de alcance nacional que lo catapultaba hacia el sillón presidencial. Mientras la Alianza se fortalecía en las encuestas, el gobierno capeaba a duras penas el temporal de la recesión –agudizada desde principios de 1999 por la devaluación en Brasil– y Duhalde se afanaba por salvar los obstáculos que le seguía inventando el menemismo. Pero ni eso ni el acuerdo alcanzado para que Álvarez fuera candidato a vicepresidente y Fernández Meijide peleara la gobernación de Buenos Aires, integrando las listas para diputados y demás cargos electivos, aproximadamente de acuerdo a la “representatividad” mostrada por cada fuerza en las internas (en una negociación que terminó siendo también menos conflictiva de lo esperado), alcanzaron para aventar los problemas aludidos.

En lo que siguió, y aunque crecía la certidumbre respecto de su triunfo, la Alianza no llegó a establecer mecanismos de toma de decisiones, resolución de conflictos y construcción de acuerdos programáticos.

En esta etapa, ninguno de los socios y casi ninguno de sus sectores internos pensó en salir de la coalición como una posibilidad cercana, dado que esa alternativa implicaba serios riesgos de no ser acompañada por el electorado y porque dentro de la Alianza existían en cambio buenas perspectivas de acumulación política, aun para los derrotados en la interna y para los grupos más desfavorecidos en la distribución posterior de cargos. Pero por sí solo eso no eliminaba las resistencias y obstáculos para consolidar los lazos de unión y los mecanismos de toma de decisiones entre los partidos aliados. Tampoco alcanzaba para fortalecer la capacidad de prever conjuntamente la distribución de responsabilidades de gobierno y las políticas que se pondrían en marcha en las áreas estratégicas, cuestiones éstas que, como demostraban las experiencias relativamente exitosas de gobiernos de coalición en Brasil y Chile, eran decisivas para proveer al futuro gobierno de bases de apoyo y líneas de acción sólidas.

En la campaña la Alianza continuó la estrategia, desarrollada por el Frepaso, de focalizar su diferenciación frente al oficialismo en el tema de la corrupción, aunque también intentó incorporar otras cuestiones, como el combate del desempleo y la calidad de la educación. Surgieron obstáculos que frenaron los intentos por consolidar la diferencia y las promesas aliancistas en el curso de la competencia política. Los disensos entre los socios y al interior de cada uno de ellos desalentaron la adopción de posiciones demasiado precisas. Los esfuerzos hechos por Duhalde para diferenciarse de Menem en el terreno social y por hacer creíble un “cambio de modelo económico”, así como la presencia de un tercer candidato, Cavallo, que le disputaba a la Alianza las consignas del “buen gobierno” y el “mercado sin corrupción”, creaban otros obstáculos a la construcción de perfiles definidos, estimulando un muy difuso y genérico “centrismo”. Por último, el carácter del candidato, carente de perfiles definidos y de vigor carismático, tiñó toda la campaña de un tono insustancial y desapasionado. Desde el inicio de la campaña presidencial se advirtió la tendencia de De la Rúa a marcar distancia respecto de su partido y de los equipos programáticos creados por Alfonsín. 
Comparada con las experiencias de Menem en 1989 y del propio Alfonsín en 1983, la actitud de De la Rúa no sólo implicaba una anticipación de la clásica tensión entre coalición electoral y coalición de gobierno, sino también una peligrosa tendencia al aislamiento que en vez de facilitar dificultaba la generación de las condiciones de “autonomía enraizada” que todo gobernante debe construir frente a sus bases de apoyo, como lo probaba la propia experiencia de sus dos antecesores. Esta tendencia al aislamiento, que resultaría mortal para el nuevo gobierno, tenía en parte su origen en el escaso carisma del candidato y su estilo extremadamente reservado y desconfiado. En un grado aun mayor, respondía asimismo al amplio predominio del liderazgo alfonsinista dentro del partido y a las evidentes diferencias políticas y programáticas –sobre todo en el terreno económico– que enfrentaban a los dos prohombres radicales. Al menos al comienzo, estas diferencias con Alfonsín actuaron indirectamente a favor de una estrecha colaboración entre De la Rúa y Álvarez, cuya expresión inmediata fue la marcha armoniosa de la campaña y que posteriormente se reflejó en el acercamiento y acuerdo genérico con quien sería Ministro de Economía del nuevo gobierno, José Luis Machinea. A pesar de ello, la relación entre los dos integrantes de la fórmula presidencial tampoco estuvo libre de problemas. Tales problemas se profundizaron tras la asunción del poder, cuando a poco de andar se comprobó que las dificultades a enfrentar –tanto en el terreno económico como en el social e institucional– eran mucho más complejas y dramáticas que lo previsto, que la falta de resultados inmediatos agudizaba las tensiones y disensos dentro de la coalición, y que en ausencia de mecanismos aceitados y compartidos de toma de decisiones la división del poder dentro de la Alianza entre tres o cuatro figuras prominentes se tornaba inmanejable.

En primer lugar debe destacarse la muy escasa libertad de maniobra para corregir el rumbo económico de que dispuso la nueva administración a raíz de la recesión, que se prolongó a todo lo largo de 1999 y que no tenía visos de revertirse en lo inmediato. Ese margen terminaría siendo incluso menor que el que el equipo de Machinea pudo prever, debido a una serie de medidas de último momento del gobierno saliente: aumento del endeudamiento y del gasto (generando un déficit de más de 10.000 millones para el año 2000), asunción de compromisos con empresas concesionarias de servicios, gobernadores y sindicatos que afectaban seriamente los recursos fiscales a disposición de la nueva gestión, y lo que fue más determinante aún, aprobación de la llamada “ley de responsabilidad fiscal”, que estableció el compromiso de reducir el déficit progresivamente, en los siguientes cuatro años, hasta eliminarlo en el 2003. Siendo entonces la coalición opositora, la Alianza fue colocada frente a la alternativa de rechazar esa ley y desencadenar así una ola de desconfianza e incertidumbre respecto de su política fiscal entre los inversores y acreedores (ya de por sí precavidos por el antecedente de la hiperinflación de 1989), o bien de apoyarla y convertirla en un objetivo del programa de gobierno, lo que implicaba atarse de manos en un terreno donde el peronismo había disfrutado de una muy amplia libertad. La Alianza se manifestó en bloque por la segunda opción, y esa unidad se mantuvo en los meses que siguieron a la elección de octubre, cuando se discutieron el presupuesto y las metas de ajuste fiscal en la nación y en las provincias para el año 2000, pero comenzó a resquebrajarse tras la asunción del mando, cuando el Ministerio de Economía lanzó un aumento de impuestos (basado en el incremento de las alícuotas de ganancias) y una seguidilla de nuevos recortes del gasto (que incluyeron, meses después, la reducción de salarios a los empleados públicos), obligado en parte por los condicionamientos que el peronismo impuso a los primeros ajustes, utilizando su mayoría en el Senado y favoreciendo a las provincias en su poder.

La estrechez del margen de maniobra del gobierno estuvo determinada también, en alguna medida, por los propios resultados electorales y por la distribución de los espacios institucionales. La Alianza superó holgadamente al PJ en la carrera presidencial y le arrebató la mayoría que tenía en la Cámara de Diputados.

Pero el Senado no cambió su composición y el cuadro a nivel provincial era francamente desfavorable para la coalición de gobierno. La Alianza sólo ganó en la ciudad de Buenos Aires y en seis gobernaciones (Entre Ríos y Mendoza, hasta entonces en manos del PJ; Catamarca, Chaco, Río Negro y Chubut), controlando muy parcialmente una séptima (San Juan, donde se impuso un frente provincial en el que la UCR y el Frepaso ocupaban un papel secundario), mientras que el peronismo gobernaba en catorce provincias, incluyendo tres que son decisivas: Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba (esta última arrebatada a la UCR por primera vez desde 1983). La Alianza tendría que lidiar, en suma, con una fuerza de oposición que seguía siendo potente a pesar de la derrota, y capaz de frenar o al menos de condicionar fuertemente las políticas de reforma que requirieran aprobación parlamentaria y el consenso de las provincias: algo muy distinto de lo que sucedió con Menem en 1989.

Las dificultades en el frente económico volcaron al nuevo gobierno a buscar logros compensatorios en otras áreas, como la lucha contra la corrupción, una mayor eficiencia en las políticas educativas y de empleo, y reformas en la Administración y en el Poder Judicial. Pero distintos factores actuaron para que estas iniciativas fracasaran o quedaran a medio camino. En primer lugar, la falta de los recursos necesarios, que en muchos de esos casos debían ser cuantiosos si se quería tener éxito. En segundo lugar, la falta de coordinación y control de las distintas áreas de gobierno y entre ellas, fruto en gran medida del deficiente funcionamiento de la coalición y de su incapacidad para crear consensos y aunar esfuerzos en pro de los programas a implementar. Este tipo de medidas de reforma requieren el uso intensivo de capacidades institucionales, recursos humanos y de gestión que no estaban disponibles en el sector público y que la Alianza no se había tomado el tiempo para preparar ni estaba en condiciones de improvisar.

Una prueba de ello la brinda el primer gabinete de De la Rúa, que en su composición reflejó bastante fielmente la heterogeneidad de la Alianza, y que nunca logró funcionar como una unidad articulada. Los ministerios, con excepción de Economía, que formó un equipo homogéneo y cohesionado, reprodujeron en su interior la yuxtaposición de representantes de las diversas fuerzas y facciones –defensores de orientaciones disímiles–, amplificando una tendencia al internismo que derivó al poco tiempo en inmovilismo. Además de las ya aludidas limitaciones de la figura presidencial para sintetizar y dinamizar a la coalición, también pesó en esto la pasmosa irrelevancia de la Jefatura de Gabinete. En el período anterior, como vimos, este organismo había contribuido a resolver algunos de los problemas de coordinación y control asociados a la reforma del estado. Ahora, cuando esta cuestión asumía un carácter aun más decisivo, la Jefatura de Gabinete se mostró absolutamente ineficaz, tan siquiera para trazar un mapa de la multitud de iniciativas que desde distintas reparticiones se lanzaron en esa dirección, y que en su gran mayoría no fueron más allá de los papeles. Esta ineficacia, evidentemente, no puede achacarse tan sólo a la Jefatura, ya que reflejaba el grado de dispersión y desarticulación que caracterizaba al conjunto de la gestión. Por último, los loables intentos de investigar los casos más resonantes de corrupción de la década menemista (intentos que no eran compartidos por un sector importante del radicalismo) fueron contrarrestados por el estallido de escándalos que involucraron a funcionarios del nuevo gobierno, en particular pertenecientes al Frepaso. Ello no sólo puso en evidencia la fragilidad de las convicciones morales y la torpeza, en algunos casos desesperante, de algunos de los funcionarios que la coalición había ubicado en puestos clave, sino también, nuevamente, el grave problema de descontrol y falta de cohesión, que amenazaba con hacer fracasar al gobierno en sus objetivos más esenciales.

Todos estos factores se combinaron en la crisis política desatada en agosto de 2000 a raíz de la denuncia del pago de sobornos que habrían hecho funcionarios de gobierno a senadores nacionales –tanto del PJ como de la UCR– con el propósito de lograr la aprobación de la reforma laboral. Al calor de esta crisis, el Vicepresidente Alvarez –quien se convirtió en el máximo impulsor de la investigación y reclamó renuncias tanto en el Senado como en el Ejecutivo– terminó enfrentado con el presidente De la Rúa, quien primero desestimó y luego buscó acotar el alcance del escándalo. A principios de octubre, De la Rúa intentó al mismo tiempo dar por terminada la cuestión y reforzar su autoridad, anunciando un recambio ministerial que reubicaba a figuras clave de su entorno (algunas de ellas involucradas en el affaire) y que desplazaba a ministros y secretarios poco confiables (el Jefe de Gabinete y el Ministro de Justicia, ambos de la UCR). A causa de ello, Alvarez renunció a la vicepresidencia y la coalición quedó al borde de la ruptura definitiva. De la Rúa logró así poner aún más distancia de los partidos y sus presiones, conformando un gabinete mucho más disciplinado que el anterior, pero al precio de un total aislamiento, que terminó por agravar los problemas que buscaba resolver.

Además de las dificultades propias de la fórmula de gobierno que veníamos analizando, intervinieron sin duda en esta crisis y en su desenlace factores más directamente asociados a los rasgos de los dos líderes en pugna –De la Rúa y Alvarez–, diferencias en el estilo de cada uno y en las expectativas que representan.

Estas diferencias no comprenden todas las áreas de gobierno (por ejemplo, como ya dijimos, en el terreno de las políticas económicas la disidencia entre ellos era bastante menor que la de ambos con Alfonsín). Tampoco constituyen a priori una razón suficiente para la ruptura. Pero se volvieron críticas cuando por la falta de resultados en la gestión contribuyeron a diluir la ya de por sí bastante difusa diferencia existente entre el gobierno de la Alianza y el anterior (como se puso en evidencia en el desacuerdo respecto de la investigación de casos de corrupción del pasado), y cuando el éxito o fracaso del gobierno pasó a evaluarse en un horizonte limitado, no en función de objetivos comunes, sino de aspiraciones antagónicas, nunca resueltas, entre los socios de la Alianza.

En el fuero íntimo de muchos radicales y sobre todo de los delarruistas, el Frepaso era el fruto pasajero de un accidente o de un error del propio radicalismo, que ya se había remediado. Debía convivirse con él mientras fuera necesario, pero no había por qué acostumbrarse a esa convivencia, ya que el Frepaso no sería eterno, y ni siquiera perdurable. La amplia derrota a Fernández Meijide en las elecciones internas y su fracaso como candidata a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires –que dejó malherido al Frepaso– reforzaron esta convicción. El triunfo de Aníbal Ibarra en la ciudad de Buenos Aires, en abril de 2000, apenas si bastaría para compensar el flaco papel de los frepasistas en las funciones de gobierno. Además, el presidente y sus seguidores más cercanos entendían que en el ejercicio del gobierno no debía concederse demasiado a los partidos: a ninguno de ellos. En este sentido, a lo sumo, el Frepaso podía servir para equilibrar la presencia del aparato radical y de su líder “histórico”, Raúl Alfonsín, pero no debía darse demasiado crédito a sus propuestas y aspiraciones: De la Rúa debía gobernar solo (lo que algunos creían que era seguir las enseñanzas del anterior gobierno) y soportar las presiones de los legisladores y de las figuras secundarias de la coalición hasta tanto las políticas económicas comenzaran a dar resultados. Luego todo sería más fácil.

Por su parte, en el seno del Frepaso, y en particular entre los dirigentes provenientes del peronismo que rodeaban a Álvarez, se mantenía viva la idea original de una crisis inevitable e inminente de los partidos tradicionales, que el Frente debía ayudar a desencadenar y que afectaría al radicalismo tanto como al peronismo.

En función de este pronóstico, la Alianza no debía concebirse como coalición de partidos sino como superación del bipartidismo en decadencia: expresión de un movimiento transversal, transpartidario, que sustituiría la vieja política, corrupta, excluyente, impopular, por una “nueva política” regenerada. La persistencia de los hábitos de “convivencia” entre radicales y peronistas, que les permitía acordar la distribución de recursos y espacios institucionales en las provincias, los municipios y también en el Senado –donde las prácticas corruptas llegaron a niveles de sofisticación, extensión y “regularidad” que las asemejaba a los pactos mafiosos–, alentó en el Frepaso este espíritu regenerativo y antipartidario, muy difícilmente compatible con la participación en la Alianza y en su gobierno.





Reunión en la casa de Federico Polak --Libertador al 4600-- participaron Raúl Alfonsín, Fernando de la Rúa, Rodolfo Terragno, Mario Brodersohn y Federico Polak --por la UCR-- y Chacho Alvarez, Graciela Fernández Meijide, Alberto Flamarique y Dante Caputo --por el Frepaso--.






Fuente: “La Alianza: de la gloria del llano a la crisis de gobierno” por Marcos Novaro en “Tipos de presidencialismo y modos de gobierno en América Latina” de Jorge Lanzaro (Compilador), Colección Grupos de Trabajo de CLACSO, 2003.

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