En agosto de 1997 la UCR y el Frepaso formaron la Alianza.
Una coalición política con la cual, en las parlamentarias de octubre de ese
año, lograron poner fin a la seguidilla de victorias electorales que el
peronismo venía acumulando en forma ininterrumpida desde 1987. La armonía que
reinaba inicialmente entre los socios de la Alianza –al menos en apariencia– y
su inmediata consagración como nueva mayoría en el país se conjugaron con las
disputas internas en que estaba sumido el PJ y con los magros resultados de la
segunda presidencia de Menem, para catapultar a la oposición al gobierno
nacional dos años después. Una vez en el poder, sin embargo, la Alianza
encontraría graves dificultades para componer una fórmula de gobierno adecuada
a fin de encarar los graves problemas que tenía por delante. Problemas que, en
términos generales, no diferían demasiado de los que habían signado los últimos
años de Menem: inestabilidad de los flujos de inversión externa (originada
tanto en factores internacionales como en la desconfianza respecto de la
solidez de la economía argentina y la capacidad de repago de su deuda), débil
crecimiento de las exportaciones, ciclos recesivos pronunciados, altos índices
de pobreza y de desocupación (que no bajaban del 14% desde
1995), fuertes tensiones entre la nación y las provincias en
torno a la distribución de los recursos de coparticipación, el manejo del
déficit y el endeudamiento, dificultades del gobierno nacional para contar con
mayorías estables en el Congreso.
A estos problemas el gobierno aliancista le sumaría los
provenientes del hecho de fundarse en una coalición de fuerzas políticas
carentes de una historia compartida y con escasa experiencia de gestión y
cohesión interna, así como los que se originaron en las desiguales condiciones
y divergentes proyectos de sus principales líderes. Nos remontaremos ahora a
los orígenes de la coalición para rastrear la génesis y evolución de estos
problemas y tratar de comprender los déficits en la capacidad de gobierno, que
surgirían a poco de iniciarse su gestión al frente del Ejecutivo nacional.
La segunda mitad de los noventa ofreció a las fuerzas de
oposición oportunidades de desarrollo que no habían conocido en el sexenio
anterior. Los dispersos grupos de centro-izquierda y disidentes de los partidos
mayoritarios superaron su crónica insignificancia convergiendo en el Frente
Grande en 1993 y en el Frepaso a fines de 1994. Poco después la UCR logró
recuperarse de su prolongado declive electoral y de su agudo fraccionamiento
interno, renovando su oferta de candidatos y recuperando su perfil opositor.
Ambas fuerzas –la UCR y el Frepaso– lograrían capitalizar el nuevo clima de
desconfianza y rechazo hacia el gobierno que a partir de 1995 se extendió en la
opinión pública y los cuestionamientos que comenzó a padecer el oficialismo de
parte de anteriores aliados, tanto en los medios de comunicación como entre los
empresarios y los políticos de centro-derecha.
Quien más rápidamente se acomodó a las circunstancias y
logró beneficiarse de esta coyuntura favorable fue el Frepaso, resultado de la
convergencia de grupos disidentes del peronismo y el radicalismo –que
abandonaron esos partidos entre 1991 y 1994– con la Unidad Socialista y otros grupos
menores de izquierda (el Partido Intransigente y sectores del Partido
Comunista), la Democracia Cristiana y una amplia gama de dirigentes y
militantes provenientes de los sindicatos y del movimiento de derechos humanos.
La flexibilidad que demostró este conglomerado de pequeños grupos políticos
para adaptar su discurso de campaña a las expectativas de la audiencia, y su
carencia de compromisos con los fracasos de gobiernos anteriores o con los
grupos de interés predominantes, constituían sus principales ventajas sobre los
partidos tradicionales en un momento en que muchos votantes desconfiaban de
ellos y buscaban nuevos horizontes.
Pero esos rasgos eran al mismo tiempo elocuentes indicios de
sus debilidades estructurales, que a mediano plazo limitarían sus posibilidades
de actuación como fuerza de gobierno.
Ampliando la experiencia iniciada con el Frente Grande, el
Frepaso se conformó como un agregado de pequeñas estructuras organizativas
difícilmente armonizables entre sí: algunas consistían en grupos de militantes
activos, encolumnados detrás de jefes políticos no particularmente populares ni
dotados; otras eran redes de punteros basadas en el control de “paquetes” de
afiliados; otras, en cambio, se fundaban en la popularidad de ciertas figuras y
carecían en algunos casos de afiliados y militantes. Superpuestos unos a otros
más que articulados, estos núcleos tenían además una presencia muy desigual en
el territorio nacional23. Este heterogéneo conglomerado se abroqueló en el
rechazo compartido a los vicios institucionales y al déficit social de las
políticas menemistas, y en el rápido crecimiento electoral, fundado en la
popularidad de un puñado de figuras: Carlos “Chacho” Alvarez y Graciela
Fernández Meijide principalmente, el concejal porteño Aníbal Ibarra y el muy
efímero José Octavio Bordón (que luego de obtener el 28% de los votos como
candidato a presidente en 1995 abandonó el Frente para regresar al peronismo).
En todos los casos la principal virtud de estos líderes residía en su imagen
pública y su eficacia comunicacional como críticos del menemismo, con la
consecuente capacidad para atraer a un sector del electorado distanciado de los
partidos tradicionales, que compartía el afán opositor y la preocupación por
los déficits republicanos y por los problemas de desigualdad social y
exclusión.
Curiosamente, en medio de este auge electoral, los líderes
del Frepaso consideraron que era funcional, para preservar su libertad de
maniobra y su perfil renovador en la escena pública, mantener distancia de esas
estructuras organizativas, a sus ojos menos útiles para enfrentar las lides
electorales que tenían por delante que la simpatía de los periodistas y el
asesoramiento de encuestadores y analistas profesionales. Al mismo tiempo, esas
estructuras reprodujeron su fraccionalismo y la pobreza de recursos políticos,
al paso que ocupaban las bancas de legisladores nacionales y provinciales y de
concejales municipales a que el Frente accedía gracias al desempeño de aquellas
figuras. Estas enfrentaban una opción, real o imaginaria: o bien aprovechar las
oportunidades que ofrecía una coyuntura inmediata para ganar posiciones
electorales, o bien dedicar recursos a la construcción de una más sólida y
eficaz estructura partidaria, en un esfuerzo que seguramente tardaría en
fructificar y para el cual deberían, además, vencerse las esperables
resistencias de las estructuras existentes. Optaron por la primera alternativa
y no pudieron evitar que se fueran incubando tensiones y problemas cada vez más
graves, provenientes de la falta de reglas de juego compartidas e
institucionalizadas y de mecanismos adecuados para resolver conflictos,
seleccionar al personal, asignar premios y castigos según su desempeño, y
formar un sólido consenso político y programático interno (véase Novaro y
Palermo, 1998). Estas tensiones y los déficits de institucionalización se
volvían más difíciles de resolver a medida que crecía el número y la relevancia
de los cargos públicos ocupados por los frepasistas.
Parte del problema que los líderes buscaban aventar se
originaba en la brecha creciente que se abría entre las distintas posturas que
convivían en el Frepaso. Por un lado, las posiciones moderadas –“actualizadas”–
que los dirigentes comenzaron a adoptar con respecto a las reformas de mercado
y a las políticas correctivas que se propondrían implementar en caso de llegar
al gobierno. Por otro lado, la herencia cultural y orientaciones programáticas
de las agrupaciones del Frente, que aunque heterogéneas entre sí tenían una
raíz común en las tradiciones de la izquierda y del populismo. Esa
modernización y el corrimiento hacia el centro del discurso público tuvieron un
papel esencial en el éxito de esta fuerza política, acercando a una importante
masa de votantes que, aunque críticos del menemismo, no se dejaban seducir por
la idea de volver atrás con las reformas ni por las propuestas de cambios
radicales, que podrían reabrir un escenario de inestabilidad económica e
institucional. En virtud de esta circunstancia, el choque entre las visiones y
propuestas de los líderes y las “bases” no se produjo en lo inmediato. Pero
ello no redundó en un mayor consenso interno, en la medida en que los
dirigentes consideraron innecesario hacer pedagogía entre sus seguidores, y
porque pragmáticamente los grupos internos y sus jefes inmediatos callaron sus
disidencias para no quedar al margen de los beneficios del crecimiento, o bien
interpretaron el “desvío” de los líderes como una táctica meramente coyuntural.
La relativa indiferencia con que líderes, dirigentes y militantes
consideraron el déficit de institucionalidad del Frente se vincula también con
la idea ampliamente compartida de que la nueva fuerza frentista debía
mantenerse abierta a la sociedad, facilitando la incorporación de figuras
públicas de afuera de la clase política, así como de sectores de ésta que –se
esperaba– no tardarían en romper con los partidos tradicionales. Este flujo de
figuras y militantes finalmente no se produjo, al menos no en las dimensiones
previstas por quienes pronosticaban una agudización de la crisis de la
“política tradicional” y la emergencia de una “nueva política”, de carácter
“transversal” y movimientista, que la reemplazaría. Pero esas expectativas
llevaron a subvalorar los efectos no deseados de la informalidad frentista, que
habrían de magnificarse a partir de 1997.
En términos prácticos, el Frepaso, que contaba formalmente
con una conducción nacional –integrada por los representantes de cada uno de
los miembros fundadores siguió funcionando como un crisol de grupos que giraba
en torno a las iniciativas e intervenciones públicas de Chacho Alvarez y, en
menor medida, de Fernández Meijide. No obstante, elegía sus candidatos a través
de complejas y opacas negociaciones, digitadas en gran medida por dichos
dirigentes, sin acudir a comicios internos (aunque algunos de los grupos
integrantes, sobre todo los socialistas y en menor medida el Frente Grande, que
dentro del Frepaso siguió reuniendo a los núcleos más directamente ligados a
Alvarez y y Fernández Meijide, sí realizaban internas en su seno para elegir
sus autoridades y candidatos). El Frepaso carecía asimismo de ámbitos formales
y legítimos para formar consensos: los encuentros nacionales que realizó en
1996 y 1997 tuvieron un carácter más ritual que deliberativo, atribuible tal
vez en iguales proporciones al afán aclamativo de los líderes y al escaso
interés de los grupos disidentes por plantear sus puntos de vista y abocarse a
la odiosa tarea de discutirlos y buscar consensos.
Como sea, es indudable que en estos años la presencia de
esta tercera fuerza tuvo una influencia notable sobre el sistema de partidos, y
particularmente sobre la competencia inter-partidaria. En primer lugar forzó la
renovación de planteles dirigentes y la revisión de las políticas y las
estrategias de las fuerzas tradicionales, en especial del radicalismo. En
segundo lugar contribuyó a contener los des- bordes del oficialismo,
posibilitando a los ciudadanos un efectivo ejercicio del voto castigo y
ejerciendo el control del poder mediante el debate en los medios de
comunicación o el recurso a la Justicia (los dos canales en que demostró mayor
destreza y mejores resultados) y a través de los mecanismos parlamentarios (en
1993 el Frente Grande contaba sólo con tres diputados nacionales, pero ya en
1995 el Frepaso reunió una bancada de 26 miembros). También favoreció la
inclusión en la agenda pública –hasta mediados de los noventa obsesivamente
focalizada en el problema de la estabilidad macroeconómica– de temas
eminentemente políticos, institucionales y sociales (calidad de las políticas
públicas, nuevos problemas de regulación, control republicano del poder, lucha
contra la corrupción, independencia de la Justicia, protección de derechos,
combate de la desocupación y la marginalidad social, etc.). Por último,
inauguró un juego más abierto de competencia y colaboración entre partidos,
como habría de verificarse con la formación de la Alianza.
En cuanto al radicalismo, luego de la firma del Pacto de
Olivos y las caídas electorales de 1994 y 1995 (en la elección presidencial de
este año obtuvo un magro 16% de los votos) comenzó una notable recuperación. Es de
destacar que todos sus problemas a nivel nacional no le habían impedido
continuar con relativo éxito sus estrategias en los distritos provinciales. En
1995 retuvo sus cuatro gobernaciones y sumó la del Chaco, en alianza con el
Frepaso. Un año después se impuso en las elecciones para jefe de gobierno de la
ciudad de Buenos Aires.
Además, a fines de 1995 renovó su conducción nacional y
emergieron de su seno dos figuras presidenciables (el nuevo presidente del
partido, Rodolfo Terragno, y el jefe del gobierno porteño, Fernando de la Rúa),
aventándose el fantasma de la fragmentación. La crisis y las derrotas
electorales de principios de los noventa y la recomposición posterior
estimularon la revisión de posiciones y estrategias –como el rechazo a las
reformas de mercado y la negativa a integrar alianzas electorales– sin que se
generaran conflictos graves: las disidencias respecto de la formación de la
Alianza fueron aisladas y se reflejaron en dilaciones para la concreción de
acuerdos semejantes en algunas provincias, que luego del éxito de 1997 se irían
superando.
En verdad, la colaboración parlamentaria entre radicales y
frepasistas se había iniciado ya a fines de 1995, motivada tanto por la común
oposición a aspectos sustanciales de las políticas económicas y sociales y a
las prácticas institucionales del PJ, como por la convicción –también
compartida y forjada por los resultados de mayo de ese año– de que separados no
podrían disputar con éxito la presidencia. Por entonces se selló un pacto entre
las bancadas de ambas fuerzas, que permitió adoptar posiciones comunes en
cuestiones relevantes como las políticas de empleo, la emergencia financiera
post-tequila y los presupuestos nacionales, entre otras. Además, en el curso de
1996 se organizaron actos de protesta conjuntos –como el “apagón”– que lograron
amplia repercusión.
Los tiempos se aceleraron al año siguiente. El resonante
éxito electoral en las parlamentarias de 1997 colocó abruptamente a la novel
coalición de cara a la posibilidad cierta de acceder al gobierno. Eso sirvió
para consolidarla, reforzando la disposición “aliancista” en ambas fuerzas y la
identificación de los votantes de cada una de ellas con la nueva “marca”
electoral, aunque también sirvió para acelerar la manifestación de los
problemas de cohesión e institucionalización, cuya resolución había quedado
pendiente en el momento de sellar el acuerdo y que se tornaron críticos a raíz
de la selección de las candidaturas para 1999 por la definición de los
programas de gobierno y la campaña presidencial. El dilema de “desajuste
temporal” que ya había enfrentado el Frepaso –obligado a “quemar etapas”
políticas e institucionales para poder responder a los urgentes y sucesivos
llamados de las urnas– parecía reiterarse para la Alianza.
Fernández Meijide y Álvarez, que en octubre de 1997
encabezaron las listas de diputados en la provincia y en la ciudad de Buenos
Aires respectivamente –los distritos donde se basó el triunfo aliancista– sin
duda encarnaban mucho mejor que sus socios radicales las expectativas que la
Alianza había comenzado a despertar en la ciudadanía. Y así lo reflejaron las
encuestas en los meses siguientes. Ello desalentó, sobre todo en Fernández
Meijide –precandidata del Frente para la máxima magistratura– y en los
dirigentes intermedios que más incómodamente vivían la asociación con la UCR,
la inclinación a aceptar una salida negociada para la definición de los
candidatos en la que debieran resignar la posición preeminente que creían haber
conquistado en la coalición. Por su lado, los radicales, tanto De la Rúa como
Terragno y Alfonsín (quien por esos meses desplazó a Terragno de la presidencia
del partido para poder consagrar a De la Rúa como precandidato presidencial por
la UCR) estimaban que una elección interna –aún una elección abierta, en la que
pudieran votar no afiliados– les daba más posibilidades de triunfo sobre el
Frepaso que las que reflejaban las encuestas como expresión efímera de los
recientes comicios.
Consideraban igualmente que mientras más tiempo
transcurriera más se debilitaría esa ola y más decisivo sería el aparato
partidario: ya sea para garantizar el triunfo en las internas, o para forzar
una negociación que les garantizara la presidencia.
La incertidumbre respecto de esta cuestión dificultó avanzar
en el fortalecimiento institucional de la coalición, cuya existencia formal se
reducía a una mesa de conducción nacional integrada por los cinco dirigentes
nombrados (Alvarez y Fernández Meijide, Alfonsín, De la Rúa y Terragno), que en
cada provincia se replicaba según la relación de fuerzas y las afinidades
existentes. En la práctica, la relación entre los socios seguía dinámicas de
acuerdo y enfrentamiento bastante informales y complejas, determinadas por las
divisiones que atravesaban a cada uno de los dos conjuntos (a lo que se sumaba
la particular informalidad del Frepaso) y por las divergencias y antagonismos
existentes entre los líderes. Ello se puso en evidencia cuando los radicales
intentaron seducir a los socialistas, a otros miembros del Frepaso y a sectores
políticos que manifestaron interés en sumarse a la Alianza , ofreciéndoles una
consideración especial de sus intereses y su integración a la mesa de conducción
aliancista, a cambio del apoyo para De la Rúa, y también cuando los líderes
frepasistas sondearon a sectores radicales disconformes con la conducción
partidaria, y en especial con su precandidato, para participar del juego
inverso.
Por otro lado, Alfonsín, que encabezó la tarea de
“conciliar” las propuestas programáticas de ambas fuerzas, encontró que tenía
más puntos de acuerdo con muchos frepasistas que con los radicales que rodeaban a De la Rúa,
representante del ala más conservadora de su partido y más atento a los
consejos de economistas ortodoxos.
Entretanto, Álvarez y Fernández Meijide –quienes como
dijimos, habían experimentado en los años anteriores un marcado giro a
posiciones favorables a las reformas de mercado– disentían con las propuestas
de proteccionismo comercial, revisión de las privatizaciones y supresión de la
convertibilidad avanzadas por el ex presidente Alfonsín, y en busca de una
posición intermedia se acercaban al propio De la Rúa más de lo que hubieran
deseado. Atodo ello se sumó una creciente tensión entre Alfonsín y Álvarez por
un lado –que controlaban las estructuras partidarias y aspiraban a ejercer un
rol de conducción estratégica, supervisando la gestión de gobierno– y los
precandidatos por el otro lado, que desconfiaban cada vez más de aquellos y
buscaron fortalecer su autonomía aislándose de las presiones partidarias (lo
que en el caso de De la Rúa alcanzaría un grado sumo).
Las internas abiertas para definir la fórmula presidencial
se realizaron finalmente en noviembre de 1998, en un clima de relativa paz
(sólo interrumpida por las acusaciones de “corrupción estructural” que Álvarez
lanzó hacia el gobierno porteño de De la Rúa). En esos comicios el candidato
radical obtuvo un triunfo resonante (se alzó con el 63% de los más de dos
millones de votos) y logró con ello una legitimación plebiscitaria de alcance
nacional que lo catapultaba hacia el sillón presidencial. Mientras la Alianza
se fortalecía en las encuestas, el gobierno capeaba a duras penas el temporal
de la recesión –agudizada desde principios de 1999 por la devaluación en
Brasil– y Duhalde se afanaba por salvar los obstáculos que le seguía inventando
el menemismo. Pero ni eso ni el acuerdo alcanzado para que Álvarez fuera
candidato a vicepresidente y Fernández Meijide peleara la gobernación de Buenos
Aires, integrando las listas para diputados y demás cargos electivos,
aproximadamente de acuerdo a la “representatividad” mostrada por cada fuerza en
las internas (en una negociación que terminó siendo también menos conflictiva
de lo esperado), alcanzaron para aventar los problemas aludidos.
En lo que siguió, y aunque crecía la certidumbre respecto de
su triunfo, la Alianza no llegó a establecer mecanismos de toma de decisiones,
resolución de conflictos y construcción de acuerdos programáticos.
En esta etapa, ninguno de los socios y casi ninguno de sus
sectores internos pensó en salir de la coalición como una posibilidad cercana,
dado que esa alternativa implicaba serios riesgos de no ser acompañada por el
electorado y porque dentro de la Alianza existían en cambio buenas perspectivas
de acumulación política, aun para los derrotados en la interna y para los
grupos más desfavorecidos en la distribución posterior de cargos. Pero por sí solo
eso no eliminaba las resistencias y obstáculos para consolidar los lazos de
unión y los mecanismos de toma de decisiones entre los partidos aliados.
Tampoco alcanzaba para fortalecer la capacidad de prever conjuntamente la
distribución de responsabilidades de gobierno y las políticas que se pondrían
en marcha en las áreas estratégicas, cuestiones éstas que, como demostraban las
experiencias relativamente exitosas de gobiernos de coalición en Brasil y
Chile, eran decisivas para proveer al futuro gobierno de bases de apoyo y
líneas de acción sólidas.
En la campaña la Alianza continuó la estrategia,
desarrollada por el Frepaso, de focalizar su diferenciación frente al
oficialismo en el tema de la corrupción, aunque también intentó incorporar
otras cuestiones, como el combate del desempleo y la calidad de la educación.
Surgieron obstáculos que frenaron los intentos por consolidar la diferencia y
las promesas aliancistas en el curso de la competencia política. Los disensos
entre los socios y al interior de cada uno de ellos desalentaron la adopción de
posiciones demasiado precisas. Los esfuerzos hechos por Duhalde para
diferenciarse de Menem en el terreno social y por hacer creíble un “cambio de
modelo económico”, así como la presencia de un tercer candidato, Cavallo, que
le disputaba a la Alianza las consignas del “buen gobierno” y el “mercado sin
corrupción”, creaban otros obstáculos a la construcción de perfiles definidos, estimulando
un muy difuso y genérico “centrismo”. Por último, el carácter del candidato,
carente de perfiles definidos y de vigor carismático, tiñó toda la campaña de
un tono insustancial y desapasionado. Desde el inicio de la campaña presidencial
se advirtió la tendencia de De la Rúa a marcar distancia respecto de su partido
y de los equipos programáticos creados por Alfonsín.
Comparada con las experiencias de Menem en 1989 y del propio Alfonsín en 1983, la actitud de De la Rúa no sólo implicaba una anticipación de la clásica tensión entre coalición electoral y coalición de gobierno, sino también una peligrosa tendencia al aislamiento que en vez de facilitar dificultaba la generación de las condiciones de “autonomía enraizada” que todo gobernante debe construir frente a sus bases de apoyo, como lo probaba la propia experiencia de sus dos antecesores. Esta tendencia al aislamiento, que resultaría mortal para el nuevo gobierno, tenía en parte su origen en el escaso carisma del candidato y su estilo extremadamente reservado y desconfiado. En un grado aun mayor, respondía asimismo al amplio predominio del liderazgo alfonsinista dentro del partido y a las evidentes diferencias políticas y programáticas –sobre todo en el terreno económico– que enfrentaban a los dos prohombres radicales. Al menos al comienzo, estas diferencias con Alfonsín actuaron indirectamente a favor de una estrecha colaboración entre De la Rúa y Álvarez, cuya expresión inmediata fue la marcha armoniosa de la campaña y que posteriormente se reflejó en el acercamiento y acuerdo genérico con quien sería Ministro de Economía del nuevo gobierno, José Luis Machinea. A pesar de ello, la relación entre los dos integrantes de la fórmula presidencial tampoco estuvo libre de problemas. Tales problemas se profundizaron tras la asunción del poder, cuando a poco de andar se comprobó que las dificultades a enfrentar –tanto en el terreno económico como en el social e institucional– eran mucho más complejas y dramáticas que lo previsto, que la falta de resultados inmediatos agudizaba las tensiones y disensos dentro de la coalición, y que en ausencia de mecanismos aceitados y compartidos de toma de decisiones la división del poder dentro de la Alianza entre tres o cuatro figuras prominentes se tornaba inmanejable.
Comparada con las experiencias de Menem en 1989 y del propio Alfonsín en 1983, la actitud de De la Rúa no sólo implicaba una anticipación de la clásica tensión entre coalición electoral y coalición de gobierno, sino también una peligrosa tendencia al aislamiento que en vez de facilitar dificultaba la generación de las condiciones de “autonomía enraizada” que todo gobernante debe construir frente a sus bases de apoyo, como lo probaba la propia experiencia de sus dos antecesores. Esta tendencia al aislamiento, que resultaría mortal para el nuevo gobierno, tenía en parte su origen en el escaso carisma del candidato y su estilo extremadamente reservado y desconfiado. En un grado aun mayor, respondía asimismo al amplio predominio del liderazgo alfonsinista dentro del partido y a las evidentes diferencias políticas y programáticas –sobre todo en el terreno económico– que enfrentaban a los dos prohombres radicales. Al menos al comienzo, estas diferencias con Alfonsín actuaron indirectamente a favor de una estrecha colaboración entre De la Rúa y Álvarez, cuya expresión inmediata fue la marcha armoniosa de la campaña y que posteriormente se reflejó en el acercamiento y acuerdo genérico con quien sería Ministro de Economía del nuevo gobierno, José Luis Machinea. A pesar de ello, la relación entre los dos integrantes de la fórmula presidencial tampoco estuvo libre de problemas. Tales problemas se profundizaron tras la asunción del poder, cuando a poco de andar se comprobó que las dificultades a enfrentar –tanto en el terreno económico como en el social e institucional– eran mucho más complejas y dramáticas que lo previsto, que la falta de resultados inmediatos agudizaba las tensiones y disensos dentro de la coalición, y que en ausencia de mecanismos aceitados y compartidos de toma de decisiones la división del poder dentro de la Alianza entre tres o cuatro figuras prominentes se tornaba inmanejable.
En primer lugar debe destacarse la muy escasa libertad de
maniobra para corregir el rumbo económico de que dispuso la nueva
administración a raíz de la recesión, que se prolongó a todo lo largo de 1999 y
que no tenía visos de revertirse en lo inmediato. Ese margen terminaría siendo
incluso menor que el que el equipo de Machinea pudo prever, debido a una serie
de medidas de último momento del gobierno saliente: aumento del endeudamiento y
del gasto (generando un déficit de más de 10.000 millones para el año 2000),
asunción de compromisos con empresas concesionarias de servicios, gobernadores
y sindicatos que afectaban seriamente los recursos fiscales a disposición de la
nueva gestión, y lo que fue más determinante aún, aprobación de la llamada “ley
de responsabilidad fiscal”, que estableció el compromiso de reducir el déficit
progresivamente, en los siguientes cuatro años, hasta eliminarlo en el 2003.
Siendo entonces la coalición opositora, la Alianza fue colocada frente a la
alternativa de rechazar esa ley y desencadenar así una ola de desconfianza e
incertidumbre respecto de su política fiscal entre los inversores y acreedores
(ya de por sí precavidos por el antecedente de la hiperinflación de 1989), o
bien de apoyarla y convertirla en un objetivo del programa de gobierno, lo que
implicaba atarse de manos en un terreno donde el peronismo había disfrutado de
una muy amplia libertad. La Alianza se manifestó en bloque por la segunda
opción, y esa unidad se mantuvo en los meses que siguieron a la elección de
octubre, cuando se discutieron el presupuesto y las metas de ajuste fiscal en
la nación y en las provincias para el año 2000, pero comenzó a resquebrajarse
tras la asunción del mando, cuando el Ministerio de Economía lanzó un aumento
de impuestos (basado en el incremento de las alícuotas de ganancias) y una
seguidilla de nuevos recortes del gasto (que incluyeron, meses después, la
reducción de salarios a los empleados públicos), obligado en parte por los
condicionamientos que el peronismo impuso a los primeros ajustes, utilizando su
mayoría en el Senado y favoreciendo a las provincias en su poder.
La estrechez del margen de maniobra del gobierno estuvo
determinada también, en alguna medida, por los propios resultados electorales y
por la distribución de los espacios institucionales. La Alianza superó
holgadamente al PJ en la carrera presidencial y le arrebató la mayoría que tenía
en la Cámara de Diputados.
Pero el Senado no cambió su composición y el cuadro a nivel
provincial era francamente desfavorable para la coalición de gobierno. La
Alianza sólo ganó en la ciudad de Buenos Aires y en seis gobernaciones (Entre
Ríos y Mendoza, hasta entonces en manos del PJ; Catamarca, Chaco, Río Negro y
Chubut), controlando muy parcialmente una séptima (San Juan, donde se impuso un
frente provincial en el que la UCR y el Frepaso ocupaban un papel secundario),
mientras que el peronismo gobernaba en catorce provincias, incluyendo tres que
son decisivas: Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba (esta última arrebatada a la
UCR por primera vez desde 1983). La Alianza tendría que lidiar, en suma, con
una fuerza de oposición que seguía siendo potente a pesar de la derrota, y
capaz de frenar o al menos de condicionar fuertemente las políticas de reforma
que requirieran aprobación parlamentaria y el consenso de las provincias: algo
muy distinto de lo que sucedió con Menem en 1989.
Las dificultades en el frente económico volcaron al nuevo
gobierno a buscar logros compensatorios en otras áreas, como la lucha contra la
corrupción, una mayor eficiencia en las políticas educativas y de empleo, y
reformas en la Administración y en el Poder Judicial. Pero distintos factores
actuaron para que estas iniciativas fracasaran o quedaran a medio camino. En
primer lugar, la falta de los recursos necesarios, que en muchos de esos casos
debían ser cuantiosos si se quería tener éxito. En segundo lugar, la falta de
coordinación y control de las distintas áreas de gobierno y entre ellas, fruto
en gran medida del deficiente funcionamiento de la coalición y de su
incapacidad para crear consensos y aunar esfuerzos en pro de los programas a
implementar. Este tipo de medidas de reforma requieren el uso intensivo de
capacidades institucionales, recursos humanos y de gestión que no estaban
disponibles en el sector público y que la Alianza no se había tomado el tiempo
para preparar ni estaba en condiciones de improvisar.
Una prueba de ello la brinda el primer gabinete de De la
Rúa, que en su composición reflejó bastante fielmente la heterogeneidad de la
Alianza, y que nunca logró funcionar como una unidad articulada. Los
ministerios, con excepción de Economía, que formó un equipo homogéneo y
cohesionado, reprodujeron en su interior la yuxtaposición de representantes de
las diversas fuerzas y facciones –defensores de orientaciones disímiles–,
amplificando una tendencia al internismo que derivó al poco tiempo en
inmovilismo. Además de las ya aludidas limitaciones de la figura presidencial
para sintetizar y dinamizar a la coalición, también pesó en esto la pasmosa
irrelevancia de la Jefatura de Gabinete. En el período anterior, como vimos,
este organismo había contribuido a resolver algunos de los problemas de
coordinación y control asociados a la reforma del estado. Ahora, cuando esta
cuestión asumía un carácter aun más decisivo, la Jefatura de Gabinete se mostró
absolutamente ineficaz, tan siquiera para trazar un mapa de la multitud de
iniciativas que desde distintas reparticiones se lanzaron en esa dirección, y
que en su gran mayoría no fueron más allá de los papeles. Esta ineficacia, evidentemente,
no puede achacarse tan sólo a la Jefatura, ya que reflejaba el grado de
dispersión y desarticulación que caracterizaba al conjunto de la gestión. Por último,
los loables intentos de investigar los casos más resonantes de corrupción de la
década menemista (intentos que no eran compartidos por un sector importante del
radicalismo) fueron contrarrestados por el estallido de escándalos que involucraron
a funcionarios del nuevo gobierno, en particular pertenecientes al Frepaso.
Ello no sólo puso en evidencia la fragilidad de las convicciones morales y la
torpeza, en algunos casos desesperante, de algunos de los funcionarios que la coalición
había ubicado en puestos clave, sino también, nuevamente, el grave problema de
descontrol y falta de cohesión, que amenazaba con hacer fracasar al gobierno en
sus objetivos más esenciales.
Todos estos factores se combinaron en la crisis política
desatada en agosto de 2000 a
raíz de la denuncia del pago de sobornos que habrían hecho funcionarios de
gobierno a senadores nacionales –tanto del PJ como de la UCR– con el propósito de
lograr la aprobación de la reforma laboral. Al calor de esta crisis, el
Vicepresidente Alvarez –quien se convirtió en el máximo impulsor de la
investigación y reclamó renuncias tanto en el Senado como en el Ejecutivo–
terminó enfrentado con el presidente De la Rúa, quien primero desestimó y luego
buscó acotar el alcance del escándalo. A principios de octubre, De la Rúa
intentó al mismo tiempo dar por terminada la cuestión y reforzar su autoridad,
anunciando un recambio ministerial que reubicaba a figuras clave de su entorno
(algunas de ellas involucradas en el affaire) y que desplazaba a ministros y
secretarios poco confiables (el Jefe de Gabinete y el Ministro de Justicia,
ambos de la UCR). A causa de ello, Alvarez renunció a la vicepresidencia y la
coalición quedó al borde de la ruptura definitiva. De la Rúa logró así poner
aún más distancia de los partidos y sus presiones, conformando un gabinete
mucho más disciplinado que el anterior, pero al precio de un total aislamiento,
que terminó por agravar los problemas que buscaba resolver.
Además de las dificultades propias de la fórmula de gobierno
que veníamos analizando, intervinieron sin duda en esta crisis y en su
desenlace factores más directamente asociados a los rasgos de los dos líderes
en pugna –De la Rúa y Alvarez–, diferencias en el estilo de cada uno y en las
expectativas que representan.
Estas diferencias no comprenden todas las áreas de gobierno
(por ejemplo, como ya dijimos, en el terreno de las políticas económicas la
disidencia entre ellos era bastante menor que la de ambos con Alfonsín).
Tampoco constituyen a priori una razón suficiente para la ruptura. Pero se
volvieron críticas cuando por la falta de resultados en la gestión
contribuyeron a diluir la ya de por sí bastante difusa diferencia existente
entre el gobierno de la Alianza y el anterior (como se puso en evidencia en el
desacuerdo respecto de la investigación de casos de corrupción del pasado), y
cuando el éxito o fracaso del gobierno pasó a evaluarse en un horizonte limitado,
no en función de objetivos comunes, sino de aspiraciones antagónicas, nunca
resueltas, entre los socios de la Alianza.
En el fuero íntimo de muchos radicales y sobre todo de los
delarruistas, el Frepaso era el fruto pasajero de un accidente o de un error
del propio radicalismo, que ya se había remediado. Debía convivirse con él
mientras fuera necesario, pero no había por qué acostumbrarse a esa
convivencia, ya que el Frepaso no sería eterno, y ni siquiera perdurable. La
amplia derrota a Fernández Meijide en las elecciones internas y su fracaso como
candidata a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires –que dejó malherido
al Frepaso– reforzaron esta convicción. El triunfo de Aníbal Ibarra en la
ciudad de Buenos Aires, en abril de 2000, apenas si bastaría para compensar el
flaco papel de los frepasistas en las funciones de gobierno. Además, el
presidente y sus seguidores más cercanos entendían que en el ejercicio del gobierno
no debía concederse demasiado a los partidos: a ninguno de ellos. En este sentido,
a lo sumo, el Frepaso podía servir para equilibrar la presencia del aparato radical
y de su líder “histórico”, Raúl Alfonsín, pero no debía darse demasiado crédito
a sus propuestas y aspiraciones: De la Rúa debía gobernar solo (lo que algunos creían
que era seguir las enseñanzas del anterior gobierno) y soportar las presiones de
los legisladores y de las figuras secundarias de la coalición hasta tanto las políticas
económicas comenzaran a dar resultados. Luego todo sería más fácil.
Por su parte, en el seno del Frepaso, y en particular entre
los dirigentes provenientes del peronismo que rodeaban a Álvarez, se mantenía
viva la idea original de una crisis inevitable e inminente de los partidos
tradicionales, que el Frente debía ayudar a desencadenar y que afectaría al
radicalismo tanto como al peronismo.
En función de este pronóstico, la Alianza no debía
concebirse como coalición de partidos sino como superación del bipartidismo en
decadencia: expresión de un movimiento transversal, transpartidario, que
sustituiría la vieja política, corrupta, excluyente, impopular, por una “nueva
política” regenerada. La persistencia de los hábitos de “convivencia” entre
radicales y peronistas, que les permitía acordar la distribución de recursos y
espacios institucionales en las provincias, los municipios y también en el Senado
–donde las prácticas corruptas llegaron a niveles de sofisticación, extensión y
“regularidad” que las asemejaba a los pactos mafiosos–, alentó en el Frepaso
este espíritu regenerativo y antipartidario, muy difícilmente compatible con
la participación en la Alianza y en su gobierno.
Reunión en la casa de Federico Polak --Libertador al 4600--
participaron Raúl Alfonsín, Fernando de la Rúa, Rodolfo Terragno, Mario
Brodersohn y Federico Polak --por la UCR-- y Chacho Alvarez, Graciela Fernández
Meijide, Alberto Flamarique y Dante Caputo --por el Frepaso--.
Fuente: “La Alianza: de la gloria del llano a la crisis de
gobierno” por Marcos Novaro en “Tipos de presidencialismo y modos de gobierno
en América Latina” de Jorge Lanzaro (Compilador), Colección Grupos de Trabajo
de CLACSO, 2003.
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