Reclamo toda la indulgencia necesaria cuando, en esta hora
dolorosa, mi palabra intenta balbucear el tumulto de emociones que este ilustre
muerto que rodeamos acongojados despierta en mi espíritu. Pueda justificarme de
mi insuficiencia el deber imperioso que me impulsa y la unidad de ideas y
sentimientos que nos vinculo cerca de medio siglo, sin que la menor sombra empañase
su prístina claridad.
Señores:
La muerte de Hipólito Yrigoyen ha estremecido los corazones
de un millón de argentinos y sus hogares visten luto porque la patria esta de
duelo por la perdida de uno de sus hijos mas esclarecidos. Así lo ratifica el
homenaje de dolor que esta metrópoli ha contemplado, cuando se le sabia enfermo
de gravedad y después de su fallecimiento, de una muchedumbre que lloraba y
cantaba al mismo tiempo el Himno de nuestras glorias, como si se fundiesen en
un solo sentimiento el amor a la patria querida y el del hombre que desaparecía,
encarnación de sus mas puros anhelos.
Y era justiciero el homenaje, pues Hipólito Yrigoyen le
habia dado su vida toda en el holocausto de sus grandes y publicas consagraciones.
Señores:
Hipólito Yrigoyen no fue un caudillo, como equivocadamente
se le ha presentado, ya sea por incomprensión en unos o por calculada malicia
en otros, a fin de ensombrecer sus atributos brillantes. No tenía las calidades
del caudillo que adula a las multitudes, no era el tribuno que enciende con
frase arrebatadora y enardece las pasiones, no poseía ninguna de aquellas condiciones
que en la acepción histórica distinguió a nuestros caudillos.
Hipólito Yrigoyen fue un apóstol y un luchador enamorado de
un ideal: la libertad; y artífice genial e infatigable que forjó la democracia,
coronación de la obra gigantesca comenzada por los fundadores de nuestra
nacionalidad.
Fue un apóstol que propago la doctrina y que formo una legión
de hombres jóvenes que recorrieron las ciudades y los campos argentinos,
anunciando que la hora de la reparación sonada esta próxima, haciendo una
realidad el mandato del precursor de esa democracia: Leandro Alem.
Fue Hipólito Yrigoyen un apóstol que. iluminado por la visión
esplendente del futuro, proclamo la igualdad y la libertad humanas e interprete
fiel de la Constitución Argentina; el derecho para todos sin preconceptos ni
diferencia de clases, a gobernarse por su propia y soberana voluntad, es decir,
una democracia efectiva concretada en amplios comicios honorables y garantidos;
el apóstol y el luchador que exigió que los principios de esa Constitución, la
mas amplia y liberal, fuera respetada y lo fue y lo será, porque no ha de
consumarse la iniquidad de destruir lo que tanta sangre y sacrificio costara.
A esos altos propósitos, Yrigoyen consagro toda su vida, sus
vigilias, su fe, su gran carácter. Fue un revolucionario y un reformador que
hablo al oído de los hombres, en su modesto hogar de anacoreta, donde oficiaba
su noble ministerio.
A los que le pedían discursos, contestaba que hacía treinta
años que hablaba con los hombres del país, de los ideales perseguidos, y a los
que le exigían libros les señalaba la Carta Magna que debía cumplirse, pues
ella compendiaba en su sabiduría todo lo que puede contribuir al bienestar y
progreso de los pueblos.
Era un conquistador de voluntades. Tenia el concepto del
sacrificio por los demás, y todas sus horas no fueron sino de preocupaciones
por los intereses públicos y por la suerte ajena, ya se tratara de los
individuos como del país, si los abarcaba en su conjunto.
Los que acudían a él, a solicitarle su consejo o pedirle
ayuda, encontraron su palabra serena o de consuelo, y su mano, siempre tendida
para responder generosamente, y sus emolumentos de sus funciones publicas los
destino siempre a aliviar el dolor.
Por eso el pueblo lo amó y tuvo las satisfacciones en vida
de sentir la gratitud que despertara en los corazones sencillos.
Es notorio que su sueldo de profesor, como los de Presidente
de la Republica, fueron donados a instituciones de caridad y el, que no habia
buscado agradecimientos, debió sentir la amargura en el infortunio, de verse
olvidado por quienes por su alta posición social debían manifestarle que no
eran ajenos a sus sufrimientos.
Por todo ese conjunto de atributos que formaban su personalidad
noble, magnánima y abnegada, la multitud formada por hombres, mujeres y niños
de todas las clases sociales, ha llorado su muerte y seguido su féretro y
maldecido a los que se ensañaron cruelmente en perseguirlo en los últimos días
de la existencia del anciano glorioso, que ya ponía su planta en la puerta de
la historia para penetrar en la región de la inmortalidad.
No he de recargar las sombras del cuadro que ofrece Yrigoyen
en la última jornada de su vida, sometido a angustias morales y físicas
soportadas heroicamente confiado en la justicia inminente a la que no escapan
ni hombres ni acontecimientos.
Honro así su santa memoria obedeciendo al mandato de sus
actitudes.
Fuente: “En la tumba de Yrigoyen IV” del Dr. Delfor del Valle, ex Senador Nacional y amigo de Hipólito Yrigoyen, en el Cementerio de la Recoleta, 6 de julio de 1933.
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