Yo nos los seguí: a mi me llevaron porque mi padre estaba también
en la lista. Del viaje en el Cap de Ancona a Río de Janeiro tengo recuerdos
vagos. Algo de la travesía-en especial el cruce del golfo de Santa Catalina con
el clásico resultado: un comedor muy raleado, un ambiente saturado de olor a
comida, y a mi hermano y a mi que nos sacaron con una servilleta en la boca
vomitando por los cuatro costados y algo de las corridas en cubierta y la
seducción de mirar por el ojo de buey. Los Alvear estaban en el Hotel
Copacabana, y nosotros junto a los Tamborini y los Siri en unos departamentos
frente al mar. Éramos los mas chicos del pelotón, y de nuestra edad no había
compañía: las hijas de Siri, como las de Pueyrredón, eran señoritas, y los
hijos de Andrés Ferreyra ya muchachones. Jugábamos solos, y parece que con
bastante escándalo y travesura, tanto que un día don Pascual le dijo a nuestra
madre: María Esther, nos van a desalojar y tendremos que ir a vivir en una
carpa en la playa…. Por favor, Tamborini, no lo diga fuerte, porque ese seria
el sueño de ellos, y harían cualquier cosa por lograrlo.
A Copacabana íbamos seguido, a veces de pasada y otras
anunciadas, y generalmente con nuestra madre a visitar a Regina. Poroto Botana,
quien aseguraba haber sido testigo de muchas de nuestras andanzas, hacia reír
contando las formas de nuestro desparpajo y hablar confianzudo, nada menos que
con el matrimonio Alvear, a quien se trataba con mucho respeto y distancia.
Nosotros no. Parece ser que todo lo contrario, y es que, evidentemente,
sentíamos que no hablábamos ni estábamos en presencia del ex presidente y su
esposa, sino con amigos que nos trataban como tales. Después fuimos todos
juntos hasta Montevideo, y volvimos a Buenos Aires. Luego de Martín García los
Alvear se fueron a Europa; mi padre, a Ushuaia, con los amigos radicales
confinados, y nosotros, con nuestra madre a Sierra de la Ventana a esperar que
aclarara.
De ahí en más, mis recuerdos de los Alvear saltan a Mar del
Plata. Yo tenía más años, pero seguía borrego.
Nuestro chalet estaba en la cúspide de la loma de Playa
Grande, y Villa Regina en la base, hacia el puerto. Todavía están. Aunque
entonces descampado, y ahora ciudad, lo recuerdo a don Marcelo manejando su
“topolino” (nunca supimos como hacia para entrar y salir de el),y, subiendo la
cuesta, llegar a casa a conversar con mi padre, cosa que para nosotros no tenia
otra trascendencia que un saludo cordial, su respuesta cariñosa, y algunas
bromas que nos dejaban siempre satisfechos. Otras veces los veíamos en Playa
Grande, donde tenían su carpa permanente como cualquier veraneante.
Más de una vez, de pasada al mar, le pedíamos permiso para
dejar alguna ropa que nos molestaba. Lo encontrábamos sentado en aquellas
sillas de mimbre, tan cómodas en la arena, leyendo un diario y sin ningún
preámbulo daba su conformidad mezclada con preguntas sobre la familia.
Generalmente cuando volvíamos, casi al mediodía, los Alvear ya no estaban, pero
no era nada difícil volverlos a ver a la tarde caminando por la Rambla como
simples ciudadanos. Era cierto: éramos unos confianzudos. Es verdad que los historiadores
tienen bastante de que ocuparse como para acordarse de los chicos y de sus
impresiones ante los hombres importantes, pero lo que a esa edad pudimos estar
con ellos sintiéndonos cómodos, tenemos una visión particular, tal vez
intrascendente, con infinidad de posibilidades de no pasar a un libro, pero de
un valor muy importante para nosotros.
Mientras hacia falta un discurso de Alvear para que un
politólogo entendiera algún recoveco de su pensamiento, una simple mirada, unas
palabras y algún gesto cariñoso, a nosotros nos convertía en cómplices de otra
historia, de trastienda, insisto, pero tan real y verdadera como la otra. La
tradición lo pinta a Alvear con gesto adusto y solemne, encumbrado y
autoritario, casi con toga romana conduciendo a la patria a la grandeza. Pero
para mi fue todo lo contrario. Mi verdadero Alvear fue una expresión sonriente,
una mirada clara y abierta, y un hablar de compinche. Y algo más, tan
importante para un chico como para que nunca lo olvide: siempre tenía buen humor.
El resto son problemas de otros, de gente grande y seria. En esta actualidad
tan desvaída y pobre en que vive el país, el recuerdo de Alvear, mi Alvear,
caminando en la explanada del Cristo Redentor o en Pocitos o en Playa Grande o
en la Rambla de Mar del Plata, con doña Regina del brazo, saludando tranquilo y
amable… hasta a un chico como era yo, es algo que me reconforta. Los tiempos de
la Republica naufragaron en el 30, pero los de los republicanos todavía flotan.
Si bien Marcelo T. de Alvear no desplegaba lujos durante sus
vacaciones en la costa, si gustaba de la comodidad. En Alvear, de Félix Luna,
se lo describe como a un gran nadador, que no se perdía ninguna temporada
veraniega. Fue de los primeros en descubrir Playa Grande, y durante muchos años
su carpa fue de las contadas que allí se levantaban, mientras el grueso de los
turistas se apiñaba frente a la Rambla. Hacia la mitad de su periodo
presidencial (1922-1928) empezó a construir en Mar del Plata, precisamente
cerca de Playa Grande, un hermosa chalet bautizado Villa Regina en honor de su
mujer, Regina Pacini; disgustada frecuentemente con la omnipresencia del
ministro de Guerra de Alvear, Agustín P. Justo, que lo seguía a todas partes y
gustaba de practicar golf y trasladar las intrigas del poder a la arena
marplatense. Alvear además gustaba de la pesca y caminando en soledad, sin
escolta, hasta la escollera norte, con su sombrero blanco, la valijita de
aparejos en mano y la caña en la otra. Tampoco llevaba custodia a sus partidos
de golf con su amigo Ricardo Cranwell, presidente del Golf Club Mar del Plata,
donde tenía prioridad cuando se le ocurría jugar.
Fuente: “Alvear y Regina, dos amigos” por el Dr. Horacio Guido
en Todo es Historia N° 358, mayo de 1997.
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