Ya en abril de 1964, entonces como director de Gendarmería,
había mantenido conversaciones con militares retirados y en actividad, y con un
grupo de civiles. En esas reuniones cuestionábamos el futuro incierto del país
ante la ineficacia en todos los órdenes puesta de manifiesto por el gobierno
radical. La realidad nos mostraba un desorden generalizado: huelgas, inquietud
universitaria, acentuado deterioro de la economía, situaciones críticas en
regiones explosivas como Tucumán y, como corolario, el auge del comunismo.
Recuerdo que esto me llevó a exteriorizarle nuestras
inquietudes al entonces comandante en jefe del Ejército, general Onganía, no
con una intención conspirativa sino con el propósito de alertarlo de lo que,
inevitablemente, sobrevendría y poder así prevenir hechos que iban a recaer,
sin duda, sobre la responsabilidad de las Fuerzas Armadas. Onganía escuchó con
atención, pero me advirtió que no concretáramos nada por el momento y que
mantuviéramos nuestra actividad al margen de las Fuerzas Armadas, de manera que
continuamos las reuniones siempre en casa de civiles, como por ejemplo la de mi
hermano Álvaro, o a veces en la mía. Nos asesoraban abogados y otros civiles
que compartían nuestras ideas, personas a las que no quiero nombrar (nunca lo
he hecho, porque algunos desempeñan ahora cargos de importancia), pero puedo
nombrar en cambio militares en retiro como los generales Francisco Imaz y
Eduardo Señorans.
En 1965 la situación que habíamos previsto cobraba realidad
día a día, y la perspectiva de elecciones (creo que de gobernadores) obscurecía
aún más el panorama: ante la imposibilidad de tolerar más proscripciones, era
inevitable la vuelta del peronismo con su secuela de enfrentamientos y
revanchismos que trabarían, más aún, la ya vacilante marcha del gobierno.
Entonces nuestros preparativos se aceleraron, y ya con la participación activa
del general Onganía, que había renunciado a su cargo de comandante en jefe, las
reuniones tomaron un cariz decididamente conspirativo. El general Pistarini, su
reemplazante en la comandancia del Ejército, estaba con nosotros, y tanto él
como los comandantes de las otras armas trataron repetidamente de presionar al
presidente Illia para que tomara medidas capaces de frenar el caos, sobre todo
en el campo económico y gremial; pero siempre respondía con evasivas que nunca
cumplía.
Los hechos se precipitaron al advertirse el inminente relevo
del general Pistarini por el entonces secretario de Guerra, general Eduardo
Castro Sánchez quien, a pesar de coincidir en "la necesidad de tomar
medidas drásticas que modificaran el rumbo del gobierno, era partidario de
respetar el orden constitucional a cualquier precio. Llegamos entonces al
decisivo 27 de junio de 1966, fecha en que el general Pistarini releva de su
cargo al general Carlos Augusto Caro, el candidato posiblemente elegido por el
secretario de Guerra para reemplazarlo. Esta medida torna la situación
insostenible y pone en marcha la revolución, cuando aún faltaba por lo menos un
mes de preparativos: recién habíamos empezado a buscar los hombres que
integrarían el gabinete, y sólo contábamos con el doctor Néstor Salimei como
candidato a Economía. Este, propuesto por el general Onganía, se constituyó,
precisamente, en el primer indicio de divergencias, ya que no era considerado
el hombre indicado por muchos de nosotros.
Onganía era, en ese momento, el jefe obligado de la
revolución por sus antecedentes intachables y su categórico consenso en el seno
de las Fuerzas Armadas. Por otra parte, si bien era un hombre introvertido,
casi hermético, nunca había criticado nuestras ideas de una economía libre y
desestatizada, ni expresado su concepción corporativista. Era tozudo,
"cabeza dura", pero esas posibles limitaciones no pesaban en razón de
su rectitud y de sus innegables condiciones para el mando y la dirección, tan
necesarias en ese momento. Otro no hubiera logrado un consenso inmediato y
suponer qué habría pasado si se hubiera sacrificado el consenso a cambio de un
jefe más definidamente identificado con las ideas iniciales de la revolución,
no pasa de ser ahora sólo eso: una mera suposición.
Con respecto al momento culminante de la destitución del
doctor tilia, la misión de informársela personalmente recayó en mí, entonces
comandante del Primer Cuerpo de Ejército, en razón de detectarse la presencia,
en el interior de la Casa de Gobierno, de numerosos civiles, algunos de ellos
armados, que podían provocar hechos imprevisibles. La presencia de los
comandantes en jefe, responsables públicos y directos de la revolución, hubiera
sido un factor innecesariamente irritativo. Yo la acepté como subalterno
consciente de mi responsabilidad, y volvería a hacerlo en una situación
semejante; es decir, considerando lo que significaba entonces la Revolución
Argentina, al margen de lo que haya sucedido con ésta posteriormente.
Me puse, pues, en comunicación con mi amigo, el coronel
D'Elía, jefe en ese momento del Regimiento de Granaderos a Caballo, y le pedí,
en su carácter de encargado de la custodia presidencial, que desalojara a los
civiles. Este objetivo, si bien se realizaría por medio de efectivos policiales
(hay un cuerpo permanente en el interior de la Casa Rosada), lo mismo se
cumplió bajo la responsabilidad del coronel D'Elía. Informado del cumplimiento
de la medida, me dirigí desarmado y con uniforme, en compañía de los coroneles
Premoli y Perlinger, hacia el despacho del presidente, y al abrirse la puerta
en medio de una gran tensión, éste se hallaba junto con sus hijos, su yerno y
numerosos colaboradores, entregado a la tarea de autografiar fotos suyas para
repartirlas entre ellos. Entonces me acerqué y le dije:
"Doctor Illia,
suspenda un momento, por favor".
Pero como simulara no escucharme tomé la pila de
fotografías; lo mismo hizo el doctor Illia, lo que provocó un breve forcejeo.
Yo retrocedí porque no me encontraba allí para protagonizar una escena de
pugilato, y le espeté:
"Doctor Illia, le
vengo a pedir su renuncia en nombre de los comandantes en jefe".
El presidente se sentó y hablando con su habitual lentitud,
aunque con gran emoción, respondió: "Pero general, usted no puede hacer
esto; el pueblo les confía las armas para que ustedes protejan a las
instituciones y garanticen su libertad, y van a traicionarlo una vez más, ¿me
comprende?" Le respondí que podía comprenderlo y lo insté a que terminara
su exposición, pero que, de cualquier manera, debía darme una respuesta. Tenía
que abandonar inmediatamente la Casa de Gobierno. "¿Desea trasladarse
usted a la residencia de Olivos —le dije— o a otro lado?" Illia insistió: "Pero
general, ¿cómo me puede decir esto? A ustedes no los asiste ningún derecho.
¿Qué me puede importar dónde voy a ir? Lo que me importa es el pueblo". Y
continuó hablando en un tono cada vez más alto. "Doctor Illia —insistí—,
usted me obliga entonces a emplear otro medio que no deseaba de ninguna manera;
lo lamento sinceramente."
Cuando me retiraba, el yerno del presidente, doctor Gustavo
Soler, se me aproximó, agresivamente, con los puños en ristre y entonces
intervino el coronel Perlinger para que la cosa no pasara a mayores.
Ordené enseguida el desalojo a la policía por dos motivos:
el regimiento de Granaderos, como custodia del presidente, estaba éticamente
impedido para cumplirlo; por otra parte, el soldado no es —por razones de
formación— eficiente en ese tipo de funciones; está preparado para disparar sus
armas, no para los forcejeos. Los hombres de la policía, en cambio, tienen
práctica en ese sentido. De manera que le hablé al flamante jefe de Policía,
general Fonseca, y le dije:
"Mirá Negro, me
tenés que enviar un destacamento bien pertrechado porque hay que desalojar la
Presidencia".
Pocos instantes después penetraban esos policías en uniforme
de fajina, codo con codo, algunos portando pistolas lanzagases y otros
bastones. Avanzaron decididamente, no sin que el doctor Illia alcanzara a
apostrofarles:
"¡Ustedes son
unos vendidos, sirven a cualquier dictadura y no son capaces de defender a un
gobierno democrático!"
Segundos más tarde, el presidente y sus acompañantes fueron
presionados tumultuosamente hacia una salida lateral, en medio de empujones,
insultos y frases declamatorias.
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General Julio Alsogaray. |
Fuente: “Cómo derrocamos a Illia” Testimonio del General
Julio Alsogaray, Revista Siete Días Ilustrados, 28 de junio de 1971. Digitalizado
por Mágicas Ruinas.
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