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martes, 12 de diciembre de 2017

Raúl Alfonsín: "Una bocanada de aire fresco" (9 de septiembre de 2003)

Hace apenas poco más de cien días que asumió el presidente Néstor Kirchner, pero la vorágine de sucesos políticos desde el 25 de mayo último hace que el tiempo transcurrido parezca mucho más.

Por primera vez desde el retorno de la democracia puede decirse que un presidente llega al cargo con relativa tranquilidad en algunas cuestiones fundamentales. La Argentina se encuentra en cesación de pagos, tanto respecto de los acreedores externos como de los internos, con lo que ello representa en la disposición de fondos frescos. La recaudación ha ido en aumento y el superávit fiscal es importante. Es inminente la firma de un acuerdo a más largo plazo con el Fondo Monetario Internacional, negociación en la que la Argentina parece dialogar con firmeza en la defensa de los intereses nacionales. Cualquier acuerdo con el Fondo es malo, pero puede ser menos malo si nuestros dirigentes actúan con dignidad y no permiten que se nos imponga un nuevo ajuste salvaje.

La explosiva situación generada a partir de diciembre de 2001, con la debacle económica protagonizada por el gobierno de la Alianza y el ministro Domingo Cavallo, pudo ser manejada por el presidente Eduardo Duhalde, quien entregó una administración bastante ordenada, con una economía en incipiente crecimiento, luego de la tremenda caída del PBI del año último.

La crisis social sigue siendo brutal, con altos niveles de desempleo, importantes cifras de trabajo en negro, obreros sin ningún tipo de cobertura y sin posibilidades de reclamarle al patrón su regularización por el temor de ser despedidos. El Gobierno parece decidido a buscar soluciones, con leyes que permitan mayores controles y sanciones para los evasores, así como con una "invitación" a los empresarios para que regularicen la situación de sus empleados ilegales, so pena de sufrir serias consecuencias.

Inmediatamente después de lanzarse un plan de lucha contra el trabajo en negro, surgieron las voces del establishment sobre las consecuencias nefastas que esto tendría en el mercado laboral. Advierten que si el empresariado tiene que pagar todas las cargas sociales se podría inclinar por el despido del personal ilegal, lo que generaría más desocupación. Es como decir que si se vieran obligados a dejar de evadir los pagos del impuesto a las ganancias y del IVA tendrían que cerrar las puertas de sus empresas: un total absurdo.

Está bien claro: el estilo del Presidente, sumamente particular, preocupa a muchos, aunque también pretenden sacar partido de ello los poderosos. Recelan, dudan, temen. Hace más de tres meses que asumió y fueron contados con los dedos de una mano los contactos que el Presidente mantuvo: algunas reuniones con empresarios del sector industrial, que parecen apoyarlo; sus encuentros con representantes de las tres centrales obreras, con las Madres de Plaza de Mayo de la línea de Hebe de Bonafini (respeto su enorme dolor, pero no comparto la metodología que apoyan), con las Abuelas de Plaza de Mayo y su enorme empresa en la búsqueda de los chicos apropiados por los represores, y con organizaciones piqueteras.

Se deben mencionar, además, su rechazo y sus duras críticas contra el sector financiero, que presiona al Gobierno para lograr más y más compensaciones por sus supuestas pérdidas, como si el riesgo empresarial no fuera parte del sistema capitalista, y las sucesivas negativas a los pedidos de las empresas privatizadas, que se desviven por obtener aumentos de tarifas sin recordar las enormes ganancias de que disfrutaron en la última década.

Precisamente la presión de estas empresas sobre algunos de los funcionarios más cercanos ideológicamente a ellas generó un conflicto entre el Presidente y su vice. Fue cortado de raíz. El conflicto, claro. Un exceso, a mi parecer, la actitud sorprendente del Presidente de despedir a una decena de funcionarios llegados a la Secretaría de Turismo y Deportes de la mano de Daniel Scioli. Con seguridad, el primer mandatario pensó, injustamente a mi modo de ver, que el vicepresidente podría ser proclive a satisfacer la voracidad de las concesionarias de servicios públicos.

Ese suceso pinta al Presidente de cuerpo entero. Una espontaneidad natural del primer mandatario que me parece un poco peligrosa. Tal vez debería ser más reflexivo en algunas cuestiones sensibles y no imprimir ese sello tan sanguíneo a sus decisiones. Debería dejar actuar más al estadista que seguramente tiene en su interior.

Sin embargo, debo coincidir con el Presidente en que una prédica errónea, por mejor intencionada que esté, conspira en definitiva contra las posiciones progresistas.

Es lógico que pretenda construir poder a cada paso. Más si se toma en cuenta lo particular de las elecciones presidenciales de abril, con una segunda vuelta frustrada y con un bajo porcentaje de apoyo popular para los dos postulantes más votados. Sin embargo, el Presidente no puede vivir en campaña. No puede estar de aquí para allá apoyando a los candidatos de su cuño en cada una de las campañas políticas que se desarrollan en el país.

UNIR TODOS LOS ESFUERZOS

El jefe del Estado sabe que su tarea no es sencilla, pero es necesario que se convenza de que no puede ser realizada por un solo partido político, sino que tiene que ser llevada adelante por un verdadero proceso de unión nacional, que no elimine los disensos, porque éstos son necesarios para que exista la democracia, pero que se asiente en determinados consensos básicos y fundamentales, que son los que permiten la integración nacional.

El Presidente parece desconfiar de todo el espectro político argentino, incluso de los hombres de su propio partido. En sus primeros tres meses de gobierno no ha tenido contacto alguno con la dirigencia política, esencialmente con el Parlamento, uno de los poderes de la República, el que tiene la representación de todos los argentinos.

La reforma constitucional de 1994 obliga, por las mayorías requeridas, a consensos indispensables en el Congreso Nacional, lo que no es compatible, de ninguna manera, con una vocación hegemónica que suponga que los partidos políticos deben obedecer las decisiones del Presidente.

Todos nosotros sabemos de las enormes dificultades para seguir viviendo en democracia cuando gran parte de nuestro pueblo sufre tanto. De allí, entonces, la necesidad que tenemos todos de dar respuestas adecuadas a los legítimos reclamos de los argentinos.

Las fuerzas políticas y sociales tienen enormes dificultades para enfrentar al poder especulativo. No alcanzan los partidos para discutir de igual a igual con el poder del neoliberalismo. No debe ser un sueño imposible la idea de un gran acuerdo cívico en el que participen todas las fuerzas sociales con sentido nacional: partidos políticos, entidades empresariales, sindicatos, entidades religiosas, cooperativas, mutuales, organizaciones no gubernamentales.

Estoy convencido de que se cumpliría un anhelo de toda la sociedad si los partidos políticos con vocación nacional pospusiéramos los intereses partidarios para volcar todos los esfuerzos en una única empresa nacional, unidos por una estrategia común, en respaldo de las instituciones, sin desmedro de las distintas identidades, pero poniendo todos el esfuerzo por reconstruir el país y volver a tener una patria que nos enorgullezca.

Es evidente que la gente quiere un Estado fuerte que defienda al ciudadano de la coacción y la explotación de los poderosos, pero que también defienda a la sociedad cuando, aunque se trate de las exigencias más legítimas, el reclamo sobrepase los preceptos mínimos de la legalidad. Ese fue un aspecto fundamental del Pacto de La Moncloa, en España, por ejemplo.

Y ésta es una oportunidad única para cumplir con estos anhelos. La Argentina tiene un presidente que goza de la aprobación del 80 por ciento de la población. Es la primera vez que un mandatario de la democracia dispone de semejante caudal de beneplácito social, lo que le da el plafón suficiente para emprender el camino hacia esa nación floreciente que todos buscamos.

Se trata de ganar la batalla cultural a través de la ética de la solidaridad. La batalla cultural es todo, porque la cultura, en un sentido amplio, es todo en un país. Estoy hablando de la cultura, de la forma de comportarse. Necesitamos solidaridad, necesitamos esfuerzo, necesitamos austeridad, necesitamos transparencia, necesitamos sacrificio. Hasta ahora, el Presidente ha atacado blancos relativamente blandos. Nos falta ver qué actitud asumirá cuando se trate de lidiar con enemigos fuertes.

El particular estilo presidencial parece haber logrado, aunque más no sea en el discurso, que políticos de diferentes vertientes ideológicas pugnen por definirse como los más cercanos al Gobierno. Así, hemos visto a candidatos de diferentes partidos y tendencias que dicen estar, todos, del lado del Presidente. Esto sería magnífico si se tornara realidad, más allá de las coyunturas. Hemos visto, a lo largo de la historia del país, cómo el partido que está en la oposición trata por todos los medios de que al que gobierna le vaya mal para lograr, de esa manera, el acceso al poder. La Argentina ha vivido esa situación en innumerables ocasiones y la crisis terrible que vivimos hoy es, en parte, producto de esos métodos.

POCO POR CRITICAR

Hoy son muy pocos los que se atreven a criticar al Gobierno, ya sea porque goza de un altísimo porcentaje de adhesión popular y nadie quiere ponerse a la gente en contra ni ir contra la corriente, o bien porque se pretende utilizar ese empuje de que goza el jefe del Estado para aprovechar el envión y ubicarse en posiciones más convenientes.

Tal vez también haya muy poco por criticar y más por alabar, pero está en la oposición la responsabilidad de controlar al que gobierna, y éste es un elemento esencial de la democracia.

Tenemos un ejemplo claro de esta circunstancia en la Capital Federal. Luego de la primera vuelta electoral -en la que triunfó Mauricio Macri, seguido muy de cerca por el actual jefe de gobierno, Aníbal Ibarra-, ambos competidores manifiestan su total apoyo a la acción de gobierno del presidente Kirchner.

Tanto desde la derecha neoliberal, representada por el candidato triunfador en la primera vuelta, como desde la opción más progresista del actual conductor de la ciudad, la adhesión al Presidente parece firme.

Esta circunstancia puede ser entendida como muestra del oportunismo de algunos para aprovechar el vendaval de apoyos cosechados por el Presidente de parte de la mayor parte de la sociedad. Este es, de todos modos, un buen síntoma para recuperar la relación entre la gente y los políticos.

El pueblo argentino quiere, desde luego, superar la crisis aguda que vivimos en los campos económico y social, crisis que lo ha llevado a cierto escepticismo, a alguna desesperanza, que lo ha conducido a una hipótesis errónea con relación a lo que se suele llamar "la exclusiva responsabilidad de la dirigencia política" de todos estos males que nos han ocurrido. Esto, naturalmente, se debe a algunos malos ejemplos que han dado los políticos, que en vez de servir al pueblo se han servido de sus cargos.

Y esto que está sucediendo ahora es una bocanada de aire fresco que brinda una oportunidad única para recuperar la buena relación entre el pueblo y los partidos políticos.

El pueblo argentino quiere, en definitiva, que vayamos saliendo de nuestros problemas, pero demanda que se le diga toda la verdad: que no vamos a salir de un día para el otro, que nos animemos incluso a luchar contra una ilusión que se plantea demagógicamente, porque estamos cansados de demagogia.

La Argentina corrió un riesgo enorme de perder la democracia que tanto nos costó recuperar. La terrible crisis política que vivió el país hace poco más de un año y el desprestigio que envolvió a los políticos estuvieron a punto de abrir la puerta a la derecha, que agazapada detrás de la hecatombe espera siempre su oportunidad para ocupar los espacios vacíos. El pueblo argentino está convencido de que si no actuamos, si no activamos la política, serán otros lo que actúen en nombre de los partidos políticos. Siempre se llenan los vacíos.

Y como el pueblo desea que haya un Estado -sólo un Estado puede darse tal nombre cuando está libre de toda dependencia extranjera y de toda dependencia interna de los factores de poder-, es necesario que actuemos todos juntos detrás de un ideal común, detrás de lo nacional y lo popular.

Esto es lo que quiere nuestro pueblo. Que enmendemos lo que está mal, que mejoremos lo que está regular, que cuidemos lo que está bien, que tengamos imaginación para lo que está por delante y que a través de un esfuerzo común vayamos realizando esta Argentina de nuevo.












Fuente: “Una bocanada de aire fresco” por Raúl Alfonsín para LA NACION de la Edición del 9 de septiembre de 2003.

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