Señoras y Señores:
No podía faltar a esta cita en que se rinde homenaje a un
gran argentino. Y no podía faltar, porque entiendo que los pueblos no son
dignos de grandes destinos si no saben honrar a los ciudadanos que han
sacrificado su existencia y su vida por el bien común.
Lisandro del Torre fue un espíritu superior, de una
envergadura de carácter rara y extraordinaria. Tuvo muchas veces los defectos
de sus grandes condiciones, pero siempre fue sincero y animado de una gran
probidad y no pudo –como acaba de decirse con elocuencia- aceptar sino la
verdad y en cualquier parte en él creía descubrir una simulación, una
superchería, no podía reprimirse y tenia que salir a la palestra a denunciar a
los falsos apóstoles, a los fariseos de las instituciones e ideales argentinos.
Cuando tuve conocimiento de su muerte trágica, sufrí una
gran congoja. Acudió a mi mente el recuerdo de un momento de un momento lejano
de mi vida, cuando también otra muerte conmovió las fibras más íntimas de mí
ser. Son dos finales semejantes: el de aquel fundador de la Unión Cívica y apóstol
de la democracia, Leandro Alem, y el de Lisandro de la Torre.
Y tuve una gran congoja, porque supuse –a pesar de la
serenidad que demostró en los últimos momentos-, que Lisandro de la Torre padeció
una profunda amargura antes de tomar esa trágica resolución. El creyó, como
hombre dinámico y activo que era que su papel había terminado, creyó que había
luchado en vano contra un ambiente que, tal vez, no lo comprendía; y entonces,
como no era hombre para quedarse inútil, arrinconado en su casa, pensó que su
acción no era benéfica para su país. Por eso Lisandro de la Torre puso fin a su
vida. Lo mismo que aquel otro caudillo que creyó, en un momento de ofuscación,
que su papel había terminado, sin comprender que la acción de un hombre
político y de un alto ciudadano y gran espíritu aun cuando pareciera que no ha sido
comprendido, aun cuando no vea surgir los frutos de las semillas que va
derramando en los profundos surcos del suelo de la patria, deja una enseñanza y
una lección fecundas para las generaciones futuras.
Y ya lo tenéis: muerto de la Torre, todos los demócratas
argentinos, cualesquiera que hayan sido las disidencias pasajeras o
transitorias que haya existido entre ellos, nos hemos agrupado ante su féretro
primero, ante su recuerdo después.
Y lo hemos hecho porque fue un gran servidor de esos mismos
ideales que nosotros defendemos. Porque fue un abnegado campeón de esas
verdades que nosotros queremos hacer triunfar y porque Lisandro de la Torre,
aun muerto, sigue luchando al lado nuestro.
Recordaré una frase decepcionada y amarga de un hombre
ilustre que emancipó a media America. Al retirarse, abatido, del continente
americano, le decía a su edecán:
“Hemos arado en el mar”
El creía haber arado en el mar, era nada menos que Simón Bolívar, cuyo monumento se levanta hoy en todos los rincones del continente Sudamericano.
Tal vez Lisandro de la Torre, en los últimos momentos, creyó
que su esfuerzo fue vano, que quizás su esfuerzo no llegó a ser todo lo eficaz
que era menester. Grave error: Lisandro de la Torre levantó una alta cátedra:
Lisandro de la Torre fue un gran ejemplo para las juventudes argentinas que
vienen llenando los claros de los que se van o de los que caen en la marcha
hacia el porvenir y que han de recordar su figura como una enseñanza y su acción
como un apostolado.
Fuente: Discurso del Dr. Marcelo Torcuato de Alvear en el Funeral
Civico del Teatro Maravillas de Buenos Aires el 25 de septiembre de 1939. En “Homenaje
a Lisandro de la Torre”, Cursos y Conferencias, Revista del Colegio Libre de Estudios
Superiores. Nº 9, 1939.
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