Se me ha pedido que hable de un presidente de la Republica
delante de una gran asamblea y yo solo soy capaz de hablar de un hombre a otros
hombres, de un amigo a otros amigos. Así lo haré y espero que ustedes me
perdonaran.
Tengo la impresión de haber conocido desde siempre a Marcelo
Alvear, En todo caso, la primera vez que lo vi no era presidente, ni embajador,
Creo que fue en una quinta de San Fernando que ya no existe, una tarde de mucho
sol con sombra de eucaliptos y canto de chicharras. Él jugaba al tennis. Yo era
una niña huraña. Ninguna palabra de las que cambiamos ha quedado en mi memoria,
pero recuerdo que el día era radiante y radiante el buen humor y la alegría de
vivir de Marcelo. Aquella tarde de verano sin nubes que parecía haberse
apoderado a perpetuidad de un rincón de tierra argentina y el brío desbordante
de aquel hombre han quedado mezclados en mi recuerdo,
Desde entonces, he visto a Marcelo Alvear en estaciones y
circunstancias diversas, Las crucecitas que anuncian lluvias en los pronósticos
del tiempo, en “La Nación”, se multiplicaron a cierta altura de su vida. Su alegría
se empaño, pero no su benevolencia. Marcelo Alvear era bueno sin esfuerzo, como
algunas mujeres son lindas sin artificio, Se enternecía y se impacientaba con
igual prontitud, pues tenia esa clase de carácter que los franceses llaman
prime-sautier. Es fácil perdonar los defectos y difícil no encariñarse con las
cualidades de semejantes naturalezas. Ignoran el rencor, la acritud, y viven,
junto a esos microbios en un estado de asepsia milagrosa.
Marcelo Alvear debió de indignarse con violencia y a menudo.
Pero ni cultivaba ni entendía el odio. Esto me parece importantísimo para un
hombre de Estado, No estoy entre los que ven en el odio una virtud. Y hasta he
llegado a creer que la fuerza y el poder del odio solo existen en la medida en
que el amor no ha logrado, por debilidad y tibieza, invadirlo y desarmarlo en
el momento decisivo. Yo se que eso sucede entre las personas y pienso que
ocurre. En otra escala, entre los pueblos. Si este pensamiento es falso, el fin
justifica los medios, la razón del más fuerte es siempre la mejor, el hombre no
pasa de ser una bestia feroz y la suerte que pueda correr una humanidad tan
despreciable no interesa.
Marcelo Alvear detestaba el mal y no al malhechor, en una
sociedad hipócrita que finge perseguir la corrupción para aplastar mejor, por
razones ajenas a la moral y a las ideologías, al contrincante que se desea
eliminar.
En la Casa Rosada o en la suya propia, que fuese presidente
o no, era siempre idéntico a si mismo. Sabia escuchar lo que se le decía y
estaba siempre atento a lo que merecía su ayuda. Jamás le vi negar su apoyo a
una causa justa. Y fue especialmente generoso y hospitalario con los artistas y
escritores, a quienes su ausencia deja un gran vacío.
A menudo me hablaba de música, de libros, con un entusiasmo
que solo suele darse en la juventud, En dos ocasiones, poco antes de su muerte,
se empeño en hacerme leer unas paginas que lo habían conmovido en sus ultimas
lecturas.
Una se refería a los grandes músicos y poetas alemanes y a
la Alemania que esos seres de excepción representan; la de Beethoven y Brahms,
la de Goethe y Schiller. Otra era una carta escrita por Simon Bolívar pocos días
antes de su muerte y dirigida a una prima: carta de despedida que lleva el
sello de la época, en su lenguaje romántico, y el de la condición humana, sin época,
en su dolor. Marcelo Alvear me pidió que se la leyera. Estábamos en su casa de
Mar del Plata, sentados junto a una ventana abierta sobre el mar, con su mujer,
compañera tan intima y fielmente ligada a los buenos y malos ratos de su vida.
El estado de salud de Marcelo nos inquietaba ya, y cuando
mis ojos cayeron sobre las primeras líneas de la carta se me nublaron con un
presentimiento: "Te extraña que piense en ti al borde del sepulcro", escribía
Bolívar, Me pregunte a mi misma si lo que mas le emocionaba a Marcelo en
aquella pagina no seria el tono tierno y grave de ese adiós. Temiendo que mi
voz me traicionara, le pase el libro a un amigo que me había acompañado, a fin
de que el leyera, y escuche tratando de fijar mi atención en las palabras, para
huir de la angustia que me invadía: "Ha llegado la ultima aurora, Tengo al
frente el mar Caribe, azul y plata... sobre mi cabeza el cielo mas bello de
America, la mas hermosa sinfonía de colores, el mas grandioso derroche de luz...”
Aquí también estaban presentes el mar y el más hermoso cielo de America,
iluminado por grandes llamaradas de nubes crepusculares. Llegamos al ultimo párrafo:
"Me toco la misión del relámpago... fulgurar apenas sobre el abismo y
tornar a perderme en el vacío". Simon Bolívar, 1830. Vi entonces que los
ojos de Marcelo estaban llenos de lágrimas. No me había equivocado. Su pensamiento
y el mío eran el mismo. Él me lo comunicaba. Y sin haber cambiado aquella tarde
una palabra sobre el tema, en silencio, hablamos de muerte y despedida. Lo volví
a ver, sin embargo. Nuestro último encuentro tuvo lugar, por casualidad, en la
Barranca de los Lobos, siempre frente al mar. Pero la ultima vez que realmente
le vi y que realmente me despedí de el fue aquella otra tarde, durante la
lectura de la carta de Bolívar. "Ha llegado la ultima aurora... sobre mi cabeza
el cielo mas bello de America..." Yo se que en ese instante Marcelo Alvear
me hablo de su patria, por la cual habría deseado luchar aun; se que me hablo
de su mujer, esa otra patria del hombre; se que me hablo de la guerra
monstruosa cuyo desenlace no vena. Yo se que en medio de las ansiosas
interrogaciones que lo turbaban "al borde del sepulcro", quedaba
encendida en el una esperanza. La esperanza eterna de los que no podemos dejar
de creer que el hombre es susceptible de redención, sea cual fuere su color, su
ra2a, su clase, su patria o su fe, y que la misión de los grandes hombres es la
de transformar el mundo y volverlo mas habitable, espiritual y materialmente,
para todos los otros hombres, Digo para todos. Tal es, por lo menos, la idea
muy simple y concreta de los grandes hombres que hemos heredado en America, y
no tenemos intención de modificarla, Tal era la idea al servicio de la cual vivió
Marcelo Alvear, argentino, y tal la idea que lo obsesionaba en vísperas de su
muerte, cuando me pidió, bajo el cielo mas bello de America, que le leyera la
carta de Simon Bolívar, libertador.
No se si el nombre de pila que puede dársele a esta idea es
democracia o cristianismo, o ambos. Si alguien es capaz de inventar uno mas
apropiado, tanto mejor. Pero la cosa en si ya ha nacido desde hace siglos, y si
alguien no tiene derecho a ponerla en duda somos nosotros, los americanos.
VICTORIA OCAMPO
Fuente: “Homenaje a Alvear” por la escritora Victoria Ocampo
en el Luna Park el 29 de marzo de 1943. En Revista Sur, N° 103, abril de 1943.
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