La prevista división de la Unión Cívica primitiva se
produjo; la agrupación que seguía al general Mitre se llamó Unión Cívica
Nacional, y la que aceptó la dirección del Dr. Alem Unión Cívica Radical.
El Dr. Aristóbulo del Valle, el inminente tribuno, se quedó
en el Arroyo del Medio; no fue ni con tirios ni con troyanos, y siempre abogó
por restablecer la unión. Quizás, y merecidamente, él se considero único
vínculo entre ambos partidos para llegar a la presidencia nacional.
La Unión Cívica Radical fue revolucionaria, por sus ideales
abnegados no podía de otro modo abrirse camino; la Unión Cívica Nacional fue
gubernista roquista. El Dr. Del Valle era inter roquista y revolucionario.
En San Luis la Unión Cívica Radical se organizó con la
presidencia del Dr. Teófilo Sáa; en sus primeros meses se le llamó Unión Cívica
Popular. Llegó a ser poderosísima, en sus filas se encontraba casi la totalidad
del pueblo de la provincia.
De seguida se planteó una cuestión electoral para renovar el
poder ejecutivo provincial; la Unión Cívica Radical proclamó la candidatura del
coronel Rosario Suárez y el partido oficial o roquista levantó la candidatura
de José Elías Rodríguez.
La lucha adquirió una intensidad revolucionaria; hasta los
extremos momentos, en que el gobierno acuarteló sus tropas para esperar el
ataque armado de su adversario. La divina providencia se interpuso para evitar
el derramamiento de sangre en la noche destinada al estallido; intervinieron en
arreglo por una parte el senador Toribio Mendoza y por la otra los doctores
Teófilo Sáa y Ciriaco Sosa. Se aceptó por candidato a la
gobernación, único o de todos, al Dr. Jacinto Videla.
El Dr. Videla estaba emparentado con los Sáa; el coronel
Suárez por tener su familia y domicilio en Buenos Aires, vivía en casa del
primero, existía pues íntima amistad. Aunque el candidato de transacción
llevaba color roquista y su acción política la había desarrollado a la sombra
de los Mendoza, era un ciudadano sin pasión en las luchas, contemplativo de
ellas, sin afecciones visibles comprometedoras; así, uno y otro partido podían
considerarlo suyo. Por estos antecedentes, los radicales con la candidatura del
Dr. Videla creían haber rendido a los Mendoza y alcanzado un gran triunfo.
El Dr. Videla resultó elegido gobernador por unanimidad. Los
mitristas o cívico-nacionales no tuvieron candidato ni concurrieron a
los comicios; se les llamó Breva Pelada, porque aprovecharon el triunfo de los
otros.
Una vez en posesión del mando, el Dr. Videla llamó a
participar del gobierno a los mitristas y radicales; los mendocistas o
roquistas eran en realidad los dueños de todas las reparticiones, por
consiguiente de la legislatura y tribunales. El ministerio general se confió a
un solo ministro, al Dr. Juan A. Barbeito; para disimular el desaire y atenuar
el fracaso radical, se nombró jefe de policía a Abelardo Figueroa, uno de sus
más distinguidos y honorables hombres, e intendente municipal a Leontes Videla.
La aceptación radical debió ser para dar tiempo a cumplir algunas promesas del
nuevo gobernador, o para preparar una revolución: cuando un político quiere
tragar a otro, el plan se trama en el misterio, según lo reza el maquiavelismo
-vaya una felonía por otra, o se dan la mano la sinceridad con la malicia-.
Apenas algunos días pasaron, renunció al cargo Figueroa.
Se estaba en la época de esplendor de la “política de
acuerdo”; en todas las provincias se debían formar gobiernos de confraternidad
de roquistas y mitristas. En la situación de San Luis había maniobrado por
debajo de tierra la vulpécula; el “pensador silencioso”, con su diablura, con
su talento, con su providencia y escuela había fumado a los zonzos radicales!
En realidad la provincia continuaba bajo el régimen
roquista, con el comité de los cívicos-nacionales adherido.
Los sucesos corresponden a 1891.
Caído Juárez Celman, la presidencia era desempeñada por el
vicepresidente Dr. Carlos Pellegrini; con el general Roca, los oficialismos
volvían a ponerse en pie de guerra para impedir otra revolución, o mejor dicho,
para perseguir al Dr. Alem y a todos los dirigentes radicales del país. En las
provincias las hostilidades eran criminales; cuanto más abandonados por la
opinión los gobiernos locales, tanto más furiosos se manifestaban; su debilidad
y miedo se engreían con el auxilio de batallones o piquetes del ejército, con
que el gobierno nacional los sostenía.
La Unión Cívica Radical, convencida de que jamás obtendría
libre acceso a los comicios, y que el sufragio “universal” era un mito, o se
disolvía como partido, o necesariamente se consagraba a un movimiento
subversivo; por esto, no por sistema, era revolucionaria; hasta se le
precipitaba a la revolución por las persecuciones y violencia de los mismos
oficialismos.
El 2 de abril de 1892, declaróse el estado de sitio, para
encarcelar a los radicales de todo el país; los doctores Alem, Bernardo de
Irigoyen y muchos otros fueron encerrados en buques. En San Luis se hizo la
misma maniobra; apenas amanecido el día mencionado, el comisario de órdenes
Ventura Domínguez, un sargento y varios agentes se presentaron en mi domicilio
para conducirme preso al cuartel de policía. Se me encerró en una celda
inmunda, sin muebles ni para sentarse, incomunicado y a puerta cerrada. Luego
llegaron presos otros compañeros -Dr. Cristóbal Pereira, Dr. Marcial Gigena y
Leontes Videla.
Gobernaba entonces el Dr. Jacinto Videla y el jefe de la
policía era José Gazari.
El día anterior había venido a mi poder una carta del
gobernador Videla al gobernador de Mendoza, acordando un plan para ayudarse
recíprocamente en el caso del estallido nacional. El oficialismo de toda la
república estaba sobre las armas.
En la noche del 2 de abril, a deshora, y mientras yo
permanecía incomunicado, la policía penetró en mi casa de familia, forzando
puertas, a registrar en busca de gentes y armas. Mi esposa en período puerperal
de tres días y sola, con cinco pequeños hijos, angustiada su situación con mi
prisión, de la cual no había conseguido informes exactos. Con aparatoso terror
se removieron todas las habitaciones del edificio y nada se encontró. La
desolada madre enferma no fue muerta en un santiamén, pero le sobrevino un
agravamiento casi mortal.
Por la mañana del 3 de abril, desde mi calabozo percibí, de
conversaciones de detenidos, que mi casa había sido asaltada y registrada por
la policía. Mi desesperación fue de dolor, de furor; a través de la puerta de
mi celda con llave llamé a la guardia y le pedí encarecidamente se hiciera
saber al jefe de policía mi urgente necesidad de hablarlo. El señor Gazari
vino, y yo dominado por mi exaltación de esposo y de padre, con toda expansión
le enrostré el salvaje atropello que el gobernador y él habían cometido en mi
hogar. Me toleró, me escuchó con prudencia, me compadeció y se excusó
manifestando que la policía había producido el hecho sin sus órdenes.
Me preocupó, desde entonces, una sublevación dentro del
cuartel; la acordamos los prisioneros políticos, es decir, yo, el Dr. Gigena y
Leontes Videla, menos el Dr. Pereira que consideraba la conjuración
contraproducente.
Contábamos con todos los presos, con algunos sargentos y
muchos agentes, que desde algún tiempo mantenían una consigna revolucionaria
con la Unión Cívica Radical; sigilosamente fuimos haciendo entrar armas y
dinero para distribuir con las precauciones que tales circunstancias requieren.
Estaba casi terminado el plan, cuando se dispuso poner en
libertad a mis compañeros, menos a mí. Con intervalo de días se me tomaba
declaración, manteniéndoseme siempre incomunicado. Mi esposa enferma y
acongojada, por súplicas consiguió del jefe de policía que permitiera que mi
hijito Ernesto, menor de cinco años, llegara hasta mi celda para verme. El niño
en mis brazos me indicó que quería sacarse el zapato; en efecto, dentro de la
media y debajo de la planta del pie me traía un papelito escrito con
comunicación reservada.
Satisfechas esas odiosas venganzas, recobre condicionalmente
mis garantías individuales.
Por mi prisión y el estado de sitio a “El Pueblo” se había
impuesto el silencio de las tumbas.
Es de recordar que el entonces presidente de la Unión Cívica
Radical de San Luis, Dr. Teófilo Sáa, se encontraba ausente, cuando el estado
de sitio del 2 de abril. En Río Cuarto sufrió como los demás correligionarios,
su prisión.
En ninguna parte del país se oía un eco de oposición; toda
la fuerte Unión Cívica Radical y el pueblo todo estaban bajo sojuzgamiento del “Acuerdo”
de los generales Roca y Mitre; pero el viento recio de la opresión, sin
pensarlo, formaba la voluntad formidable y forjaba el acero que habrían de destruirla.
El Dr. Alem, jefe del radicalismo, y demás prisioneros
readquirieron su libertad y con más tesón trabajamos en la obra revolucionaria
como el cruzado santo.
El espionaje y toda clase de violencias contra la propiedad
y la vida se habían establecido como sistema legítimo por el oficialismo para
exterminar a la oposición en el país; pero ésta renacía con más intenso latido
del corazón del pueblo argentino. Los recursos con que la tiranía cree
mantenerse son los mismos con que se precipita en el abismo.
Se rehicieron los trabajos de la conflagración nacional, con
la participación del ejército; en cada provincia, la Unión Cívica Radical tenía
armas distribuidas y gente misteriosamente organizada para responder al movimiento
general revolucionario, una vez recibido el aviso de la dirección central de
Buenos Aires. Estos preparativos se suspendían por tiempo más o menos largo,
porque el gobierno federal los sentía y adoptaba medidas de represión y
cambiaba jefes y oficiales de los cuerpos de líneas, que creía complicados.
En mayo de 1893, el Dr. Leandro N. Alem, presidente del
Comité Directivo Nacional, por enviados especiales hizo saber a cada provincia
que era indispensable reorganizar la Junta Revolucionaria, encargada del plan
de ejecución del movimiento: para ello pedía que se enviara inmediatamente un delegado
secreto en representación de la Unión Cívica Radical; para que con la autoridad
de todas las provincias se constituyera una nueva junta. Por San Luis fui
designado; por Mendoza y San Juan, respectivamente, los doctores José N. Lencina
y Vicente Mallea. En el tren de viaje nos encontrábamos los tres representantes
de Cuyo; el mismo día de llegada a Buenos Aires, estuvimos con el Dr. Alem, en
su domicilio, para lo cual había que tomar grandes precauciones para escapar
del espionaje.
Desde los primeros momentos nos informamos con pesar de que
las relaciones del Dr. Alem con el Dr. Hipólito Irigoyen, caudillo de la
provincia de Buenos Aires, no eran cordiales. Irigoyen no quería sujetarse a lo
que resolviera la Junta Revolucionaria, sino a lo que él entendía que convenía.
El 10 de mayo, los catorce delegados de las provincias nos
reunimos en casa del Dr. Alem, y después de la deliberación correspondiente,
quedó constituida la nueva Junta, compuesta de cinco miembros y bajo la
presidencia de aquél; además, y por pedido del Dr. Alem, la Junta determinó un
plazo máximo, para que hiciera la revolución nacional; se fijó que fuera antes
del 30 de junio; se debía avisar con anticipación de ocho días a las provincias
y se acordó una clave de comunicación. Todo se arregló y las delegaciones volvieron
con la consigna a las provincias.
San Luis, Mendoza y San Juan acordaron una ayuda mutua en la
insurrección. En estas tramitaciones, y como lugar medio de Cuyo, por representación
de ésta provincia, fui varias veces enviado a Mendoza, para entrevistas con los
radicales de allí y de San Juan.
Desde el 12 de octubre de 1892 desempeñaba la presidencia de
la República el Dr. Luis Sáenz Peña, distinguido ciudadano que había sustituido
al general Mitre en la candidatura del Acuerdo. El vice-presidente era el Dr.
José Evaristo Uriburu, de las intimidades roquistas y mitristas.
El Dr. Sáenz Peña, fuese por su propio patriotismo o por los
consejos de su hijo Roque, tan eminente argentino y antirroquista, se preocupó
de orientar su gobierno hacia los elevados ideales de la opinión pública; pero
pronto advirtió que era un cautivo del “Acuerdo”, que el Congreso no le
correspondía y toda la administración se hallaba montada como una máquina hostil.
Esta presidencia es célebre porque modificaba su gabinete cada semana o mes.
Roca, desde su simulado retiro, detrás del telón político,
maniobraba con desalmada sagacidad, para causar atonía en la presidencia e
impedir que la Unión Cívica Radical adquiriese garantías de oposición.
Al finalizar junio de 1893, esto es, próximo a vencer el
término que se fijó a la Junta para que lanzara la revolución, el presidente
Sáenz Peña llamó al Dr. Aristóbulo del Valle para que le formara ministerio;
aceptó, con la cooperación de hombres ilustres como el Dr. Vicente F. López, y
él se reservó la cartera de guerra.
Del Valle estaba iniciado en el secreto de la revolución
inminente, tenía participación; en el cambio de posición su actitud dejaba de
ser la misma.
Habló con el Dr. Alem y le manifestó que desde el gobierno
impediría la revolución general simultánea proyectada en el país; sí, la
consentiría parcial y sucesiva; en las provincias que ella triunfara, se la
reconocería dueña de las situaciones. La Junta dispuso que Buenos Aires, Santa
Fe y San Luis se prepararan para estallar en un mismo día; en efecto, el 30 de
julio de 1893 se ejecutó la revolución en las tres provincias.
La Junta revolucionaria de San Luis se componía del
presidente Dr. Teófilo Sáa, de José María Tissera y de mí. Ordenóse la
reconcentración de la gente, cien hombres, más o menos, en distintos cantones y
con algunas horas de anticipación. El acontecimiento debía realizarse a las
cuatro de la mañana del día indicado.
El gobierno del Dr. Videla estaba siempre prevenido; el
cuartel de policía tenía un refuerzo permanente de un piquete del ejército, al
mando del capitán Charlini; por lo general toda la fuerza se acuartelaba de
noche. El gobernador Videla se hacía cuidar por una guardia nocturna armada, en
su domicilio particular.
Además, por otros motivos, existían sospechas de que
fuéramos descubiertos y abortara la revolución; pues yo tuve en mi poder una
carta del Dr. Videla al gobernador de Mendoza, poniéndose de acuerdo para la
ayuda recíproca en el caso de producirse la revolución; el 29 de julio, el
telegrafista Páez conversó en casa de la familia Loyola que yo había recibido
un telegrama cifrado de Dr. Víctor C. Lucero, que se encontraba en Buenos
Aires, el cual lo interpretaba como un aviso para que se hiciera la revolución
en San Luis.
En previsión de todo, la Junta resolvió que si algún cantón
era sentido ya cometido por la policía, antes de la hora convenida, resistiera y
el estallido general se produjera conjuntamente.
Según recordamos, los cantones se hallaban distribuidos como
a continuación son expresados:
El cantón del Dr. Sáa se ubicó en la casa de familia de
Videla, frente al cuartel, Plaza San Martín de por medio (entonces Plaza
Independencia); componían el grupo el teniente Rosario Videla, Leontes Videla,
Antonio Sáa, Gofredo Bettamelo, Marcos Rufino y otros.
El cantón de José María Tissera ocupaba la casa de éste,
calle San Martín, a dos cuadras del cuartel.
El cantón situado en el edificio de Caracciolo Tissera, a
cincuenta metros por la parte posterior del cuartel; en su organización se
encontraba Víctor Videla, Francisco M. Concha, Antonio Alric, José Sáa,
Guillermo Levingston, etc.
El cantón del Dr. Cristóbal Pereira, de calle 9 de Julio, a
cuadra y media del cuartel; formaban parte Sinibaldo Vidal, el estudiante de
sexto año del Colegio Nacional Casimiro Becerra, Víctor Tissera y otros. Por
enfermedad del Dr. Pereira, Vidal dirigía el grupo.
El cantón a mi cargo ocupaba la casa del Dr. Domingo Flores,
en la calle Colón, inmediata al domicilio del gobernador Videla; lo componían
el Dr. Flores, Jorge A. Zavala, el estudiante del Colegio Nacional José
Menéndez, Juan Tello, Genaro Sosa, Clemente Toledo, hasta un número de quince
hombres.
Había, además, dos partidas volantes a caballo, cada una al
mando de Nicolás Jofré e Hipólito Sáa.
La Junta Revolucionaria fijó las órdenes del combate en esta
forma: los cantones del Dr. Sáa, José María Tissera y Dr. Pereira, debían
atacar por el frente al cuartel; el cantón del edificio de Caracciolo Tissera
(ignoro cuál era su jefe) atacaría por detrás del cuartel, para dominar azoteas
y techos, combatiendo a las fuerzas oficiales desde arriba; mi cantón tomaría
en su casa al gobernador Videla; Nicolás Jofré tenía la comisión de tomar al
ministro Jofré, en su finca, a diez cuadras del centro de la ciudad; Hipólito
Sáa para prender a toda gente sospechosa de hostilidad a la revolución y reunir
nuevos elementos para ayudar a la lucha.
Se había designado de ayudantes de órdenes a Leontes Videla,
por sus grandes cualidades de valor, de confianza y porque menos sospechas
podía inspirar al oficialismo; era medio hermano del gobernador Videla, amigo y
un ambulante nocturno, que muchas veces iba a mosquetear el juego de naipes en
la casa del primer mandatario. El ayudante Videla mantendría las comunicaciones
de novedades y de órdenes entre los cantones.
A la hora de las cuatro de la mañana estaba convenida la
coincidencia de la señal de sonido de un tiro.
La noche llegó serena, con luna llena espléndida; por su
brillante luz no parecía revolucionaria. A las ocho p.m. todos los jefes de
cantones debíamos ocupar nuestros puestos.
Mi cantón, separado por paredes medianeras de la residencia
del gobernador, se hallaba en una posición de ser fácilmente descubierto. Al penetrar
en la casa del Dr. Flores por la puerta de la calle, la familia del Dr. Videla
me vio y podía ser motivo de allanamiento, dadas las prevenciones de vigilancia;
inmediatamente ordené que la gente se preparara con sus armas y municiones y permaneciera
lista para esperar a la policía; mientras tanto se colocaron escaleras para
trepar en los techos del edificio del Dr. Videla y para trasponerse a los
fondos, llegado que fuese la oportunidad. Desde las diez de la noche, se
observó que en la casa del gobernador entraban muchas personas y que el jefe de
policía José Gazari y algunos empleados de su repartición iban y venían, esto
estuvo sucediendo hasta las dos de la mañana; todo contribuía a formar las
apariencias de inminente peligro, por consiguiente era natural nuestro aprieto.
Pero el tiempo fue transcurriendo hasta quedarse en completa calma.
El ayudante Videla había venido una, o dos veces, con sus informaciones
y a llevar las nuestras; por rumores se creía que el Cuartel resistiría con superiores
fuerzas y rechazaría el ataque. Próximas las cuatro de la mañana, viene Videla
y me comunica que el Dr. Sáa desea que mi gente refuerce lo más pronto posible
el combate con el Cuartel, para lo cual yo debía prescindir de tomar al
gobernador Videla, o hacerle un ataque breve. Una y otra cosa tenían sus
inconvenientes: si prescindíamos, la gente del gobernador sería después un
asedio para nuestra retaguardia, y él habría asegurado su escape y libertad, lo
que importaba mayor peligro para nuestro triunfo; si el ataque se hacía con
limitado tiempo, no podría ser decisivo y los atacantes nos pondríamos en
malísimas condiciones, al gobernador lo suponíamos con una guardia bien
montada, como era de su costumbre tenerla. En la junta revolucionaria habíamos
resuelto, con especial interés, asegurar al gobernador y asegurarle su vida
dentro de lo posible en circunstancias como las que se presentarían.
Así deliberamos, con reloj en mano, porque faltaban minutos
para las cuatro, hora señalada… Suena un tiro. El ayudante Videla me propone:
“El comisario Sosa
anda de servicio nocturno; vamos por la puerta de calle del gobernador, yo
llamaré, simulando que soy el comisario, para que abran y entraremos”.
En tan premiosos instantes, no cabía la reflexión, todos
fuimos afuera siguiendo a Videla, y con andar de pocos pasos, éste golpea la
puerta llamando una, dos, tres veces y… los nervios no toleran más, Jorge A.
Zavala y José Menéndez con la culata de sus fusiles hacen saltar a pedazos la
puerta, se abre así, y se ve una persona con vestido de dormir que huye por el
primer patio hacia los fondos de la casa. Nos precipitamos, unos
persiguiéndola, otros por todas las habitaciones; la casa se encontraba con la
familia sola y había huido el gobernador Videla; rápidamente hice buscarlo en
un sitio intrincado de escondrijos, establecí una guardia y di la voz de correr
hasta el Cuartel. El ayudante Videla se había anticipado a retirarse.
Se oía nutrido tiroteo; al entrar a la plaza San Martín,
vimos gente que asomaba de un corralón de la esquina Rivadavia y 9 de Julio;
era el grupo de Sinibaldo Vidal, que al principio de la lucha se había
dispersado, con la excepción de Casimiro Becerra y Víctor Tissera, que
permanecieron en el combate hasta quedar gravemente heridos y tendidos en el
suelo.
Con mi gente llegamos hasta posesionarnos de las veredas de
los edificios de la Legislatura y de Herrera y participamos del recio fuego, haciéndolo
sobre el Cuartel y recibiéndolo de puertas y ventanas de éste. En el mismo
frente, a pocos metros estaba el grupo del Dr. Sáa y más allá otro, que debía
ser el de Tissera. Las balas llovían. Pasaron algunos minutos oyéndolas golpear
en el suelo y en el frente de los edificios, sin hacer impacto en ninguno de
nosotros. La puerta de oficina del Cuartel, de la esquina Rivadavia y 25 de Mayo,
permanecía cerrada y sin ocupación de pelea, dimos la voz de apoderarnos de
ella; inmediatamente nos echamos encima yo, Genaro Sosa, Menéndez y Jorge A.
Zavala; a golpes y empujones la puerta se abrió; pero dentro se interponían
otras puertas cerradas, se continuó trabajando con ellas y el grupo atacante
aumentaba. Yo con Juan Tello salimos a la calle, busqué la portada del Cuartel,
que habíamos visto permanecer cerrada con su portón de hierro en el combate, y
en cuyo zaguán se situaba el cuarto de guardia que más tiroteaba; del fuego de
una ventana hubimos de ser víctimas, Tello cayó, felizmente había resbalado en
la vereda. Encontré abierto en ese instante el portón y penetré al patio o
“cuadra”. (Después supe que la puerta había sido abierta por un tiro de
rémington, en la cerradura).
En el patio se hallaban muchos revolucionarios, que casi simultáneamente
y por distintas partes penetraban -por la azotea donde habían dominado
completamente los revolucionarios-, por la puerta de oficina y por la portada.
Se hacía rendir y se desarmaba a los defensores del gobierno; el teniente
Fernández resistía, y para evitar que se lo matara, hubo que rogarle que
entregara la espada; aparte, en otro punto, Leontes Videla, quiso arrancar el
rémington a un sargento, que rehusaba entregarlo, y éste le descerrajó el arma
y atravesó el cuerpo. Corrimos varios a atender al compañero; lo condujimos al
cuarto de banderas, yo me hice cargo de su cuidado, mientras los demás
arreglaban el Cuartel. Mandé en busca de médicos, a traerlos con su voluntad y
sin ella, las circunstancias eran apremiantes; con empeñoso esfuerzo vinieron
los Dr. José María de la Torre y Julio Olivero. Videla tenía atravesado de bala
el riñón y su estado era gravísimo.
El Dr. Teófilo Sáa estaba herido de refilón en la región más
alta de la cabeza, con bala de rémington; José Sáa había sido muerto en los
techos de Cuartel, Casimiro Becerra y Víctor Tissera con heridas también, el
primero en el riñón y el segundo en el muslo, con el fémur hecho pedazos.
Consagradas las primeras horas a los muertos y heridos y a
dejar en orden la policía revolucionaria, yo volví a las ocho de la mañana a mi
hogar, a ver a mi desamparada esposa y cinco hijitos, el primogénito apenas de
siete años de edad. El adorado grupo me esperaba en la vereda de la puerta de calle;
desde cuatro cuadras pudimos vernos; piandante avanzaba, infinita me parecía la
distancia, me venían impulsos de volar, de desesperación; las emociones de
alegría y de tristeza que acudían a mi alma eran enjambre de distintas
especies; mis ojos se nublaban se convertían en manantial, mi corazón saltaba,
parecía romper las paredes del pecho y llegar antes que yo.
Acercado más, Juan Jacobo, Ernesto y Teobaldo se destacaron
y corrieron ami encuentro; mientras tanto me esforzaba por recoger las lágrimas
en mi cuenca rebalsante para que mis hijitos no me vieran lloroso. Hice una
brazada de ellos, anduvimos el corto trecho que faltaba, y por fin reunidos con
todo el palpitante grupo, que se había expuesto a quedar en la más espantosa orfandad,
por mi patriótica pasión, nos confundimos en un trágico y eterno sentimiento
humano que inundó las playas del mar.
El gobierno provisional se constituyó con el Dr. Teófilo Sáa
de gobernador y los ministros Víctor C. Lucero, que regresaba de Buenos Aires y
José María Tissera. Yo me abstuve de formar parte, por mi empleo de catedrático
en el Colegio Nacional y Escuela Normal. Fue nombrado jefe de policía Francisco
M. Concha.
Respecto de los departamentos de la provincia, con
anticipación se habían dado órdenes reservadas a los correligionarios, por la
junta revolucionaria, para apoderarse de la policía en los momentos de recibir
aviso de San Luis; lo que habría de suceder si el movimiento triunfaba aquí.
En Mercedes dirigían el Partido Radical Marcos Domínguez,
Jeremías Ramallo, José María Becerra, Vicente Ortiz, etc. La policía resistió y
se la sometió en combate... Los demás departamentos se entregaron, algunos
después de violencia.
La Unión Cívica Radical había triunfado en las tres
provincias revolucionadas -en Buenos Aires, Santa Fe y San Luis-. El ministro
del Valle había prometido a la revolución dejarla dueña de las situaciones que
con su sacrificio conquistara; así en los primeros días se cumplía. Empero el presidente
Sáez Peña era un cautivo invalidado por el roquismo. El debate se planteó en el
Congreso, lo afrontó en insigne tribuno y ministro de la guerra del Valle,
encarándose con el famoso senador Gálvez, se desistió de sancionar intervenciones.
El Congreso roquista se sometía por instinto de conservación, ante la amenaza
del procedimiento de Cromwell, de que se lo arrojara a latigazos; pero luego
reaccionó para intervenir, y aunque el ministro del Valle calzó botas de la
dictadura y se colocó a la cabeza del ejército, hubiera salvado seguramente las
instituciones democráticas del país, el presidente Sáez Peña no se animó ni con
el patriotismo y denuedo de su ministro, ni con el consejo de su ilustre hijo
Roque.
El ministerio de del Valle cayó malogradamente; el
parlamento sancionó la ley de intervención para San Luis, Buenos Aires y Santa
Fe. El presidente Sáenz Peña era una caña doblegada por el antojo del viento de
la política del “Acuerdo”. Los gobiernos derrocados conseguirían lo que
querían; aunque al principio, algunos de los interventores fuesen una promesa
de garantía para los pueblos, después habrían de cambiarse sus instrucciones, y
hasta sustituírselas por otras que militarmente hollaran las libertades. Un año
más tarde, el Dr. Luis Sáenz Peña se sacrificó por su debilidad, abandonó la presidencia
al acuerdo roquimitrista y asumió el mando el vice-presidente Dr. José Evaristo
Uriburu.
Con todo, el general Roca, que sólo contaba con el general
Mitre para compartir las responsabilidades, no se sentía seguro de su éxito; a
la más mínima oposición habría abandonado el campo de acción. Las provincias revolucionarias
vacilaron en su actitud, en una dirección oportuna de solidaridad; si se
hubieran resuelto resistir, el gobierno federal no se mueve, no se atreve a
cumplir la sanción del Congreso; ellos hubieran reorganizado tranquilamente los
poderes locales.
Vino de interventor a San Luis el Dr. Daniel J. Dónovan,
personaje de alma sana, aunque vinculado con el “Acuerdo”. Eran sus ministros
Pablo Lascano, roquista, y el Dr. Agüero, de filiación radical. Dada la
excitación subversiva del país, el gobierno, por cautela, al principio confió
su representación a personas respetadas por la opinión pública. El Dr. Dónovan ofreció
completa garantía electoral a los partidos para reconstruir los tres poderes
del gobierno, que declaró caduco. Lo habría cumplido con rectitud; pero se le
cambiaron las instrucciones y se le ordenó que la situación oficial fuese
devuelta al mismo partido que había sido expulsado del gobierno por la revolución.
El Dr. Dónovan pidió que se lo reemplazara inmediatamente. Se nombra al general
José María Arredondo, que era el jefe de las fuerzas de la intervención en San
Luis y se hacía cargo del mando al siguiente día. El repentino cambio que se
mantenía reservado, los revolucionarios lo conocimos por una revelación
providencial, ponía en peligro inminente nuestras vidas, porque el nuevo
interventor era temible de militar sin escrúpulos; se recordará el asesinato
del general Teófilo Ivanovoski en Villa de Mercedes y los de otros.
A las diez de la noche, los que habíamos sido miembros de la
junta revolucionaria y con otros amigos dirigentes nos reunimos sigilosamente
en casa de Dr. Víctor C. Lucero; se deliberó y se resolvió que yo, Teófilo Sáa
y Tissera, como principales responsables, nos ocultáramos, para no caer en manos
de Arredondo; además, debíamos permanecer listos para levantar a toda la
provincia, si se producía la conflagración nacional proyectada por la Junta
Radical de Buenos Aires. Separadamente tomamos un escondrijo.
Apenas asumió el mando el general Arredondo, puso en acción
a su policía para prendernos; mientras se nos buscaba con furor, se iba
llenando la cárcel de otros opositores dirigentes.
En las provincias los sucesos se acumulan; en Tucumán hay
revolución y el 11 de Infantería se ha sublevado; en el Rosario la nave “Los
Andes”, también se ha revelado; y en todas partes se persigue y encarcela a los
radicales. Las fuerzas militares se reconcentran sobre Rosario y la Capital Federal
y una expedición armada marcha a Tucumán. Los cuerpos del ejército que estaban
en San Juan y Mendoza se traen a San Luis, y de aquí siguen al litoral. A los
presos políticos de aquellas dos provincias hermanas, se los conduce y reúne en
la cárcel de ésta ciudad.
De todo lo que pasaba exteriormente recibíamos noticias
diarias en nuestro oculto sitio, por nuestros medios de información secretas,
con anticipación preparados.
Habían transcurrido diez días; estaba todo tranquilo en la República,
elgobierno nacional había ordenado la libertad de todos los detenidos
políticos.
Mientras tanto Arredondo no cejaba en su propósito de
prender a los componentes de la junta revolucionaria de San Luis. Don Pedro
Lobos, antiguo amigo y de la confianza de aquél, que conocía las intenciones y
amenazas, en particular respecto de mí, a quien inculpaba el levantamiento de
estudiantes del Colegio Nacional y Escuela Normal, intermedió y consiguió, no
sin empeñosa perseverancia, que el general Arredondo depusiera su odio y nos
dejara tranquilos; de ese modo recuperamos nuestra libertad individual.
El interventor Arredondo se entregó a la preparación del
proceso electoral; por supuesto que no habría comicios, sino para una farsa
electoral del oficialismo; desde el primer momento había declarado que él
devolvería el gobierno a Lindor Quiroga, que lo había perdido por seguirlo en
la revolución de 1874, cuando fue vencido por Roca en la batalla de Santa Rosa
el 6 de diciembre, en la provincia de Mendoza. Quiroga fue también impuesto gobernador
por Iseas el 21 de noviembre de 1873.
El Partido Radical no pensó en trabajos para concurrir a la
convocatoria de elecciones; aunque con las tres cuartas partes del electorado
de la provincia, las policías de esta Capital y de cada departamento estaban organizadas
con destacamentos del ejército nacional y con jefes a propósito para el
fusilamiento de la oposición, si se atrevía a presentarse; la abstención resuelta
por el comité central, fue comunicada a todos los correligionarios.
Próximo al día de elecciones, en diciembre de 1893, de Santa
Rosa vino la denuncia de que Sinibaldo Vidal, radical representativo había
llegado de San Luis a requerir de la Unión Cívica, invocando resoluciones de
última hora, el apoyo de la candidatura arredondista de Quiroga. Sorprendido el
comité central con la información, se reunió y dispuso que fuese yo a Junín,
para impedir que prosperara cualquier falsedad que pudiera extraviar el
criterio político de nuestro partido. Me trasladé al lugar y reunidos en
asamblea los correligionarios con la presencia misma del denunciado, se
resolvió casi por unanimidad, pedir la separación de Vidal de la Unión Cívica
Radical. En efecto, esto se resolvió por el comité de San Luis.
El candidato oficial fue consagrado gobernador del
“Acuerdo”; es decir, del bicolor político, mitrista y roquista. Asumió el mando
en enero de 1894; mástarde cuando los mitristas se separaron de Roca, o
rompieron su “Acordeón”;el gobernador Quiroga decididamente se quedó con Roca.
Se me había convertido en el blanco de todas las
responsabilidades de la oposición, por consiguiente el menos tolerable para
vivir en esta provincia; se me había destituido de mis cátedras en los
establecimientos nacionales, juntamente con muchos compañeros de entonces,
entre ellos, Eulalio Astudillo, Nicolás Jofré, Ramón J. Quiroga, Juan Tello,
José Menéndez, etc.; toda persecución ejercitada repercutía en mí. En Mayo,
como para salvar la vida, dejé esta provincia; en otra oportunidad he referido
esto mismo y de mis estadas en Ayacucho de Buenos Aires y en Tucumán. Mi
ausencia fue de dos años, con una interrupción de algunos días de mi presencia
en San Luis, cuando vine para llevar a mi familia a Tucumán. De mis amigos y
compañeros de causa de la provincia continuamente me llegaron cartas a mi
alejamiento, en particular de los más hostilizados y atribulados, por
permanecer leales a la bandera de principios de la Unión Cívica Radical;
informábaseme de los pocos que defeccionaban, de algunos que buscaban adaptación
en el silencio y del sumergimiento de la oposición para no irritar inútilmente
al oficialismo. Apenas “El Pueblo” todavía hacía oír su voz de protesta contra
la usurpación y los desmanes de la oligarquía. Aquella época fue de éxodo del
magisterio; los empleados eran exigidos por el presidente del Consejo de
Educación a firmar adhesiones al gobernador Quiroga, bajo la pena de
destitución. Más de cuarenta maestros abandonaron la provincia durante dos
meses; con el Dr. Eleodoro Lobos, director de “La Prensa”, los hicimos ocupar
en la Capital Federal, en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba,
Mendoza y Tucumán, -puedo mencionar a Antonio Pereira, Pablo Peralta, Sixto
Luna, Ciriaco Luna, Alejandro Jofré, Juan Pereira, Luis Arce… Algunos de ellos consiguieron
ser profetas fuera de su tierra, por distinciones en la profesión, o por su
rango en el periodismo y otras plataformas de la vida pública.
Desde que emprendí mi cruzada de oposición a los gobiernos oligárquicos
de la provincia, desde la escisión que formó el Comité Juventud Nacional, me
comprometía un patriotismo irrevocable, sentimiento místico fanático, o
chauvinismo, a no abandonar mi provincia sin contribuir con mi acción al
derrocamiento de los gobiernos de subversión constitucional; tantas veces como
pensaba y tenía ventajosas oportunidades de cambiar miresidencia a otra parte
de la República, experimentaba la imposición del deber de permanecer para
cumplir la misión santa. Así pues, cuando la opresión sepultó todo trabajo
colectivo político de oposición, con la situación creada por el general
Arredondo, miré hacia la conservación sagrada del hogar, de vivir para atender
a la subsistencia de mi familia y me ausenté donde pudiera conseguirlo; pero
siempre mi conciencia moral con una pesadumbre me emplazaba a volver a terminar
en San Luis la cruzada emprendida. El 1 de febrero de 1896, regresé a San Luis;
la causa ocasional de mi vuelta fue la amistosa obligación de sostener la
candidatura del Dr. Eleodoro Lobos para diputado nacional; me ligaban vínculos
de recíproco cariño, y la Unión Cívica de San Luis, le debía importantísimos
servicios en los más difíciles trances de los acontecimientos. El Dr. Lobos era
un radical con todos los sentimientos revolucionarios de nuestra provincia;
pero, como director de “La Prensa”, no podía figurar ostensiblemente.
Acompañado por otros amigos hice una gira por todos los departamentos para
decidir al electorado, lo que no costó ganar, dadas las grandes cualidades
morales e intelectuales del Dr. Lobos y su descollante personalidad. El mismo
oficialismo lo acogió favorablemente, fuese por la imposibilidad de oponérsele
con eficacia, o porque el Dr. Lobos conservaba antiguos afectos con algunos
comprovincianos honorables y de influencia situacionista. En la lista íntegra
de tres candidatos figuraba también el Dr. Mauricio P. Daract, de cepa
mitrista, muy honorable y prestigioso por su mentalidad. Los dos nobles
ciudadanos honraron a San Luis en el Congreso Nacional.
Por mi parte, había cumplido con el buen amigo y con San
Luis para que fuese representada por uno de sus eminentes hijos.
Fuente: “Unión Cívica Radical” por el Dr. Juan T. Zavala en Años
vividos: “Politica y Revolución” publicado en 1987.
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