BALVANERA, BARRIO ORILLERO
El 11 de marzo de 1842 la pulpería o "esquina" de
las calles Federación y Ombú -actuales Avda. Rivadavia y Matheu- estaba de
fiesta. Había nacido el sexto hijo del dueño, Leandro Antonio Alen, habido en
matrimonio con Tomasa Ponce Gigena. El pulpero, vigilante "de a
caballo" y miembro conspicuo de la Sociedad Popular Restauradora conocida
como la Mazorca, gozaba de prestigio en aquel barrio orillero, de suburbio,
lindante con los corrales de Miserere y el hueco de las Salinas -hoy plaza Once
de Septiembre-, una estación de carretas.
Los primeros años de Leandro, quien con el tiempo agregó a su
nombre el de Nicéforo aunque este no figura en el acta de bautismo,
transcurrieron en ver pasar las galeras, en galopar algún pingo por la calle
Federación, "más pampa que calle", observar el ir y venir de los
gauchos que frecuentaban la pulpería de su padre, oír sus charlas, escuchar las
payadas donde los " vivas" al Restaurador alternaban con los
"mueras" a los salvajes unitarios.
Pero la vida dio carácter al joven Leandro, una cualidad que
con el tiempo, él habría de distinguir en los demás como méritosupremo. Una
experiencia temprana lo puso a prueba.
La batalla de Caseros había acabado con la tiranía y con su
infancia.
El miedo, las posibles venganzas, obligaron a la población a
cerrar las puertas. Los vencidos, dispersos, comenzaron a saquear la ciudad por
los suburbios. Los esfuerzos por atajar desmanes se sucedían. También los
juicios rápidos y los fusilamientos.
Sin embargo, el que llegaba como vencedor lucía la divisa punzó
en el sombrero. Leandro Antonio reabrió su esquina y llevó a su hijo Leandro a
presenciar la entrada del ejército de Urquiza a la ciudad.
Pronto se instalaron los interrogantes. En seguida, la
sospecha y el rechazo. En los atrios de las iglesias, las pulperías y los
clubes resonó la voz de los oradores populares, en especial de los más jóvenes,
entre ellos la de Adolfo Alsina. La multitud escuchaba en silencio. Junto a
aquella gente, el hijo del pulpero de Balvanera.
Un lustro atrás el vigilante "de a caballo" había
sufrido trastornos mentales y ejecutado actos de violencia. Condenado, indultado
y "jubilado" por Rosas, desde entonces Leandro Antonio no prestaba
servicio en el cuartel de policía comandado por Ciríaco Cuitiño. Se dedicaba
exclusivamente a su boliche. Ello no le impidió luchar, a fines del 52 y ante
el requerimiento de Cuitiño, en las filas del coronel Lagos contra los
"logistas unitarios" porteños. En tanto, Tomasa Ponce debió hacerse
cargo de la pulpería. Cuando el marido y Cuitiño desertaron, al regresar a su
casa Leandro Antonio no encontró en ella a su familia. Los Alen, sindicados
como rosistas, temieron represalias. Habían buscado refugio en el centro. Los
recién llegados rumbearon entonces hacia el nuevo domicilio. La plebe,
enfurecida contra los antiguos partidarios de Rosas, al reconocerlos quiso
lincharlos por mazorqueros. Los tomó presos la policía. Proceso rápido y condena,
apunta Alvaro Yunque, autor de una de las más autorizadas biografías de Alem.
Quizás las manos de Leandro Antonio no hubiesen estado tan tintas en sangre
como las de otros mazorqueros pero lo cierto es que en diciembre de aquel
memorable 53, la plaza Independencia, entonces también conocida como de la
Concepción por su proximidad con esa parroquia, fue el escenario de su
fusilamiento. Junto con su cuerpo cayó también el de Cuitiño. Dice la leyenda
que el joven Leandro, de apenas once años, vio desplomarse a su padre después
de la descarga y pendular de la horca su cadáver. De ser cierta, esas imágenes
debieron marcarlo para siempre.
Meses más tarde Tomasa Ponce abrió la sucesión de su marido.
Deudas y unas propiedades. A Leandro le tocaron algunos pesos.
Aparecieron luego los acreedores y se llevaron el grueso del capital. La
pobreza -dice Telmo Manacorda, otro de sus biógrafos- llegó como séquito de la
orfandad.
Pero Tomasa no pensaba en claudicar. Cosía y lavaba para la vecindad
y Leandro vendía los pasteles y dulces que preparaba su madre. Martín Yrigoyen,
marido de Marcelina la hija mayor del pulpero, trató de ayudar a su suegra sin
mayor éxito. Los amores de Luisa con el clérigo González -Leandro había
aprendido con él las primeras letras- añadieron su nota de contrariedad. El
martirio de Camila O'Gorman estaba fresco en el recuerdo de Tomasa.
Leandro siguió su instrucción en la escuela de don Lorenzo Jordana.
Solitario, se defendía del medio hostil que lo rodeaba.
Para esa época no tenía amigos. Su único refugio era su
madre y trabajaba con empeño para ayudarla. Jordana, maestro de alma, lo
comprendió y sostuvo: los muchachos del barrio lo señalaban como el hijo del
mazorquero. Leandro encontró consuelo en el estudio y la lectura. Para entonces
empezó a firmar Alem con "eme" final en lugar de "ene" y
sin acento. Una forma de aliviar, sin duda, tanto desprecio.
SOLDADO Y POETA
Cuando el Congreso de Santa Fe votó la capitalización de Buenos
Aires, los porteños partidarios de la autonomía de la ciudad desertaron de las
fuerzas de Urquiza. Al año siguiente, el 11 de abril de 1854, Buenos Aires
sancionó su propia Constitución, similar a la rivadaviana de 1826. Se desataba
una nueva conmoción. El coronel Bartolomé Mitre apareció a la cabeza de las
tropas porteñas y el general Urquiza se vino sobre el arroyo del Medio. Latía
de nuevo la "cuestión Capital".
Así las cosas, Leandro abandonó sus estudios y a su madre.
Prefirió irse con los gauchos federales. En la cañada de
Cepeda se enfrentaron los adversarios en octubre del 59. Mitre, derrotado, se
retiró sobre Buenos Aires. Las vanguardias de Urquiza llegaron hasta San José
de Flores. Cayó Alsina, se pactó la paz y el soldado federal regresó a su casa.
En ella sólo quedaban su madre y su hermana Tomasa.
Aquella experiencia de noches a la intemperie envolvió a Leandro
en particular melancolía y de ésta surgieron sus primeros versos. "La
Tribuna" de los hermanos Várela los recibió con simpatía. Las dedicatorias
a Mercedes, Pepita, Emilia, y a tantas otras, empezaron a sucederse al ritmo de
las publicaciones. El "mal du siécle" se anunciaba en aquellos
poemas, en aquellas cuitas de amor. También "El Nacional" se hizo eco
de ellas.
En tanto, los fueros de la Capital seguían en pugna. Cepeda no
trajo paz. En el desborde de la guerra civil, Leandro volvió a montar a
caballo. En el arroyo de Pavón la batalla se decidió por Buenos Aires. Según lo
convenido, Buenos Aires eligió los miembros de la Convención Provincial que
debían examinar la Constitución del 53. Chocaron de nuevo los partidarios de la
Confederación y quienes no renunciaban a la lucha por la hegemonía nacional.
Esta vez fue Sarmiento el campeón de la unidad.
Se resolvió introducir en aquella Constitución algunas
modificaciones.
El grupo dirigente de la ciudad-puerto estaba dispuesto a
incorporar su provincia "al resto de la familia argentina".
En octubre de 1860 Buenos Aires juró la modificada
Constitución del 53: se incorporaba de hecho a la Confederación.
El poeta-soldado, de regreso a la casa materna, trabajaba y
proseguía con sus estudios de abogacía. Aún le quedaba algún dinero de la
herencia paterna y, para ayudarse, empezó a dar clases en el colegio de
Jordana. Los periódicos de entonces siguieron recogiendo sus poesías. Hipólito
Yrigoyen, el sobrino que vivía con los Alem en Balvanera, acompañaba a Leandro
en las largas caminatas con las que matizaba las horas de estudio.
Dentro de la política, la "cuestión Capital"
agrupaba a los porteños en autonomistas o "crudos" y nacionalistas o
"cocidos", es decir partidarios de la unidad. El porteñismo quería que
Buenos Aires viviera sola. Las provincias contrapesaban. La aduana, los
impuestos, las rentas, estaban por medio.
Sobre los últimos debates de "la gran cuestión",
una multitudse concentró frente a la casa de Mitre. El general les anunció
entonces un hecho grave: el mariscal Solano López había invadido la República
Argentina. Se venía la Guerra de la Triple Alianza.
Encendido el patriotismo, se ofrecían los voluntarios. Los
estudiantes, los primeros, se presentaron a las armas. Leandro Alem se alistó
así en las legiones que irían a la guerra. Federales, unitarios,
"crudos" y "cocidos" las integraron. La patria estaba por
encima de todo partidismo. En su condición de estudiante, Leandro marchó a las
órdenes del general Hornos con recomendación de teniente.
Estero Bellaco, Tuyutí, Yatayty Cora, Boquerón, Curupaytí.
Después de ocho meses de campaña Alem pasó a las órdenes del
general Wenceslao Paunero. En los campos de batalla el teniente de Hornos llegó
a capitán de Paunero. Por donde graneaba la fusilería, allí iba Leandro sobre
su caballo; cuando descansaban las armas, escribía poemas de amor. En
Curupaytí, donde cayó Dominguito Sarmiento, recogieron al soldado poeta herido de
un balazo. Pensó en reponerse y volver luego al fragor de la batalla pero su
salud estaba muy desmejorada.
En medio del hervidero político porteño Leandro reanudó sus
estudios de derecho. El semanario "El Inválido Argentino" lo tuvo
entre sus fundadores y redactores. En cada edición podía leerse alguno de sus
poemas.
En 1868, mientras continuaba la guerra con el Paraguay, preocupaba
al país definir la candidatura de aquel que debía suceder a Mitre en la
Presidencia de la República. Las propuestas se concretaban y diluían con igual
rapidez. Se caldeaban los ánimos.
Se había entrado en la violencia política.
INICIACIÓN POLÍTICA
La lucha política alejó a Alem de sus poesías románticas.
Con los "crudos" de Balvanera seguía la divisa autonomista de Adolfo Alsina
y se sintió con fuerzas para hacer oír sus propias ideas.
El caudillo se asomaba ya en él. Junto a un grupo de amigos
de origen modesto -el suburbio siempre presente en sus metas-, todos ellos
autonomistas que apoyaban la candidatura de Sarmiento, fundó el "Club de
la Igualdad" declarándose herederos de los revolucionarios de Mayo. Por
encima de los partidismos, pretendían enrolar a la ciudadanía detrás de los
conceptos de libertad,progreso y democracia, un programa que el sector más avanzado
de la burguesía nacional sostuvo hasta el 90.
Practicado el escrutinio de las elecciones presidenciales, triunfó
la fórmula Sarmiento-Alsina. Luego de haber contribuido a esa victoria, Alem
volvió una vez más a sus estudios universitarios.
Al año siguiente se recibió de abogado. Con voz segura leyó
su tesis doctoral, un "Estudio sobre las obligaciones naturales".
Los examinadores aplaudieron, el público asistente lo
felicitó y él corrió a su casa a hacer partícipe del éxito a su madre, a quien
había dedicado el trabajo.
Pocos días más tarde era designado secretario de la Legación
Argentina en la Corte de Río de Janeiro. El general Wenceslao Paunero, al
frente de la Legación, no había olvidado los servicios de su ayudante en la
campaña del Paraguay y había solicitado ese nombramiento. Sólo cuatro meses
duró en el cargo. Trabajó duro para poner al día los asuntos argentinos pero
extrañaba la patria y la agitación política. El recrudecimiento de viejas dolencias
no fue más que un pretexto para renunciar al codiciado puesto.
Ya en Buenos Aires, se mudó a una modesta casa de la calle Montevideo
donde instaló su despacho de abogado. Siempre fiel al partido autonomista, el
nombre de Alem empezó a circular en las elecciones nacionales. Era alguien.
Animado por la idea de participar, Leandro Alem fundó, dentro
de su partido, el "Club 25 de Mayo". Lo acompañaron en la empresa
Victorino de la Plaza, Pellegrini, Bonifacio Lastra, su sobrino Hipólito
Yrigoyen, Quirno Costa, Aristóbulo del Valle, Saldías y algunos otros
integrantes del sector juvenil alsinista.
Uno de los principales puntos del programa que encararon
hacía a la rebaja del precio de la tierra pública para que se pudieran asentar
en el campo pequeños propietarios capaces de ensanchar la producción nacional.
Una figura de prestigio presidió el flamante club. Los
jóvenes obtuvieron sin esfuerzo la adhesión del doctor Manuel Quintana, brillante
orador parlamentario. En seguida, las tareas electorales. Alem y Matías Behety
lanzaron a la calle "El Fénix", un periódico de combate donde
propagaron sus ideas sobre las más candentes cuestiones políticas, entre ellas,
la reforma de la Constitución Provincial.
El vecindario de la Concepción proclamó a Alem candidato a diputado.
Pero en las elecciones del 70, aunque el resultado fue promisorio, éste no
reunió el número de votos necesarios para entrar en la Legislatura.
El asesinato de Urquiza conmocionó entonces al país. La indignación
de Sarmiento no tuvo límites. La guerra contra López Jordán era inevitable.
Derrotado después de repetidos combates, López Jordán escapó a la Banda
Oriental de donde pasó al Brasil en espera de una nueva oportunidad. La
creación de un comité de paz que bregó por la autonomía de Entre Ríos llevó a conciliar
los intereses del federalismo con los del centralismo porteño.
Leandro Alem se mantuvo al margen de estos sucesos.
Aceptó como una liberación el cargo de secretario de la
Legación Argentina en Asunción del Paraguay que le había conseguido Paunero.
LEGISLADOR PROVINCIAL:
COMIENZO DE SU LABOR PARLAMENTARIA
En Asunción se habían instalado el hambre y la decadencia moral.
Hasta allí le llegaban a Alem los ecos de Buenos Aires, de los choques
políticos, de la guerra con Entre Ríos y de la suerte de sus amigos. La
ausencia del país se le hacía una vez más intolerable. Presentó su renuncia.
Había terminado su breve carrera diplomática.
Otro regreso, otra mudanza. En esta ocasión a la calle de la
Piedad, en el corazón de su querida parroquia de Balvanera donde reabrió su
estudio de abogado. El prestigio creciente le aseguraba ahora variada
clientela. Esto le permitió mejorar su situación económica.
Una barba oscura prestaba gravedad al rostro ascético. Los grandes
ojos revelaban la firmeza de carácter del jurisconsulto que para entonces ya
vestía de negro. Su silueta se tornaba i n confundible en la tempestuosa
parroquia.
La sensibilidad cívica vibraba al compás de la libertad, la
democracia, la república, con el advenimiento de la flamante República Francesa
cuando se registraron las primeras víctimas de la fiebre amarilla. Día a día
aumentaba el índice de mortandad.
Todo esfuerzo para combatir el mal resultó inútil. Alem
estuvo entre los enfermos. Sólo los primeros fríos de otoño ahuyentaron los
mosquitos propagadores de la epidemia. Aunque la convalecencia fue larga, Alem
se salvó de la sepultura.
La ciudad también se recuperaba. Las luchas cívicas
volvieron a estallar. Bajo la presidencia de Manuel Quintana se dieron los
debates de la comisión reformadora de la Constitución Provincial.
A Alem le dolía perderse este enfrentamiento leguleyo de la
interpretación constitucional. Luego vino la disputa por las bancas
legislativas de la provincia. El convaleciente obtuvo una que la Legislatura
rechazó alegando fraude. Ese triunfo no concretado se empañó aún más con la
muerte en plena calle de Tomasa Ponce, su madre.
Al año siguiente, la acción preelectoral. Alsina, caudillo
de los "crudos", participó al lado de su gente en todos los
entreveros políticos. En las afueras de las ciudad, en las pulperías
suburbanas, menudeaban los incidentes a veces sangrientos entre autonomistas y
nacionales, los "cocidos" de Mitre. El debate se llevaba en todos los
diarios de la época. La prensa estaba envuelta en la lucha de los partidos.
Alem vivía ahora sólo para la política. Lo acompañaban su hermano Lucio y su
sobrino Hipólito.
Adolfo Alsina distinguía con su amistad a ese aliado
formidable que le aseguraba el concurso de las clases populares de los suburbios.
Alem figuró como candidato a diputado a la Legislatura.
Los mitristas fueron vencidos. Leandro N. Alem resultó electo.
Era un hombre público. Ese nombramiento marcó el inicio de su labor
parlamentaria.
Consagrado a la función, Alem mantuvo contacto permanente con
sus electores de las parroquias más abandonadas. Se apasionó por el estudio de
iniciativas que contemplaban los intereses de la provincia o tendían a suprimir
injusticias sociales. El 13 de mayo de 1872 habló por primera vez en la Cámara
de Diputados de la Provincia. Fue concreto y rotundo y llamó a las cosas por su
nombre. No admitía compromisos ni aun con su partido.
Sólo lo obligaban los intereses populares. Se ocupó del
régimen carcelario, se opuso a la mala administración de los ferrocarriles, discutió
el presupuesto de gastos y recursos, participó en el debate del Código Rural,
se interesó por los guardias nacionales, presentó un proyecto para abolir la
prisión por deudas que fundamentó en elocuente discurso. Su gestión hizo crecer
su popularidad. Diariamente recibía comisiones de vecinos que apelaban a él.
El año 73 comenzó en forma impetuosa. López Jordán regresó del
exilio pero fue al f in derrotado y debió escapar nuevamente.
En Buenos Aires los nacionales proclamaron candidato
presidencial a Mitre y los autonomistas a Adolfo Alsina. Alem sostuvo con
brillante discurso la candidatura de su jefe en la Comisión Electoral. Ese año
fue designado vicepresidente de la Cámara de Diputados de la Provincia.
Durante el trascurso de los debates, varios legisladores
provinciales fueron electos diputados nacionales, entre ellos Carlos Pellegrini.
Este presentó entonces su renuncia a la banca provincial alegando
incompatibilidad de cargos. El asunto se discutió largamente. Alem, adhiriendo
a la postura de Pellegrini, mantuvo que la retención de las dos bancas hería la
esencia republicana de nuestras instituciones. La Legislatura se pronunció a
favor de esa postura principista. También en ese período Alem consiguió que se
votase una pensión para la viuda del maestro Lorenzo Jordana, "verdadero
educacionista", su preceptor y protector en los días de infancia.
La sucesión de Sarmiento ya empezaba a preocupar a los
políticos.
Al comienzo del proceso electoral, Roca y Juárez Celman se
pronunciaron por la candidatura de Alsina frente a la política mitrista. El
atentado contra la vida de Sarmiento y distintas rebeliones surgidas en San
Juan y Mendoza hablaban de una convulsión por el tema presidencial. Con mano
enérgica, el presidente Sarmiento pudo contener momentáneamente la lucha civil
que se desataría después de las elecciones.
Recién iniciado el 74 terminó el mandato de Alem como
legislador provincial y ya se consagraba su candidatura a diputado nacional.
Esa campaña preelectoral transcurrió en Buenos Aires bajo el signo de la
violencia. Tanto autonomistas como mitristas repartieron a sus partidarios
armas largas y se tomaron posiciones estratégicas en las parroquias suburbanas.
En Balvanera, Alem atrincheró a los suyos con total tranquilidad. Hipólito Yrigoyen,
su sobrino, era comisario de la parroquia.
Las elecciones se iban a efectuar por voto a la vista. Todo
estaba preparado para asegurar de cualquier manera el triunfo de los
"crudos". La lucha estalló a mediodía. Un justo reclamo de los
nacionales desencadenó la tormenta iniciándose una batalla campal en la que
abundaron los disparos. Tras rudo empeño, un batallón del ejercito logró imponer
el orden. Natural e injustamente los mitristas fueron declarados agresores y la
policía de Yrigoyen hizo detener a muchos de ellos.
En toda la ciudad hubo refriegas y víctimas. Hecho el
escrutinio, salvo en dos provincias triunfaron los partidarios de Alsina.
Los mitristas denunciaron fraude y presión de las fuerzas
públicas. Alem estaba satisfecho. Creía que en las elecciones debían ganar los
guapos. En seguida tocó el turno a la elección presidencial.
La candidatura de Avellaneda, apoyada por Sarmiento, cobró vuelo.
Alsina retiró la propia para volcar en Avellaneda todo el poderío del partido
autonomista. En abril, por sufragio indirecto, se realizó en todo el país la
puja electoral. Se impuso Avellaneda.
A la Cámara de Diputados de la Nación ingresó Alem luego de un
sonado proceso por fraude llevado adelante por los mitristas.
DIPUTADO DE LA NACIÓN
Alem, diputado nacional, trabajó con entusiasmo en la
comisión de legislación. Participó en el debate sobre la ley de telégrafos
oponiéndose, tanto en éste como en otros temas, a la entrega de los puestos de
comando de la economía argentina a los consorcios extranjeros requiriendo el
estímulo de las fuerzas propias para responder a la actividad de la República.
A pesar de ello, no pudo evitar que se limitase el porvenir al marco de la
agricultura y la ganadería. Intervenía siempre con vehemencia pero ante el
reclamo por una palabra fuerte que hubiera pronunciado, se disculpaba, siempre
que ello no afectara a sus principios.
Pocos días antes de entregar Sarmiento la presidencia, el
sanjuanino trató en forma desmedida a la Cámara. El Congreso se indignó y
propuso juicio político contra Sarmiento. Alem no estuvo de acuerdo. Colocó en
justos términos el incidente aunque no dejó de acusar de "valentón"
al Presidente.
La revolución de septiembre canalizada por los
derrotadosmitristas abrió un paréntesis en la labor parlamentaria de Leandro Alem.
Dados sus antecedentes, el tribuno se presentó a las autoridades militares y
fue designado Auditor de Marina. Su m i sión consistió en reducir las cañoneras
sublevadas en el puerto de Buenos Aires. Casi sin combatir, Alem consiguió la
rendición.
No obstante, las tropas de la frontera sur se habían
levantado y en el interior la rebelión estaba en pie. Pero Sarmiento, que
teníala intención de entregar el poder al presidente triunfante en los
comicios, asumió personalmente el mando de las tropas nacionales dividiendo en
tres agrupaciones a los efectivos. Las fuerzas fieles al gobierno eran
superiores en número y armamento a las revolucionarias y la falta de oportuno
enlace entre éstas facilitó la táctica de batirlas por separado.
Mitre estaba en Colonia cuando estalló el movimiento y
aceptó como recurso extremo ponerse al frente del mismo. Pisó tierra argentina
en el Tuyú y chocó con una pequeña fuerza nacional cerca de Las Flores a la que
destrozó por completo pero su vanguardia fue dispersada a cargas de rémington.
Mitre marchóluego hasta la Verde. Allí, como es sabido, se jugó la suerte de los
insurrectos. Vencidos, capitularon ante el coronel Lagos. Las penas más fuertes
fueron el destierro y la destitución del ejército.
En mayo del 75 Avellaneda envió al Congreso el proyecto de una
ley de amnistía que éste votó favorablemente. Mitre y sus compañeros
abandonaron la prisión. Ya estaban otra vez frente a frente los nacionales y
los autonomistas.
En tanto, Alem mantenía en la Cámara su posición
independiente.
La crisis azotaba el país. El tribuno empezaba a sentirse solo
y se refugiaba cada vez más en Balvanera. El choque de intereses, el deseo de
enriquecerse, de escalar posiciones, envenenaban la política y entorpecían la
labor legislativa. Alem donaba sus sueldos de diputado a los pobres del barrio.
No lograba adaptarse a las características nuevas que se perfilaban en el partido
gobernante que era el suyo: chocó con su amigo Aristóbulo del Valle, se batió a
sablazos con el jefe de policía.
En noviembre de 1877 se decidía quién iba a ser el futuro
gobernador de la provincia en reemplazo de Carlos Casares. Alem, distanciado de
del Valle, tomó sin embargo partido a su favor.
En marzo se proclamó la fórmula del Valle-Alem.
Alsina, preocupado por la división interna del partido
autonomista, buscó un acuerdo para salvarla. No resultó. La unidad partidaria
quedó destrozada. El encono entre los grupos "crudos" estalló en las
parroquias, particularmente en Balvanera. Un balazo de los tantos que se
dispararon, perforó el saco de Leandro Alem. Los delvallistas triunfaron pero
fueron acusados de haber disparado armas pertenecientes a la Nación.
Carlos Casares separó entonces a Alem de su puesto de
comandante del Regimiento
7 de Guardias Nacionales y dejó cesante a Hipólito Yrigoyen,
comisario de la sección 14.
Una noche la turba asaltó a mano armada la casa de Alem.
Este se defendió a tiros. El clima político se volvía denso.
Alem recurrió a Adolfo Alsina. Avasallando sus fueros de diputado, una comisión
policial irrumpió en el domicilio de Alem e incautó las armas. El incidente se
prolongó. Iniciado el período parlamentario, el diputado ocupó su banca y
presentó un proyecto referido a la Guardia Nacional que lo enfrentó con Alsina,
entonces Ministro de Guerra. El proyecto pasó a estudio. Una nueva disidencia
relacionada con la conducción de la guerra contra el indio los volvió a oponer.
La política de conciliación llevada adelante por Casares
también fue duramente enjuiciada por el diputado Alem quien, a su vez, abordó
en la Cámara otras cuestiones: la jubilación de los funcionarios que tenían
otros medios de vida, las irregularidades administrativas cometidas en el
ferrocarril "Primer entrerriano", el presupuesto.
EL PARTIDO REPUBLICANO
La conciliación, empujada desde el gobierno, dividió a los
autonomistas. El partido Republicano así fundado trajo una técnica distinta.
Desde las columnas de "El Nacional", los republicanos -Alem, del Valle,
Sáenz Peña, Goyena, Estrada y toda el ala liberal del alsinismo- expresaron sus
críticas.
La decisiva elección de gobernador de Buenos Aires estaba
cercana. Balas y vuelco de padrones. Resultó electo Carlos Tejedor. Los
republicanos no pudieron menos que aceptar la derrota.
Sobre fines del 77, Adolfo Alsina cayó gravemente enfermo en
el campamento de Carhué, donde dirigía la guerra contra los indios. Se lo
trasladó a Buenos Aires. Falleció a los pocos días.
Una multitud encabezada por el presidente Avellaneda
acompañó el cortejo fúnebre al cementerio de la Recoleta.
Esta sorpresiva muerte provocó un cambio en la situación política.
Roca y Juárez Celman empezaron a ponerse en movimiento.
En los comicios para legisladores provinciales se realizaron
oscuras maniobras. Se reorganizó entonces el partido autonomista.
Los republicanos decidieron unirse al viejo tronco. Alem no asistió
a la proclamación. Desencantado, se apartó momentáneamente de la política.
El pequeño grupo que lo acompañó sería llamado con el tiempo
"autonomista puro". En tanto, se despertaba la conciencia de una
nueva clase social en el país. La representaba el movimiento obrero.
LA CRISIS DEL OCHENTA
Como hemos apuntado, desde 1876 maduraba en Alem el convencimiento
de que una fuerza oscura movía los hilos de la política ahogando sus
manifestaciones más nobles y su impotencia era compartida por los sectores
imposibilitados de acceder al rápido enriquecimiento que ofrecía el auge del
comercio exterior.
A principios de 1879, Alem, aunque decidido a mantenerse alejado
de la política, fue tentado para integrar la lista de candidatos a diputados a
la Legislatura provincial. El y Roque Sáenz Peña fueron los más votados. El
tribuno volvía al primer escenario de su actuación parlamentaria. El gobernador
Carlos Tejedor tuvo en él un enemigo poderoso: nunca llegaron a entenderse.
Cuando Tejedor, en el ejercicio de su cargo, aceptó la
candidatura presidencial, la indignación de Alem no tuvo límites. Le parecía
una inmoralidad que conservara la función pública en esas circunstancias.
"Asoma un mal -dijo- que es preciso combatir a todo trance". La
tormenta desencadenada obligó a Tejedor a resignar sus pretenciones.
En tanto, Roca, cuya postulación presidencial se remontaba al
inicio de la Campaña al Desierto, proclamó su candidatura.
La turbidez del panorama político se hizo cada vez más
evidente.
El enfrentamiento entre Roca y Sarmiento se manifestó con violencia.
El Senado escuchó el último discurso parlamentario del sanjuanino: "Vengo
-dijo- con los puños llenos de verdades".
El escándalo que desataron sus acusaciones obligó a Roca a
renunciar al ministerio.
Alem continuó sin desmayar con sus trabajos en la
Legislatura y logró poner en marcha la candidatura a presidente de Bernardo de
Irigoyen. Se la consideró un punto intermedio entre la de Roca y la de Tejedor.
Casi al mismo tiempo surgió la de Sarmiento para un nuevo mandato.
Entre tanto, el presidente Avellaneda, en la intención de
entregar oportunamente el gobierno en paz, para oponerse a ciertos procederes
decretó que se depusieran las armas. Tejedor, gobernador de Buenos Aires,
contaba, como era sabido, con voluntarios armados y se resistió a acatar esa
disposición. Se vivieron horas de ansiedad. Finalmente, un comité de paz selló
un arreglo momentáneo. No obstante, con el correr de los días el enfrentamiento
entre el Gobierno nacional y el de la provincia porteña recrudeció hasta
culminar en la guerra civil armada. Los acontecimientos del mes de junio
estremecieron la ciudad. La crisis del 80 tuvo como corolario la capitalización
de Buenos Aires.
Cumplidos los cien días del estado de sitio, los batallones
regresaron a sus cuarteles, la Guardia Nacional fue desarmada, cesó la
intervención en las provincias y Avellaneda, quien había tenido que trasladar
el Gobierno al barrio de Belgrano, volvió a la Casa Rosada.
La "cuestión Capital" removida a fondo por la
guerra civil, se replanteó. Alem, que no había tomado parte en la lucha, creía con
ingenuidad que todavía había tiempo para reorganizar el partido. Se equivocaba.
El Congreso de la Nación dispuso la intervención de la provincia de Buenos
Aires y disolvió su Legislatura.
Roca, vencedor en los comicios de abril, asumió el poder y
la nueva Legislatura de la Provincia se aprestaba para votar la cesión del
municipio de Buenos Aires para capital permanente de la República. Las Cámaras
del Congreso Nacional ya habían convertido en ley, con fecha 20 de septiembre,
la capitalización.
Sólo faltaba que la Legislatura provincial prestara su conformidad.
El 12 de noviembre, sobre tablas, la Cámara de Diputados de
Buenos Aires consideró la cesión de la ciudad. "No tuvo Alem mejor
oportunidad en su azarosa carrera política para desnudar todo su pensamiento
sobre los problemas fundamentales de la Nación", opina uno de sus
biógrafos. Los cuatro discursos de Alem expuestos en sucesivas jornadas -una
sola pieza de sorprendente unidad- no lograron imponer, a la hora del voto, su
defensa de la autonomía. Buenos Aires pasó a ser capital de la Nación. Entristecido,
Leandro Alem se retiró definitivamente de la Legislatura. Se cerraba así un
capítulo de su vida pública.
LA UNIÓN CÍVICA
Desde su retiro, desde el ejercicio de una actividad
profesional que en parte lo redimía de su desencanto de la política, Alem observaba
el quehacer de la República.
La casa de la calle Cuyo, donde no había lujo pero nada
faltaba, fue testigo de su hospitalidad criolla. Su estudio de abogado estaba
siempre lleno de gente de todas las condiciones sociales.
Alternaba la lectura con la conversación grata y amena,
salpicada de ocurrencias. Los diarios lo recordaban en cuanta oportunidad se
presentaba. No era olvidado. Su amargo escepticismo no lo apartaba de sus
antiguos amigos.
Una etapa de marcado desarrollo caracterizó la presidencia de
Roca aunque el año 1884 fuese un tanto difícil. El asesinato en San Juan de
Agustín Gómez, senador nacional de la oposición, sacó a Alem de su voluntario
ostracismo. Un par de años atrás, por consejo médico, acompañado de su hermana
Tomasa, había respirado el aire de las sierras cordobesas y tomado baños termales
en Puente del Inca. Volvía a la acción en mejores condiciones físicas.
En el Teatro Nacional, Leandro Alem pronunció entre aplausos
un vigoroso discurso de oposición. Por el momento no se daba el clima necesario
para organizar otros avances. Luego, cuando se puso sobre el tapete el tema de
la sucesión presidencial, Alem no pudo sustraerse de la lucha política. Un
disenso de opiniones lo obligó, sin embargo, a un nuevo eclipse del que sólo lo
arrancó la crisis del 89. En septiembre de 1888, la muerte de Sarmiento en el
Paraguay había ensombrecido aún más sus días. Juárez Celman, desde la
Presidencia de la Nación, hablaba de "crisis del progreso" cuando en
realidad el país avanzaba hacia la bancarrota política y financiera. Alem
contemplaba el derrumbe con desilusión e impaciencia. A instancias de Manuel
Gorostiaga, el Café de París se convirtió en uno de los
lugares de encuentro. Las tertulias políticas acercaron las cabezas más
preclaras de entonces. "El que deje de vigilar la libertad merece
perderla".
En reunión multitudinaria habida en el Jardín Florida, Alem
improvisó una arenga. Hablaron también Goyena, Delfín Gallo y Torcuato de
Alvear. Gouchón leyó una carta de Mitre.
De allí a la revolución no había más que un paso. Los
asistentes al acto, en la mayoría jóvenes, enfilaron luego con entusiasmo por
la calle Florida, marchando hasta la plaza de Mayo. El Gobierno, Juárez Celman,
los observó con asombro desde la Casa
Rosada. Se había fundado la Unión Cívica.
Unos días más tarde, para castigar a los cadetes de Palermo que
habían asistido a la reunión del Jardín Florida, Juárez Celman los dio de baja.
Entre los castigados se encontraba Leandro Alem hijo, estampa de su padre el
tribuno, que el año anterior había ingresado en el Colegio Militar.
LA REVOLUCIÓN DEL NOVENTA
Inmediatamente se organizaron los clubes cívicos en las
parroquias.
Los integraron vecinos de todas las edades y tendencias.
Se hacía frente al "unicato".
Alem, sobreponiéndose a su salud precaria -la bronquitis
seguía acosándolo siempre- impulsó la labor de los jóvenes. Había abandonado su
agresiva intransigencia y marchaba ahora al lado de Mitre, de Estrada y de
tantos otros opositores. La conjunción patriótica quería salvar la República y
restaurar la pureza de las instituciones. Desde su banca del Senado, del Valle
estaba dispuesto a encender la mecha de la revolución contra el régimen juarista.
Las proclamas y los mítines se sucedían a pesar de las patotas de malevos que
intentaban desbaratarlos. El general Campos, recién llegado de Europa, prestó
su concurso. Los partidarios de Juárez Celman menguaban.
El 13 de abril los revolucionarios ganaron la calle. La
denuncia sobre emisiones clandestinas autorizadas por el gobierno para contener
la crisis financiera desencadenó el escándalo. Los días resultaban cortos para
entrevistas y conferencias. Mientras, el gobierno se debilitaba.
La revolución debió estallar el 21 de julio. El 18 fue
arrestado el general Campos y otros oficiales. Se trataba de una delación.
La junta revolucionaria decidió suspender momentáneamente las
acciones. En la madrugada del 26 se presentó Alem en el Parque de Artillería.
Había llegado la hora.
Los batallones sublevados tomaron posición en los distintos puntos
de la ciudad. Los cantones avanzados del Parque rechazaron el primer ataque de
una brigada de vigilantes. Levalle se desplazó desde Retiro. Crecía el fragor
de los combates. La ciudadanía porteña se batió con valor rivalizando con las
tropas veteranas.
No se produjo la ofensiva en la mañana del 27. Las fuerzas del
Gobierno avanzaban con lentitud. Cuando sonó en ambos bandos el cese de fuego,
la batalla estaba en su apogeo. Se solicitaba un armisticio de veinticuatro
horas para enterrar a los muertos. Durante su transcurso empezó a actuar una
comisión mediadora. La noticia de la capitulación de los jefes rebeldes fue recibida
con indignación. Los civiles y militares insurrectos exigían la continuación de
la lucha. Cuando la derrota se hizo evidente, la palabra traición estuvo en
todas las bocas.
Ese 29 de julio la amargura de Alem no tuvo límite. Desde que
fue necesario parlamentar había delegado todo en del Valle.
Sólo se le oía repetir: "Nosotros tenemos la
culpa". Fue el último en abandonar el Parque.
LA UNIÓN CÍVICA RADICAL
En el Gobierno nadie desconocía la gravedad de la crisis. La
República estaba en quiebra, el unicato desmonetizado, el gabinete deshecho. El
Congreso se reunió para recibir la renuncia de Juárez Celman. Aprobada, el
regocijo popular estalló en aclamaciones.
Los amigos corrieron a la casa del caudillo del Parque. Alem
se dejó abrazar por unos y otros. "La caída del Presidente es el primer
triunfo de la Unión Cívica", dijo. La revolución había sido vencida pero
el Gobierno estaba muerto.
Dos semanas después, por la ciudad embanderada se realizó una
manifestación de homenaje al tribuno. Bernardo de Irigoyen saludó con un
discurso el paso del desfile. El pueblo abrumaba a Alem con sus aplausos. Alem
se emocionó hasta las lágrimas.
Luego, junto a la Pirámide de Mayo, pronunció sentidas
palabras.
Esa noche un ramo de flores formando sus iniciales llegó a
sus manos. Iba acompañado por una tarjeta que acusaba siete firmas femeninas:
Lola Mata, Mercedes Honores, Isabel Torino, Petrona Echenagucía, María Luisa
Cañones, Mercedes y Elisa Mascías. En su casa, feliz con el éxito de su
hermano, lo esperaba Tomasa.
"Recién se ha inaugurado la nueva Presidencia y sólo
tenemos promesas", escribió entonces Alem a Agustín Alvarez. Poco después
con del Valle y el general Campos tomó el tren para Rosario. Los andenes
estaban llenos de gente, la ciudad santafesina los recibió con banderas. Alem,
aclamado, improvisó unas palabras. Pero la fatiga física, los nervios, las
emociones, contribuyeron para que, de regreso a Buenos Aires, cayese enfermo.
En septiembre del 90 murió Lucio Alem a los treinta y ocho años.
A los trece había sido el primer soldado argentino en entrar a la fortaleza de
Humaitá. Lo velaron en Cuyo 1572, en casa de su hermano.
Sombrío, Leandro Alem recomenzó la actividad. El mitin
"de la moralidad administrativa" repercutió en los ánimos. El
discurso de Alem fue largo y brillante. Ahora debía apresurar la organización de
la Unión Cívica. Yrigoyen sugirió la idea de instalar una Convención Nacional
para elegir los candidatos a la Presidencia de la República. Puesta en
práctica, la Convención eligió a Mitre. En seguida vino el acuerdo patriótico
que incluía a Roca. Alem se opuso tenazmente.
En mayo del 91, Alem y Aristóbulo del Valle se incorporaron a
la Cámara alta. Proclamados por la Unión Cívica para senadores por la Capital,
habían resultado electos. El mandato duró un año. Desde su banca Alem rompió
lanzas con el oficialismo.
Mientras el tribuno libraba batallas parlamentarias, Mitre y
Roca pusieron en marcha el acuerdo. Alem no transó aunque la división inminente
de la Unión Cívica lo hizo vacilar.
Desatada la tormenta, "el Partido del Parque"
quedó dividido.
La mayoría acompañó a Alem. Formaron la Unión Cívica Radical.
Siguieron a Mitre los que se autodenominaron Unión Cívica Nacional.
Alem no quiso nunca hacer política personalista. Tuvo que luchar
para que no se votase su candidatura a presidente. La Convención Radical proclamó
entonces la fórmula Bernardo de Irigoyen-Garro. El partido de Alem redobló la
propaganda electoral. "Toda nuestra política ha encontrado siempre dos escollos
donde han naufragado nuestras instituciones: el personalismo y el
oficialismo" resumió Alem en una frase. Estaba combatiendo en dos frentes:
contra el acuerdismo y contra su sobrino Hipólito, que le disputaba sordamente
la conducción radical.
Sin ahorrar fatigas, Alem pidió al Senado un mes de licencia
para lanzarse en gira a las provincias. Cuando regresó a Buenos Aires lo
apabulló una noticia: Mitre había renunciado a la candidatura presidencial.
Roca, a su vez, había proclamado su "ostracismo".
La situación era grave. Pellegrini convocó a los notables de
todos los partidos. Hipólito Yrigoyen se opuso a todo acuerdo.
Alem decidió actuar de inmediato. Su pensamiento era
concurrir pacíficamente a los comicios pero apelar a las armas si éstos fueran
desconocidos.
En abril del 92, la semana anterior a las elecciones
presidenciales, el Gobierno declaró el estado de sitio. Se lo fundamentó en el
descubrimiento de un complot revolucionario y el gabinete resolvió tomar
medidas extraordinarias contra la oposición radical. Una partida se presentó en
casa del senador nacional
Leandro Alem y lo tomó preso. Este no ofreció resistencia.
Todos los dirigentes radicales fueron arrestados menos Hipólito Yrigoyen.
El partido quedó desarmado. El día 10 se realizaron los
comicios.
La Unión Cívica Radical debió abstenerse. Luis Sáenz Peña
accedió al sillón de Rivadavia.
En tanto, Alem y los suyos seguían detenidos. Alem había
sido trasladado a bordo de la corbeta de guerra "La Argentina". El juez
Virgilio M. Tedín ordenó su libertad. Ningún legislador puede ser arrestado
mientras lo amparen sus fueros. No se acató el dictamen. Finalmente, todos
fueron deportados a Montevideo.
Los días montevideanos se arrastraban. Alem quiso hacerse tarjetas
de visita y escribió su nombre en un papel. Leandro N. Alem. Siempre se ha
dicho que se llamaba Leandro Nicéforo pero él nunca escribió su segundo nombre
completo.
- ¿Y esa N, doctor, qué quiere decir?
El deportado se encogió de hombros.
- ¿La N...? N...ada.
En junio Alem estuvo de regreso. El mes anterior, para las
fiestas mayas, Pellegrini había levantado a todos el destierro.
LAS REVOLUCIONES DEL 93
Las facciones políticas acusaban los cambios más
encontrados.
Entre Alem y su sobrino se habían instalado mutuas
prevenciones.
En noviembre quedó sancionada la carta orgánica del Partido
Radical. Al comenzar el 93 se había restablecido, a juicio de Alem, la
situación anterior a la revolución del Parque.
Lisandro de la Torre ofreció provocar un acercamiento entre Alem
e Yrigoyen. No tuvo éxito. El parlamentario buscó sustraerse a la controversia
y escribió con pasión la biografía del general Wenceslao Paunero, a cuyas
órdenes había combatido en el Paraguay.
En el campo de la política, del Valle, ministro de Sáenz
Peña, pretendió llevar a un radical al Gobierno. El Comité Nacional, presidido
por Alem, rechazó prestar la colaboración solicitada.
Realizadas las elecciones de senador por la Capital, Alem
triunfó en todas las parroquias.
En San Luis, Santa Fe y Buenos Aires, estallaron
revoluciones.
Esta última fue obra personal de Hipólito Yrigoyen. El ciclo
no había terminado. Luego se levantó Corrientes.
El mismo día en que el movimiento era sofocado en Santa Fe, llegó
Alem a Rosario en un velero de carga. Se lo proclamó Presidente Provisional de
la República. Se organizó un ejército al que le faltaban armas. El Gobierno
nacional concentró todas sus fuerzas y al mando de Roca entró en Rosario. El
caudillo no huyó, se entregó asumiendo la responsabilidad de la revolución.
Fue alojado en el Departamento de Policía.
EL OCASO
Cinco meses de encierro. Retornaba a casa. Un sentimiento de
soledad lo embargaba. El deseo incumplido de formar un hogar era una realidad
dolorosa. Las obligaciones familiares, Tomasa, su hijo Leandro, los sobrinos
huérfanos de su hermano Lucio y los compromisos políticos le impedían
reconstruir su vida personal.
Enamorado vivió siempre. En su adolescencia, más de una
mujer había endulzado sus noches. Cuando empezó la madurez, dice Manacorda,
Amelia Ruiz Moreno, hermana de su camarada en la Cámara de la Provincia, le
llevó el corazón. Ella tuvo miedo y aquel romance quedó trunco. El vivir
callejero le compensó en tumultos y amoríos la ausencia de una posible esposa.
Alguna mujer pudo retenerlo algunos meses, otra le dio un hijo. Ahora,
enamorado desde hacía mucho de la viuda de un amigo, el doctor Solveyra, Alem
se sabía correspondido. Se llamaba Catalina Tomkinson, puntualiza otra vez
Manacorda en un párrafo de la biografía que escribió hace más de medio siglo.
Alem le prometió matrimonio.
Sin embargo, en la desolación de su casa se dio cuenta de
que había contraído un compromiso que no podía cumplir. A su entender, la
pobreza y la familia eran problemas infranqueables.
Cuando el caudillo salió de la cárcel estaba en el cénit de
su prestigio. Estando aún en ella, la Unión Cívica había triunfado en las
elecciones. El gobierno presionaba para que Alem no aceptase su diploma de
senador. El Senado lo postergaba. El tribuno zanjó la cuestión: renunció ante
el Consejo Electoral. Este nombró en su lugar a Bernardo de Irigoyen.
Alem se aplicó entonces a la organización partidaria. La empresa
chocó con un obstáculo. Hipólito Yrigoyen no quiso ceder posiciones en el
Comité de la provincia y obstruyó por sistema todos los planes de su tío. El
partido estaba prácticamente d i v i dido entre "líricos" y
"rojos". Estos últimos rodeaban a Alem.
Enfermo, el caudillo se debatía entre las agitaciones
partidarias y sus cuestiones personales. Renunció a la dirección del partido.
El Comité Nacional le rechazó la renuncia.
Apenas terminaron estos vaivenes, Pellegrini, luego de indagar
el estado de las cuentas de algunos dirigentes radicales para poder utilizar la
menor irregularidad como descrédito político, lanzó su bomba. En la Legislatura
provincial, un diputado allegado a él acusó a Leandro Alem de mantener cuentas
turbias con los bancos. Alem volcó su indignación y su amargura en una carta abierta
que publicó en "El Argentino" y envió los padrinos a Pellegrini. El
gobierno quiso evitar el duelo. Los combatientes aceptaron un Tribunal de Honor
y firmaron un laudo arbitral.
La renuncia de Sáenz Peña, la incorporación de Alem a la
Cámara de Diputados de la Nación y su activa participación en los debates
marcaron el año 95. En el 96, la muerte de Aristóbulo del Valle le arrebató un
amigo entrañable.
Las viejas dolencias, su bronquitis, lo abrumaban tanto como
las dificultades económicas. Se renovaban sus antiguas angustias, aquellas que
se habían cristalizado quizás en la plaza de la Concepción ante el cadáver de
su padre. Melancólico, desganado, pasaba las horas encerrado en su escritorio
sumido en sombríos pensamientos. La decisión del suicidio consumado el Io de julio
de 1896, ya estaba tomada cuando escribió algunas cartas a sus amigos y a los
jóvenes correligionarios instándolos a la lucha.
A la hora de la prueba, escribió Octavio R. Amadeo en
"Vidas argentinas", le faltó el valor cristiano de sobreponerse al
infortunio.
Cedió a su ley de caballero antiguo: "¡Que se rompa
pero que no se doble!". Y sigue el texto: "Ganó su batalla después de
muerto. Cuando sus discípulos leyeron en su testamento que una traición lo
mataba, todos se miraron con espanto. El disparo se produjo en la esquina de su
casa, Sarmiento y Rodríguez Peña. Apenas lo oyó el conductor del coche. El
vehículo se detuvo en la puerta del Club del Progreso. Eran las diez y media de
la noche. Lo encontraron en el fondo del cupé, cubierta la cara ensangrentada
con su chalina de vicuña. Lo mataron la pobreza, la bancarrota de su política,
sus nervios enfermos y el amor, el amor inquieto de la tarde, amargado por la
noche".
"En el fondo de la Recoleta -agrega Amadeo- la tumba
del gran tribuno recibió por muchos años el homenaje del ciudadano desconocido,
las margaritas del pueblo".
Fuente: Leandro N. Alem “Un Caudillo en el Parlamento”
Prólogo de María Isabel Clucellas, Colección Vidas, Ideas y Obras de los
Legisladores Argentinos, Publicación del Círculo de Legisladores de la Nación
Argentina, 1998.
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