Jóvenes estudiantes,
conciudadanas y conciudadanos:
Al clausurarse en Córdoba las sesiones del Primer Congreso
Nacional de Estudiantes, el 31 de julio de 1918, se acordó instituir la
celebración anual del 15 de junio como día del advenimiento de la Universidad
nueva. Henos aquí reunidos en cumplimiento de un deber de solidaridad con la
historia. Nació entonces, más que una realidad, una esperanza. Y tras esa
esperanza corremos desde entonces los espíritus democráticos, progresistas y
libres, salvando los obstáculos que una y otra vez se interponen en nuestro
camino como si la Universidad nueva constituyera un inalcanzable espejismo.
Pero una y otra vez reinician su camino los espíritus democráticos,
progresistas y libres, porque la fe no abandona a quienes se sienten movidos
por el impulso hacia la libertad, propio del hombre y particularmente del que
se siente consustanciado con los altos valores de la cultura , cuya atmósfera
propia e irrenunciable es el reinado de la libertad.
La Universidad nueva fue el objetivo final de la Reforma
desencadenada por las juventudes de 1918, y sigue siendo el objetivo final de
cuantos aman la libertad y la cultura , jóvenes todos ellos por la juventud del
espíritu. Comenzó su camino la Universidad nueva entre escollos y vendavales, y
a poco de iniciado, lo envolvieron —tras la revolución oligárquica de 1930— las
auras maléficas del fascismo que comenzaba a viciar la vida nacional. El camino
quedó sumido en aquella niebla enceguecedora, y la meta comenzó a desdibujarse
porque los viandantes que recorrían la ruta debieron detenerse a cada paso ante
el obstáculo imprevisto. La Universidad nueva se tornó una esperanza cada vez
más lejana a medida que se apretaban las esposas en las muñecas y las mordazas
en los labios. Y parecía razonable ilusión aspirar cada día tan sólo a la
Universidad de la víspera, mejor sin duda que la que se anunciaba para cada uno
de los días que se sucedían en la precipitada pendiente que conducía desde la
reacción oligárquica hacia el fascismo .
Después se extremó la angustia y la Universidad se tornó
sombra de sí misma. El espíritu de la Universidad nueva, el espíritu que
vivificaba la esperanza, subsistió insobornable en muchos que levantaron su
voz, y muchos que levantaron su brazo, muchos que levantaron finalmente el arma
decisiva. La Universidad vibraba en sus juventudes incorruptibles, y resurgió
enccuarnada en ellas tras las jornadas de septiembre, cuando asumieron la
custodia de los hogares universitarios. Viva la encontramos cuando creíamos que
estaba muerta, Porque había vivido en la eterna juventud del espíritu. Y viva
existe todavía, viva y anhelante de renovación, para retomar aquel camino en el
que se detuviera a poco de comenzar su marcha, cohibida por el enrarecimiento
de la atmósfera espiritual del país. Toca a nosotros impulsarla para que
alcance un día la inmarcesible perfección de los sueños.
He aquí que, en un clima de libertad, la Universidad se
torna entre nuestras manos una materia plástica en busca de forma. Tras las
zozobras de casi cuarenta años de experimentos y de luchas, la Universidad
argentina se nos presenta como un conjunto informe sin armonía y sin estilo.
Tal es la dura realidad. Pese a ello, no faltan quienes preconicen
prudentemente un retorno a lo antiguo, como si los únicos males fueran los que
trajo consigo la dictadura. Yo afirmo que cualquier retorno es suicida y que la
simple esperanza de lograrlo revela ya una imperdonable miopía para los
problemas de la inteligencia. La Reforma de 1918 apenas pudo lograr escasísimos
frutos, y muchos de ellos se vieron roídos por los gusanos que se lanzaron
sobre los vivos durante las oscuras décadas del fraude y del fascismo . No es,
pues, exagerado situarnos en posición análoga a la que encontraron las
juventudes de antaño, y yo propongo aquí otra vez como solución única la
fórmula preconizada por Alejandro Korn en 1918: Incipit vita nova; he aquí que
comienza una nueva vida.
Estoy persuadido de que no hay otra. La Universidad
argentina requiere una revisión total de sus fines, de su organización, de sus
sistemas pedagógicos, hasta de su espíritu. Es la revisión a la que aspiró la
Reforma, que se hizo en parte, que se malogró en mucho, pero que hay que
volver a hacer, además, porque todo cuanto es obra del espíritu exige perpetua
revisión y reforma perpetua. Yo no puedo concebir la Reforma como un conjunto
de principios rígidos e inmutables, sino como un impulso del espíritu, y por
eso veo en la esencia de la Universidad un drama idéntico al que constituye la
esencia de la cultura misma.
La Universidad, como la cultura , se nos aparece como algo
concreto: sus edificios, sus laboratorios y bibliotecas, sus alumnos y sus
profesores. Es también un cierto caudal de saber que discurre entre ellos,
cierto sistema de pensamiento, cierta imagen del mundo, todo lo cual anida en
los espíritus, y preside las relaciones entre los hombres. Pero todo eso no
constituye sino una de las facetas de la Universidad, la que vive en el mundo
de los hechos, la que hemos heredado. Mas la Universidad no es sólo eso. Mucho
más que eso, es también la Universidad que queremos hacer para que acoja el
saber que vamos creando, saber nuestro, irrenunciable e intransferible, saber
entrañablemente nuestro y no heredado, sino creado con la efusión de nuestro
espíritu y con el que quedan comprometidas nuestras vidas. Este saber en
perpetua creación requiere una Universidad flexible y modelable, para que sus
formas endurecidas no hieran su frágil contextura. Y la variable receptividad
de cada generación de educandos exige por su parte pareja flexibilidad para
que las heridas no sean sus almas o sus mentes.
Hay una dialéctica entre la estructura de la Universidad y
el impulso perpetuamente renovador del saber que se rehace en ella cada día,
porque muere si no acierta a rehacerse, porque no vive sino en su propia y
perpetua recreación. Y hay una reforma necesaria e impostergable para cada
etapa de la Universidad, porque la letra mata y el espíritu vivifica; y cada
vez que la Universidad tropieza y consiente en detener su propia renovación se
torna academia, urna para el saber estéril, y deja de ser hogar para la perenne
creación .
Yo os digo que no hay una Reforma , sino innumerables y
sucesivas reformas; y estoy cierto que ha llegado el momento de una que sea
sustancial y profunda. Pero fijémonos cómo hemos de hacerla, porque si ha de
hacerse en virtud del espíritu, es imprescindible que sea del espíritu crítico
y libre, y no del espíritu dogmático y fundado en el principio de autoridad. Si
es este último el que predomina, es seguro que toda reforma será estéril y que
finalmente la Universidad dejará de serlo. Sólo por el espíritu crítico y libre
ha existido la Universidad, y tanto asegura su muerte la infiltración del
espíritu dogmático y del autoritarismo como la estagnación del saber. Si hemos
de recuperar la Universidad para el espíritu, será porque la recuperemos
entera, en la plenitud de su libertad, sin límites para la inteligencia, sin
otra aspiración que la del saber humano, del que podemos decir que ha nutrido nuestra
cultura desde la misma Edad Media, y libre de los tabúes con que se quieren
contener los espíritus.
Acaso no se haya repetido suficientemente que la reforma
universitaria forma parte de la vasta reforma educacional que requiere el
país. Es innegable que el movimiento reformista nació y se desenvolvió en un
ambiente tumultuoso y en una atmósfera de rebeldía, Era la misma juventud la
que exigía la reforma de la educación que le ofrecía la Universidad, y el
clamor resonó con el brío y la frescura que son propios de los movimientos
juveniles. Pero si era en muchos aspectos un movimiento político, un movimiento
social, un movimiento vinculado al despertar de la ciudadanía democrática, no
es menos cierto que era esencialmente un movimiento en favor de la renovación
de la Universidad y la cultura ; un movimiento educacional, análogo al que
entonces comenzaba a desarrollarse en favor de la renovación de la educación de
los niños y los adolescentes. La exigencia de una reforma educacional sigue en
pie en nuestro país para todos los órdenes de la enseñanza, y entre ellos para
la enseñanza universitaria. Parecería como si las dolorosas alternativas porque
ha pasado nuestro país fueran particularmente graves en cuanto conciernen a la
cultura y a la educación. Una indiferencia culpable se ha advertido en relación
con este problema, que hace al presente y al futuro de este país, que hace a la
correcta formación de las nuevas generaciones, que hace al destino de nuestra
cultura .
Si entendemos la reforma universitaria como reforma
educacional, descubrimos como primer objetivo el de hacer una Universidad que
constituya un centro de formación del hombre. La mera enunciación de tan
evidente designio descubre la insuficiencia de nuestra actual Universidad
frente a su misión fundamental. ¿Acaso se ha planteado el problema en alguna
ocasión? ¿Acaso la Universidad ha modificado o intentado modificar alguna vez
su estructura de mera yuxtaposición de escuelas profesionales, para afrontar el
problema total que le plantea el joven que llega un día a sus puertas y
comienza a ambular por los corredores y las aulas sin mantener otro contacto
con la Universidad que el puramente pasivo del oyente o del que pide informes
en una oficina administrativa? Constituye una actitud simplista y culpable
hablar de los estudiantes como de una fuerza de opinión, o como de un malón
subversivo, o como de una multitud indiscriminada. Los estudiantes constituyen
un conjunto, pero sólo subsidiariamente valen como conjunto. En principio y
fundamentalmente valen como individuos , como personalidades singulares. ¿Quién
que sea de verdad padre o maestro ignora lo que es un joven de veinte años,
lleno de esperanza, de inquietudes, de temores y, sobre todo, de imperativos
morales irrenunciables? Para ese joven que no ha concluido su educación, sino
que se halla en la etapa más difícil de su proceso formativo, la Universidad
ofrece sólo la fría enseñanza de quien únicamente considera su misión hacer de
él un técnico. Nada más, y es notorio que es harto poco si pensamos la
Universidad como una escuela, como un hogar para la formación de hombres.
El problema no reside en las eternas y casi siempre
estériles reformas de planes, sino en una reforma del espíritu de la
Universidad, y en la reforma de su estructura para que el nuevo espíritu pueda
florecer. Hay que crear la comunidad universitaria, la escuela a la medida del
estudiante, dentro de la cual esa comunidad se desenvuelva en el ambiente
cálido que necesita, y crear el profesorado con dedicación exclusiva que cuente
con tiempo y aptitudes suficientes como para afrontar el problema personal de
cada educando. Sólo a partir de esta situación podrá hablarse de la Universidad
como de un hogar para la formación del hombre.
Pero no es todo. La Universidad tiene que dar al joven
educando todo lo que necesita para su formación juvenil, todo lo que busca en
su tránsito desde la adolescencia hacia la juventud. Es una edad llena de
problemas, la edad del descubrimiento del mundo, la edad de las curiosidades
universales. ¿Es posible que la Universidad se empeñe en frustrar
prematuramente tantas inquietudes? Ciertamente está obligada a favorecer una
elección profesional, pero al mismo tiempo que encamina hacia un rumbo
determinado, al mismo tiempo que dirige al educando hacia la especialización,
es deber de la Universidad estimular y satisfacer la curiosidad general acerca
de los problemas que se debaten alrededor del estudiante, porque el hombre es
hombre antes que profesional, y difícilmente se halle momento más propicio para
crear una clara posición frente a las inquietudes del mundo circundante que los
años que el estudiante pasa en la Universidad. Entonces hay que modelar el
ciudadano, el hombre maduro, de opiniones claras acerca de las cosas que le
importan a todo el mundo y que no son patrimonio de ningún especialista. Nada
más triste que el profesional ciego y sordo a las inquietudes del ambiente
circundante, y por ello incapaz de ejercer influencia alguna sobre su contorno.
Acaso lo que no sea propio de la profesión deba sustraerse
al ámbito de la escuela profesional, aunque no estoy cierto de ello, porque la
comunidad universitaria es el más eficaz vehículo de la educación juvenil. De
todos modos, puede no ser objeto de una enseñanza sistemática. La Universidad
puede ofrecer una posibilidad de formación en todos los aspectos no
profesionales a través de departamentos paralelos a la escuela profesional,
cuya labor sea la de suscitar intereses y satisfacerlos sin la constricción de
ninguna exigencia, porque es seguro que los intereses profundos de la juventud
despertarán y se encauzarán por sus propios impulsos.
Pero aún la enseñanza profesional puede colaborar
indirectamente en la formación de la personalidad, si se destierra de una vez
la enseñanza verbalista y se sienta el principio de la enseñanza activa, de la
conquista del saber por el educando mediante su contacto con el fenómeno o con
la fuente. Entonces se ejercitarán de tal modo las aptitudes que las
personalidades saldrán enriquecidas para el análisis de cualquier realidad, de
cualquier estirpe de problemas.
Todo esto, y muchas cosas más, constituye la preocupación de
la pedagogía universitaria. Es triste decirlo, pero la Universidad argentina ha
vivido ignorándola, y aún hoy parece lícito regirla sin otras preocupaciones
que las del gobierno político y administrativo de la institución. No es
suficiente, como tampoco es suficiente cierta competencia profesional para
orientar la vida universitaria. Es hora de que se entienda de una vez que la
enseñanza es cosa de maestros, de expertos en cierta clase de problemas que
atañen a la Universidad como a cualquier otra etapa de la enseñanza, y que
tales expertos deben formarse como especialistas en problemas educativos, sin
perjuicio de su especialidad científica.
Acaso este planteo parezca agresivo. Pero puesto que
nuestras universidades se han esclerosado adoptando la forma de una mera
yuxtaposición de escuelas profesionales, contra el profesionalismo es contra lo
que resulta más urgente combatir cuando se piensa en la renovación de la
Universidad. Ha pasado la época en que parecía sensato y propio del sentido
común afirmar irónicamente que la lectura de Platón o de Shakespeare no era
"práctica" ni contribuía a formar, por ejemplo, un buen agrónomo. La
estrechez del planteo salta hoy a la vista, y a nadie se le oculta que un buen
agrónomo, como un buen médico o un buen arquitecto, sólo puede hacerse con un
hombre de buena y correcta formación integral.
Porque es menester que quede bien claro que todo cuanto se
haga para la formación del joven educando en las universidades ha de servir al
hombre que hay en él y subsidiariamente al profesional que ha de llegar a ser.
De modo alguno se contradicen los objetivos de una formación humana con los de
una correcta formación profesional. Ni nadie debe entender que la Universidad
debe desocuparse de la formación del profesional.
El profesional, en efecto, es el hombre idóneo para la
solución de los problemas concretos de la colectividad y de sus individuos .
Sería torpe suponer que tal idoneidad se compromete enriqueciendo a quien la
busca. Por el contrario, se perfecciona. De cualquier modo, nuestras
universidades no son tampoco satisfactorias como centros de formación de
profesionales, y también en este aspecto es menester una renovación sustancial.
Yo no ignoro que hay centros donde se aprenden bien
determinadas técnicas. Los hay, sin duda, y es innegable que se han hecho en
nuestro país esfuerzos prodigiosos para perfeccionarlos. Pero si analizamos el
problema en su totalidad, y afirmamos que las universidades deben formar el
conjunto de los hombres idóneos para la solución de los problemas de la
colectividad y de sus individuos , nos vernos obligados a reconocer que tal
misión no se cumple.
Las causas son muchas y las justificaciones numerosas; pero
tal es el hecho. La Universidad argentina no es la última instancia a que se
deba recurrir para afrontar los problemas fundamentales del país, excepto en
algunos órdenes de la vida nacional. Hay disciplinas en las que no tenemos un
solo especialista de indiscutible autoridad. Hay campos del saber en los que
estamos atrasados en medio siglo y aún más. Hay problemas nacionales urgentes
que requieren determinada clase de técnicos y que no pueden ser afrontados ni
resueltos con los especialistas que egresan de nuestras universidades. Todo
esto es desgraciadamente cierto, y son pocos, sin embargo, los que se conmueven
al descubrirlo. Pero al salir de una crisis como la que acabamos de sufrir, al
descubrir un país con crecientes exigencias técnicas, la mínima responsabilidad
de los universitarios exige que denunciemos el problema y que, por lo menos,
organicemos un movimiento de opinión para que cuanto antes se difunda la
conciencia de su gravedad. Quizás el Estado no gaste todo lo necesario para
lograr lo que el país necesita, pero parte considerable de lo que gasta se
desperdicia, acaso por no gastar un poco más, acaso por la irresponsabilidad de
los que tenemos el deber de denunciar el problema y buscar soluciones desde
dentro o desde fuera de la Universidad, desde su gobierno o desde fuera de su
gobierno.
Hay problemas argentinos relacionados con la economía, con
la vida social, con la vida espiritual del país, que la Universidad no ha
afrontado jamás. El Estado es también culpable de esta ignorancia, pero la
Universidad lo es mucho más, porque la obligación de la inteligencia es más
perentoria y su responsabilidad más alta. Sin duda las responsabilidades se
complementan, y podríamos poner algunos ejemplos. El Estado paga a la Universidad
para que forme profesores secundarios, pero nombra en las escuelas medias
personas sin título especializado. El Estado paga a la Universidad para que
afronte los problemas pedagógicos en el campo teórico, pero los técnicos en los
problemas fundamentales de la enseñanza primaria o secundaria no son
universitarios ni especializados. El Estado paga a la Universidad para formar
técnicos que no se requieren, pero nadie se ocupa de que formen otros que están
siendo solicitados urgentemente por el desarrollo económico del país. Las
distintas universidades superponen carreras con escasas posibilidades prácticas
y descuidan las necesidades regionales malgastando sus recursos en repetir las
carreras clásicas. Todo esto se sabe, pero no constituye —como debiera— un tema
sustancial de nuestras preocupaciones. Sabemos que hay ciertas actividades en
el país que rechazan directamente a los egresados de las universidades
argentinas, porque no les resultan eficaces. Y todo esto corresponde al plano
de la acción universitaria que la Universidad argentina cultiva con más empeño;
más aún, prácticamente el único que cultiva: el de la formación profesional.
Si la reforma educacional que requiere nuestra Universidad
es urgente en cuanto se relaciona con la formación del hombre, acaso es más
urgente aún con respecto a la formación de técnicos y profesionales. El país
debe exigirnos que satisfagamos sus necesidades, el Estado debe exigirnos que
cumplamos con nuestro deber, y nosotros debemos anticiparnos a esas exigencias
de quienes esperan de nosotros la solución de sus problemas.
La Universidad no debe ser, pues, exclusivamente
profesional; no debe ser el profesionalismo lo que la identifique y
caracterice; pero en la medida en que debe ser profesional, es necesario que lo
sea eficazmente.
Yo quiero explicarme el hecho de que no lo sea por tres
razones. Primero, porque no atiende suficientemente a la formación del hombre;
segundo, porque no atiende suficientemente a las exigencias del contorno
social; y tercero, porque no se preocupa lo bastante de la investigación, de la
creación del saber.
No repitamos más —como solemos hacerlo cuando queremos
ponernos juiciosos y serios— que la investigación constituye la misión
fundamental de la Universidad. Tal afirmación no es exacta. La Universidad es
una escuela, y su misión fundamental es educar al hombre y transmitir el saber
ya conquistado. Pero como se trata de un saber superior, como lo que debe
trasmitirse son los rudimentos del saber superior, es absolutamente
imprescindible que en alguna parte la Universidad se ocupe también de cultivar
a fondo y seriamente el saber superior, a fin de que sus profesores y sus
estudiantes se mantengan en contacto con el proceso de renovación que lo
caracteriza.
Pero la investigación no se hace en las aulas, en los
laboratorios o en los seminarios donde concurren los estudiantes a recibir los
rudimentos del saber superior. En las aulas, en los laboratorios y en los
seminarios, los estudiantes deben aprender, ciertamente, el método científico,
repitiendo las experiencias, recorriendo el camino dado por otros,
redescubriendo, por su propio esfuerzo activo, un saber ya conquistado. Sería
farsa pretender que el estudiante de segundo año realice investigaciones nuevas
mientras está aprendiendo los fundamentos de su disciplina.
La investigación pueden hacerla los profesores; pero si la
hacen con los estudiantes perderán su tiempo, y si la hacen solos no cumplen
una labor universitaria. Deben hacerla de otro modo, y la Universidad les
ofrece colaboradores inestimables en sus graduados, maduros ya, y en
condiciones de iniciar la conquista de nuevos conocimientos. Con los graduados,
en los departamentos de graduados, debe realizarse la labor de investigación,
sin limitaciones escolares, sin apremios de exámenes ni términos, al ritmo
propio de la investigación, que no puede estar coaccionada por disposiciones
reglamentarias. En los departamentos de graduados será honesta y eficaz, si los
profesores se aplican a ella con honestidad y eficacia.
Esa investigación no debe tampoco sufrir las limitaciones de
la organización escolar ni de la escolarización del saber. Las escuelas
profesionales tienden a encarrilar la investigación hacia una relación estrecha
con las profesiones; pero los grandes problemas científicos sobrepasan los
límites escolares y profesionales y es necesario que se afronten sin
restricciones formales. Una química para farmacéuticos o para agrónomos se
empobrece si se la separa de la filosofía por antonomasia. Es sabido que, a
medida que se amplía el horizonte, los problemas se integran y acaso la
Universidad deba tener algún rincón donde se integren las investigaciones
parciales, puesto que el saber tiende a integrarse.
Esta descripción de lo que parece misión exigible a una
Universidad demuestra la humildad del esfuerzo que realizan nuestras
universidades. Casi no hay investigación científica; apenas existen
departamentos de graduados que acojan las vocaciones maduras y definidas;
apenas existe contacto entre los especialistas, ni revistas que los vinculen y
que difundan su labor. También esta reforma hay que hacerla, antes que
proliferen los intentos aislados que multiplicaran los gastos y dividirán los
resultados.
Si la vocación reformista puede ahora abandonar las
preocupaciones inmediatas, de tipo generalmente político, que han suscitado las
condiciones en que ha vivido el país, acaso podamos comenzar a clarificar
nuestras ideas acerca de lo que tenemos que hacer con la Universidad, y acaso
podamos comenzar a hacerlo en breve tiempo. Estoy persuadido de que henos
salido ya del período oscuro de la historia argentina, y que se nos ofrece una
época de amplias y brillantes perspectivas. La vocación reformista debe
canalizarse hacia el problema específico de la Universidad y debe crear un
movimiento de opinión decidido para que recuperemos el tiempo perdido. Pero es
necesario para eso que nos dejemos poseer por un auténtico espíritu
universitario, en función del cual dediquemos nuestras energías y nuestros
esfuerzos al cumplimiento de esta exigencia perentoria de la Universidad
argentina.
Sólo una cosa me preocupa cuando hablo de espíritu
universitario: la maléfica confusión mediante la cual se carga esta expresión
de un sentido de aristocracia. Es este un país en el que las aristocracias se
constituyen por propia determinación de sus miembros; pero el primer deber de
quien accede a la Universidad y al saber es renunciar a tan deleznables
ambiciones, y situar sus anhelos no en el plano de los derechos sino en el de
los deberes. Porque sólo en virtud de determinadas situaciones reales puede
llegar un estudiante a la Universidad, en tanto que son muchos los que no
llegan a ella, también merced a circunstancias de la realidad que se interponen
como obstáculos insalvables.
La Universidad debe combatir todo espíritu de casta que
surja en su seno, porque nada hay más inmoral y degradante. Se lo combate
expulsándolo de uno mismo si aparece; se lo combate extendiendo la base social
de que proviene el estudiantado, para posibilitar el acceso a la Universidad de
estudiantes provenientes de medios rurales o alejados de los centros
universitarios, y de estudiantes de grupos sociales de escasos recursos
económicos; y se lo combate llevando a esos ambientes, dentro del área de cada
Universidad, la cooperación que pueden prestar los universitarios para
coadyuvar a su elevación y mejoramiento social. El "presalario"
ensayado en algunos países, las becas, las organizaciones de asistencia social,
son distintas soluciones al segundo problema, en tanto que la extensión
universitaria es la adecuada respuesta al tercero.
Vivimos en un país de incuestionable sentido republicano;
aspiramos fervientemente a la democracia; carecemos de tradiciones que
autoricen la formación de grupos aristocratizantes; y sin embargo nos falta un
arraigado y vibrante sentido social. Es este un dato para conocernos, que acaso
explique algo de lo que nos ha ocurrido, porque somos muchos los argentinos que
creemos merecer lo que las circunstancias de la realidad nos han otorgado, y
muchos los que juzgamos que también se merecen su situación aquellos que deben
luchar denodadamente en la estrechez o en la miseria. No es misión de la
Universidad resolver tales problemas en su totalidad, pero la Universidad debe
ser el principal reducto para la defensa de todos los derechos, para la lucha
contra la injusticia y para el estudio de las soluciones que tales problemas
necesitan. Y el primero entre todos es que la Universidad misma no se organice
sobre un principio de injusticia social.
Quizá no falte quien repita una vez más que la introducción
de tales problemas en la vida universitaria constituye un atentado contra la
imperturbabilidad que requiere el estudio. No hagamos caso, porque tal
reflexión es la del fariseo de todos los tiempos. No hay saber sólido si la conciencia
en que se aloja es éticamente deleznable. Tampoco hagamos caso a quienes temen
demasiado a lo que se ha dado en llamar la intromisión de la política en la
Universidad, porque suelen ser ellos los que la han introducido, y en su
provecho, y se resisten a que se denuncien los males que ha creado una política
reaccionaria y de camarillas a lo largo de muchos años. Sólo los reaccionarios
son apolíticos. Y me atrevo a decir que si no existieran situaciones creadas o
por crearse en la Universidad, si no existiera la tendencia a asegurar el
control por parte de ciertos sectores interesados, no se suscitarían esos
clamores en demanda de honradez y justicia que luego suelen ser estigmatizados
por los espíritus conformistas.
Otra cosa es que se introduzca la política partidaria en la
Universidad, donde nada tiene que hacer, excepto en la medida en que —como es
de desear— tengan todos los ciudadanos posición tomada frente a los problemas
de la república, y entre ellos los estudiantes, los graduados y los profesores.
Esa política partidaria es nefasta en la Universidad. Pero la política de las
ideas, de las grandes corrientes de pensamiento que pugnan en el mundo de
nuestros días, no sólo es legítima sino necesaria; y si alguna vez la polémica
degenera en alboroto, también es de fariseos atemorizarse más de la cuenta,
porque sólo se defiende lo que se ama, y sólo se ama lo que se defiende.
Jóvenes estudiantes, conciudadanas y conciudadanos:
Hago votos para que esta celebración de la Reforma , en el
día de la Universidad Nueva, señale la fecha inaugural de la etapa de
renovación que hemos esperado durante tanto tiempo. Que en adelante la lucha
por la libertad y por el triunfo de la democracia y la justicia no exija de los
universitarios más esfuerzos y sacrificios que los que son requeridos a los
demás ciudadanos.
Hago votos para que nos sea dado comenzar, en un país libre
la construcción de la Universidad Nueva, de espíritu libérrimo; la Universidad
del deber, donde la competencia sea por el sacrificio mayor, por el esfuerzo
más tenaz, por los frutos más sazonados en la cosecha de la verdad. Que
profesores, graduados y estudiantes coincidan en este designio de servir con
fidelidad al país, a la justicia y a la verdad.
Hago votos para que la Universidad argentina sacuda la
molicie que la carcome, y para que adopte como lema el obstinado rigor que
Leonardo preconizaba como regla para los trabajos del espíritu. Que en ello,
más que en cosa ninguna, resida el secreto de la Universidad Nueva. Porque los
tiempos son duros y las tinieblas impenetrables para quien no ha templado
sabiamente la espada del espíritu.
Fuente: Romero, José Luis. "La Reforma Universitaria y
el futuro de la Universidad Argentina". Discurso pronunciado en el acto
del 15 de junio de 1956, reproducido en: Federación Universitaria de Buenos
Aires, 38° aniversario de la Reforma, Buenos Aires, 1956.
No hay comentarios:
Publicar un comentario