Contrariamente a lo que ocurre cuando el investigador se esfuerza
en los archivos -a veces mediante viajes y muchos esfuerzos, e incluso con la
ayuda de la buena fortuna-, los papeles de que me he valido esta vez me
llegaron sin esfuerzo alguno. Integraron el archivo del abuelo paterno -el
ingeniero civil y doctor en ciencias naturales Angel Gallardo- y están referidos
a un aspecto de su desempeño en el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto
durante los seis años de la presidencia del doctor Marcelo T. de Alvear. (Por
coincidencia, el padre del doctor Martín Alberto Noel fue el intendente de nuestra
ciudad durante todo aquel período presidencial).
Aquellos papeles fueron conservados por uno de los yernos de
Gallardo -el doctor Manuel V. Ordóñez, y a continuación por sus hijos- y he
creído encontrar en ellos algunas claves para entender una etapa confusa de
nuestra vida diplomática.
Tras seis años de dolencia, el 8 de abril de 1923 murió monseñor
Mariano Antonio Espinosa, arzobispo de Buenos Aires. Como el desenlace se
estimaba próximo, el tema de la sucesión arzobispal había sido tratado en el
más alto nivel pocos meses antes, en ocasión de la visita a Roma del doctor
Alvear como presidente electo. El tema fue tratado con el secretario de Estado,
cardenal Pietro Gasparri, y con el Papa. El candidato auspiciado por Pío XI era
monseñor Francisco Alberti, diocesano de La Plata, y el presidente electo no
formuló reparos a ese nombre, que figuraba entre sus preferidos para el cargo.
La Santa Sede sugirió entonces que el nombrado podría ser designado coadjutor
con derecho a la sucesión, y Alvear tampoco se opuso en principio a la posible
aplicación de aquel tradicional mecanismo, sobre el cual pidió en la ocasión precisiones
canónicas que le fueron alcanzadas.
La Santa Sede nunca aceptó para nuestro país el Derecho de
Patronato, como tampoco para otras naciones que se arrogaron dicho principio al
adquirir su independencia, con recurso al argumento de que se trataba de un
valor jurídico heredado de España. Dado que aquella figura permaneció incorporada
a la Constitución Nacional hasta su abrogación en 1966 -una instancia histórica
estudiada entre otros autores por el académico doctor Pedro J. Frías-, su
mandato fue de plena aplicación por los poderes del Estado en lo referente a
las ternas del Senado para la nominación de obispos, la elección de uno de ellos
por el presidente de la Nación y la aprobación del pase de las bulas
respectivas.
A través de decenios de nuestra vida independiente la buena
voluntad de Roma y de Buenos Aires permitió que para la aplicación de la ley en
estos casos se optase por un recomendable modus vivendi para eludir factores
conflictivos.
Fuera de la crisis que a fines del siglo XIX condujo a la interrupción
de las relaciones con la Santa Sede, la excepción a esta regla ocurrió
inesperadamente durante el gobierno del doctor Alvear, lo que con más detalle
que hoy es referido en un libro de próxima aparición, precisamente titulado
Conflicto con Roma. La polémica por Monseñor de Andrea.
El conflicto planteado entre el Estado argentino y la Santa
Sede de 1923 a
1926 consistió en una serie de hechos susceptibles de ser interpretados -ya se
verá por qué- como errores políticos nacidos de un proyecto secreto,
voluntarioso, que anidó en el más alto nivel del partido gobernante y debió contar
necesariamente con la participación del candidato oficial a ocupar la sede
arzobispal de Buenos Aires: monseñor Miguel de Andrea, párroco de San Miguel
Arcángel y desde los cuarenta y tres años obispo in partibus infidelium de
Temnos, cuyas obras sociales han sido estudiadas en detalle por el doctor Néstor
Tomás Auza.
El asunto es contemporáneo de la crisis que a mediados de
1924 culminó con la separación del sector “antipersonalista” de la Unión Cívica
Radical, un tema particularmente estudiado por el académico doctor Félix Luna.
De la observación de los hechos se desprende que el presidente
Alvear se limitó a ser en el caso el ejecutor de una decisión resuelta en la
instancia suprema del partido gobernante, donde nada menos que una palabra del
ex presidente Hipólito Yrigoyen habría tenido el valor de una precisa orden.
La nominación de monseñor de Andrea fue, así, una medida que
el Presidente debió llevar adelante con independencia de sus preferencias
personales por otros candidatos, manifestadas en Roma cuando en 1922 visitó al cardenal
secretario de Estado y al Papa en su condición de presidente electo. Es por
ello que el nuncio monseñor Giovanni Beda Cardinale, arzobispo in partibus
infidelium de Chersona, debió informar al secretario de Estado cardenal
Gasparri que, al proponer sin previo aviso y públicamente la candidatura de monseñor
de Andrea, el presidente Alvear había “faltado a su palabra”. En la ocasión, y
pese a su habitual energía, las argumentaciones del Presidente en defensa
propia resultaron débiles y poco creíbles, ya que en la precisa agenda del
nuncio constaban la fecha y la sustancia de un diálogo anterior en el que Alvear
había deslizado precisamente objeciones a la posible candidatura de monseñor de
Andrea. En abril de 1923, antes de desdecirse al respecto, Alvear confió al
nuncio Beda Cardinale que monseñor de Andrea en el Arzobispado de Buenos Aires
no sería la persona indicada. Es más: que tal variante podría representar “el comienzo
de una intromisión del clero en política”. Tan insólita como grave, en pocos
meses la advertencia del Presidente pasó a ser olvidada por él y su criterio se
vio transformado por completo. Es más: llevado a sus antípodas. La probable
orden de Irigoyen -veremos dónde consta la referencia respectiva- debía ser
cumplida.
Como si aquella contradicción no hubiese bastado, algo idéntico
ocurrió con el ministro de Relaciones Exteriores y Culto, quien debió echar una
piadosa cortina de humo para desdecirse a su vez de sus previas manifestaciones
al nuncio en materia de candidaturas, pues en aquella ocasión había incluido expresas
manifestaciones adversas a la posible candidatura de monseñor de Andrea. Es
obvio que la opinión del canciller permaneció en este caso tan subordinada a
las órdenes presidenciales como el propio doctor Alvear debió subordinarse, en
este asunto, a las directivas del partido tras la intempestiva decisión de Yrigoyen
de sostener a toda costa a su candidato. Es probable que este fragmento de
nuestra historia diplomática deba ser interpretado en el contexto de la
situación política que precedió a la crisis entre “antipersonalismo” y
“personalismo”, pues ambos acontecimientos fueron contemporáneos.
Las obligadas manifestaciones de Angel Gallardo en favor del
súbito candidato oficial no borran la memoria de que en abril de 1923 había
manifestado al nuncio que su predilecto para el cargo era precisamente monseñor
Alberti, obispo de La Plata, el preferido de Roma desde antes que se produjese
el fallecimiento del arzobispo Espinosa. No sólo esa indicación de la
Secretaría de Estado constaba desde 1922 en las instrucciones escritas
entregadas al nuncio Beda Cardinale, sino que ya cinco años antes su predecesor,
monseñor Alberto Vassallo di Torregrossa, había comunicado al secretario de
Estado que monseñor Alberti era visto por dos de los más distinguidos canónigos
de la Catedral como el candidato ideal para reemplazar en su momento al ya
enfermo arzobispo Espinosa.
La previa oposición de Gallardo al nombre de monseñor de
Andrea existió, y ello explicaría un planteo que le formuló monseñor Gustavo
Franceschi, íntimo confidente y amigo del candidato del gobierno, a lo que el
canciller contestó que su actitud era de completa neutralidad en el caso, lo
que también manifestó en otras circunstancias.
No es necesario adscribirse al facilismo de las teorías conspirativas
para reconocer que la problemática candidatura al Arzobispado de Buenos Aires
fue, como se verá, el producto de un pacto acordado en el más alto nivel
partidario. Parecen confirmarlo dos simétricas referencias de Gallardo: una de
ellas formulada al ministro argentino ante la Santa Sede, Daniel García
Mansilla, y expresada como versión, pero con la significativa precaución de que
quedase registrada por un taquígrafo, y la otra expresada al nuncio Beda
Cardinale, quien la elevó al cardenal Gasparri.
Ambas versiones, asumidas con presumible riesgo por el canciller,
comprometieron directamente al ex presidente y jefe del radicalismo Hipólito Yrigoyen,
y lo razonable parece suponer que el jefe de nuestra diplomacia jamás habría
formulado una vana hipótesis de este calibre ante los representantes diplomáticos
de ambos gobiernos.
Tal como fue llevado a la práctica aquel proyecto concebido
en la sombra sólo pudo nacer de gruesos errores de concepto, agravados por
torpezas de procedimiento. Al rechazar por dos veces la renuncia del candidato
-decisión nada espontánea de éste, ya que le fue impuesta por el nuncio-, el doctor
Alvear y su canciller adoptaron un tono más que enérgico -podría decirse una
sobreactuación- seguramente destinada a un uso múltiple con destino a la
opinión pública, a las “internas” del radicalismo y a la beligerante oposición,
la cual interpeló en el Senado al canciller, quien en un caso debió incluso
retirarse del recinto en defensa del respeto debido al representante del Papa.
La tercera renuncia del obispo argentino fue finalmente aceptada por Alvear,
quien a esta victoria de la Santa Sede replicó mediante la declaración de
personas no gratas del nuncio y del secretario de la Nunciatura.
Frente al supuesto pragmatismo de un “fait accompli” mal
calculado por sus autores y ante las bravatas presidenciales,
Pío XI persistió dignamente en su posición hasta la
compartida decisión final, en 1926.
Ante la resistencia del Vaticano el Ejecutivo argentino endureció
su posición, la Corte rechazó el pase del obispo de Santa Fe, monseñor Juan
Agustín Boneo, como administrador apostólico de Buenos Aires (designación
resuelta unilateralmente por Roma), y el Estado debió enfrentar el formal alzamiento
del clero, que declaró expresamente su acatamiento al nombrado por medio de
declaraciones oficiales del Cabildo Metropolitano y del Colegio de Párrocos de
Buenos Aires. En cambio, los diocesanos se negaron a solidarizarse con monseñor
de Andrea, como les sugirió el canciller a través de monseñor Alberti. El
obispo de Paraná, monseñor Abel Bazán, se mostró en cambio siempre solidario
con las iniciativas sociales del candidato del gobierno. El Estado suprimió los
habituales pagos al clero y pidió el retiro del secretario de la Nunciatura, monseñor
Maurilio Silvani, medida que se postergó y determinó más tarde al gobierno a
expulsar a éste junto con el nuncio Beda Cardinale.
Aunque factores adversos a Andrea e impulsados por combativos
agentes de la Compañía de Jesús tendieron a ser realizados en secreto,
concluyeron en una ruidosa y cruda polémica, llevada a la prensa y a pequeños
libros de combate editados a partir de diciembre de 1923 y alguno de ellos velozmente
reeditado con actualizaciones polémicas.
Las referencias hechas por Gallardo a García Mansilla y al
nuncio tuvieron el valor de una denuncia simétrica y un cabal mensaje doble a
la Secretaría de Estado. Fiel a su Presidente, pero también católico
practicante, hombre de ciencia y ciudadano apartidista, Angel Gallardo hizo que
esta denuncia constase -como dijimos- en la versión taquigráfica de su diálogo con
el ministro ante la Santa Sede realizado en Buenos Aires el 12 de mayo de 1924.
En la segunda de dos reuniones informativas para las que García Mansilla había
sido expresamente convocado dijo también Gallardo:
“...eso de la faz
política será muy interesante aclararlo, porque es un cargo que viene muchas
veces en cartas y comunicaciones de Roma, en las que se pinta a monseñor de
Andrea como un campeón
del Partido Radical. En otra comunicación se lo titula ‘alfiere’ del Partido
Radical. Se entiende que del Partido Radical yrigoyenista.
“(...) Si la Santa
Sede ha creído que el Presidente presentaba ese candidato presionado, pudo
haber creído hacer una cosa grata eliminándolo. Eso explicaría por qué en vez
de ser una actitud hostil, hubiera sido una actitud excesivamente obsecuente
hacia el Presidente de parte del Santo Padre, es decir todo lo contrario de lo
que se cree”.
Esta versión piadosa fue la misma que recibió el nuncio y
elevó al secretario de Estado con el razonable comentario de que se trataba de
una “extraña interpretación” del ministro. Esa versión nos interesa hoy porque
el canciller denunció allí la presión que existía sobre el Presidente y fue una
manera de salvar su propia participación en un asunto que resultaba cada vez
más incomprensible para todos los sectores, tanto en Roma como entre los
argentinos católicos y los adversos a la Iglesia.
En probable confirmación de la versión referente a un Presidente
“presionado” por su partido hay que mencionar que Gallardo, en sus Memorias,
calificó de “indiscreta” una mediación brasileña ofrecida por Itamaraty y no
aceptada por la Argentina, cuyos términos dirigidos a la Santa Sede sugerían
“la necesidad de que el Vaticano considere con benevolencia la situación en que
quedará el gobierno argentino, desobedeciendo la indicación del Poder
Legislativo (se refiere a la terna), ya sea reemplazando el candidato designado
o aceptándole su renuncia”. No hay duda de que esta supuesta ayuda partía de
una indiscreción, algo así como poner el dedo en la llaga al sugerir la existencia
de una relativa debilidad política del doctor Alvear.
¿Qué buscó el ex presidente al pretender la entronización en
Buenos Aires de un arzobispo incondicional? No una simple recompensa, sino la
materialización -es duro decirlo- de un pacto político de futuros servicios
recíprocos. Es más que una suposición: se lo dijo Gallardo a García Mansilla
con las siguientes palabras, e interesa observar cómo, al tiempo que enunció
allí la posición oficial, proporcionó puntas de ovillo que hoy nos resultan
útiles para desentrañar parte de la trama secreta del caso:
“Yo no sé por qué se
lo pinta a de Andrea como un campeón del Partido Radical. Eso se ha dicho en
Roma. El ha tenido muy buenas relaciones con el doctor Yrigoyen porque éste era
Presidente de la República. El aconsejó que se votara por los radicales para
disminuir votos a los socialistas. Pero que él sea un radical militante es
absolutamente inexacto.
“Aquí alguien -no
recuerdo quién- dijo que había un pacto entre de Andrea y el Partido Radical,
para poner los elementos de la Iglesia al servicio del radicalismo y que así se
habían conseguido los votos de los seis senadores yrigoyenistas.
“(...) Se ha explotado
la circunstancia de que hayan votado por de Andrea los seis senadores yrigoyenistas
y de que hayan votado por Alberti los tres senadores amigos de Alvear, haciendo
aparecer así a monseñor de Andrea como candidato de Yrigoyen y no como
candidato de Alvear. Eso también se ha explotado, pero es totalmente falso.
Entre los que votaron por monseñor de Andrea había radicales yrigoyenistas,
radicales no yrigoyenistas,
conservadores, había de todo. La mayoría no tenía color político. Eso lo
demostró Sagasti en su libro”.
(Se refiere a un libro polémico editado en 1924 en favor de
la candidatura del obispo de Temnos).
Al narrar el caso en sus Memorias el canciller de Alvear no
dio indicios de esto, aunque expresó significativamente que monseñor de Andrea
“sostenía” que había consultado con el nuncio antes de aceptar su nominación
para el Arzobispado. Lo cierto es que al producirse la abrupta y tardía
consulta del interesado el nuncio no pudo interponer una negativa, pues si bien
sus instrucciones de octubre de 1922 establecían que tras la previsible
desaparición de monseñor Espinosa (ocurrida seis meses más tarde) debía
favorecer la candidatura de monseñor Alberti, nada decían de oponerse a otros
nombres.
Las declaraciones del frustrado arzobispo de Buenos Aires (y
futuro frustrado cardenal) fueron ocasionalmente contradictorias con los
hechos, y la propia Santa Sede lo detalló en un Libro Bianco editado en 1925
(que conozco gracias a la generosidad de monseñor doctor José Luis Kaufmann),
ya que entre otras cosas monseñor de Andrea había asegurado públicamente, antes
del lanzamiento por el gobierno de su inconsulta candidatura, que debido a sus
muchas tareas sociales de ningún modo podría ser arzobispo de Buenos Aires.
Nuestro propósito de objetividad no elude ni privilegia a ningún
factor ni sector. Conduce a señalar errores en cada plano de la contienda,
tanto en lo actuado por ambos gobiernos como por sus mediadores y agentes
visibles u ocultos, factores que pesaron en cada caso a través de supuestos
pragmatismos, argumentaciones principistas, legales y hasta teológicas, recriminaciones,
argucias, embustes y desmentidas, sin contar escamoteos informativos, como la
explicable omisión -en el Libro Bianco- de la beligerancia de los jesuitas de
Buenos Aires en este caso, tema que excedería nuestro tiempo de hoy pero se incluye
con detalle en el libro de próxima aparición.
Parece justo subrayar lo endeble de aquella posición argentina,
ya que nació de un equívoco transformado caprichosamente en cuestión de Estado.
La anomalía del caso condujo a un presidente y a un canciller de catolicismo
práctico a parecer por momentos agentes anticlericales.
Creemos irrecusable diferenciar entre el irrestricto respeto
que debían los tres poderes al Derecho de Patronato consagrado en la Constitución
y el particular tratamiento que se dio al conflicto del Arzobispado, una herida
cuyo origen y motivaciones fueron sin duda secretos. No ayudó a la comprensión
del asunto que también fuesen secretos los motivos de la Santa Sede, que llegó
a afirmar que ni siquiera el nuncio conocía las razones de la negativa, fundada
en lo que fue denominado un “secreto canónico impenetrable”.
La completa falta de tachas morales de monseñor de Andrea
quedó fuera de duda, en particular cuando Roma hizo saber que podría ser
arzobispo in partibus infidelium e incluso diocesano de cualquier sede
eclesiástica argentina, excepto la de Buenos Aires. Parecería éste un caso en
el que nada se ganó, salvo agraviar injustamente a otro Estado que era también
una potencia espiritual privilegiada por la ley, circunstancia en que el
gobierno empeñó en vano por tres años sus medios y su alto prestigio por una
causa seguramente ajena a superiores razones de interés nacional.
El cardenal Gaetano De Lai fue uno de los más severos en el
Colegio de Cardenales respecto de la actitud argentina, y en esa dura posición
se contó un ex secretario de Estado y ex prefecto del Santo Oficio: el cardenal
español Rafael Merry del Val.
En cuanto a las razones del secreto papal, creemos que estriban
en la misma motivación que movilizó a los jesuitas de Buenos Aires: no sólo las
obras sociales de monseñor de Andrea tendían a invadir parte de su
jurisdicción, sino que el impetuoso obispo habría expresado que tenía el
propósito de quitar a la Compañía de Jesús el manejo del Seminario
Metropolitano. A los inconvenientes políticos y presupuestarios que esto
hubiese significado para la Iglesia se sumaban, en aquella imprudente confidencia,
desventajas presumibles en materia de ortodoxia en la enseñanza allí impartida.
No sólo es probable que los jesuitas constituyesen a los ojos del Papa una
garantía en materia doctrinaria, sino que monseñor de Andrea representaba el
caso poco común de ser un prelado católico de ideas liberales. (A este rico
aspecto de nuestra historia criolla de las ideas, tan generosa en fanatismos,
dedicaremos parte de otro libro, en preparación, y ampliatorio del que ya hemos
mencionado).
Este caso amargo, largo tiempo incomprensible para la opinión
argentina y europea, como para cada uno de los sectores testigos o actuantes,
tuvo su solución. En una Memoria contenida en treinta páginas a máquina el
obispo de Temnos reveló en detalle su participación en la solución del caso
cuando, de septiembre a diciembre de 1926, se encontró en Roma. Ya no esperaba
el cargo ambicionado sino una reparación por vía del cardenalato y al mismo
tiempo se desempeñó como un agente secreto doble y aceptado por las partes para
superar con eficacia el estancamiento del conflicto. Sus comunicaciones desde
Roma con el canciller argentino se hicieron mediante mensajes en clave. Fue un
caso en el que los cauces normales de la diplomacia fueron evitados por ambos
gobiernos, pues los principales arreglos prescindieron de la intervención
principal del nuncio y de nuestro representante ante la Santa Sede, cuyas tareas
quedaron limitadas a funciones supletorias. La inmediata provisión de otras
cuatro diócesis vacantes en nuestro país (Córdoba, Santiago del Estero, Paraná
y Catamarca) quedó resuelta gracias a estos procedimientos y a la eficacia del
nuevo nuncio.
Los verdaderos agentes del caso fueron, durante esos tres meses
y junto a nuestro obispo, el célebre jesuita Pietro Tacchi Venturi (que tenía
acceso no sólo al cardenal secretario de Estado, sino al Papa y a Mussolini),
el fascista Oreste Daffinà, procurador de los jesuitas, y el confidente Alfredo
Proia, asesor del cardenal Gasparri y futuro diputado de la democracia cristiana
en Italia. El nuevo nuncio fue monseñor Felipe Cortesi y el fraile franciscano
José María Bottaro, incluido por el Senado en una nueva terna, fue el arzobispo
de Buenos Aires aceptado por todos. Monseñor de Andrea dejó de ser un factor de
fuerte polémica y su memoria es respetada hasta hoy por sus numerosas
realizaciones en favor de diversos gremios.
Las preocupaciones del caso argentino no fueron por aquellos
años exclusivas para la Secretaría de Estado. En ese mismo mes de diciembre de
1926 Pío XI condenó a l’Action Française, tras conversar largamente con los
cardenales Gasparri y Louis Luçon sobre los alcances de esta medida, que
sacudiría con fuerza a los seguidores de Charles Maurras en Europa y en nuestro
país.
La llegada del obispo de Temnos a Roma, en septiembre, había
coincidido con el comienzo de los estudios políticos y financieros conducentes
a finiquitar la “cuestión romana”, que concluiría en 1929 con la firma, por
parte del cardenal Gasparri y de Benito Mussolini, de los célebres Pactos de
Letrán. El cardenal Eugenio Pacelli sustituiría muy pronto al cardenal Gasparri
en la Secretaría de Estado (1930) y sería el legado pontificio en el Congreso
Eucarístico de Buenos Aires de 1934.
Cinco años después reemplazaría a Pío XI con el nombre –para
muchos presentes familiar, por cercano en el tiempo- de Pío XII.
Fuente: “El conflicto de 1923 con la Santa Sede” Conferencia
del señor Jorge Emilio Gallardo, al incorporarse como miembro de número a la Academia
Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en sesión pública del 9 de junio de
2004.
No hay comentarios:
Publicar un comentario