Que los radicales, en el momento de renovar su conducción
nacional, no tengan otra alternativa que votar por Balbín o Alfonsín, muestra
la resistencia del viejo partido a toda renovación auténtica, su capacidad para
destruir (absorbiéndolo y por rechazo) todo intento de actualización
programática, de restablecimiento de la tradición yrigoyenista perdida, de
replanteo de su trayectoria, que es lo único que podría sacarlo del marasmo.
Entre los actuales contrincantes para la jefatura radical es
difícil encontrar diferencia significativa alguna. Por un lado, provienen ambos
del mismo núcleo. Amigos y abogados de comerciantes acomodados, ganaderos
medianos y acopiadores de granos de la Provincia de Buenos Aires, se vinculan a
ese mundo concentradamente conservador que formó tradicionalmente el núcleo
director del radicalismo bonaerense. Y si se exceptúan los floreos “de
izquierda” que Don Raúl lanza para consuelo de sus sostenedores juveniles, no
podríamos entender qué los separa en los criterios sobre el momento político,
el papel del radicalismo y, sobre todo, la trayectoria de su partido.
Es sabido que en el radicalismo, paradójicamente, existe un
amplio sector disconforme con la política de Balbín, sus compromisos con el
gobierno, la participación de Mor Roig en el gabinete de Lanusse, y la alianza
con el peronismo en “La Hora del Pueblo”.
Aparentemente, el papel de Alfonsín consiste en mantener a
los disidentes en la causa común, garantizar al Comité Nacional contra la
perspectiva de su alejamiento y para tal objeto, disimular que el mismo, en
definitiva, carece de independencia frente a la conducción del movimiento. Si
fuera así, la experiencia diría que ha debido ir demasiado lejos, al punto de
transformarse en opositor a su jefe.
Sin embargo, tal hipótesis no nos convence, no porque
ignoremos la destreza de Balbín en el manejo de su partido, sino porque supone
en sus opositores verdaderos una ingenuidad que no creemos, a pesar de que
algunos jóvenes parezcan dispuestos a ver en Alfonsín a una especie de
Robespiere de Chascomús.
Preferimos pensar que Alfonsín es, en realidad, tan
necesario a Balbín como al ala “izquierda”.
EL HOMBRE PROVIDENCIAL
Para Balbín, su ex discípulo es un puente hacia la
oposición, que no puede aceptar su política sin mediaciones amortiguadoras. Él
necesita alguien que sostenga que es posible un radicalismo que él no puede
practicar, pero que es el radicalismo que los disconformes desean. Un
radicalismo combativo, sin pactos ni ataduras con los déspotas, un radicalismo
de “avanzada”. No puede decirles: no, somos así, no podríamos ni deseamos ser
de otra manera, éste es nuestro rostro. Y no puede él mismo, por otra parte,
satisfacer los anhelos más radicalizados. Le queda pues la posibilidad de
encauzar las rebeldías hacia un punto en que se esterilicen, por el mecanismo
de arrastrar a los disconformes más reacios tras los centristas que, en última
instancia, capitularán ante la perspectiva de la escisión, si la escisión se
transforma en el único modo de no transigir.
Para el ala “izquierda”, Alfonsín cumple la función de
evitarle la aceptación amarga de que el radicalismo es un camino cerrado;
aquieta su conciencia, y le permite, por ese mecanismo, dar con una fórmula
honorable de no-ruptura con Balbín. Porque si Alfonsín es mucho más tibio e
inconsecuente que ellos contra Balbín, esa responsabilidad no les afecta
directamente. Es posible transferirle la responsabilidad de su propia debilidad
impotente ante el balbinismo.
El hombre providencial permite establecer la armonía en la
discordia, sin resolver la contradicción, pero paralizando sus efectos.
RADICALISMO Y PEQUEÑA BURGUESÍA
El problema, sin embargo, consiste en que de esa manera la
contradicción se traslada a las relaciones entre el radicalismo y sus bases
sociales. Porque todo es evitable, menos la necesaria redefinición de esas
relaciones, ante el hecho cierto de que los partidos pequeño-burgueses, el
radicalismo entre ellos, no están en condiciones de responder a las necesidades
y aspiraciones políticas de las clases medias.
Pero no se trata aquí de una cuestión atingente al mayor o
menor olfato político de los viejos partidos. Se trata de que es la Argentina
semicolonial la que no puede absorber a su estructura de privilegios a ese
vasto sector, en el momento de su crisis. El anacronismo de las antiguas
figuras surge de que ideológica y psicológicamente están atados a los
horizontes de una realidad desaparecida.
Su agudeza para advertir el sentido de la corriente llevó a
Balbín a una alianza con el peronismo, reflejando a su manera el vuelco de las
clases medias hacia el proletariado. “La Hora del Pueblo” interpreta ese
anhelo, vertebrado por la capacidad de los militares para unificar al país en su
contra. Pero lo hace de una manera mezquina. Expresa la unidad del pueblo
argentino en la aspiración por recobrar su soberanía política, pero de una
manera capituladora. La soberanía del pueblo, que los trabajadores y
pequeños-burgueses pobres del interior habían conquistado prácticamente en la
lucha de masas, se transforma en la concordancia en un mero principio jurídico
que reclaman formalmente ante el régimen usurpador.
La oposición “de izquierda” del radicalismo no puede pasar
por alto que su partido no está a la altura de las circunstancias. Alfonsín nos
lo dice, cuando señala que no es posible aceptar condicionamientos, que el plan
de los generales es irse no yéndose. Pero no dice, no puede decirlo, qué cabe
hacer para evitarlo. No se refiere, desde luego, a las movilizaciones populares
posteriores al “Cordobazo”, sin las cuales es inexplicable el proceso electoral
abierto que se dispone a usufructuar. Y si le preguntan (“La Opinión”) cómo
resolver el problema del costo de la vida (es decir, lo introducen en el fondo
económico de la crisis) responde que con ¡la “institucionalización”!
La pequeña burguesía, en tanto sus representantes políticos
se mantengan en el terreno por el que transcurren hoy los radicales, no tendrá
más opción que volverles la espalda. Y todo confirma que de los viejos cráneos
no saldrá una gota miserable de luz.
Lo contradictorio en el radicalismo, resulta del hecho de
que la oposición expresa, de alguna manera, el estado de ánimo generalizado en
la pequeña burguesía, y al mismo tiempo es impotente para generar una auténtica
renovación política en su partido.
Sin embargo, la contradicción es aparente, si hacemos cuenta que el viejo partido ha perdido capacidad de atracción en su propia base social, lo que lo priva a priori de la posibilidad de una regeneración, al consagrar el predominio indiscutido de los aparatos, que es lo único que realmente permanece vivo en el movimiento fundado por Yrigoyen.
Fuente: Revista Izquierda Nacional “El Gran Acuerdo
Balbin-Alfonsín”, N° 21 – Mayo de 1972.
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