¿Un reportaje a Elpidio González? Es hoy en el país el
hombre más inabordable para esta clase de entrevistas. El periodista que llega
hasta él, se encuentra con una persona atenta, gentil, pero hermética.
-No hablaré para el público.
Me lo he propuesto y lo cumplo, y lo cumpliré.
Ese “no” lo repite a diario a los que lo visitan, enviados
por órganos de publicidad, que tienen interés en conocer lo que piensa quien
actuó tan en primera fila en las mas altas posiciones de la Republica. El mismo
exclama al requerimiento del redactor:
-Irrevocable. Estoy
muerto voluntariamente para la acción política. Desde el 6 de septiembre de
1930, me propuse a callar, y por nada he de variar la conducta que tracé
entonces.
EL HOMBRE, TAL COMO ERA AHORA
Frente a él, el cronista observa atentamente su físico, sus
maneras; percibe sus palabras. La barba entrecana, rebelde, le cubre todo el
rostro y presta a su imagen algo así como un reflejo de asceta.
La nariz aligueña sobresale como un índice, mientras los
labios finos filtran las silabas con suave sonoridad. El acento de Elpidio González
es sereno. No atropella, no se “come” las letras, no apocopa, no esconde lo que
siente o concibe.
-No hablaré-
repite con firme resolución.
El cronista emplea otra táctica.
Lleva el diálogo a terrenos más confidenciales; promete no
insistir en su interés reporticio. Esta en el escritorio en donde el ex
Vicepresidente de la Nación gana su sustento en la modestia eximía de un simple
corredor de comercio.
Su ojo avizor y avezado descubre el ambiente y las cosas que
rodean al que fue gobernante: un cuarto de quinto piso porteño, en el corazón
de la ciudad, provisto de una mesa sin adornos, cuatro sillas, dos o tres fotografías
sin marco, que recuerdan algunas escenas oficiales en que actuó; nada más. Ni sofás,
ni butacas lujosas, ni antesalas atrayentes. Como su propio indumento, la
frugalidad impera en la oficina del ex político y secretario de estado.
En la entrada, una chapa de bronce, pequeña, que dice:
“Elpidio González”
“Elpidio González”
LA SILUETA FAMILIAR EN LA CALLES DE BUENOS AIRES
La silueta familiar de González, en las calles de Buenos
Aires, es saludada por los transeúntes con cierta simpatía, que emerge
precisamente de su humildad. Con su bastón y su paso tranquilo, cruza la urbe
que bulle, y suele escuchar la mención de sorpresa que lo indica a la
curiosidad popular.
La barba lo ha transformado, quitándole el aspecto fisonómico
de sus épocas de poder. Vamos a preguntarle la causa de esa modificación en sus
hábitos. Nos detenemos. Es acaso un voto intimido, una señal de renunciamiento
a anhelos de lucha que abrazó desde niño.
-Durante su primera detención por el gobierno del General
Uriburu, resolvió no afeitarse. En la cárcel se dejó crecer el pelo, hasta
ahora. –Esto nos informa un amigo que conoce su vida de sufrimientos y dolores.
-¡He visto tanto,
tanto!
Don Elpidio González manifiesta al cronista que se ha
levantado después de algunos meses de enfermedad.
-Me asaltó una parálisis
que me afectó la vista. Me he salvado por milagro de Dios. Si lo encuentro a
usted en la calle, y no lo reconozco, discúlpeme… Solo veo con el ojo
izquierdo. El derecho lo he perdido.
Hago un movimiento nacido de la impresión que produce la
estoicidad con que señala su terrible dolencia, su falla visual.
Sonríe. En su semblante se refleja una conformidad que
asombra.
-¿Usted cree que me
desespero?
De ninguna manera… Me
basta un ojo para seguir percibiendo…
He visto tanto, tanto
con los dos, que ya no me atrae el mundo…
LA AMARGURA
El dejo melancólico de su confesión es una buena coyuntura
para adentrarse en ese espíritu, que se acoraza en lo recóndito de su energía
moral y que existe en un plano psíquico especialísimo.
Fuente: Facsímil de la nota “Elpidio González, ex
Vicepresidente de la República Argentina, se gana la vida vendiendo anilinas”
por Manuel María Oliver para la Revista Ahora de 1935.
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