Al regreso de Europa me esperaba en Buenos Aires un clima de
descontento estudiantil, con medidas del Ministerio de Educación y la falta de
libertad en el gobierno de Perón. A comienzos de 1951 fuimos invitados a varias
reuniones en las que convergían militares, políticos, algunos sindicalistas y
dirigentes estudiantiles, agrupados en la Federación Universitaria de Buenos
Aires, conocida por FUBA. Se conspiraba y se hablaba de revolución. Nuestro
Centro de Estudiantes era vigilado por policías en la puerta y agentes de civil
que presenciaban, sin ser invitados, nuestras reuniones y asambleas. La FUBA
decidió crear un comité secreto de emergencia para conducir la acción
estudiantil del cual formé parte por mi militancia y por ser presidente del
Centro de Estudiantes de la Facultad de Derecho.
La comisión directiva que yo presidía la integraban grandes
compañeros que después fueron eminentes argentinos, como el historiador Félix
Luna, el embajador Roberto Etchepareborda, Alcides Pérez Gallart, Milo Gibaja,
Edmundo Eichelbaum, Issay Klasse y otros. Eichelbaum fue el último de ellos con
quien estuve conversando, en la madrugada del día anterior a la fuga. Issay
despertó mi gusto por la música clásica, haciéndome escuchar en su casa
“Tocatta y Fuga” de Bach” y me descubrió al gran pintor Petorutti mostrándome y
describiéndome un cuadro que colgaba en su habitación.
La picazón de la política me ocupaba y absorbía. Éramos
estudiantes de diversas ideologías: pero mayoría de centro-izquierda:
radicales, socialistas, demócratas, comunistas e independientes. Estaban
próximas las elecciones de 1946 para presidente de la república y la opinión se
polarizaba entre la coalición de la Unión Democrática con la formula
Tamboríni-Mosca y el surgente general Perón con un viejo radical, converso, que
tenía el pintoresco nombre de Hortensio J. Quijano, como vicepresidente.
A pesar que la Unión Democrática contaba con el apoyo de los
diarios y las radios, (aun no había televisión) Perón, triunfó. Tanto era el
deseo de cambio que tenia la gente en Argentina.
El gobierno de Perón había encarcelado al diputado nacional
Ricardo Balbín, presidente de la Unión Cívica Radical, el más importante
partido opositor y al cual yo pertenecía. Organizamos un agresivo reclamo,
pidiendo su libertad, coordinando actos “relámpago” en esquinas importantes del
centro de la ciudad, a las que nos citábamos y convocábamos secretamente.
Entonces todavía no había internet ni emails. Cuando llegaba la policía, nos
dispersábamos rápidamente mezclándonos con los transeúntes. Poco tiempo después
Balbín fue puesto en libertad. Me sentía un revolucionario. Muchos años después
leí:
“Si a los 18 no eres
revolucionario, no tienes corazón, pero si a los 40 sigues siendo
revolucionario, no tienes cabeza”
Cuando murió Perón, Balbín dio una lección de grandeza al
despedirlo en nombre de la Unión Cívica Radial, dijo- “Un viejo adversario
viene a despedir a un amigo”.
Cuántos amaneceres nos encontraron en la mesa del café de
Las Heras y Pueyrredón, conversando, discutiendo y planeando para una mejor
Argentina y un mundo feliz. A veces venía a la mesa algún político de los que
admirábamos como el reformista Gabriel del Mazo. Los escuchábamos con atención,
en largas noches de connivencia intelectual.
Avanzaba la conspiración antiperonista. La primera reunión
del comité de emergencia de la Federación Universitaria Argentina fue en la
ciudad de Córdoba, histórica cuna de la Reforma Universitaria. Por unanimidad
decidimos sumarnos al movimiento revolucionario que, ya sabíamos, sería
encabezado por el General Menéndez.
El Dr. Miguel Ángel Zavala Ortiz, diputado nacional que
después fue Ministro de Relaciones Exteriores, era uno de nuestros contactos
políticos. Nos pidieron organizar una volanteada masiva en varios pueblos del
gran Buenos Aires, simultánea con otras acciones de grupos antiperonistas y los
gremios ferroviarios en huelga. Salimos una noche fría de principios de agosto
de 1951 en el automóvil de José Luis Azarola Saint, hijo del agregado cultural
de Uruguay en la Argentina. En el grupo, además de Azarola, venían Félix Luna,
Felipe Lunardello y Emilio Gibaja.
Cruzando la estación de tren de José Luis Suarez en los
alrededores de Buenos Aires, nos sorprendió la policía. Pudimos escapar pero,
alcanzaron a tomar el número de la chapa del auto. Pronto descubrieron a quien
pertenecía. Esa misma madrugada la policía allanó la casa de Azarola. El
episodio terminó con la carrera diplomática del papá de mi compañero que era un
gran señor al que yo admiraba y sentí mucho haberle causado ese gran disgusto.
Probablemente fue uno de los primeros desencuentros entre la diplomacia de
Uruguay y Argentina.
La policía obtuvo los nombres de todos nosotros; las casas
fueron allanadas y todos apresados excepto yo. Cuando la policía fue a buscarme
a mi casa, en Olivos, no me encontraron porque yo había ido a Avellaneda donde
se reunía la convención nacional de la Unión Cívica Radical para elegir la
fórmula presidencial en las próximas elecciones. Muy tarde llamé a casa para darles
la noticia a mis padres de que se había elegido la formula Balbín –Frondizi y
me atendió una voz extraña.
Pensando que me había equivocado, volví a llamar y esta vez me atendió mamá con una voz temblorosa en la que descubrí que la policía ya estaba allí. Alcancé a enviarle un beso y decirle que no se preocupara y corté antes que pudieron descubrir de donde llamaba. Subí al estrado de la reunión y le informe al Dr. Ricardo Balbín. Ahí se puso en marcha toda una red de protección cuyo cerebro era el Dr. Arturo Frondizi y que ya estaba funcionando con otros perseguidos. El primer lugar de escondite fue la casa de un dirigente del partido, el Dr. Ricardo Berri, conocido médico en La Plata. Siguieron otros domicilios de inolvidables amigos como Bernardo Larroudet, Mariano Wainfeld y Alberto Candiotti, De un lugar a otro siempre me trasladaba Raúl Gargione, el valiente y fiel chofer de Frondizi. A todos ellos, mi recuerdo y mi homenaje.
Pensando que me había equivocado, volví a llamar y esta vez me atendió mamá con una voz temblorosa en la que descubrí que la policía ya estaba allí. Alcancé a enviarle un beso y decirle que no se preocupara y corté antes que pudieron descubrir de donde llamaba. Subí al estrado de la reunión y le informe al Dr. Ricardo Balbín. Ahí se puso en marcha toda una red de protección cuyo cerebro era el Dr. Arturo Frondizi y que ya estaba funcionando con otros perseguidos. El primer lugar de escondite fue la casa de un dirigente del partido, el Dr. Ricardo Berri, conocido médico en La Plata. Siguieron otros domicilios de inolvidables amigos como Bernardo Larroudet, Mariano Wainfeld y Alberto Candiotti, De un lugar a otro siempre me trasladaba Raúl Gargione, el valiente y fiel chofer de Frondizi. A todos ellos, mi recuerdo y mi homenaje.
Tuve orden de captura desde el 2 de agosto de 1951 hasta
febrero de 1954 en que fue levantada por el juez federal Francisco Menegazzi.
Mi situación se agravó porque mis compañeros detenidos, ante
las presiones y torturas, se pusieron de acuerdo para asignarme a mí la mayor
responsabilidad del hecho.
Hicieron muy bien, pero eso agravó mi situación y me
buscaban con ahincó.
Ante el peligro de mi apresamiento, Frondizi decidió que me
fuera al Uruguay. El primer paso fue viajar a Entre Ríos. Lo hicimos junto a
otro compañero de los grupos antiperonistas, Julio Passerón, estudiante de 5º.
Año y dirigente estudiantil de la Facultad de Filosofía y Letras. Llegamos a la
ciudad de Paraná donde nos recibió el hermano del diputado nacional Raúl
Uranga. Nos llevó por una noche a una quinta en las afueras de la ciudad y al
día siguiente pasamos a manos del senador provincial Dr. Emilio Poitevín quien
nos ubicó en una chacra en Villaguay, pequeña ciudad en la costa del rio
Uruguay.
Ya habían pasado dos semanas desde que comenzaron mis
peripecias y seguía vestido de político, con traje y sobretodo azul, camisa
blanca, que ya era gris y medias, zapatos y sombrero negros. Lo menos apropiado
para esas peripecias. Un día, caminamos hasta un pequeño arroyo cercano, nos
desnudamos, lavamos toda la ropa y la tendimos al sol. Que ridículos
pareceríamos atravesando el campo con esa arrugada ropa ciudadana.
Dormíamos bajo un techo de chapas, sin paredes. Los
murciélagos, volaban raudos, a nuestro alrededor toda la noche.
El dueño de la chacra, don Cristóbal Nogueira, era hombre de
campo, entrerriano de pura cepa A Julio y a mí nos gustaba conversar con ese
viejo radical. En nuestro aburrimiento, empezamos a notar que el castellano de
don Cristóbal tenía visos un poco clásicos, era casi un castellano antiguo y
había cierta musicalidad en sus frases lacónicas. Era un campesino y un señor.
Una mañana, don Cristóbal nos despertó con una rosa en cada
mano, de parte de su mujer. Nos pedía disculpas, pero quería que nos fuéramos
porque estaba en plena menopausia, muy nerviosa y asustada por nuestra
presencia. Un poco avergonzado, nos llevo en su viejo sulki a otro destino en
nuestra fuga. Era una pequeña casilla en la costa del rio Uruguay, refugio de
pescadores cuando había mal tiempo. Teníamos unas latas con salchichas, unas
galletas y un bidón con agua. Como en casi todos nuestros escondites, el ir al
baño era siempre a cielo abierto, en pleno campo .Ya nos habíamos acostumbrado.
La tercera noche llovía fuerte cuando alguien golpeó la
puerta. Era Ramón, el pescador a quien le habían encomendado que nos cruzara a
Uruguay. Nos dijo que esa noche era la oportuna porque con la tormenta sería
más fácil eludir la vigilancia de las lanchas de la prefectura argentina.
Embarcamos en su bote isleño, con casco en forma de V y Ramón nos hizo acostar
en el fondo, angosto y mojado.
Silenciosamente, empezó a remar hacia la vecina orilla. Cada
vez que la pala del remo salía del agua, el viento desparramaba el agua que
empapaba cada más mi traje y mi sobretodo.
El pescador remaba en sesgo para enfrentar la fuerte
corriente que lo tiraba río abajo. El ancho del río era de unos ochocientos
metros pero tardamos más de una hora en la travesía. La oscuridad era total,
nos manteníamos en silencio, no sé si porque nos los había pedido Ramón o
porque el frío nos enmudecía. No recuerdo si en algún momento, durante el
cruce, tuvimos miedo. Creo que no.
Al fin llegamos a unos juncales que anunciaban la costa
uruguaya. Nos aprestábamos a desembarcar cuando alguien nos día la voz de alto.
Una sombra corpulenta con botas y escopeta preguntó quiénes éramos y que
hacíamos. Ramón, tranquilo, le explicó que veníamos de parte del Sr. Nogueira y
que éramos jóvenes estudiantes argentinos que buscábamos refugio Entonces la
sombra se hizo hombre y nos dio la mano con una cordial bienvenida que nos sonó
a gloria. Así nos recibía Uruguay! Nos explicó como cruzar el campo para llegar
a la carretera principal. Nos despedimos agradecidos del valiente Ramón y le
prometimos un corderito al hombre de la escopeta. Era de madrugada, pero aún
oscuro.
Empezamos a caminar por el campo, sorteando pozos y zanjas,
cruzando alambrados y esperando que los perros que ladraban a lo lejos no
vinieran hacia nosotros. Al fin llegamos a la carretera. Lo primero que
hicimos, temblando de frío, fue despojarnos del saco y el sobretodo y
retorcerlos tratando de enjugarles el agua, sin mucho éxito, pero igual
volvimos a vestirnos. Otra vez nos pusimos a caminar con la esperanza de
encontrar un lugar donde secarnos y tomar algo caliente. Después de larga
caminata que nos ayudó a entrar en calor, llegamos a un típico boliche del
camino. Nos miraron con extrañeza y nos dijeron que estábamos cerca de la
ciudad de Paysandú. Nos lavamos y arreglamos lo mejor posible y nos sentamos a
descansar mientras saboreábamos con fruición un café con leche con galletas
.Estábamos felices, nos sentíamos seguros y en tierra amiga. Yo nunca había
estado en Uruguay. Sentíamos una mezcla de júbilo, esperanzas y curiosidad.
Por suerte Julio tenía algo de dinero uruguayo lo que nos
permitió pagar al bar y tomar un ómnibus de la empresa COT hacia Montevideo.
Fueron varias horas en las que no pude dormir por la excitación y la alegría
que me embargaba. Llegamos a la estación terminal, en una simpática plaza que
se llamaba Cagancha y preguntamos donde quedaba el Departamento de Policía.
Nos habían aconsejado que nos presentáramos de inmediato
para solicitar asilo político. Fuimos atendidos de inmediato y muy amablemente,
por un oficial cuyo nombre nunca olvidé: Cunningham, director del departamento
de inteligencia, un señor! Unas horas después salíamos de la policía con cedula
de identidad y residencia autorizada. Qué diferencia con la policía del otro
lado del rio. De contentos parecía que teníamos alas en los pies. Éramos
libres.
El pensamiento de nuestros padres y seres queridos, así como
el de nuestros queridos compañeros encarcelados y torturados nos había
acompañado siempre. Y ahora, desde Montevideo podríamos hablarles y
tranquilizarlos sobre nuestro destino y paradero.
Julio habló a su casa y yo a la mía, enterándonos que los
esbirros de la policía todavía estaban en nuestros hogares. ¿Hasta cuándo?
Tomamos contacto con los uruguayos. No los conocíamos.
Parecían argentinos, pero eran más discretos y amables. Nos abrían los brazos,
con generosidad y sin preguntas.
Traíamos instrucciones de contactar a mi colega, el
presidente el centro de estudiantes de derecho de la Universidad de Montevideo.
Nos encontramos en un café frente a la facultad, con Claudio Williman, un rubio
alto y jovial quien fraternalmente nos ofreció toda su ayuda. Nos acompañó a
Radio Carve, para cuyo dueño yo traía una carta de presentación, mojada, pero
aún legible. Era del padre de mi amigo, el gordo González Zaín, dirigente de la
Asociación Interamericana de Radiodifusión, para su par Raúl Fontaina. Fue otro
recibimiento cálido y muy predispuesto. Nos presentó al subdirector de la
radio, quien luego sería buen amigo, Enrique De Feo. Café por medio, hizo
llamar a otro argentino, Augusto Bonardo quién ya estaba trabajando de locutor
y productor en la emisora y le pidió que con la gran experiencia que traía de
Radio Splendid argentina me preparara para trabajar en la radio. Mi compañero
de ruta, Julito Passerón, pensaba dar clases de inglés y francés que dominaba a
la perfección. Todo lo que estoy contando sucedía durante nuestro primer día en
Montevideo.
Bonardo nos llevó a la pensión donde él vivía, en la calle
Rio Branco, justamente al lado del consulado de la República Argentina.
Alquilamos una habitación, con desayuno, almuerzo y cena incluidos. Radio Carve
nos salió de garantía porque no teníamos dinero. El desayuno era café con
leche, pan y manteca y arroz con leche; el almuerzo, ensalada, algo más y arroz
con leche. A la noche, una entrada y arroz con leche. Creo que comí arroz con
leche para toda la vida.
Fuente: FUBA y
Revolución de Mario Seoane “Memorias de una larga vida”, 14 de marzo de 2012.
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