Fue Yrigoyen quien, orientándose como pudo, infligió serias
derrotas al aparato que asfixiaba al país. El yrigoyenismo fue un movimiento de
masas que expresaba la tendencia al crecimiento del país, frenado por la
alianza de la aristocracia latifundista y el imperio británico.
En el gobierno tuvo entre otros méritos, el de cumplir con
su promesa de no enajenar ninguna parte de la riqueza pública ni ceder el
domino del Estado sobre ella. En un asunto clave como el ferroviario, su acción
fue fecunda, y demostró una comprensión cabal cuando, al vetar la ley del
Congreso que traspasaba las líneas del Estado a una empresa mixta, afirmó en el
Mensaje:
“el servicio público de la naturaleza del que nos ocupa ha de
considerarse principalmente como Instrumento de Gobierno con fines de fomento y
progreso para las regiones que sirve”.
El apoyo a YPF, la tentativa de crear un Banco del Estado y
un Banco Agrícola, la compra de barcos, etc.., son otras tantas pruebas de su
orientación nacionalista.
Su política internacional fue digna, altiva, independiente,
y retomó el sentido latinoamericanista que poseían los hombres de la
Independencia y que se perdió a mediados de siglo pasado.
Es bueno insistir sobre el manto de plomo que recubría la
cultura del país. Las voces solitarias de aquí y allá que querían agregar un
aporte renovador, estaban fuera (o se las dejaba rápidamente) de los medios de
difusión capaces de amplificarlas hasta influir en la conciencia política
nacional. La transición a concepciones políticas más adelantadas y claras que
pudo producirse dentro del radicalismo, fue cosa que no ocurrió. Fuera de él,
en las fuerzas organizativas, había un páramo ideológico.
El Partido Conservador, representante de la oligarquía
terrateniente, no se resignó a la pérdida del gobierno ocasionada por la
aplicación del sufragio libre. Mientras esperaba la hora de recuperar el poder
por la violencia, su táctica consistió en unir todas las fuerzas posibles bajo
el lema negativo de hacer antirradicalismo (luego, cuando contó con aliados en
el propio radicalismo, su bandera sería el “antiyrigoyenismo”).
El aliado más consecuente que siempre tuvieron los
conservadores fue el Partido Socialista, que no sólo los acompañó en las
maniobras concretas contra el radicalismo, sino que también lo haría contra el
peronismo.
Buenos Aires, puerto de factoría que servía a la
intermediación importadora-exportadora, centro burocrático al que convergían
los inmigrantes y los criollos desplazados por el latifundio, era la única
realidad que veían –incompleta y erróneamente, además- los socialistas. Por el
resto del país sentían el mismo desprecio que los “civilizadores” mitristas y
rivadavianos.
La gran mayoría de los explotados estaba en el campo: eran
los peones de la estancia, los obrajeros, los hijos de la tierra convertidos en
mano de obra miserable.
La Argentina quedaba seccionada en una porción industrial y
en otra que no lo era, cuyos respectivos asalariados se incomunicaban entre sí
y perseguían objetivos contrapuestos. Era una estrategia que podía deparar
algunas mejoras a sectores reducidos del proletariado (creando nuevos motivos
de desunión interclasista), pero le vedaba la lucha política para avanzar en
conjunto como clase. Los obreros industriales, sin peso en el cuadro global de
la economía subdesarrollada, no podían ser factor de transformaciones
revolucionarias, si actuaban de espaldas al resto de los perjudicados por el
sistema oligárquico imperialista. A cambio de la fantasía de buscar una
liberación exclusiva, para ellos solos, en medio de la Argentina desangrada,
rompían el frente capaz de obtener una liberación real, y abdicaban del papel
que les correspondía dentro de ese frente como clase revolucionaria.
En suma, no les quedaba más que “el sindicalismo puro”, la
lucha economista por mejoras inmediatas, aunque debilitados por renunciar a la
solidaridad de los otros grupos de intereses comunes, y votar por los
socialistas, con lo que terminarían de suicidarse. Como el Partido Socialista
era enemigo de la industrialización, la clase proletaria no crecería, y como
también era librecambista y enemigo de lo que llamaba las “industrias
artificiales”, cuando éstas desapareciesen, los obreros sin trabajo aumentarían
la oferta de mano de obra y bajarían los salarios. Limitándose a una política
meramente encaminada a las mejoras salariales en la industria, éstas servirían,
por una parte, para aumentar la diferencia entre las remuneraciones de la
ciudad y del campo, característica de los países subdesarrollados. Al mismo
tiempo, servirían de pretexto para el aumento de costos de producción y, sin
proteccionismo, las industrias quedarían en peores condiciones ante la
competencia extranjera.
Con estas menciones basta para apreciar que si el Partido
Socialista nos ha negado siempre hasta “la leche de la clemencia”, no es por
oportunismo ni por improvisación, sino por una vocación rectilínea –desde la
cuna hasta la tumba-.
La oligarquía, copiando instituciones liberales, y el Dr.
Justo remedando enfoques socialistas, llegaban siempre a las mismas
conclusiones y compartían los mismos prejuicios. Por ejemplo, al peón de tambo
y al obrajero que los oligarcas explotaban y denigraban, el Dr. Justo los
crucificaba teóricamente negándoles toda capacidad política. Su discípulo, el
Dr. Repetto, explica que era imposible hacerles comprender razones “porque se
trata de gente muy ignorante, envilecida en una vida casi salvaje”.
Mencionamos las modalidades que los hacen indistinguibles
del conservadorismo. Destacaremos algo que acredita a los socialistas como caso
político único. Es el partido socialista del mundo colonial y semicolonial que
nunca fue antiimperialista, ni siquiera doctrinariamente. Más aún: es el único
partido socialista del mundo que ha defendido expresamente al imperialismo.
Hasta los más viscosos amarillismos social-demócratas de Europa, beneficiarios
y cómplices de la política colonial de sus burguesías, al menos en teoría han
condenado al imperialismo.
En la Argentina tenemos un fenómeno mundial: un partido
socialista proimperialista en la teoría y en la práctica.
Los designios de Estados Unidos de imponer su hegemonía en
todo el continente, no constituían ningún secreto: sus hombres de Estado lo
venían proclamando desde hacía un siglo, y había muchos hechos probatorios en
exceso, la oposición a los proyectos de Bolívar para la unificación
continental, la destrucción de nuestro Puerto Soledad en las Malvinas, el robo
a México de más de la mitad de su territorio, las depredaciones en Nicaragua,
la incursión naval contra Paraguay, eran algunos ejemplos. Pero cuando la
intervención yanqui en Cuba, a principios del siglo XX, Juan B. Justo observó:
“Apenas libres del gobierno español, los cubanos riñeron entre sí hasta que ha
ido un general norteamericano a poner y mantener la paz a esos hombres de otras
lenguas y otras razas. Dudemos pues de nuestra civilización”. Dudemos más bien
de los socialistas cipayos, porque hasta los obrajeros analfabetos del Dr.
Repetto, saben que cuando los cubanos tenían ganada la guerra de la
Independencia, en 1898, los norteamericanos, mediante una provocación, tomaron
parte en la contienda y se constituyeron en usufructuarios del sacrificio de
los isleños que venían guerreando desde hacía treinta años, firmaron un tratado
de paz con España sin dar intervención a los cubanos, y se apoderaron de las
Filipinas, Guam, Puerto Rico, etc. En Cuba nombraron un gobernador militar y
sólo lo retiraron cuando se les dio la base de Guantánamo (que todavía ocupan)
y se les reconoció el derecho de intervenir militarmente. Cada vez que había
protestas por el fraude con que se elegía a un presidente amanuense de los
yanquis, estos mandaban fuerzas amparados en esa concesión.
Únicamente a los socialistas argentinos se les podía ocurrir
echarle la culpa a los cubanos de esas intervenciones imperialistas que
sufrieron todas las naciones que estaban en el radio geopolítico de Estados
Unidos.
Cuando decía “dudemos de nuestra civilización”, se trataba
de una ironía justista: quería decir que estaba seguro de nuestra barbarie.
Como la civilización y el progreso sólo pueden llegar del extranjero, también
aplaudieron la maniobra yanqui que quitó una provincia a Colombia y creó la
república artificial de Panamá. Pensaban, como los yanquis, que nuestro continente
sería un emporio de civilización si no estuviese poblado por latinoamericanos.
Lenin, explicando la desviación reformista de los
movimientos europeos que recibían su cuota del producto colonialista, dijo que
“el partido obrero-burgués es inevitable en todos los países imperialistas”. Ha
mencionado asimismo que “en todos los países en los que existe el modo de
producción capitalista hay un socialismo que expresa la ideología de las clases
que han de ser sustituidas por la burguesía”. En esta segunda categoría estaría
el Partido Socialista de nuestro país sin describirlo totalmente. La Argentina,
siempre al día con las modas del Viejo Mundo, quiso darse el lujo de tener un
partido obrero-oligárquico-proimperialista, una creación de la fantaciencia política.
Desde que se acriollaron los inmigrantes, nunca más consiguieron reclutar a un
proletario. Cuando en la Casa del Pueblo ven acercarse a un grupo de obreros,
cierran las puertas y piden custodia policial.
En 1930 la situación se tornó mucho peor, los efectos de la
crisis se sentían fuertemente y la reacción afilaba sus cuchillos. Como después
pudo verse, el curso de la economía en todo el mundo no admitía ninguna salida
de la depresión. Había que capearla lo mejor posible. Pero la maquinaria de la
oligarquía le permitía exagerar las fallas del gobierno, atribuirle la culpa de
procesos que eran inevitables y marcarlo como responsable del descontento
popular.
El Partido Socialista, infaltable en las grandes infamias
contra el país, dio una batalla parlamentaria contra la ley de nacionalización
del petróleo y lo mismo su desprendimiento, el Partido Socialista
Independiente, se sumó al escándalo callejero, arrastrando a los bobalicones de
la pequeña buguesía portuaria, que creían que aquellos tribunos municipales
eran la última palabra en materia de progresismo y audacia de pensamiento.
Entre otras lindezas, el diario La Nación emitió este juicio
sintético:
“No se recuerda ninguna época de fanatismo y corrupción como
ésta”.
Y La Prensa:
“Nunca antes en la
Argentina, un gobierno quiso mostrarse y se mostró más prepotente, omnisciente,
ni llegó a dejar mayor constancia de su incapacidad de actuar, respetar y ser
respetado.
Por su parte el Partido Comunista no aportaba nada al
esclarecimiento de las cosas, por el contrario, definió al gobierno de Yrigoyen
como “reaccionario” y “fascistizante”.
El clásico frente antipopular, perfectamente sincronizado,
sacó a relucir sus grandes palabras y los militares de cabeza hueca hicieron de
verdugos.
Fuente: “Yrigoyen y sus enemigos” por John William Cooke - Apuntes para la militancia – diciembre de 1964.
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