Cuando llegó a Santiago del Estero la primera expedición
libertadora, aquella del General Ocampo, enviada por la mano férrea de Mariano
Moreno, Dorrego, entonces un imberbe oficial porteño, fue encargado de formar
con la paisanada santiagueña un escuadrón. La leva fue fácil y aquel pueblo de
campesinos pacíficos contribuyó a la libertad de la patria con la carne anónima
y fuerte de sus hijos y contribuyó con tal eficacia, utilizando a esos hombres
robustecidos en el trabajo por una existencia de sobriedad y de labor, que
fresca esta sobre la historia de la patria la fama de aquellos soldados
valientes en el combate, fuertes ante la muerte, infatigables en las marchas,
jinetes diestros en las caballerías e inteligentes en el aprendizaje de la
ciencia de la guerra: y frente a ese magnifico recuerdo tengo que presentar
ante ustedes la realidad de estas horas. En la incorporación de la ultima
conscripción fue necesario hacer cuatro llamados complementarios para poder
integrar las plazas, pues en el primero y obligatorio fue rechazado el noventa
por ciento de los muchachos de veinte años de la provincia de Santiago del
Estero que, después de cuarenta años de progreso, tiene hijos que no sirven, no
ya como sus abuelos, para la guerra, sino que son inútiles para la misma parodia
de la guerra. El sistema de explotación del bosque santiagueño destruyo en
cuarenta años la mejor vida de su pueblo. Todo se transformó. Desde los gustos
hasta la moral. Desde la reciedumbre rustica hasta las costumbres. Señalare
unos cuantos fenómenos irrebatibles: 1)
El paisano santiagueño, de espíritu sedentario, fue convertido en nómade, por
la costumbre de ir detrás del trabajo. 2)
Fue arrancado de sus labores habituales, agricultura, ganadería a industria
menor, para ser enganchado al obraje con el cebo de un fuerte sueldo, destruyéndose
en su alma toda tentativa de progreso personal. 3) Fue alejado de sus centros naturales junto con la familia,
privando con ello a los hijos de la educación, pues en los obrajes, muchos de los
cuales han llegado a tener centenares de niños, nunca hubo la preocupación de
establecer escuelas. 4) Se lo llevó
a vivir en pésimas condiciones de higiene, en ranchos transitorios y a lugares
donde la falta de buenas aguas obligaba a beber aguas inconcebibles, cuando no
aguas abombadas por el estacionamiento en los tanques, y mantenerse con una alimentación
antinatural, nefasta en especial para los niños y las mujeres. 5) Se le estableció la ruda tarea del
hacha no por jornadas de horas normales, sino por tarea o rendimiento, lo que
combinado con las exigencias de la proveeduría, los obligaba a la realización
de labores superiores a las que racionalmente puede aguantar cualquier hombre. 6) Se le estableció la obligación de
consumir en la proveeduría del obraje, especie de monopolio tiránico que los
hacia comprar con un 200 % de recargo. Aun hoy he visto en Santiago del Estero
cobrar un peso y veinte por un par de malas alpargatas que no valen más de
cuarenta centavos. 7) Se hacia el
enganche de peones en los centros mas poblados, teniendo como socios frecuentes
a los comisarios, y se compraban los brazos con el adelanto de cantidades casi
fabulosas para esa gente y que eran absorbidas en pocas horas, por el prostíbulo
y el despacho de pésimas bebidas, establecimientos que nacieron tan solo para
vivir a costa de estos adelantos. Desde entonces nace en la peonada santiagueña
el espíritu de juego y despilfarro.
La plata hay que gastarla adelantada, si total la pagan
adelantada. Hay que comprar con ella el alcoholismo, la venérea, la sífilis,
que también son manifestaciones del progreso. Un humorista con fondo de
tragedia podría llegar a estas conclusiones. Porque no es sino una humorada trágica
el hecho de que bajo el amparo del progreso. Santiago del Estero haya logrado
embrutecer la mente de su pueblo, destruir los resortes morales de su espíritu,
gastar la fortaleza de su carne. Hoy esa región tiene que desandar cuarenta años
de civilización. Rehacer su agricultura. Crear su ganadería. Volver al cauce de
las zonas fértiles. Armar la conciencia del trabajo en su hombre. Vencer los
intereses creados de los pueblos fabricados en zonas antinaturales. Y
acostumbrar a la población del campo a comer, a educarse y a luchar contra el
raquitismo, la tuberculosis, el tracoma, y las venéreas. Y a destruir la fama
de haraganería que le hicieron los que se enriquecieron con su trabajo [...]
Una noche, en una de esas magnificas noches santiagueñas,
con sus cielos hondos y oscuros, tachonados de estrellas altas, presenció una
fiesta típica entre el paisanaje. Cuando el alcohol había despertado la
angustia que se acuña en el alma del actual pueblo santiagueño, un grupo de
ellos, alrededor de una guitarra, entonó una vídala. Una vídala cuya música
triste se apreta en mi corazón como una garra y cuya letra repetía estas
desoladas palabras:
"Pobre nosotros, que vamos a hacer".
Esta es la canción de un pueblo olvidado por la ciudad y
aplastado por el progreso. De un hombre que no es dueño de la tierra que pisa,
corrido por el código del refrescado doctor Vélez Sarsfield cuya estatua
abollaremos algún día. De un hombre que no es dueño de su trabajo a pesar de la
letra de su Constitución. De un hombre que no es dueño de su salud. Que no es
dueño de sus hijos. Que no es dueño de su conciencia y que ante la realidad
implacable que nada le deja, no encuentra mas alivio que cantar en el dolor de
una vídala ese grito apretado que debiera sonar en nuestro oído como desolada
protesta:
"Pobre nosotros, que vamos a hacer"...
Fuente: “La destrucción de Santiago del Estero” por Homero
Manzione (1936) reproducido en la Revista Crisis Año 1 N° 7, noviembre de 1973.
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