Para atestiguar públicamente la orfandad política en que su
propio partido lo deja, al presidente solo le queda ese desahogo ante el
Congreso que es su último mensaje. En el cual ha expresado su contrariedad "por el esfuerzo de investigación
y construcción doctrinaria esterilizado... por quienes no hallaron oportuno o
conveniente prestarle su atención".
Ahí, entre sus pares del gabinete, el no pierde silaba del
mensaje interminable, pesado y medido vocablo a vocablo. Cerca como esta del
estrado no se le escapan ciertos indicios de la furia de don Marcelo, a duras
penas sujetada: el temblor de la muñeca que sostiene las carillas, la dureza de
los maxilares apretados en cada pausa. Quizá, en uno de los clásicos arrebatos
de su tan comentado mal genio, Alvear improvise alguna condenación velada de
los "personalistas", intercalándola, fulminea, entre párrafo y párrafo.
Ojala... Se la tendrían bien merecida los senadores y diputados oficialistas
que han puesto a su presidente en el trance de solicitar sus votos a los adversarios
de la bancada conservadora, para la sanción de tal o cual ley.
En los palcos especiales los invitados de honor, señoras
enojadas, diplomáticos, el cardenal primado, se aburren lo más atentamente
posible. No estaría de más para sacarlos de su controlado sopor alguno de esas
salidas de tono de Alvear. Que sigue leyendo, incansable. Por ahora vitupera a
las "voluntades fuertes",
generadoras de "un espíritu gregario
aquejado de sectarismo, que anula las facultades de análisis...". Y,
por si los yrigoyenistas no se diesen todavía por notificados, añade una cáustica
reflexión acerca de la pertinacia de "un
pueblo como el nuestro... poseído de la obsesión de considerar irreemplazables
a algunos de sus hombres públicos".
—Cenores
legizladores... -conjura Alvear como si quisiese ganarse el cielo.
Su ceceo hace que, en las bancas de la mayoría, algunos se
apantallen la boca con la mano para el remedo burlón de la pronunciación
defectuosa. Entre bostezos del público transcurre el mensaje. Hay conmiseración
y simpatía en el aplauso final de los conservadores, los socialistas y una minoría
de radicales antipersonalistas. Y en el suyo y el de sus colegas de gabinete.
Varias horas ha durado la lectura. Alivio en legisladores y publico. Las púrpuras
vestiduras de Monseñor se han puesto lentamente en movimiento, como después de
un largo calambre.
De las galerías altas se ha descolgado un vozarrón, ronquera
de caña quemada:
—Viva el mas grande de
los argentinos de todos los tiempos: el doctor Hipólito Yrigoyen...
Ha sido como un escupitajo en plena faz de presidente. Que
sigue retribuyendo, con leves inclinaciones de cabeza, el apoyo de una parte de
los presentes. Insuficiente para tapar el desden de tantas manos refugiadas en
los bolsillos. O inertes sobre tableros de pupitres.
El ha hecho lo que ha podido por evitar lo inevitable. Ha
pasado más horas en secretas maniobras políticas que en las otras, militares,
en la cordobesa Pampa de Olaen o en Mendoza, vivaqueando bajo carpa junto a
oficiales y tropa. Todo para nada.
El principal obstáculo ha sido ese hombre, todavía en el
estrado, estilizada por el frac una alcurnia que le brota por todos los poros.
Fuente:"Alvear, su último mensaje ante la Asamblea
Legislativa" en Sí, Juro “Agustín P. Justo y su época” de Martín Alberto
Noel, Editorial Corregidor, 1996.
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