La República Argentina necesita con urgencia recuperar
principios cívicos de ejemplaridad que permitan erradicar la pandemia de la
corrupción, que desde hace décadas ha contagiado a la mayor parte de la clase
dirigente y es un obstáculo formidable para la mejora de las condiciones de
vida de millones de argentinos. En este sentido, y a poco de haberse cumplido
el centenario de la sanción de la ley Sáenz Peña de sufragio universal, secreto
y obligatorio, resulta un acto de justicia recordar al presidente argentino que
primero enarboló las banderas del principismo político e hizo realidad el ideal
democrático de la Revolución de Mayo: Hipólito Yrigoyen.
Los ideales de Mayo de progreso y democracia habían
determinado, aún sin la debida conciencia de ello, dos posiciones dominantes en
la historiografía argentina hasta bien avanzado el siglo XX. En abreviada
síntesis, la historia oficial reivindicaba el progreso y justificaba el
abandono del ideal de la democracia en aras de no poner en riesgo la
prosperidad material con una apertura del régimen político considerada
apresurada para el estado de las costumbres cívicas de la sociedad. La historia
conocía esta combinación no equilibrada de los ideales de Mayo como la
instauración de la República posible.
En la vereda opuesta, el revisionismo criticaba
acérrimamente la ausencia de una democracia auténtica, pero al hacerlo
descalificaba el progreso alcanzado con argumentos críticos del modelo que lo
hizo posible, sin plantearse seriamente cuál hubiera sido otra trayectoria
posible para el desarrollo económico, poblacional, educativo y cultural del
país.
En Hipólito Yrigoyen, por primera vez, confluyen ambos
ideales.
En cuanto al progreso, no suele recordarse que Yrigoyen
pertenecía a la Generación del 80, y que participaba del consenso sobre las
bases del progreso del grupo que acompañó a Roca en la construcción de la
Argentina moderna, adhesión confirmada por su apego al sistema económico
heredado del régimen conservador. Sin embargo, su legado más valioso está
vinculado con el principismo político y la vigencia de la democracia.
Quienes han estudiado la vida de Yrigoyen están de acuerdo
en que no existe una relación normal entre la importancia de su trayectoria
política y sus manifestaciones públicas. Aquella extrañeza -una condición de
opacidad de humanidad más propia del místico que del hombre público- ha
ocultado el sentido de su lucha política. Se le pide a Yrigoyen (a quien Manuel
Gálvez, su primer biógrafo, llamó "el hombre del misterio") una
conducta de estadista en sus actos de gobierno y, al no hallarla, se lo
descalifica atribuyendo esa ausencia a la falta de un programa de gobierno o de
un elenco de figuras a la altura de los desafíos causados por la Primera Guerra
Mundial. Sin embargo, el enigma de Yrigoyen no es tal.
La Reparación, escrita con mayúscula, es el argumento que da
sentido a toda la carrera política de Yrigoyen y del radicalismo. En ocasiones
solemnes que prenuncian transformaciones divisorias de aguas, la historia de
los pueblos es movida por ideales en apariencia muy simples, pero que no
obstante encierran un profundo significado de cambio. La Reparación, llegada al
poder con la victoria de Yrigoyen en 1916, es uno de ellos.
En vano se buceará su significado estricto en la
bibliografía radical, en especial en la que está más cercana en el tiempo a la
vida Yrigoyen: por su propia naturaleza principista, la Reparación es un
concepto vago e indefinido. Lo mejor que se encuentra se basa en conceptos del
propio Yrigoyen; la Reparación es una fuerza del espíritu que se entronca con
la tradición de Mayo y se propone conservar la virtudes esenciales de la raza,
es decir, una fuerza moral que se identifica vagamente con un concepto
idealista de la argentinidad, orientada a prácticas cívicas regeneradoras, que
se traducen en la abstención revolucionaria hasta tanto no se organicen
comicios libres y democráticos.
El clima político que dio origen a la Reparación se rastrea
desde la federalización de Buenos Aires en 1880, cuando el espíritu liberal y
democrático de los porteños fue derrotado por la coalición conservadora que
lideraba Roca. Desde esa fecha, sucesivas demostraciones de rebelión a favor de
hacer efectivo el ideal democrático de Mayo fueron sofocadas por los hombres
del Régimen, comenzando por la Revolución del 90 y siguiendo por los
alzamientos radicales de 1893 y 1905.
Detrás de cada uno de esos intentos de democratizar la vida
política del país se encontraba el espíritu de la Reparación. La Reparación no
nació ex nihilo como si se tratara de una fuerza ajena a la tradición cívica de
los argentinos, sino que, como una expresión del principismo político que había
animado a Moreno y Rivadavia en los inicios de la Revolución, constituía el
credo democrático de Echeverría, era reivindicado por el Partido de la Libertad
de Mitre en 1852 y había causado la revolución del Ejército Constitucional en
1874.
Yrigoyen, a quien numerosos autores revisionistas
identifican con el resurgimiento del caudillismo federal, representa, según
mejores cuentas, el espíritu de organización nacional plasmado en la
Constitución de 1853, cuya concepción democrática no se cumplía en el período
anterior a la ley Sáenz Peña.
La interpretación revisionista de Yrigoyen como continuador
de la línea histórica del federalismo argentino nace en el seno del radicalismo
y se aprecia con claridad en la obra de Gabriel del Mazo, su historiador
oficial en la primera mitad del siglo XX. Los historiadores liberales aceptaron
de buen grado esta interpretación, funcional a su descalificación de Yrigoyen
como un caudillo autoritario y populista. Frente a ambas posiciones, en nuestra
visión institucionalista ubicamos a Yrigoyen en el tronco histórico de los
ideales de Mayo, una perspectiva diferente sobre los conflictos de nuestro
pasado que la clásica división entre unitarios y federales que forjó la
dialéctica contradictoria de la historia oficial y el revisionismo, donde el
elemento relevante es la posición adoptada frente a los ideales de progreso y
democracia.
Contra la identificación revisionista de Yrigoyen con el
caudillismo federal preconstitucional y la desvalorización de su cruzada
democrática que hace suya la historia oficial, la Reparación es sinónimo del
ideal democrático de Mayo.
Esta actitud misional quedó empañada en su segundo mandato:
fue su error más grave reasumir las riendas de la nación a los 76 años. El
verdadero enigma de Yrigoyen reside en aprehender las razones biográficas y
personales que lo indujeron a aceptar, en 1928, un nuevo período presidencial,
que a la postre significó la ruina de su memoria póstuma.
Y es que Yrigoyen, a su modo, pertenece a la estirpe de los
Moreno, los Rivadavia, los Sarmiento, soñadores idealistas que marcaron nuevos
rumbos y fueron acusados despiadadamente por sus contemporáneos. Sorprenderá
que coloquemos al caudillo radical más cerca de aquellos que de Perón, como el
propio peronismo y la izquierda nacional han pretendido. Una compañía tan poco
habitual para don Hipólito se explica por el apego de todos ellos a ciertos
principios irrenunciables.
Desde Maquiavelo, el principismo político suena a una
contradicción en sí, una ingenuidad frente a los barones de una mal entendida
gobernabilidad. Pero en la azarosa vida argentina, a cien años de la ley Sáenz
Peña, tras décadas de corrupción y confrontaciones estériles y trágicas, pide a
gritos ser proclamado como una nueva cruzada de reparación cívica y moral.
Bajo su inspiración, la instauración plena de los ideales de
Mayo vendrá a nosotros de la mano de una generación de políticos respetuosos de
las instituciones, incorruptibles, y, a la par, lúcidos gestores. Entonces, las
banderas del principismo político serán una eficaz herramienta de
transformación moral y material y la figura de Yrigoyen ingresará
definitivamente en el panteón de los grandes hombres nacionales.
Fuente: El principismo de Yrigoyen por Alejandro Poli
Gonzalvo para La Nación del 26 de marzo de 2012.
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