El momento político que me cabe la honra de presidir, lo
reputo trascendente para el porvenir de las instituciones, por cuanto la
reforma electoral anuncia una evolución en el gobierno representativo y en el
ambiente como en las costumbres en que va a desenvolverse la democracia
argentina. Y tan grave considero el nuevo estado que van a generar las nuevas
practicas, que he juzgado necesario hablar a la razón publica y al sentimiento
nacional, para fijar por acto de persuasión las responsabilidades que van a
gravitar sobre la masa popular y, con seria preferencia, sobre las clases
pensantes de la sociedad.
El presente manifiesto es un acto excepcional, pero no por
eso es menos democrático, porque si al jefe del Ejecutivo corresponde indicar
rumbos a la política general del país, también lo siento obligado a
exteriorizar su pensamiento y a vivir en saludable contacto con el alma
colectiva de la Nación. Solo así le será dado encauzar tantos anhelos generosos
que nacen y se conservan dispersos hasta que el patriotismo los condensa y el
gobernante los conduce a su formula definitiva. De aquí la necesidad de
penetrarnos, pueblo y gobierno, procurando de mi parte llevar a sus intimidades
mi visión y mis anhelos. En el lenguaje sencillo de las intenciones confesadas,
quiero persuadir y al mismo tiempo convencerme controlando mis orientaciones. Que
dará así sometida a la prueba de los hechos la afirmación que tuve el honor de
hacer cuando dije al Honorable Congreso que entre el pueblo argentino y su
mandatario existe una comunión de ideales. Es a favor de esta mutualidad que
debemos emprender el camino de la reforma con fe en el país, en las
instituciones y en los hombres.
He prometido un gobierno de libertad, de discusión y de
examen. Lo estoy cumpliendo. No percibo, sin embargo, la actividad de los
partidos que vuelva eficiente mi labor, empeñado como estoy en lucha con la
rutina y con los intereses que se defienden. Tengo, en cambio, la seguridad de
no haberme equivocado al emprender la política que desenvuelvo, pero habré de
repetir una vez mas que ella no es obra de mi inspiración, sino exigencia de
los tiempos, que dan a cada gobierno su misión propia.
Esta lejos de mi mente la intención de someter a proceso las
causas que han retardado nuestro progreso político. No seria justo, desde
luego, personalizar errores que he juzgado colectivos, ni atribuirlos a
gobiernos determinados, que viviendo su tiempo y haciendo su historia han
quebrado poderosas obstrucciones manteniendo el principio de autoridad que ha
de tener prelación sobre los mejoramientos. He dicho, en otra ocasión, que los
gobiernos defensivos no pueden ser reformadores. Ello explica los retardos. En
el presente periodo, cuando ejerzo mi mandato sin convulsiones ni asechanzas,
seria injusto atacar a mis predecesores o desconocer su patriotismo porque les
cupiere en suerte momentos de agitación que traen medidas de lucha, impuestas
por la insipiencia de nuestra democracia. Todos han sido factores de nuestra
grandeza y han acercado sus aportes intensivos al desarrollo nacional. Recojamos
los beneficios de tantos esfuerzos y utilicemos en el servicio del bien las
experiencias alcanzadas, sin apasionamientos ni reproches.
La transformación de un país no es resultante del acaso,
sino de concausas múltiples que acercan las soluciones, las preparan y las
consagran. Desaparecido el caudillismo, la Republica tomo sus formas, y a través
de conmociones profundas prevaleció la ley sobre los hombres y el concepto
nacional logro surgir sobre el fermento anárquico vencido. La lucha no abandono
por eso su crudeza: la sangre dejo de derramarse en los campos de la rebelión,
pero corrió en las ciudades, y los comicios presenciaron cruentas contiendas
entre el pueblo apasionado y el oficialismo partidario. La ausencia de las
armas marco, sin duda, un progreso, pero no es signo definitivo de la conquista
democrática. No basta. Necesitamos destruir a los agentes sucedáneos de la
fuerza: a las artes hábiles que hacen ilusorio el voto y el efectivo imperio de
las mayorías. Cuando ello desaparezcan, entonces si habremos llegado.
Antes de acometer la reforma, me he preguntado con previsión
y cautela si el momento político que atravesamos era realmente propicio para
realizarla. La respuesta fue categórica.
La paz exterior se evidencia asegurada dentro de la armonía
internacional y de la propia potencia de la Nación. El principio de autoridad
se percibe inalterable a través de luchas libres y respetuosas del orden. Un
gobierno de derecho mantiene la concordancia de los poderes del Estado dentro
de su independencia, sin aceptar intromisión en el propio ni intentarla en los demás.
Los hombres influyentes de todos los partidos se asocian con patriotismo a la
marcha recta y prospera de la Republica, prestándole su concurso moral o
efectivo. La revolución ha pasado a ser recuerdo, desarmada por la libertad,
que es seguro de concordia y de paz perdurables. La educación multiplica sus
escuelas y perfecciona sus sistemas. El Ejército se instruye metódicamente y
es, a su vez, agente civilizador, lo mismo cuando prepara al conscripto y lo
devuelve a la comarca a enseñar lo que aprendiera, que cuando dilata hasta la
frontera norte la posesión efectiva del vasto territorio. La Marina de Guerra
acrecienta su poder por las unidades adquiridas y por la técnica de su
personal, afirmada la disciplina de una y otra institución en la certeza de que
no viven sobre lo arbitrario y de que ningún derecho carece de juez.
Esbozada a grandes rasgos la actualidad, en sus perfiles
conexos con la política, he de volver sobre la educación para fundar sobre sus
adelantos el desalojo de un argumento especioso: la falta de preparación del
pueblo. Nos hemos acostumbrado a repetirlo y a justificar así tutorías
inadmisibles. Se desconoce la elaboración intensa que, venciendo tinieblas y
abriendo horizontes, hace venido operando con la conscripción y con la escuela.
Hagamos actos de lealtad. Verifiquemos el estado del proceso y aparecerá la capacidad
de nuestro pueblo con sus sagacidades nativas de raza y de temperamento. Reconozcámoslo
sui juris.
Demostrada la posición favorable del país, frente a sus
problemas más vitales, ocurre preguntar ¿cuantas décadas tendremos que recorrer
para que se produzca una situación análoga, sin gobierno partidario, sin
pasiones desbordantes y sin caudillos prepotentes? ¿Se podría asegurar que los
gobiernos futuros volverían sobre el fracaso de este esfuerzo para intentarlo
nuevamente con idéntica tenacidad? ¿Sentirianse inclinados a despojarse de la acción
militante y de aquella gravitación personal que no por ser humana deja de ser
perniciosa a la libertad de los partidos y al carácter de los ciudadanos? No
afirmo que no se intente, pero dudo que se realice, por lo mismo que la
historia se repite en los éxitos como en los contrastes.
Compartiendo estos criterios, el Honorable Congreso ha dado
al país una legislación electoral; y antes de recomendar a mis conciudadanos
las obligaciones que ella crea, cúmpleme rendir justicia al Parlamento que ha
debatido sus bases con alta ilustración y patriotismo. He respetado los
diferentes criterios en que se ha dividido su opinión, si bien los he discutido
abiertamente, no solo como ponente de la ley, sino cumpliendo deberes de colegislador
en uso de mis facultades propias. Mi gobierno no ha torturado conciencias ni
lastimado altiveces en el seno del Honorable Congreso. No han prevalecido allí
ni de una ni de otra parte intereses egoístas, ni el voto se ha dividido entre
adictos o adversarios del gobierno. El P. E., desde luego, no tiene ni reconoce
enemigos en la representación ni en los partidos. Aspiro a ser, como lo tengo
dicho, la garantía de todas las opiniones y el presidente de todos los
argentinos.
La nueva ley aporta a nuestro derecho positivo dos
innovaciones sustanciales: la lista incompleta y el voto obligatorio. A raíz de
los debates, consideraría superfluo explicar sus objetivos. Diré solo que el
sistema, rompiendo la unanimidad y monopolio, consagra las minorías, dando razón
y existencia a los partidos permanentes. De hoy en mas abra, naturalmente,
vencedores, pero ya no habrá vencidos, porque los mas y los menos serán parte
en la función gubernativa. El sufragio obligatorio es un reactivo contra la abstención.
El voto secreto mata la venalidad, y al desaparecer el mercenario, los
ciudadanos llegaran a posiciones por el concurso de las voluntades libres. Los
candidatos se harán tales por sus títulos y meritos, no por concesión de nadie,
sino por resolución de todos. Y habrá sanciones políticas, porque en lugar del
favor del gobernante, será la opinión pública la requerida, lisonja esta ultima
que no deprime porque se traduce en servicios y en virtudes.
No nos equivoquemos, sin embargo. Ni la ley ni el sistema que
ella crea es una finalidad: es apenas un medio que ha de realizar obra viviente
por el calor y el aliento de los ciudadanos. Si hubieran de mantenerse
impasibles, mostrándose extranjeros en el propio hogar, el país tendría que
volver al régimen conocido, retroceso que no se operaria sin complicaciones. No
tomo en cuenta la decepción moral del gobernante, ante la renuncia neta de los
sujetos activos del derecho que sustenta. Prescindo de ella, porque si bien no
tengo la satisfacción del mando, me anima la pasión del bien: me debo a mi país
y he de agotar mis últimos esfuerzos para sentir nivelada su grandeza material
con su propia política: índices de concordancia que señalan la estatura de cada
sociedad civil. Los pueblos son respetables por virtualidad de sus afanes y por
la armonía de rasgos que perfilan su carácter; y están llamados a prevalecer
por el vivo sentimiento de mis derechos.
No necesito repetir que al ejercer la ley cumplir mis
compromisos contraídos con la Nación, pero creo, si, llegara la hora de decir,
como comprende el presidente esta ley que acaba de promulgar y cual la vida con
que quiere animarla.
Con el concepto preciso de mis facultades, entiendo que la formación
del Honorable Congreso no es un conjunto de actos fragmentarios, ni un hecho
local o regional. Es la unidad-pueblo la que elige, es la Republica toda la que
se pronuncia, ejercitando una función nacional, como es nacional el elector,
nacional la ley que lo ampara o lo castiga, y como lo es, finalmente, el poder
que constituye.
Con este criterio exacto de la doctrina y de la ley, afronto
sin vacilar la responsabilidad de mi deber, sirviendo las exigencias de la época.
He de cumplirlo. Ni de la voluntad del presidente ni la de los miembros del
Poder Ejecutivo, han de propiciar ni han de vetar aspiración alguna personal o
colectiva. Al Poder Ejecutivo interesa sea el Congreso la expresión del comicio
y no otra cosa. Los gobiernos de provincia, espero han de encuadrar sus
procederes en esta misma y sana regla. Lo reputo indispensable a la conservación
de las autonomías, que suponen el comicios regular como condición y esencia del
régimen republicano.
El Ministerio del Interior ha de mantenerse atento a todos
los movimientos. Allí donde la lucha cívica lo recomiende o una agrupación
responsable lo requiera o la situación constitucional se lo aconseje, el Poder
Federal estará presente. Allí donde los ciudadanos pretendan votar y los
gobiernos se dispongan a impedirlo, ha de ir primero la advertencia del primer
magistrado, y si ello no fuera bastante, la autoridad de la Nación. Ante la subversión
de la forma republicana, el Poder Legislativo o el Ejecutivo en su caso, procederán
en consecuencia. Y no dudo de la actitud del Honorable Congreso, dada la ley
que acaba de sancionar. Si es acto delictuoso no votar, no puede dejar de serlo
la obstrucción de ese deber por la autoridad local. Y arriba de estas garantías,
están las que corresponden al Honorable Congreso, alto juez de la elección de
sus miembros. Tampoco dudo esta vez de su empeño moralizador ni de la severidad
de sus sanciones. El rechazo de diplomas impuros y la imposibilidad de nepotismos,
perpetuidades, desdoblamientos y canjes, se impondrán por el espíritu mismo de
la ley y de los tiempos.
Prometida en forma tan terminante la eficacia del comicio, quédame
por definir la motivación de su garantía efectiva. Si el Gobierno Nacional esta
obligado a proteger la libertad, necesita de la razón de ser de aquel amparo,
porque así como en derecho no hay obligación sin causa, tampoco existe en el
orden político actuaciones represivas por sospechas de opresión. Si los
partidos no se organizan ni actúan, ¿les seria dado afirmar que faltan seguridades,
cuando lo omitido es el sufragio perdido en la abstención? ¿Que fundamento
legal podría justificar mi intervención allí donde no hay sino un partido que
ejercita derechos tan respetables como los que me propongo garantizar a los demás?
Para que el gobierno central interviniese donde no se vota porque no se quiere,
habría que proceder sobre la hipótesis, vale decir, reprimiendo conjeturas e
intenciones. No supongo que se me quiera encargar de destruir o de vencer a
partidos determinados. Atentaría lo primero contra la misma libertad que me
propongo afianzar; lo segundo, me embanderaría en las luchas, y en lugar de caución
de los derechos, ejercitaría una acción militante y opresora. Es este
precisamente el poder que he declinado, aspirando a gobernar y no a mandar.
Las agrupaciones gubernistas las reputo tan legítimas como
las opositoras. El defecto no radica en que los partidos apoyen a los
gobiernos, sino en que los gobiernos derroten a los partidos con los vastos
elementos de la administración. Esta influencia no debe pesar. Los partidos de opinión
deben juzgarla innecesaria. Los partidos de principios deben sentirla
incompatible. Los gobiernos deben calcular la intensidad de sus complicaciones.
Pero ¿cual es la divisoria de lo lícito y lo ilícito en la expansión de los
ejecutivos? La frontera es difícil de descubrir, pero indudablemente hay una línea.
Ni el gobierno ha de ser el comité, ni el comité se ha de vaciar en la administración.
Yo espero de los señores gobernadores, no solo el cumplimiento de la ley, sino
la influencia moral que me coloque con ellos en la misma comunión patriótica. Tengo
confianza en sus declaraciones, y no creo que haya faltado a mi palabra fuerza
comunicativa ni virtudes convincentes, por lo mismo que se inspira en un real
desprendimiento. La representación nacional no puede ser la expresión de los
gobernadores, sino la de los partidos libremente manifestada.
Dentro de mis convicciones, he evitado la formación de círculos
presidenciales que, caros al afecto del gobernante, limitan en su visión las
grandes líneas, y más de una vez deforman, al calor de la amistad, la sensación
del interés general. Yo bien se que tales núcleos son gratos al mandatario y
que haciendo desahogada su gestión normal constituyen para las horas difíciles
muy apreciables apoyos. Pero estas ventajas pesan menos en mi espíritu que la
certeza de saber imposibles a las demás agrupaciones, vencidas y desalentadas
de antemano, si han de encontrar a su frente a los partidos oficiales con el
presidente a la cabeza. No es que me falten vínculos y afectos; los conservo
muy intensos y les consagro toda mi consecuencia, pero no me creo merecedor
de reproches por amar colectivamente a mi país mas que individualmente a mis
amigos.
Al aceptar mi candidatura, lo dije públicamente y en no
pocas ocasiones a sus iniciadores: mi nombre estaba al servicio de aspiraciones
colectivas; y porque anhelo grandes organismos estables, no reputo
necesariamente ajeno a la milicia partidaria. No me escapa el concepto general
y no creo se me atribuya ignorancia de la actividad política de altos
funcionarios en naciones cuya perfección estamos lejos de haber alcanzado. Precisamente
en ello reside la penosa razón que impone a los gobernantes argentinos de esta
hora el renunciamiento de sus gravitaciones. La deficiencia e inferioridad de
nuestros hábitos, el interés escaso que la cosa publica despierta a poblaciones
disminuidas en su nacionalismo por acrecentamientos cosmopolitas; el despego de
los ciudadanos en países nuevos, donde el esfuerzo se fija en el avance rápido de
la fortuna; estos factores actuantes y la tradición de los regimenes, son
hechos que caracterizan y diferencian el momento. Para que todos los ciudadanos
se sientan garantizados y ninguna bandera deserte la lucha, atribuyéndose posición
desventajosa, es menester que los gobiernos se coloquen sobre los partidos.
Mis conciudadanos me tienen acreditada su confianza y no
dudan de mi imparcialidad. Es y será la conducta invariable que ha de inspirar
a los miembros del Ejecutivo Nacional, obligados por sus convicciones y su pública
adhesión a mi programa. El Gobierno Nacional prescindirá; pero pido a mis
conciudadanos que mediten la nueva situación. En el orden político, no cabe
suprimir fuerzas sin crear inmediatamente las sustitutivas. La reforma de la ley
electoral, previniendo ese vacío, obliga el voto, y la abstención de los
Ejecutivos invita y hace posible la disciplina partidaria. Sea la posibilidad
un anticipo de los hechos consumados. Sean los comicios próximos y todos los
comicios argentinos, escenarios de luchas francas y libres, de ideales y de
partidos. Sean anacronismos de imposible reproducción tanto la indiferencia
individual como las agrupaciones eventuales, vinculadas por pactos
transitorios. Sean, por fin, las elecciones la instrumentación de las ideas.
He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y
mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer
mandatario. Quiera votar.
Fuente: Manifiesto del Presidente de la Republica Dr. Roque
Saénz Peña al Pueblo invitándole a votar según la nueva ley electoral del 28 de
febrero de 1912. En Roque Saénz Peña Ideario de un estadista: discursos y escritos selectos, Editorial
Jackson de Ediciones Selectas, 1953.
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