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viernes, 10 de febrero de 2017

Roque Sáenz Peña: "Quiera Votar" (28 de febrero de 1912)

El momento político que me cabe la honra de presidir, lo reputo trascendente para el porvenir de las instituciones, por cuanto la reforma electoral anuncia una evolución en el gobierno representativo y en el ambiente como en las costumbres en que va a desenvolverse la democracia argentina. Y tan grave considero el nuevo estado que van a generar las nuevas practicas, que he juzgado necesario hablar a la razón publica y al sentimiento nacional, para fijar por acto de persuasión las responsabilidades que van a gravitar sobre la masa popular y, con seria preferencia, sobre las clases pensantes de la sociedad.

El presente manifiesto es un acto excepcional, pero no por eso es menos democrático, porque si al jefe del Ejecutivo corresponde indicar rumbos a la política general del país, también lo siento obligado a exteriorizar su pensamiento y a vivir en saludable contacto con el alma colectiva de la Nación. Solo así le será dado encauzar tantos anhelos generosos que nacen y se conservan dispersos hasta que el patriotismo los condensa y el gobernante los conduce a su formula definitiva. De aquí la necesidad de penetrarnos, pueblo y gobierno, procurando de mi parte llevar a sus intimidades mi visión y mis anhelos. En el lenguaje sencillo de las intenciones confesadas, quiero persuadir y al mismo tiempo convencerme controlando mis orientaciones. Que dará así sometida a la prueba de los hechos la afirmación que tuve el honor de hacer cuando dije al Honorable Congreso que entre el pueblo argentino y su mandatario existe una comunión de ideales. Es a favor de esta mutualidad que debemos emprender el camino de la reforma con fe en el país, en las instituciones y en los hombres.

He prometido un gobierno de libertad, de discusión y de examen. Lo estoy cumpliendo. No percibo, sin embargo, la actividad de los partidos que vuelva eficiente mi labor, empeñado como estoy en lucha con la rutina y con los intereses que se defienden. Tengo, en cambio, la seguridad de no haberme equivocado al emprender la política que desenvuelvo, pero habré de repetir una vez mas que ella no es obra de mi inspiración, sino exigencia de los tiempos, que dan a cada gobierno su misión propia.

Esta lejos de mi mente la intención de someter a proceso las causas que han retardado nuestro progreso político. No seria justo, desde luego, personalizar errores que he juzgado colectivos, ni atribuirlos a gobiernos determinados, que viviendo su tiempo y haciendo su historia han quebrado poderosas obstrucciones manteniendo el principio de autoridad que ha de tener prelación sobre los mejoramientos. He dicho, en otra ocasión, que los gobiernos defensivos no pueden ser reformadores. Ello explica los retardos. En el presente periodo, cuando ejerzo mi mandato sin convulsiones ni asechanzas, seria injusto atacar a mis predecesores o desconocer su patriotismo porque les cupiere en suerte momentos de agitación que traen medidas de lucha, impuestas por la insipiencia de nuestra democracia. Todos han sido factores de nuestra grandeza y han acercado sus aportes intensivos al desarrollo nacional. Recojamos los beneficios de tantos esfuerzos y utilicemos en el servicio del bien las experiencias alcanzadas, sin apasionamientos ni reproches.

La transformación de un país no es resultante del acaso, sino de concausas múltiples que acercan las soluciones, las preparan y las consagran. Desaparecido el caudillismo, la Republica tomo sus formas, y a través de conmociones profundas prevaleció la ley sobre los hombres y el concepto nacional logro surgir sobre el fermento anárquico vencido. La lucha no abandono por eso su crudeza: la sangre dejo de derramarse en los campos de la rebelión, pero corrió en las ciudades, y los comicios presenciaron cruentas contiendas entre el pueblo apasionado y el oficialismo partidario. La ausencia de las armas marco, sin duda, un progreso, pero no es signo definitivo de la conquista democrática. No basta. Necesitamos destruir a los agentes sucedáneos de la fuerza: a las artes hábiles que hacen ilusorio el voto y el efectivo imperio de las mayorías. Cuando ello desaparezcan, entonces si habremos llegado.

Antes de acometer la reforma, me he preguntado con previsión y cautela si el momento político que atravesamos era realmente propicio para realizarla. La respuesta fue categórica.

La paz exterior se evidencia asegurada dentro de la armonía internacional y de la propia potencia de la Nación. El principio de autoridad se percibe inalterable a través de luchas libres y respetuosas del orden. Un gobierno de derecho mantiene la concordancia de los poderes del Estado dentro de su independencia, sin aceptar intromisión en el propio ni intentarla en los demás. Los hombres influyentes de todos los partidos se asocian con patriotismo a la marcha recta y prospera de la Republica, prestándole su concurso moral o efectivo. La revolución ha pasado a ser recuerdo, desarmada por la libertad, que es seguro de concordia y de paz perdurables. La educación multiplica sus escuelas y perfecciona sus sistemas. El Ejército se instruye metódicamente y es, a su vez, agente civilizador, lo mismo cuando prepara al conscripto y lo devuelve a la comarca a enseñar lo que aprendiera, que cuando dilata hasta la frontera norte la posesión efectiva del vasto territorio. La Marina de Guerra acrecienta su poder por las unidades adquiridas y por la técnica de su personal, afirmada la disciplina de una y otra institución en la certeza de que no viven sobre lo arbitrario y de que ningún derecho carece de juez.

Esbozada a grandes rasgos la actualidad, en sus perfiles conexos con la política, he de volver sobre la educación para fundar sobre sus adelantos el desalojo de un argumento especioso: la falta de preparación del pueblo. Nos hemos acostumbrado a repetirlo y a justificar así tutorías inadmisibles. Se desconoce la elaboración intensa que, venciendo tinieblas y abriendo horizontes, hace venido operando con la conscripción y con la escuela. Hagamos actos de lealtad. Verifiquemos el estado del proceso y aparecerá la capacidad de nuestro pueblo con sus sagacidades nativas de raza y de temperamento. Reconozcámoslo sui juris.

Demostrada la posición favorable del país, frente a sus problemas más vitales, ocurre preguntar ¿cuantas décadas tendremos que recorrer para que se produzca una situación análoga, sin gobierno partidario, sin pasiones desbordantes y sin caudillos prepotentes? ¿Se podría asegurar que los gobiernos futuros volverían sobre el fracaso de este esfuerzo para intentarlo nuevamente con idéntica tenacidad? ¿Sentirianse inclinados a despojarse de la acción militante y de aquella gravitación personal que no por ser humana deja de ser perniciosa a la libertad de los partidos y al carácter de los ciudadanos? No afirmo que no se intente, pero dudo que se realice, por lo mismo que la historia se repite en los éxitos como en los contrastes.
Compartiendo estos criterios, el Honorable Congreso ha dado al país una legislación electoral; y antes de recomendar a mis conciudadanos las obligaciones que ella crea, cúmpleme rendir justicia al Parlamento que ha debatido sus bases con alta ilustración y patriotismo. He respetado los diferentes criterios en que se ha dividido su opinión, si bien los he discutido abiertamente, no solo como ponente de la ley, sino cumpliendo deberes de colegislador en uso de mis facultades propias. Mi gobierno no ha torturado conciencias ni lastimado altiveces en el seno del Honorable Congreso. No han prevalecido allí ni de una ni de otra parte intereses egoístas, ni el voto se ha dividido entre adictos o adversarios del gobierno. El P. E., desde luego, no tiene ni reconoce enemigos en la representación ni en los partidos. Aspiro a ser, como lo tengo dicho, la garantía de todas las opiniones y el presidente de todos los argentinos.

La nueva ley aporta a nuestro derecho positivo dos innovaciones sustanciales: la lista incompleta y el voto obligatorio. A raíz de los debates, consideraría superfluo explicar sus objetivos. Diré solo que el sistema, rompiendo la unanimidad y monopolio, consagra las minorías, dando razón y existencia a los partidos permanentes. De hoy en mas abra, naturalmente, vencedores, pero ya no habrá vencidos, porque los mas y los menos serán parte en la función gubernativa. El sufragio obligatorio es un reactivo contra la abstención. El voto secreto mata la venalidad, y al desaparecer el mercenario, los ciudadanos llegaran a posiciones por el concurso de las voluntades libres. Los candidatos se harán tales por sus títulos y meritos, no por concesión de nadie, sino por resolución de todos. Y habrá sanciones políticas, porque en lugar del favor del gobernante, será la opinión pública la requerida, lisonja esta ultima que no deprime porque se traduce en servicios y en virtudes.

No nos equivoquemos, sin embargo. Ni la ley ni el sistema que ella crea es una finalidad: es apenas un medio que ha de realizar obra viviente por el calor y el aliento de los ciudadanos. Si hubieran de mantenerse impasibles, mostrándose extranjeros en el propio hogar, el país tendría que volver al régimen conocido, retroceso que no se operaria sin complicaciones. No tomo en cuenta la decepción moral del gobernante, ante la renuncia neta de los sujetos activos del derecho que sustenta. Prescindo de ella, porque si bien no tengo la satisfacción del mando, me anima la pasión del bien: me debo a mi país y he de agotar mis últimos esfuerzos para sentir nivelada su grandeza material con su propia política: índices de concordancia que señalan la estatura de cada sociedad civil. Los pueblos son respetables por virtualidad de sus afanes y por la armonía de rasgos que perfilan su carácter; y están llamados a prevalecer por el vivo sentimiento de mis derechos.

No necesito repetir que al ejercer la ley cumplir mis compromisos contraídos con la Nación, pero creo, si, llegara la hora de decir, como comprende el presidente esta ley que acaba de promulgar y cual la vida con que quiere animarla.

Con el concepto preciso de mis facultades, entiendo que la formación del Honorable Congreso no es un conjunto de actos fragmentarios, ni un hecho local o regional. Es la unidad-pueblo la que elige, es la Republica toda la que se pronuncia, ejercitando una función nacional, como es nacional el elector, nacional la ley que lo ampara o lo castiga, y como lo es, finalmente, el poder que constituye.

Con este criterio exacto de la doctrina y de la ley, afronto sin vacilar la responsabilidad de mi deber, sirviendo las exigencias de la época. He de cumplirlo. Ni de la voluntad del presidente ni la de los miembros del Poder Ejecutivo, han de propiciar ni han de vetar aspiración alguna personal o colectiva. Al Poder Ejecutivo interesa sea el Congreso la expresión del comicio y no otra cosa. Los gobiernos de provincia, espero han de encuadrar sus procederes en esta misma y sana regla. Lo reputo indispensable a la conservación de las autonomías, que suponen el comicios regular como condición y esencia del régimen republicano.

El Ministerio del Interior ha de mantenerse atento a todos los movimientos. Allí donde la lucha cívica lo recomiende o una agrupación responsable lo requiera o la situación constitucional se lo aconseje, el Poder Federal estará presente. Allí donde los ciudadanos pretendan votar y los gobiernos se dispongan a impedirlo, ha de ir primero la advertencia del primer magistrado, y si ello no fuera bastante, la autoridad de la Nación. Ante la subversión de la forma republicana, el Poder Legislativo o el Ejecutivo en su caso, procederán en consecuencia. Y no dudo de la actitud del Honorable Congreso, dada la ley que acaba de sancionar. Si es acto delictuoso no votar, no puede dejar de serlo la obstrucción de ese deber por la autoridad local. Y arriba de estas garantías, están las que corresponden al Honorable Congreso, alto juez de la elección de sus miembros. Tampoco dudo esta vez de su empeño moralizador ni de la severidad de sus sanciones. El rechazo de diplomas impuros y la imposibilidad de nepotismos, perpetuidades, desdoblamientos y canjes, se impondrán por el espíritu mismo de la ley y de los tiempos.

Prometida en forma tan terminante la eficacia del comicio, quédame por definir la motivación de su garantía efectiva. Si el Gobierno Nacional esta obligado a proteger la libertad, necesita de la razón de ser de aquel amparo, porque así como en derecho no hay obligación sin causa, tampoco existe en el orden político actuaciones represivas por sospechas de opresión. Si los partidos no se organizan ni actúan, ¿les seria dado afirmar que faltan seguridades, cuando lo omitido es el sufragio perdido en la abstención? ¿Que fundamento legal podría justificar mi intervención allí donde no hay sino un partido que ejercita derechos tan respetables como los que me propongo garantizar a los demás? Para que el gobierno central interviniese donde no se vota porque no se quiere, habría que proceder sobre la hipótesis, vale decir, reprimiendo conjeturas e intenciones. No supongo que se me quiera encargar de destruir o de vencer a partidos determinados. Atentaría lo primero contra la misma libertad que me propongo afianzar; lo segundo, me embanderaría en las luchas, y en lugar de caución de los derechos, ejercitaría una acción militante y opresora. Es este precisamente el poder que he declinado, aspirando a gobernar y no a mandar.

Las agrupaciones gubernistas las reputo tan legítimas como las opositoras. El defecto no radica en que los partidos apoyen a los gobiernos, sino en que los gobiernos derroten a los partidos con los vastos elementos de la administración. Esta influencia no debe pesar. Los partidos de opinión deben juzgarla innecesaria. Los partidos de principios deben sentirla incompatible. Los gobiernos deben calcular la intensidad de sus complicaciones. Pero ¿cual es la divisoria de lo lícito y lo ilícito en la expansión de los ejecutivos? La frontera es difícil de descubrir, pero indudablemente hay una línea. Ni el gobierno ha de ser el comité, ni el comité se ha de vaciar en la administración. Yo espero de los señores gobernadores, no solo el cumplimiento de la ley, sino la influencia moral que me coloque con ellos en la misma comunión patriótica. Tengo confianza en sus declaraciones, y no creo que haya faltado a mi palabra fuerza comunicativa ni virtudes convincentes, por lo mismo que se inspira en un real desprendimiento. La representación nacional no puede ser la expresión de los gobernadores, sino la de los partidos libremente manifestada.

Dentro de mis convicciones, he evitado la formación de círculos presidenciales que, caros al afecto del gobernante, limitan en su visión las grandes líneas, y más de una vez deforman, al calor de la amistad, la sensación del interés general. Yo bien se que tales núcleos son gratos al mandatario y que haciendo desahogada su gestión normal constituyen para las horas difíciles muy apreciables apoyos. Pero estas ventajas pesan menos en mi espíritu que la certeza de saber imposibles a las demás agrupaciones, vencidas y desalentadas de antemano, si han de encontrar a su frente a los partidos oficiales con el presidente a la cabeza. No es que me falten vínculos y afectos; los conservo muy intensos y les consagro toda mi consecuencia, pero no me creo merecedor de reproches por amar colectivamente a mi país mas que individualmente a mis amigos.

Al aceptar mi candidatura, lo dije públicamente y en no pocas ocasiones a sus iniciadores: mi nombre estaba al servicio de aspiraciones colectivas; y porque anhelo grandes organismos estables, no reputo necesariamente ajeno a la milicia partidaria. No me escapa el concepto general y no creo se me atribuya ignorancia de la actividad política de altos funcionarios en naciones cuya perfección estamos lejos de haber alcanzado. Precisamente en ello reside la penosa razón que impone a los gobernantes argentinos de esta hora el renunciamiento de sus gravitaciones. La deficiencia e inferioridad de nuestros hábitos, el interés escaso que la cosa publica despierta a poblaciones disminuidas en su nacionalismo por acrecentamientos cosmopolitas; el despego de los ciudadanos en países nuevos, donde el esfuerzo se fija en el avance rápido de la fortuna; estos factores actuantes y la tradición de los regimenes, son hechos que caracterizan y diferencian el momento. Para que todos los ciudadanos se sientan garantizados y ninguna bandera deserte la lucha, atribuyéndose posición desventajosa, es menester que los gobiernos se coloquen sobre los partidos.

Mis conciudadanos me tienen acreditada su confianza y no dudan de mi imparcialidad. Es y será la conducta invariable que ha de inspirar a los miembros del Ejecutivo Nacional, obligados por sus convicciones y su pública adhesión a mi programa. El Gobierno Nacional prescindirá; pero pido a mis conciudadanos que mediten la nueva situación. En el orden político, no cabe suprimir fuerzas sin crear inmediatamente las sustitutivas. La reforma de la ley electoral, previniendo ese vacío, obliga el voto, y la abstención de los Ejecutivos invita y hace posible la disciplina partidaria. Sea la posibilidad un anticipo de los hechos consumados. Sean los comicios próximos y todos los comicios argentinos, escenarios de luchas francas y libres, de ideales y de partidos. Sean anacronismos de imposible reproducción tanto la indiferencia individual como las agrupaciones eventuales, vinculadas por pactos transitorios. Sean, por fin, las elecciones la instrumentación de las ideas.

He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. Quiera votar.





Fuente: Manifiesto del Presidente de la Republica Dr. Roque Saénz Peña al Pueblo invitándole a votar según la nueva ley electoral del 28 de febrero de 1912. En Roque Saénz Peña Ideario de un estadista: discursos y escritos selectos, Editorial Jackson de Ediciones Selectas, 1953.

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