Señoras, señores:
Santiago del Estero, madre de pueblos nos exhibe la figura
rediviva de Hipólito Yrigoyen.
A veintiséis años de su muerte, la tierra gaucha norteña se
erige en depositaria de una de las más puras fuentes de inspiración argentina.
El gran caudillo recupera, al conjuro del bronce, su presencia física. Viene
del pueblo, de los barrios pobres, de su Balvanera de criollos y de gringos. Y
marcha hacia el gobierno, amado por lo humildes. Es Hipólito Yrigoyen en su
primera presidencia que avanza, firme el paso, al encuentro con su destino.
¿Quién es este hombre, de anchas espaldas y altiva cabeza?
Es el Hipólito Yrigoyen de la hora cumbre del radicalismo, un hito en la
historia de la civilización política argentino. Lleva en su alma la ambición de
una vasta empresa. Anhela una patria unida, sin perjuicios de clases, ni de
razas. Quiere afirmar la tierra criolla como realización positivamente
soberana. Define ese levantado objetivo con palabras que pudieran grabarse en
el escudo de todas las naciones libres del mundo:
“Los hombres son sagrados para los hombres y los pueblos para los
pueblos”
Helo ahí, de pie frente al futuro, empuñando su mejor arma
–la Constitución Nacional- con la que se propone instaurar el imperio del
derecho y la justicia.
Su diestra se adelanta en ademán persuasivo con el gesto del
sembrador. Su porte trasluce el perfil del soñador, del idealista, del místico.
Rostro severo, en concordancia con su sobriedad interior. Cuerpo y alma en armónica
conjunción. Es el gran introvertido, a quien basta captar el problema, intuir
la verdad, elegir el rumbo, para echarse a andar inflexiblemente. La sencillez
de sus costumbres contraste con el materialismo de la época. Su modestia vence
a la tentación de las riquezas, del poder, de los goces mundanos. Le basta su
profunda inteligencia, su fino instinto político, su acendrado patriotismo,
para orientarse en el camino áspero y oscuro de su tiempo. Sabe que tendrá que
afrontar la incomprensión, la intolerancia y la violencia, pero lo guía un ideal
superior; la consolidación intima de un pueblo heterogéneo, de hermoso origen y
de gran porvenir.
Viene de lejos, de la generación romántica del 90, donde el río
tumultuoso de la nacionalidad redimida halla su cauce. Trae un programa de
gobierno capaz de conmover los cimientos de la sociedad argentina. Quiere realizar
la síntesis de elementos históricos, culturales y sociales que se dan en la
realidad nacional de su época como opuestos y contradictorios.
El indio, el criollo y el gringo no debían ser factores
excluyentes sino darnos el tipo sociológico del hombre argentino. Los principios
morales y el progreso material no debían oponerse sino integrarse, creando las
bases para nuestro desarrollo. La autoridad no debía ser castigo de la
libertad, sino guardián de su vigencia plena.
Las tradiciones de la tierra argentina y las altas
expresiones del pensamiento universal no debían ser elementos divergentes sino
esencias indispensables para la formación de una cultura nacional.
Con ese programa, ubicado en el centro del problema nacional
y popular, quedaban resueltos conflictos seculares de nuestro ser histórico,
que parecían indisolubles y que habían sido concretados en lo que se llamó “Civilización
y barbarie”. La dinámica social crea permanentemente nuevos elementos
contradictorios en cada etapa histórica que exigen nuevas síntesis. El gobernante
debe enfrentarlos con los pies en la tierra nativa y la cabeza expuesta a todos
los vientos del mundo. Hipólito Yrigoyen represento esa síntesis, porque su
doctrina partía de una concepción ética integral del hombre y de la vida. Ella conduce
a un respeto místico por los fueros humanos, con sus exigencias de libertad
espiritual, progreso cultural y seguridad económica.
Señoras y Señores:
Hipólito Yrigoyen nos ha convocado ante su estatua. Su llamado
no puede ser más sugestivo ni oportuno. Él, que encarnó uno de los grandes
movimientos unificadores de la conciencia nacional, nos cita para que nos comprometamos
a reconstruir la unión espiritual de este pueblo.
Quiere recordarnos que cada vez que se hizo nuestra unidad,
los argentinos fuimos capaces de hazañas no menos portentosas que las que hay
hoy enorgullecen a los mas grandes pueblos del mundo. La evocación nos incita a
ser dignos de una gloriosa estirpe. Dignos de aquellos que, unidos, llevaron a
cabo sin recursos pero con corajes indómitos, una larga guerra de
independencia. De aquellos que, unidos, hicieron en la Constitución de 1853 la síntesis
en la que se disolvió el antagonismo aparentemente irreductible de federales y
unitarios.
La cita ante esta estatua sacude también nuestras
conciencias llamándonos a la reflexión sobre las consecuencias de la ruptura de
la legalidad. Ella marcó en 1930 el fin del gobierno de Hipólito Yrigoyen y el
comienzo de una era de disociación que mantiene a muchos argentinos divididos y
confusos frente a problemas que somos capaces de superar.
Esta convocatoria nos advierte que solo si sostenemos el
imperio de la Constitución, del orden jurídico y de la paz interior, podremos
dar a este pueblo la libertad, la justicia, la tranquilidad y el progreso que
anhela.
Este monumento no concreta solamente el reconocimiento al
ilustre compatriota.
Es el solemne compromiso, el voto categórico de brega
incansablemente en procura de las grandes soluciones políticas sociales del
pensamiento nacional y popular, que tuvo en Hipólito Yrigoyen a una de sus más
profundas expresiones. Piedra miliar en la ruta del pueblo argentino, será
punto de reunión en la hora del triunfo y fuente de valor e inspiración en los
tiempos de incertidumbre. Que la imagen sugerente de Hipólito Yrigoyen guíe los
actos de este pueblo e infunda en nuestras almas la fuerza sin desmayos de su
fe, de su sacrificio y de su amor a la patria.
Fuente: Conceptos del Dr. Frondizi en el acto inaugural del primer monumento a la memoria de Hipólito Yrigoyen en el país, realizado el 3 de julio de 1959 en
la ciudad de Santiago del Estero.
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