Revista Militar Nº 721
El Gobierno, las FF. AA. y la Comunidad Nacional
Introducción
El tema a desarrollar implica la necesidad de desentrañar la
ubicación de nuestras Fuerzas Armadas a la luz de la organización política de
las naciones americanas, conforme se encuentra establecida en las respectivas
constituciones nacionales.
Las naciones de América han adoptado el principio de la
soberanía popular ejercitada a través de la democracia representativa,
estableciendo como forma de gobierno el sistema republicano.
Estos son los principios políticos que gobiernan a América;
son ellos la ley suprema de este continente y esa ley tiene un espíritu que la
anima y la sostiene, el cual fuera sencilla pero elocuentemente expresado en la
declaración de la independencia de nuestros anfitriones:
“Juzgamos evidentes
por sí mismas estas verdades: todos los hombres han nacido iguales; están dotados
por el Creador de ciertos derechos inalienables; entre estos derechos se
cuentan la libertad, el procurar la dicha. Se han establecido gobiernos entre
los hombres para garantizar estos derechos, y el poder del gobierno emana del consentimiento
de los gobernados”.
La comunidad nacional
Es cierto que la primera etapa en la vida de la humanidad
—la de su existencia salvaje— caracteriza, precisamente, el momento en que el
hombre se encuentra impotente ante la fuerza sin control y que con los otros
hombres se rige, crudamente, por la ley del más fuerte.
Pero es cierto también que desde que la humanidad existe, el
hombre aparece provisto de dos extraordinarios elementos psíquicos, como para
poder afirmar su existencia en principios distintos: la inteligencia, por una
parte, que le permitió comprender el equilibrio social en la vida de relación y
la conciencia moral, por la otra parte, que lo llevó a descubrir en todo
hombre, un ser espiritual que no acepta ser instrumentado como medio por otro
hombre, sino como fin de sí mismo.
Se advierte así, en el curso de la humanidad, a través del
proceso histórico, el esfuerzo prodigioso del hombre, para ordenar su
existencia, conforme a normas de convivencia política que regulen,
jurídicamente, la trabazón de los intereses ideosociales que definen a toda
colectividad.
La historia comprueba que el espíritu de comunidad nacional
no aparece en las agrupaciones humanas, sino al término de una evolución
política y social, que suele ser bastante larga y que algunos pueblos no la
alcanzan nunca.
Lo dicho nos permite aseverar también, que tanto el Estado
como las Fuerzas Armadas, no existen por sí mismas, sino que son
manifestaciones objetivas con que un pueblo expresa su voluntad de vivir,
desarrollarse y preservarse dentro de una comunidad social organizada.
Una nación se caracteriza, por un previsible crecimiento
regular y sostenido de sus fuerzas productoras, del bienestar social y
evolución cultural de sus habitantes y por la clara delimitación de su papel en
la contingencia internacional en la cual se mueve.
Una nación es, pues, una familia espiritual y no tan solo
una colectividad humana circunscripta por la geografía. Dos factores que en
realidad constituyen uno solo, conforman la comunidad nacional. Uno es el
pasado, el otro es el presente y su proyección hacia el futuro; uno es la común
heredad recibida de los mayores, otro es la convivencia actual, la voluntad de
mantener y acrecentar el patrimonio recibido. El principio en que se finca el
espíritu de la comunidad nacional es, por consiguiente, una gran solidaridad
amalgamada por el profundo sentimiento de los sacrificios que se han hecho y
los que se está dispuesto a realizar.
La conciencia del ser nacional, se resume en la idea de
Patria que da al sentimiento de solidaridad social, una cohesión y fuerza
espiritual indestructible.
Misión general de las
Fuerzas Armadas
Ese espíritu, en el que debemos siempre cobijarnos, está
plasmado en normas positivas, establecidas en las Constituciones políticas de
las Repúblicas de América y que fijan, inequívocamente, el papel de las Fuerzas
Armadas en el marco de la democracia representativa.
Sea que tal misión resulte explícitamente fijada, como en
algunas constituciones americanas o sea que resulte implícita, como
consecuencia de las obligaciones impuestas al Poder Ejecutivo o a los
ciudadanos, las instituciones armadas americanas existen en función de la necesidad
de:
- garantizar la soberanía e integridad territorial de los
Estados;
- preservar los valores morales y espirituales de la
civilización occidental y cristiana;
- asegurar el orden público y la paz interior;
- propender al bienestar general; y
- sostener la vigencia de la Constitución, de sus derechos y
garantías esenciales y el mantenimiento de las instituciones republicanas que
en ella se encuentran establecidas.
De acuerdo con lo expresado y a fin de satisfacer en toda su
amplitud los distintos aspectos que comprende, se infiere una subdivisión de su
misión en dos premisas, una fundamental y otra complementaria perfectamente
definidas, a saber:
- necesidad de mantener la aptitud y capacidad para
salvaguardar los más altos intereses de la nacionalidad;
- contribuir activamente dentro de sus posibilidades en
cooperación con el poder civil, sin descuidar su objetivo principal, en el
desarrollo económico-social del país, coadyuvando, en especial, a solucionar
problemas en áreas de escaso desarrollo y a aliviar situaciones emergentes de
siniestros.
Custodias de la soberanía nacional, las Fuerzas Armadas, son
las depositarias de una tradición que compromete con agudo trascendente su
tarea, que no ha sido solamente la de llevar sus armas para la hazaña de ganar
un continente a causa de la libertad.
En relación con lo hasta aquí dicho, conviene destacar que
como consecuencia necesaria del propio ordenamiento republicano y del sistema
de gobierno representativo, la naturaleza de las Fuerzas Armadas americanas,
resulta caracterizada por ser apolítica, obediente y no deliberada esencialmente
subordinada a la autoridad legítimamente constituida, respetuosa de la
Constitución y las leyes, cuyo acatamiento debe estar siempre por encima de
cualquier otra obligación.
Libertad, paz interior, bienestar general, defensa de las
instituciones republicanas, defensa de la Patria, pueden utilizarse en la
defensa de la Constitución, porque no hay interés común sin el plano de
coincidencia en la ley fundamental del Estado que crea y organiza la comunidad
nacional, y no hay Patria, en la total significación del vocablo, sin la ley
que la constituye.
Es así como la imperecedera y auténtica tradición
democrática americana se ha desenvuelto bajo el signo inminente de la
autodeterminación del pueblo, como fuerza del impulso sustentada en tres
principios inmutables.
- El sistema republicano y representativo de gobierno.
- El respeto por los derechos del hombre en el orden político,
social y económico.
- El cristianismo en el orden moral.
Por estos principios combatieron los guerreros de la
Independencia y se desangraron los soldados que hicieron la organización
nacional.
Por ello, cuanto traicione esta manera de sentir y de pensar,
es antiamericano, porque traiciona lo vernáculo y atenta contra la
sobrevivencia física y espiritual del continente.
Las Fuerzas Armadas y
la autoridad constituida
La historia de los movimientos emancipadores americanos,
tiene como común denominador, el deseo de los pueblos de gobernarse por sí
mismos y no reconocer, en el ejercicio de los poderes públicos, otra autoridad
que no fuese la emanada de las prescripciones constitucionales que se dieron
con su libre consentimiento.
Los hombres de armas de América imbuídos también de ese
espíritu, jugaron un rol decisivo y preponderante en tales epopeyas y sus
espadas estuvieron al servicio de esa causa, sin que los movieran apetencias
personales de poder, sino el ferviente anhelo de lograr para sus conciudadanos,
el derecho de gobernarse por sí mismos.
El éxito de sus armas y la ferviente adhesión de los pueblos
liberados, les ofrecían todas las posibilidades de entronizarse en el poder y
gobernar aquellos con arreglo a normas autoritarias, sin sujeción a otros
recaudos que los determinados por su propia voluntad, sostenida por la fuerza
de sus armas.
No obstante ello, fue coincidente en los militares
americanos el propósito de asegurar la autodeterminación de los ciudadanos, en
la elección de sus hombres de gobierno y el establecimiento de normas jurídicas
que regulasen el ejercicio del poder para evitar desbordes de la autoridad
pública.
A esas normas se sometieron de buen grado ellos mismos,
persuadidos de que sólo son libres los hombres y los pueblos cuando viven
esclavos de la ley; creían firmemente en la fuerza del derecho y no en el
derecho de la fuerza.
Bellas páginas de autolimitaciones nos ofrecen esos soldados
americanos, que exhibieron ante la historia un nuevo cuño de militares imbuidos
de sencillez republicana, de desinterés, de su misión a la ley y de respeto por
la voluntad popular.
Llena de estos conmovedores ejemplos está la historia de
América.
El gran Capitán de los Andes José de San Martín, sostuvo en
su renunciación política ante el Congreso General reunido en Lima:
“Presencié la
declaración de la independencia de los Estados de Chile y del Perú; existe en
mi poder el estandarte que trajo Pizarro para esclavizar al Imperio de los Incas
y he dejado de ser hombre público; he aquí recompensados con usura diez años de
revolución y guerra”.
“Mis promesas para con los pueblos en que he
hecho la guerra están cumplidas; hacer su independencia y dejar a su voluntad
la elección de sus gobiernos”.
El Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, que resignó
la presidencia vitalicia que le ofreciera el Congreso Constituyente de Bolivia,
expresó luego de completar el período de su gobierno:
“La Constitución me
hace inviolable; ninguna responsabilidad me cabe por los actos de mi gobierno. Ruego
pues, que se me destituya de esta prerrogativa, que se examine escrupulosamente
toda mi conducta. Si hasta el 18 de abril se me justifica una sola infracción
de ley, si las Cámaras constitucionales juzgan que hay lugar a formación de
causas al ministerio, volveré de Colombia a someterme al fallo de las leyes”.
El General Francisco de Paula Santander, dijo a su pueblo:
“Las armas nos dieron
la independencia; las leyes nos darán la libertad”.
El General Bernardo O’Higgins al alejarse de la función de gobierno
pudo decir:
“Conservo sólo mi
honra, la memoria del bien que alcancé hacer y no me agita pasión alguna. Antes
de vencer a mis enemigos aprendí a vencerme a mí mismo”.
George Washington, cuyos preclaros servicios a la causa de
América y de su patria fueron acompañados de una ennoblecedora modestia y
sencillez republicana; Simón Bolívar, infatigable en su anhelo de consolidar en
la ley su epopeya mediante la organización política de los pueblos manumitidos
y tantos otros soldados americanos, representan el arquetipo de los militares
de este continente, brazos obedientes de la ley que sólo consideraron como
legítima la autoridad que emanara de sus normas.
Si queremos realmente aprender con justeza, el sentido
trascendente y la misión de las Fuerzas Armadas de América, habremos de tener
bien presente el espíritu de esos próceres militares, que fueron soldados sin
dejar de sentirse ciudadanos, hombres que sirvieron y vivieron al amparo de la
ley y de las instituciones republicanas.
El sometimiento de las instituciones armadas a los poderes
constituidos, hace a la esencia de la organización política americana, toda vez
que sus gobiernos reposen sobre el principio de la soberanía del pueblo y los
poderes republicanos son los únicos en que la voluntad popular ha delegado el
ejercicio de la autoridad.
Las Fuerzas Armadas son el brazo fuerte de la Constitución y
ésta sobrevive, en tanto y cuanto se desenvuelva en forma natural y pacífica,
el ejercicio de los poderes de gobierno que sus normas estatuyen; no es, pues,
legalmente concebible que ese brazo, creado precisamente para sostenerla, se
vuelva para sustituir, injustamente, a la voluntad popular.
Y si tal pretensión no puede admitirse frente a la ley menos
aún puede sostenerse a la luz de la límpida trayectoria histórica que señala la
vocación republicana de los próceres militares de América.
Honrar a la ley y al mandato histórico de esos próceres,
padres de nuestras instituciones armadas, es honrar al uniforme que con orgullo
vestimos y la memoria de quienes jalonan con sus tumbas el largo y penoso
camino de la emancipación americana y la organización política de sus pueblos.
No tengamos la falta de humildad y la falacia que presupone
el proclamarnos depositarios de todas las virtudes cívicas y las reservas
morales de nuestros pueblos; no pretendamos convertirnos en censores de la
República y sus gobernantes y árbitros finales de las decisiones de las
autoridades elegidas por el pueblo; como nuestros ilustres predecesores seamos
soldados sin dejar de sentirnos ciudadanos, poseídos de esa fe en la democracia
que los alentara.
Estamos convencidos que la democracia no se declama; se la
siente y se la práctica, con profunda fe en sus instituciones, con cabal
sentido de responsabilidad, cumpliendo a conciencia la misión que tenemos
asignada y sin pretender exceder el límite de las atribuciones que
constitucionalmente nos corresponde.
Las Fuerzas Armadas serán tanto más vigorosas en su
estructura orgánica-funcional, cuanto menos influyan en el quehacer interno del
Estado y cuanto más campo de acción dejen al gobierno de la ley y a la libertad
ciudadana, para que lo penetre y vivifique, en el proceso periódico de la democracia.
Las instituciones militares dejan de ser núcleos fehacientes
de la Defensa Nacional, el día que se convierten en un peso que gravite en la
opinión pública, en resorte compresor de gobiernos o en elemento politizado al
servicio de intereses que no son los del conjunto de la Nación, porque, tarde o
temprano, engendran en la sociedad que las nutre, el caos propicio para
entregarla inerme y amilanada, al comunismo internacional que, en tales
circunstancias hace de ella presa fácil.
Tengamos en eso, la emocionante confianza que en la
democracia tuvo Tomas Jefferson, cuando sostuvo que ese sistema de gobierno era
la mejor esperanza para el mundo y que estaba persuadido que para sostenerlo
concurrirían a su defensa todos los hombres libres como si se tratase de un
asunto puramente personal.
Estimo ahora necesario detenerme en el análisis del concepto
de subordinación y la autoridad constituida que debe caracterizar a las
instituciones armadas.
En este aspecto es preciso hablar sin eufemismo, con el
lenguaje preciso y directo que caracteriza el diálogo entre los hombres de
armas.
La subordinación es debida a la autoridad del gobierno en
cuanto ésta emana de la soberanía popular, en cuyo nombre la ejerce, conforme a
los preceptos constitucionales.
El acatamiento es debido y referido en última instancia a la
Constitución y a las leyes; nunca a hombres o a los partidos políticos que
circunstancialmente pudiesen detentar el poder público.
Si esto fuese así, quedaría trastocada la misión fundamental
que compete a las Fuerzas
Armadas; dejarían de ser apolíticas y se convertirían en
guardias pretorianas al servicio de determinadas personas o agrupaciones
políticas.
Hemos ya señalado que las instituciones armadas tienen como
misión, en lo interno, la preservación de la paz interior, el mantenimiento de
las instituciones republicanas y el sostén de los derechos y garantías
esenciales que la Constitución consagra.
Está claro entonces, que tal deber de obediencia habrá
dejado de tener vigencia absoluta, si se produce, al amparo de ideologías
exóticas, un desborde de autoridad que signifique la conculcación de los
principios básicos del sistema republicano de gobierno, o un violento
trastocamiento en el equilibrio e independencia de los poderes, o un ejercicio
de la potestad constitucional que presuponga la cancelación de las libertades y
derechos de los ciudadanos.
En emergencias de esa índole, las instituciones armadas al
servicio de la Constitución, no podrían ciertamente mantenerse impasibles,
socolor de una ciega sumisión al poder establecido, que las convertiría en
instrumentos de una autoridad no legítima, ya que es de toda evidencia el hecho
que contra el sistema de la democracia representativa, puede atentarse con
menor efectividad desde el llano que desde el gobierno.
El pueblo recobraría en tales circunstancias el ejercicio
del derecho de resistencia a la opresión, claramente señalado en la Declaración
de Independencia de los EE. UU., que estatuye:
“Siempre que una forma
de gobierno llega a ser destructora de este fin (los derechos inalienables de
los hombres), el pueblo tiene el derecho de cambiarla o abolirla y de
establecer un nuevo gobierno. La prudencia enseña a la verdad, que no conviene
cambiar por causas pequeñas y pasajeras los gobiernos establecidos de larga
fecha y la experiencia de todos los tiempos muestra, en efecto, que los hombres
se hallan dispuestos a tolerar los males soportables mejor que hacerse justicia
a sí mismos aboliendo las formas a que están acostumbrados. Pero cuando una
larga serie de abusos y usurpaciones, que tienden invariablemente al mismo fin,
marca el propósito de someterlos al despotismo absoluto, tienen el derecho,
tienen el deber de rechazar tal gobierno y de proveer, con nuevas
salvaguardias, a su seguridad futura”.
Este principio fue recogido por Francia en la Declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano, cuyo Artículo II establece:
“El fin de toda
asociación política es la conservación de los derechos naturales e
imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la
seguridad y la resistencia a la opresión”.
Al margen de toda norma concreta, el ejercicio de tal
atribución por el pueblo, se encuentra inequívocamente comprendida en los
derechos implícitos o no enumerados, pero que son una consecuencia natural del
principio de la soberanía popular y del sistema republicano de gobierno.
Y visto que el pueblo no puede, por sí, ejercitar ese
derecho, en virtud de que está inerme, dicha atribución se traslada a las
instituciones que él mismo ha armado y a las que les ha fijado la misión de
sostener la efectiva vigencia de la Constitución.
Es ésta una verdad tan concluyente que, si no la reconocemos
y sostenemos a ultranza la sumisión a las autoridades constituidas, cuando
éstas sean despóticas, deberemos, para ser congruentes, renegar de las epopeyas
emancipadoras que nos dieron la independencia política y el sistema de gobierno
que nos es propio.
Desde luego que el ejercicio de tal derecho, queda reservado
sólo frente a la existencia de excepcionales circunstancias de hecho, que
impliquen el avasallamiento de los preceptos constitucionales, por acción de
las autoridades que ejercen el gobierno; es la razón última, el remedio heroico
que reclama como presupuesto indispensable, la existencia de grave emergencia
para la suerte de las institucionales republicanas y las libertades públicas.
Sería un crimen de lesa patria que las instituciones armadas
pretendiesen acometer la quiebra del orden constitucional ante eventuales
desaciertos en el manejo de los negocios públicos por parte del gobierno, por
más grave que estos aparenten serlo; en una democracia, los errores en la conducción
gubernativa, sólo deben encontrar remedio en la expresión de disconformidad de los
ciudadanos a través del sufragio.
Las Fuerzas Armadas no pueden subrogarse en el ejercicio de
la soberanía popular, ni son, por cierto, los órganos llamados por la ley para
ejercitar el contralor de la constitucionalidad de los actos del gobierno, ni
para hacer efectivas las eventuales responsabilidades políticas de los gobernantes.
En tanto y en cuanto un gobierno por más inepto que fuere, ajuste su accionar a
los principios esenciales que emanan de la Constitución, deberán respaldar la
autoridad del mismo, toda vez que ello significa ceñirse a su cometido
constitucional, sin que ello implique pronunciarse con relación a la eficacia
de su gestión política, ni tampoco dejar de contribuir, activamente, dentro de
sus posibilidades, en el desarrollo económico-social del país.
Las Fuerzas Armadas y
la Comunidad Nacional
En tal sentido la colaboración de las Fuerzas Armadas en la
gestión política de gobierno, debe ser amplia y decidida, sin reservas de
ninguna naturaleza, trascendiendo, incluso, el marco de su misión de
capacitarse y capacitar militarmente a los ciudadanos, para proyectarse
decididamente en todos aquellos aspectos que, sin desmedro de su finalidad
esencialmente castrense, tiendan al engrandecimiento de la Patria y al
bienestar de sus habitantes.
El plan militar general para la defensa del Continente
Americano reconoce la conveniencia de propender por todos los medios posibles a
elevar los niveles de vida de los pueblos con el objeto de combatir eficazmente
la propaganda comunista, que trata de explotar la ignorancia y la pobreza de
los ambientes subdesarrollados.
Así lo han entendido las Fuerzas Armadas en la actualidad,
conscientes de no seguir solamente de cerca el progreso técnico de su época,
sino también adecuando sus estructuras, en forma tal, que les permita
representar un positivo aporte de las más diversas manifestaciones de la vida
nacional, dentro de las siguientes limitaciones:
- sin disminuir su capacidad profesional;
- sin competir con la actividad civil particular.
Llevar las Fuerzas Armadas a colaborar decididamente en
obras de bien público, en tareas educacionales, vocacionales, técnicas,
haciendo su aporte al acervo cultural del país, etc., presupone ligarlas,
estrechamente, a los intereses e ideales de la sociedad, para promover un
acercamiento y beneficios mutuos, en un ordenado espíritu de cooperación,
buscando que la comunidad sienta la necesidad de la existencia de las
instituciones militares, como problema de su propia supervivencia.
Hay en América latina extensas regiones cuyo ritmo de
desarrollo ha sido lento; además, coexisten en cada territorio nacional,
centros provistos de todos los adelantos de la vida moderna, con zonas
deficitarias donde faltan caminos, puentes, escuelas, hospitales, usinas
eléctricas, embarcaderos, desagües y obras necesarias para la convivencia
social.
Estos trabajos poseen, precisamente, la característica de
referirse a aquellas exigencias humanas más elementales. Observadas desde el
punto de vista del ciudadano común, que vive en zonas más adelantadas, parecen
poco significativas, pero para el hombre de regiones de menor desarrollo,
constituyen las bases indispensables para una vida mejor, más segura y
provechosa.
Es, precisamente, en la ejecución de estos trabajos, donde
las Fuerzas Armadas desempeñan preponderante papel, estrechando filas con su
pueblo, colaborando silenciosamente allí donde faltan brazos y capitales, en la
tarea de engrandecimiento nacional, para felicidad de los habitantes y
fortalecimiento del país en todos los órdenes.
La participación militar contribuye, pues, de manera
decisiva a restablecer en parte y dentro de las posibilidades de la Institución
el equilibrio de la estructura económico-social de la Nación.
Al crear mejores condiciones de vida para millones de
personas, en su propia localidad, atacan directamente a causas fundamentales de
orden social, entre otras, las migraciones internas, que tanto daño hacen al
país, con sus secuelas de “villas miserias” y sus masas de seres desarraigados,
que vegetan en los suburbios de las grandes ciudades como exponente virtual de
una penuria colectiva.
La colaboración cívico-militar al contribuir decisivamente
en la dotación de una infraestructura zonal mínima, se convierte además, en
motor esencial del desarrollo nacional. En efecto, al posibilitar una mayor
dinamización de la vida regional, estos trabajos de mejoramiento darían origen
—la experiencia nacional e internacional así lo prueba— al nacimiento de nuevas
formas económicas y sociales, y, por supuesto, a nuevas necesidades de desarrollo.
En tal sentido, el organismo militar, en función de acción cívica posee un
horizonte amplio, toda vez que su acción está orientada para dotar a la
colectividad, de algún elemento básico para la satisfacción de necesidades
generales.
Las Fuerzas Armadas siguen así el camino de la colaboración
estrecha con su pueblo para el cumplimiento de la inmensa tarea que impone el
progreso constante de la Patria.
Como siempre, su contribución será decisiva en esta hora que
reclama realizaciones, en que todos hemos comprendido, sin distingos de ninguna
clase, que éste es el momento de los hombres de buena voluntad, que ésta es la
hora en que los intereses particulares deben subordinarse a los de la comunidad,
para hacer una Patria más grande, más fuerte y progresiva para todos sus hijos.
La tarea de las Fuerzas Armadas, en este período
trascendente para la humanidad, está signada por dos factores esenciales;
primero el mantenimiento de la Nación en condiciones para la defensa militar de
su soberanía económica y política, en un mundo que se torna cada vez más agresivo;
segundo, en darle a su vocación civilista un nuevo contenido, adaptando la
acción de sus cuadros a las nuevas necesidades planteadas por la realidad
nacional para aumentar el bienestar de la comunidad, contribuyendo al
desarrollo integral del país.
En tal sentido, es ya trasnochado el concepto de que las
Fuerzas Armadas constituyen organizaciones enquistadas, en la aislante
caparazón de sus misiones específicamente castrenses, quedando al margen del
quehacer nacional y sin acompañar en la obra de las grandes realizaciones de
gobierno.
Hay que convencerse que las Fuerzas Armadas son órganos del
Estado y que, en función de tales, si bien tienen misiones constitucionales
perfectamente delimitadas, deben cooperar en toda la dimensión de sus
posibilidades, a la realización de las finalidades integrales del Estado, que
son la grandeza del país y el bienestar de sus habitantes.
Por lo demás, en un mundo signado por la proyección del
individuo al cosmos, donde graves problemas se agitan y se asiste a los
denodados esfuerzos del hombre para supervivir en libertad, conforme el Creador
lo hiciese, el trazado y la ejecución de las grandes planificaciones políticas,
sociales o económicas, puede influir decisivamente, de manera positiva o
negativa, en el mantenimiento del sistema de la democracia representativa y la
preservación de la tranquilidad pública, que es su presupuesto, motivo por el
cual las Fuerzas Armadas no pueden, bajo ningún concepto, permanecer
indiferentes a la obra de gobierno, puesto que ello señalaría, además, una
falta de sensibilidad nacional, de la que no pueden desprenderse hombres de
armas que provienen del pueblo.
Como contrapartida, los gobernantes tienen la ineludible
obligación de dar posibilidad de cooperación, en la gran acción de gobierno, a
sus Fuerzas Armadas, sin que ello implique conferirles personería política ni
capacidad de decisión final, la que siempre corresponderá a los poderes como
atribución constitucional para ello; la referencia se vincula, exclusivamente,
con una aptitud mental de acercamiento entre los gobernantes y sus instituciones
armadas, con vistas al engrandecimiento de la Nación y la prosperidad de sus
habitantes, objetivos para cuyo logro las Fuerzas Armadas, por vocación,
mandato histórico y formación particular, anhelan, desinteresadamente, tomar su
porción de responsabilidad, sin reclamar ningún derecho.
Esa será siempre la mejor contribución y la más hábil
conducta de los hombres de gobierno para lograr una efectiva apoliticidad de
las Fuerzas Armadas, ya que, al darles participación en el gran diálogo
nacional que debe presidir la ejecución de la política general, evitarán el
aislamiento reticente de las instituciones armadas.
Lo que se comunica al Ejército, por resolución de S. E. el
señor Secretario de Estado de Guerra.
Fuente: Texto completo de las palabras pronunciadas por el
CJE, General Onganía, el 6 de agosto de 1964 en West Point, EE.UU., transcripto
del Boletín Público de la Secretaría de Guerra del 10 de septiembre de 1964.
Buenos Aires, Revista Militar, Nº 721; enero/julio 1989, pp. 79-86. Biblioteca
del Círculo Militar.
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