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miércoles, 29 de junio de 2016

Juan Carlos Onganía: "Conferencia de Ejércitos de América en West Point" (6 de agosto de 1964)

Revista Militar Nº 721

El Gobierno, las FF. AA. y la Comunidad Nacional

Introducción
El tema a desarrollar implica la necesidad de desentrañar la ubicación de nuestras Fuerzas Armadas a la luz de la organización política de las naciones americanas, conforme se encuentra establecida en las respectivas constituciones nacionales.

Las naciones de América han adoptado el principio de la soberanía popular ejercitada a través de la democracia representativa, estableciendo como forma de gobierno el sistema republicano.

Estos son los principios políticos que gobiernan a América; son ellos la ley suprema de este continente y esa ley tiene un espíritu que la anima y la sostiene, el cual fuera sencilla pero elocuentemente expresado en la declaración de la independencia de nuestros anfitriones:

“Juzgamos evidentes por sí mismas estas verdades: todos los hombres han nacido iguales; están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; entre estos derechos se cuentan la libertad, el procurar la dicha. Se han establecido gobiernos entre los hombres para garantizar estos derechos, y el poder del gobierno emana del consentimiento de los gobernados”.

La comunidad nacional
Es cierto que la primera etapa en la vida de la humanidad —la de su existencia salvaje— caracteriza, precisamente, el momento en que el hombre se encuentra impotente ante la fuerza sin control y que con los otros hombres se rige, crudamente, por la ley del más fuerte.

Pero es cierto también que desde que la humanidad existe, el hombre aparece provisto de dos extraordinarios elementos psíquicos, como para poder afirmar su existencia en principios distintos: la inteligencia, por una parte, que le permitió comprender el equilibrio social en la vida de relación y la conciencia moral, por la otra parte, que lo llevó a descubrir en todo hombre, un ser espiritual que no acepta ser instrumentado como medio por otro hombre, sino como fin de sí mismo.

Se advierte así, en el curso de la humanidad, a través del proceso histórico, el esfuerzo prodigioso del hombre, para ordenar su existencia, conforme a normas de convivencia política que regulen, jurídicamente, la trabazón de los intereses ideosociales que definen a toda colectividad.

La historia comprueba que el espíritu de comunidad nacional no aparece en las agrupaciones humanas, sino al término de una evolución política y social, que suele ser bastante larga y que algunos pueblos no la alcanzan nunca.

Lo dicho nos permite aseverar también, que tanto el Estado como las Fuerzas Armadas, no existen por sí mismas, sino que son manifestaciones objetivas con que un pueblo expresa su voluntad de vivir, desarrollarse y preservarse dentro de una comunidad social organizada.

Una nación se caracteriza, por un previsible crecimiento regular y sostenido de sus fuerzas productoras, del bienestar social y evolución cultural de sus habitantes y por la clara delimitación de su papel en la contingencia internacional en la cual se mueve.

Una nación es, pues, una familia espiritual y no tan solo una colectividad humana circunscripta por la geografía. Dos factores que en realidad constituyen uno solo, conforman la comunidad nacional. Uno es el pasado, el otro es el presente y su proyección hacia el futuro; uno es la común heredad recibida de los mayores, otro es la convivencia actual, la voluntad de mantener y acrecentar el patrimonio recibido. El principio en que se finca el espíritu de la comunidad nacional es, por consiguiente, una gran solidaridad amalgamada por el profundo sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los que se está dispuesto a realizar.

La conciencia del ser nacional, se resume en la idea de Patria que da al sentimiento de solidaridad social, una cohesión y fuerza espiritual indestructible.

Misión general de las Fuerzas Armadas
Ese espíritu, en el que debemos siempre cobijarnos, está plasmado en normas positivas, establecidas en las Constituciones políticas de las Repúblicas de América y que fijan, inequívocamente, el papel de las Fuerzas Armadas en el marco de la democracia representativa.

Sea que tal misión resulte explícitamente fijada, como en algunas constituciones americanas o sea que resulte implícita, como consecuencia de las obligaciones impuestas al Poder Ejecutivo o a los ciudadanos, las instituciones armadas americanas existen en función de la necesidad de:

- garantizar la soberanía e integridad territorial de los Estados;
- preservar los valores morales y espirituales de la civilización occidental y cristiana;
- asegurar el orden público y la paz interior;
- propender al bienestar general; y
- sostener la vigencia de la Constitución, de sus derechos y garantías esenciales y el mantenimiento de las instituciones republicanas que en ella se encuentran establecidas.

De acuerdo con lo expresado y a fin de satisfacer en toda su amplitud los distintos aspectos que comprende, se infiere una subdivisión de su misión en dos premisas, una fundamental y otra complementaria perfectamente definidas, a saber:

- necesidad de mantener la aptitud y capacidad para salvaguardar los más altos intereses de la nacionalidad;
- contribuir activamente dentro de sus posibilidades en cooperación con el poder civil, sin descuidar su objetivo principal, en el desarrollo económico-social del país, coadyuvando, en especial, a solucionar problemas en áreas de escaso desarrollo y a aliviar situaciones emergentes de siniestros.

Custodias de la soberanía nacional, las Fuerzas Armadas, son las depositarias de una tradición que compromete con agudo trascendente su tarea, que no ha sido solamente la de llevar sus armas para la hazaña de ganar un continente a causa de la libertad.

En relación con lo hasta aquí dicho, conviene destacar que como consecuencia necesaria del propio ordenamiento republicano y del sistema de gobierno representativo, la naturaleza de las Fuerzas Armadas americanas, resulta caracterizada por ser apolítica, obediente y no deliberada esencialmente subordinada a la autoridad legítimamente constituida, respetuosa de la Constitución y las leyes, cuyo acatamiento debe estar siempre por encima de cualquier otra obligación.

Libertad, paz interior, bienestar general, defensa de las instituciones republicanas, defensa de la Patria, pueden utilizarse en la defensa de la Constitución, porque no hay interés común sin el plano de coincidencia en la ley fundamental del Estado que crea y organiza la comunidad nacional, y no hay Patria, en la total significación del vocablo, sin la ley que la constituye.

Es así como la imperecedera y auténtica tradición democrática americana se ha desenvuelto bajo el signo inminente de la autodeterminación del pueblo, como fuerza del impulso sustentada en tres principios inmutables.

- El sistema republicano y representativo de gobierno.
- El respeto por los derechos del hombre en el orden político, social y económico.
- El cristianismo en el orden moral.

Por estos principios combatieron los guerreros de la Independencia y se desangraron los soldados que hicieron la organización nacional.

Por ello, cuanto traicione esta manera de sentir y de pensar, es antiamericano, porque traiciona lo vernáculo y atenta contra la sobrevivencia física y espiritual del continente.

Las Fuerzas Armadas y la autoridad constituida
La historia de los movimientos emancipadores americanos, tiene como común denominador, el deseo de los pueblos de gobernarse por sí mismos y no reconocer, en el ejercicio de los poderes públicos, otra autoridad que no fuese la emanada de las prescripciones constitucionales que se dieron con su libre consentimiento.

Los hombres de armas de América imbuídos también de ese espíritu, jugaron un rol decisivo y preponderante en tales epopeyas y sus espadas estuvieron al servicio de esa causa, sin que los movieran apetencias personales de poder, sino el ferviente anhelo de lograr para sus conciudadanos, el derecho de gobernarse por sí mismos.

El éxito de sus armas y la ferviente adhesión de los pueblos liberados, les ofrecían todas las posibilidades de entronizarse en el poder y gobernar aquellos con arreglo a normas autoritarias, sin sujeción a otros recaudos que los determinados por su propia voluntad, sostenida por la fuerza de sus armas.

No obstante ello, fue coincidente en los militares americanos el propósito de asegurar la autodeterminación de los ciudadanos, en la elección de sus hombres de gobierno y el establecimiento de normas jurídicas que regulasen el ejercicio del poder para evitar desbordes de la autoridad pública.

A esas normas se sometieron de buen grado ellos mismos, persuadidos de que sólo son libres los hombres y los pueblos cuando viven esclavos de la ley; creían firmemente en la fuerza del derecho y no en el derecho de la fuerza.

Bellas páginas de autolimitaciones nos ofrecen esos soldados americanos, que exhibieron ante la historia un nuevo cuño de militares imbuidos de sencillez republicana, de desinterés, de su misión a la ley y de respeto por la voluntad popular.

Llena de estos conmovedores ejemplos está la historia de América.

El gran Capitán de los Andes José de San Martín, sostuvo en su renunciación política ante el Congreso General reunido en Lima:

“Presencié la declaración de la independencia de los Estados de Chile y del Perú; existe en mi poder el estandarte que trajo Pizarro para esclavizar al Imperio de los Incas y he dejado de ser hombre público; he aquí recompensados con usura diez años de revolución y guerra”.

 “Mis promesas para con los pueblos en que he hecho la guerra están cumplidas; hacer su independencia y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos”.

El Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, que resignó la presidencia vitalicia que le ofreciera el Congreso Constituyente de Bolivia, expresó luego de completar el período de su gobierno:

“La Constitución me hace inviolable; ninguna responsabilidad me cabe por los actos de mi gobierno. Ruego pues, que se me destituya de esta prerrogativa, que se examine escrupulosamente toda mi conducta. Si hasta el 18 de abril se me justifica una sola infracción de ley, si las Cámaras constitucionales juzgan que hay lugar a formación de causas al ministerio, volveré de Colombia a someterme al fallo de las leyes”.

El General Francisco de Paula Santander, dijo a su pueblo:

“Las armas nos dieron la independencia; las leyes nos darán la libertad”.

El General Bernardo O’Higgins al alejarse de la función de gobierno pudo decir:

“Conservo sólo mi honra, la memoria del bien que alcancé hacer y no me agita pasión alguna. Antes de vencer a mis enemigos aprendí a vencerme a mí mismo”.

George Washington, cuyos preclaros servicios a la causa de América y de su patria fueron acompañados de una ennoblecedora modestia y sencillez republicana; Simón Bolívar, infatigable en su anhelo de consolidar en la ley su epopeya mediante la organización política de los pueblos manumitidos y tantos otros soldados americanos, representan el arquetipo de los militares de este continente, brazos obedientes de la ley que sólo consideraron como legítima la autoridad que emanara de sus normas.

Si queremos realmente aprender con justeza, el sentido trascendente y la misión de las Fuerzas Armadas de América, habremos de tener bien presente el espíritu de esos próceres militares, que fueron soldados sin dejar de sentirse ciudadanos, hombres que sirvieron y vivieron al amparo de la ley y de las instituciones republicanas.

El sometimiento de las instituciones armadas a los poderes constituidos, hace a la esencia de la organización política americana, toda vez que sus gobiernos reposen sobre el principio de la soberanía del pueblo y los poderes republicanos son los únicos en que la voluntad popular ha delegado el ejercicio de la autoridad.

Las Fuerzas Armadas son el brazo fuerte de la Constitución y ésta sobrevive, en tanto y cuanto se desenvuelva en forma natural y pacífica, el ejercicio de los poderes de gobierno que sus normas estatuyen; no es, pues, legalmente concebible que ese brazo, creado precisamente para sostenerla, se vuelva para sustituir, injustamente, a la voluntad popular.

Y si tal pretensión no puede admitirse frente a la ley menos aún puede sostenerse a la luz de la límpida trayectoria histórica que señala la vocación republicana de los próceres militares de América.

Honrar a la ley y al mandato histórico de esos próceres, padres de nuestras instituciones armadas, es honrar al uniforme que con orgullo vestimos y la memoria de quienes jalonan con sus tumbas el largo y penoso camino de la emancipación americana y la organización política de sus pueblos.

No tengamos la falta de humildad y la falacia que presupone el proclamarnos depositarios de todas las virtudes cívicas y las reservas morales de nuestros pueblos; no pretendamos convertirnos en censores de la República y sus gobernantes y árbitros finales de las decisiones de las autoridades elegidas por el pueblo; como nuestros ilustres predecesores seamos soldados sin dejar de sentirnos ciudadanos, poseídos de esa fe en la democracia que los alentara.

Estamos convencidos que la democracia no se declama; se la siente y se la práctica, con profunda fe en sus instituciones, con cabal sentido de responsabilidad, cumpliendo a conciencia la misión que tenemos asignada y sin pretender exceder el límite de las atribuciones que constitucionalmente nos corresponde.

Las Fuerzas Armadas serán tanto más vigorosas en su estructura orgánica-funcional, cuanto menos influyan en el quehacer interno del Estado y cuanto más campo de acción dejen al gobierno de la ley y a la libertad ciudadana, para que lo penetre y vivifique, en el proceso periódico de la democracia.

Las instituciones militares dejan de ser núcleos fehacientes de la Defensa Nacional, el día que se convierten en un peso que gravite en la opinión pública, en resorte compresor de gobiernos o en elemento politizado al servicio de intereses que no son los del conjunto de la Nación, porque, tarde o temprano, engendran en la sociedad que las nutre, el caos propicio para entregarla inerme y amilanada, al comunismo internacional que, en tales circunstancias hace de ella presa fácil.

Tengamos en eso, la emocionante confianza que en la democracia tuvo Tomas Jefferson, cuando sostuvo que ese sistema de gobierno era la mejor esperanza para el mundo y que estaba persuadido que para sostenerlo concurrirían a su defensa todos los hombres libres como si se tratase de un asunto puramente personal.

Estimo ahora necesario detenerme en el análisis del concepto de subordinación y la autoridad constituida que debe caracterizar a las instituciones armadas.

En este aspecto es preciso hablar sin eufemismo, con el lenguaje preciso y directo que caracteriza el diálogo entre los hombres de armas.

La subordinación es debida a la autoridad del gobierno en cuanto ésta emana de la soberanía popular, en cuyo nombre la ejerce, conforme a los preceptos constitucionales.

El acatamiento es debido y referido en última instancia a la Constitución y a las leyes; nunca a hombres o a los partidos políticos que circunstancialmente pudiesen detentar el poder público.

Si esto fuese así, quedaría trastocada la misión fundamental que compete a las Fuerzas
Armadas; dejarían de ser apolíticas y se convertirían en guardias pretorianas al servicio de determinadas personas o agrupaciones políticas.

Hemos ya señalado que las instituciones armadas tienen como misión, en lo interno, la preservación de la paz interior, el mantenimiento de las instituciones republicanas y el sostén de los derechos y garantías esenciales que la Constitución consagra.

Está claro entonces, que tal deber de obediencia habrá dejado de tener vigencia absoluta, si se produce, al amparo de ideologías exóticas, un desborde de autoridad que signifique la conculcación de los principios básicos del sistema republicano de gobierno, o un violento trastocamiento en el equilibrio e independencia de los poderes, o un ejercicio de la potestad constitucional que presuponga la cancelación de las libertades y derechos de los ciudadanos.

En emergencias de esa índole, las instituciones armadas al servicio de la Constitución, no podrían ciertamente mantenerse impasibles, socolor de una ciega sumisión al poder establecido, que las convertiría en instrumentos de una autoridad no legítima, ya que es de toda evidencia el hecho que contra el sistema de la democracia representativa, puede atentarse con menor efectividad desde el llano que desde el gobierno.

El pueblo recobraría en tales circunstancias el ejercicio del derecho de resistencia a la opresión, claramente señalado en la Declaración de Independencia de los EE. UU., que estatuye:

“Siempre que una forma de gobierno llega a ser destructora de este fin (los derechos inalienables de los hombres), el pueblo tiene el derecho de cambiarla o abolirla y de establecer un nuevo gobierno. La prudencia enseña a la verdad, que no conviene cambiar por causas pequeñas y pasajeras los gobiernos establecidos de larga fecha y la experiencia de todos los tiempos muestra, en efecto, que los hombres se hallan dispuestos a tolerar los males soportables mejor que hacerse justicia a sí mismos aboliendo las formas a que están acostumbrados. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, que tienden invariablemente al mismo fin, marca el propósito de someterlos al despotismo absoluto, tienen el derecho, tienen el deber de rechazar tal gobierno y de proveer, con nuevas salvaguardias, a su seguridad futura”.

Este principio fue recogido por Francia en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, cuyo Artículo II establece:

“El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.

Al margen de toda norma concreta, el ejercicio de tal atribución por el pueblo, se encuentra inequívocamente comprendida en los derechos implícitos o no enumerados, pero que son una consecuencia natural del principio de la soberanía popular y del sistema republicano de gobierno.

Y visto que el pueblo no puede, por sí, ejercitar ese derecho, en virtud de que está inerme, dicha atribución se traslada a las instituciones que él mismo ha armado y a las que les ha fijado la misión de sostener la efectiva vigencia de la Constitución.

Es ésta una verdad tan concluyente que, si no la reconocemos y sostenemos a ultranza la sumisión a las autoridades constituidas, cuando éstas sean despóticas, deberemos, para ser congruentes, renegar de las epopeyas emancipadoras que nos dieron la independencia política y el sistema de gobierno que nos es propio.

Desde luego que el ejercicio de tal derecho, queda reservado sólo frente a la existencia de excepcionales circunstancias de hecho, que impliquen el avasallamiento de los preceptos constitucionales, por acción de las autoridades que ejercen el gobierno; es la razón última, el remedio heroico que reclama como presupuesto indispensable, la existencia de grave emergencia para la suerte de las institucionales republicanas y las libertades públicas.

Sería un crimen de lesa patria que las instituciones armadas pretendiesen acometer la quiebra del orden constitucional ante eventuales desaciertos en el manejo de los negocios públicos por parte del gobierno, por más grave que estos aparenten serlo; en una democracia, los errores en la conducción gubernativa, sólo deben encontrar remedio en la expresión de disconformidad de los ciudadanos a través del sufragio.

Las Fuerzas Armadas no pueden subrogarse en el ejercicio de la soberanía popular, ni son, por cierto, los órganos llamados por la ley para ejercitar el contralor de la constitucionalidad de los actos del gobierno, ni para hacer efectivas las eventuales responsabilidades políticas de los gobernantes. En tanto y en cuanto un gobierno por más inepto que fuere, ajuste su accionar a los principios esenciales que emanan de la Constitución, deberán respaldar la autoridad del mismo, toda vez que ello significa ceñirse a su cometido constitucional, sin que ello implique pronunciarse con relación a la eficacia de su gestión política, ni tampoco dejar de contribuir, activamente, dentro de sus posibilidades, en el desarrollo económico-social del país.

Las Fuerzas Armadas y la Comunidad Nacional
En tal sentido la colaboración de las Fuerzas Armadas en la gestión política de gobierno, debe ser amplia y decidida, sin reservas de ninguna naturaleza, trascendiendo, incluso, el marco de su misión de capacitarse y capacitar militarmente a los ciudadanos, para proyectarse decididamente en todos aquellos aspectos que, sin desmedro de su finalidad esencialmente castrense, tiendan al engrandecimiento de la Patria y al bienestar de sus habitantes.

El plan militar general para la defensa del Continente Americano reconoce la conveniencia de propender por todos los medios posibles a elevar los niveles de vida de los pueblos con el objeto de combatir eficazmente la propaganda comunista, que trata de explotar la ignorancia y la pobreza de los ambientes subdesarrollados.

Así lo han entendido las Fuerzas Armadas en la actualidad, conscientes de no seguir solamente de cerca el progreso técnico de su época, sino también adecuando sus estructuras, en forma tal, que les permita representar un positivo aporte de las más diversas manifestaciones de la vida nacional, dentro de las siguientes limitaciones:

- sin disminuir su capacidad profesional;
- sin competir con la actividad civil particular.

Llevar las Fuerzas Armadas a colaborar decididamente en obras de bien público, en tareas educacionales, vocacionales, técnicas, haciendo su aporte al acervo cultural del país, etc., presupone ligarlas, estrechamente, a los intereses e ideales de la sociedad, para promover un acercamiento y beneficios mutuos, en un ordenado espíritu de cooperación, buscando que la comunidad sienta la necesidad de la existencia de las instituciones militares, como problema de su propia supervivencia.

Hay en América latina extensas regiones cuyo ritmo de desarrollo ha sido lento; además, coexisten en cada territorio nacional, centros provistos de todos los adelantos de la vida moderna, con zonas deficitarias donde faltan caminos, puentes, escuelas, hospitales, usinas eléctricas, embarcaderos, desagües y obras necesarias para la convivencia social.

Estos trabajos poseen, precisamente, la característica de referirse a aquellas exigencias humanas más elementales. Observadas desde el punto de vista del ciudadano común, que vive en zonas más adelantadas, parecen poco significativas, pero para el hombre de regiones de menor desarrollo, constituyen las bases indispensables para una vida mejor, más segura y provechosa.

Es, precisamente, en la ejecución de estos trabajos, donde las Fuerzas Armadas desempeñan preponderante papel, estrechando filas con su pueblo, colaborando silenciosamente allí donde faltan brazos y capitales, en la tarea de engrandecimiento nacional, para felicidad de los habitantes y fortalecimiento del país en todos los órdenes.

La participación militar contribuye, pues, de manera decisiva a restablecer en parte y dentro de las posibilidades de la Institución el equilibrio de la estructura económico-social de la Nación.

Al crear mejores condiciones de vida para millones de personas, en su propia localidad, atacan directamente a causas fundamentales de orden social, entre otras, las migraciones internas, que tanto daño hacen al país, con sus secuelas de “villas miserias” y sus masas de seres desarraigados, que vegetan en los suburbios de las grandes ciudades como exponente virtual de una penuria colectiva.

La colaboración cívico-militar al contribuir decisivamente en la dotación de una infraestructura zonal mínima, se convierte además, en motor esencial del desarrollo nacional. En efecto, al posibilitar una mayor dinamización de la vida regional, estos trabajos de mejoramiento darían origen —la experiencia nacional e internacional así lo prueba— al nacimiento de nuevas formas económicas y sociales, y, por supuesto, a nuevas necesidades de desarrollo. En tal sentido, el organismo militar, en función de acción cívica posee un horizonte amplio, toda vez que su acción está orientada para dotar a la colectividad, de algún elemento básico para la satisfacción de necesidades generales.

Las Fuerzas Armadas siguen así el camino de la colaboración estrecha con su pueblo para el cumplimiento de la inmensa tarea que impone el progreso constante de la Patria.

Como siempre, su contribución será decisiva en esta hora que reclama realizaciones, en que todos hemos comprendido, sin distingos de ninguna clase, que éste es el momento de los hombres de buena voluntad, que ésta es la hora en que los intereses particulares deben subordinarse a los de la comunidad, para hacer una Patria más grande, más fuerte y progresiva para todos sus hijos.

La tarea de las Fuerzas Armadas, en este período trascendente para la humanidad, está signada por dos factores esenciales; primero el mantenimiento de la Nación en condiciones para la defensa militar de su soberanía económica y política, en un mundo que se torna cada vez más agresivo; segundo, en darle a su vocación civilista un nuevo contenido, adaptando la acción de sus cuadros a las nuevas necesidades planteadas por la realidad nacional para aumentar el bienestar de la comunidad, contribuyendo al desarrollo integral del país.

En tal sentido, es ya trasnochado el concepto de que las Fuerzas Armadas constituyen organizaciones enquistadas, en la aislante caparazón de sus misiones específicamente castrenses, quedando al margen del quehacer nacional y sin acompañar en la obra de las grandes realizaciones de gobierno.

Hay que convencerse que las Fuerzas Armadas son órganos del Estado y que, en función de tales, si bien tienen misiones constitucionales perfectamente delimitadas, deben cooperar en toda la dimensión de sus posibilidades, a la realización de las finalidades integrales del Estado, que son la grandeza del país y el bienestar de sus habitantes.

Por lo demás, en un mundo signado por la proyección del individuo al cosmos, donde graves problemas se agitan y se asiste a los denodados esfuerzos del hombre para supervivir en libertad, conforme el Creador lo hiciese, el trazado y la ejecución de las grandes planificaciones políticas, sociales o económicas, puede influir decisivamente, de manera positiva o negativa, en el mantenimiento del sistema de la democracia representativa y la preservación de la tranquilidad pública, que es su presupuesto, motivo por el cual las Fuerzas Armadas no pueden, bajo ningún concepto, permanecer indiferentes a la obra de gobierno, puesto que ello señalaría, además, una falta de sensibilidad nacional, de la que no pueden desprenderse hombres de armas que provienen del pueblo.

Como contrapartida, los gobernantes tienen la ineludible obligación de dar posibilidad de cooperación, en la gran acción de gobierno, a sus Fuerzas Armadas, sin que ello implique conferirles personería política ni capacidad de decisión final, la que siempre corresponderá a los poderes como atribución constitucional para ello; la referencia se vincula, exclusivamente, con una aptitud mental de acercamiento entre los gobernantes y sus instituciones armadas, con vistas al engrandecimiento de la Nación y la prosperidad de sus habitantes, objetivos para cuyo logro las Fuerzas Armadas, por vocación, mandato histórico y formación particular, anhelan, desinteresadamente, tomar su porción de responsabilidad, sin reclamar ningún derecho.

Esa será siempre la mejor contribución y la más hábil conducta de los hombres de gobierno para lograr una efectiva apoliticidad de las Fuerzas Armadas, ya que, al darles participación en el gran diálogo nacional que debe presidir la ejecución de la política general, evitarán el aislamiento reticente de las instituciones armadas.

Lo que se comunica al Ejército, por resolución de S. E. el señor Secretario de Estado de Guerra.



Fuente: Texto completo de las palabras pronunciadas por el CJE, General Onganía, el 6 de agosto de 1964 en West Point, EE.UU., transcripto del Boletín Público de la Secretaría de Guerra del 10 de septiembre de 1964. Buenos Aires, Revista Militar, Nº 721; enero/julio 1989, pp. 79-86. Biblioteca del Círculo Militar.


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