Escaseo tanto la libertad política en estos diez años que
llegamos a convertirla en el fin último de nuestras vidas. Pero cuando parece
ponerse al alcance de nuestra mano, advertimos que tiene, en el fondo, un carácter
instrumental. Muchas veces se ha dicho que ella es el oxigeno que permite
nuestra existencia. En efecto, no se puede vivir sin respirar; tampoco se puede
vivir espiritualmente sin libertad. Pero no cometamos el error lógico de
identificar los dos términos: respiramos para vivir, pero no vivimos para
respirar.
Lo mismo sucede con la libertad. Necesitamos de ella para
poder vivir espiritualmente, pero no podemos reducir nuestra vida espiritual al
puro goce de la libertad. En un principio podemos desahogarnos y usar —y
abusar— de ella. Queremos compensar con gritos el tiempo que tuvimos la voz
apretada en la garganta. Cuando nos desahoguemos, sin embargo, tendremos que
reconocer que la libertad no era nuestro fin; que luchábamos por ella porque
nos faltaba, como lucha quien se asfixia por el oxigeno que necesita para
sobrevivir.
¿Que haremos con la libertad, ahora que la tenemos? ¿Que
haremos, además de atrincherarnos, para no perderla jamás? ¿Que haremos además
de luchar para que esta libertad la gocen todos los pueblos de todas las rasas
y de todas las latitudes?
Hay que dar a la libertad un sentido positivo. No podemos
haber combatido por ella para pasar luego el resto de nuestras vidas sentados cómodamente
a la sombra de un árbol. La libertad no puede consistir en la falta de
restricciones. A la libertad negativa —por la que hemos luchado tanto tiempo—
debe seguirle la libertad positiva, que no es otra que la libertad creadora.
La libertad adquiere sentido en la obra creadora. En el
momento actual argentino la creación será, fundamentalmente, reconstrucción. Y
la reconstrucción debe comenzar en el plano de la conciencia. Diez años de
dictadura demagógica, de cinismo, de morboso deleite de negación de la cultura
y los valores espirituales, exigen, ante todo, una delicada tarea de reconstrucción
moral y educacional, y una toma de conciencia de los niveles de la reconstrucción.
No hay duda que habrá que reconstruir la economía, la organización
política y jurídica, el prestigio internacional, y que la tarea deberá
extenderse a muchos otros campos. Pero debe atenderse, primordialmente, a la
conciencia moral. No solo porque la conciencia moral ocupa un rango superior,
sino porque a ella es que la dictadura ha dañado mas profundamente. Con la
predica y con el ejemplo, Perón y sus imitadores convirtieron al éxito en el
fin ultimo de la vida. No importaban los medios ni los principios; lo
importante era el objetivo. Y el objetivo era claro: aumentar las propias
riquezas materiales. Perón y Jorge Antonio eran los símbolos que debía seguir
la juventud. Y muchos hombres y jóvenes se lanzaron por esa ruta. Que no todos
los argentinos teníamos el mismo ideal de vida lo prueba el fin del régimen. Y
la resistencia, publica y clandestina, durante diez años. Pero la manzana
putrefacta ha contaminado muchas otras. De ahí la necesidad de la reconstrucción
moral y educacional.
No basta señalar el hecho desde luego. No se puede iniciar,
sin más, la reconstrucción deseada. Es una obra delicada y lenta. Muy poco se
parece a la reconstrucción de los edificios quemados o derrumbados por la
dictadura. Se parece mas al cultivo de una flor que a la reconstrucción con
hierro y cemento. La conciencia es un elemento vivo y hay un aliento interior
que la anima. A ese aliento interior —y no a las formas exteriores— es que hay
que atender primordialmente.
Porque el camino es largo hay que ponerse inmediatamente a
la tarea. Pero no basta con proponérselo. Tampoco bastan las buenas
intenciones, el patriotismo y el desinterés.
Son elementos necesarios — imprescindibles— pero no suficientes.
Antes de iniciar la labor habrá que despejar la mente de errores, prejuicios y
mal entendidos.
En primer lugar, la reconstrucción no significa —no puede
significar— el regreso a la situación anterior. No se corrigen las cosas volviendo
atrás el reloj de la historia. No puede volverse a un punto anterior: la
historia es irreversible. Y si se pudiera, ¿desearíamos volver a tal situación?
No, desde luego. Si las ideas y valores de entonces fueron incapaces de
solucionar los problemas de ayer, con mayor razón serán incapaces de solucionar
los problemas de: hoy y de mañana.
Tampoco se puede reconstruir la vida moral y cultural de un
pueblo afirmando mecánicamente lo contrario de lo que sostuvo y practico el régimen
que repudiamos. Si así fuera, la reconstrucción seria muy sencilla. Bastaría
cambiarle de signo a todas las ideas y valores y tendríamos una carta de navegación
perfecta. Si sabemos que eso es falso, ¿por que nos empeñamos, durante tanto
tiempo, en defender lo opuesto a lo que sostuvo el régimen que combatimos? ¿Acaso
una idea noble y fecunda se convierte en vil y despreciable cuando la sostiene
nuestro enemigo? Hay que tener la valentía de reivindicar las ideas, y aun las
palabras, que pueda haber envilecido la boca que las pronuncio.
La reconstrucción es muy complicada, tremendamente
complicada. No podrá ser la obra de un remendón. Se puede tapar un agujero solo
cuando la barca navega sin dificultad; no cuando hace agua por los cuatro
costados. No podrá ser tampoco una reconstrucción verbal: no basta llenarse la
boca con grandes palabras para corregir el mal. Toda reconstrucción seria,
responsable y permanente, debe guiarse por una brújula teórica.
La brújula tendrá que ser fundamentalmente axiológica. ¿Como
podría intentarse una reconstrucción de la vida moral y cultural de un pueblo
si no se tiene una idea clara de los fines hacia los cuales se tiende? Y es
evidente que los fines se sustentan en valores.
¿Adoptaremos un sistema rígido de valores sancionados por la
religión, la tradición cultural o la costumbre? O preferiremos dejar librada la
escala axiológica a las vicisitudes de la historia, a los vaivenes de la política,
la conveniencia o el gusto del tiempo, ¿Que criterios usaremos para determinar
esa escala axiológica? ¿Donde iremos a buscar el fundamento de los valores? ¿Que
haremos para que se incorporen a la vida moral y cultural de nuestro pueblo? ¿Como
le aseguraremos una vida permanente?
Estos y otros muchos problemas axiológicos teóricos y prácticos,
habrá que plantearse y aclarar antes de meter mano en la realidad concreta que
enfrentemos.
No creemos oportuno intentar aquí la exposición de una teoría
axiológica completa, en la que estamos trabajando desde hace varios años.
Queremos tan solo afirmar —en estas notas apresuradas que dedicamos a la noble
juventud argentina— la necesidad de una sana teoría de los valores para que la reconstrucción
moral y cultural tenga sentido y permanencia, y no se realice a tropezones o
improvisadamente. No esta en nuestro animo la creencia de que debe adoptarse
una supuesta teoría absoluta de los valores, como las que proponen ciertas
organizaciones religiosas o filósofos un tanto dogmáticos que confían
exageradamente en la infalibilidad de la intuición, sea emocional o eidética.
Creemos que la axiología actual ha superado la reacción al
subjetivismo que representa la monumental axiología de Max Scheler —y la de
Nicolai Hartmann— divulgada en el conocido articulo de Ortega y Gasset sobre
los valores. Tal afirmación no debe entenderse, desde luego, como una adhesión
al subjetivismo axiológico. Ni subjetivos ni objetivos —o ambas cosas a la
vez—, los valores tienen realidad y sentido dentro de una situación humana,
concreta, real histórica. No en un mundo supra-empirico, donde resulta fácil
construir una teoría, puesto que no hay hecho que pueda desmentirla.
Cuando enfrentamos la teoría axiológica con el deseo de
orientar una obra de reconstrucción concreta, es que resulta más necesario
tener los pies bien sentados sobre la tierra en que vivimos. No hay que confundir,
sin embargo, la tierra —noble y firme— con el fango. Y no olvidar que el
contacto directo con el suelo que nos sostiene no impide que mantengamos la
vista puesta en el cielo.
La necesidad de fundar la reconstrucción moral y educacional
de una sana teoría axiológica muestra la intima conexión que tiene la filosofía
con los problemas concretos de la vida. La filosofía genuina es, al mismo
tiempo, una forma de conocimiento y un modo de vida. Ambos aspectos son inseparables.
Se desea conocer para poder actuar de acuerdo a los principios descubiertos. Sócrates
es el ejemplo máximo. La historia de la filosofía esta llena de ejemplos menores.
Desmienten nuestra afirmación tan solo aquellos profesores de filosofía que se
refugian en el mundo de las ideas para ocultar su fracaso, o su cobardía, en el
mundo de los hombres. Cuando la filosofía "vuelve
la espalda a las angustias y dolores del hombre no es autentica filosofía"
—escribimos hace nueve años, cuando la dictadura nos despojo ilegalmente de
nuestras cátedras. "Es vana y estéril
preocupación de doctor de salón, de académicos con alma desecada, de
intelectuales que juegan con las ideas y que, por cobardía o por ceguera,
hipostasian un mundo celeste donde poder refugiarse sin compromisos cuando la
realidad contraria sus profecías o deseos. No; la teoría filosófica no puede
volver la espalda a la realidad. Si lo hace, es mala teoría, juego intelectual,
entretenimiento de salón con nombre griego"
(Cfr. Realidad universitaria y teoria filosofica, pagina 3).
Que lo recuerden los jóvenes estudiantes de filosofía que mañana
tendrán la responsabilidad, no solo de enseñar filosofía en las aulas, sino de
orientar, con la palabra y con el ejemplo, las conciencias a veces vacilantes
de la juventud.
Fuente: “La Libertad no basta” por el Dr. Risieri Frondizi publicado
en Revistas del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras,
septiembre de 1955.
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