El señor Ministro habló de la soberanía nacional para
presentar a la Cámara este argumento: el señor Presidente de la República ha
declarado que sólo conservará las obras públicas que sean inherentes al
ejercicio de la soberanía nacional. En este caso la oposición que se hace
diciendo que se entrega a una empresa particular lo que corresponde a la
administración pública es un argumento, no solamente inexacto, sino
insostenible, ¡porque la soberanía nacional no puede rebajarse al oficio ruin
de correr con los desagües y limpiar cloacas!
Me parece, señor presidente, que a pesar de todo lo que
había dicho el señor Ministro del Interior, sobre el abuso de las palabras, de
las palabras sonoras, de las palabras que a fuerza de repetirse se convierten
en razones, de las palabras que no significan cosa alguna en el fondo del
asunto, pero que pueden herir la imaginación pública; el señor Ministro del
Interior caía en el mismo error, e incurría en la misma falta, cuando nos
hablaba de la soberanía, y bajo ese punto de vista presentaba la antítesis de
la grandeza nacional con la pequeñez de esas funciones, y cuando nos hablaba no
sé de qué trapos manchados que servían para prestigiar la causa de los opositores
a este proyecto.
¿Qué es la soberanía nacional, señor presidente? La
soberanía nacional no se discute ya. Hay definiciones legales y
constitucionales aceptadas en el mundo: jus summi immperii, es decir, el derecho supremo a
gobernar la nación.
Y esta definición de Blakstone, es repetida por todos los
constitucionalistas modernos, por Story, por Kent y otros. No hay nadie que la
discuta, nadie que la contradiga.
Pero la soberanía nacional, señor presidente, implica una
gran masa de derechos y facultades para el que la ejercita, porque, entiéndase
bien, la soberanía nacional en los pueblos constituidos como el nuestro, no
reside, no la posee como dueño el Poder Ejecutivo de la nación ni ningún otro
de los poderes públicos del Estado; la soberanía nacional reside en el pueblo
de la República y todos los poderes que desempeñan aquellas facultades, las
desempeñan única y exclusivamente por delegación constitucional de ese pueblo.
Y digo, señor presidente, que cuando la soberanía nacional
se ejercita por medio de sus representantes, si bien es cierto que éstos tienen
facultades y derechos, se les impone también deberes, y grandes deberes, y
nobles deberes.
Tiene el Poder Nacional constituido por el Pueblo Argentino
el derecho de sellar la moneda que sirve para la legalidad de todas las
transacciones de la vida, el derecho de dar valor de moneda a una simple tira de
papel, porque hasta allí llega la facultad que ha recibido del pueblo de la
República, tiene el poder de levantar ejércitos y pedir por consecuencia al
pueblo de la Nación el tributo de su sangre, y de su tiempo, tiene el derecho
de imponer contribuciones, tomando una parte de la propiedad privada para aplicarla
a los usos públicos. Pero también tiene grandes deberes, y esos deberes, señor
presidente, están marcados, entre muchas otras partes, en el preámbulo de la
Constitución.
Uno de los altos objetos de la organización nacional, quizá
se puede decir el único más que el primero, es el asegurar el bienestar general
de todos los hombres nacidos en el territorio argentino, de todos aquellos que
de los extremos del mundo vengan a habitar este suelo, porque los demás no son
sino medios para alcanzar aquel objeto.
Entonces, pues, se ve que entra como función esencial del
Gobierno y no repugna absolutamente ni a las majestades del poder, ni a la
grandeza nacional, el que desempeñe todas aquellas funciones que interesan al
bienestar general de la Nación.
Pero conviene analizar la cuestión.
Las facultades, los poderes de la soberanía están
ejercitados por diversas ramas del
Gobierno.
Durante muchos siglos ha sido la doctrina recibida, que no
había más que dos poderes representantes de la soberanía: el Poder Legislativo
y el Poder Ejecutivo y administrador.
Todavía en las monarquías absolutas, y aun en las monarquías
constitucionales, la justicia se administra a nombre del rey. Todavía en muchas
repúblicas modernas, se considera el Poder Judicial como una rama del poder
administrativo; pero aquel pueblo que ha producido más honda revolución en las
instituciones políticas de nuestro tiempo, aquel que nosotros seguimos como un
modelo, el pueblo de los Estados Unidos, ha cambiado aquel concepto, y en lugar
de dos poderes, ha constituido fundamentalmente tres: el Legislativo, el
Ejecutivo y el Judicial.
Ha hecho más, señor presidente, ha desmembrado el poder
administrativo, declarando que existe al lado del poder administrativo general
un poder administrativo local, que se conoce con el nombre de comuna o
municipalidad.
La división de las facultades y la división de los poderes,
se ha hecho con sujeción a la diversidad de naturaleza de las funciones
públicas, y también con sujeción a la magnitud de aquellas funciones y a su
importancia.
Así, por ejemplo, se ha tomado del poder administrativo para
llevar al poder judicial, por razón de su naturaleza, todos aquellos casos en
que se requería la aplicación de la ley y que se referían a cuestiones
contenciosas, y se ha levantado el Poder Judicial arriba de los demás poderes
públicos, constituyéndolo en último intérprete de la Constitución y en el único
poder que resuelve en definitiva los conflictos que entre los demás pueden
producirse.
Se ha constituido el poder municipal como una desmembración
del Ejecutivo, y a este poder se le han atribuido todas aquellas facultades que
por su naturaleza e importancia no corresponden al alto poder administrativo
del Estado: funciones que tocaban más de cerca a las localidades y que no
podían ocupar a los altos poderes nacionales.
Pues bien, señor presidente, aplíquese el criterio de esta
doctrina ––que seguramente no va a ser discutida, porque no puede serlo, y que
no será discutida tampoco por el señor Ministro, porque él tiene mucha
ilustración y domina bastante esta materia para saber que no me aparto un ápice
de la verdad––, aplíquese esta doctrina al caso en cuestión y ¿qué resulta?
Resulta, señor presidente, que no repugnan ni a la Constitución, ni a la
soberanía del Estado, ni a la majestad de los Poderes públicos, el que la
función de atender a los desagües y limpieza de cloacas, sea una función
encomendada al poder público.
Al poder público ¿en qué rama? En aquella que es una
desmembración del poder administrativo, y que por su naturaleza y por la
naturaleza de las cosas le está atribuida al poder municipal, al poder comunal,
a la institución local.
Así lo ha hecho la Inglaterra, señor presidente, la nación
más altiva del globo, la que en más alto concepto tiene su soberanía, y que
conserva, no solamente todo cuanto responde a mantener vivo el sentimiento de
esa soberanía con relación al extranjero, a las naciones extrañas, sino también
dentro de sí misma, como lo observa Bagehot al ocuparse de aquellas
instituciones tradicionales que califica como la parte meramente imponente de
la Constitución, y su parte que distingue de eficiente, que es la indispensable
para los asuntos de gobierno.
Entonces, pues, ¿por qué no haríamos nosotros lo que ha hecho
la Inglaterra, la Inglaterra que ha entregado el gobierno de estos asuntos que
se refieren a la salud pública a una comisión llamada “Comisión de trabajos
públicos”, nombrada por el gobierno, con su representación en los distritos y
que me parece que son de origen popular?
Le oía al señor Ministro hablar de monopolio,
socialismo, de individualismo, etc., y decía: ya sé dónde el señor Ministro ha recogido esa
inspiración. No sé si lo nombró, pero me hubiera sido lo mismo si no lo hubiera
nombrado. Es del sociologista Herbert Spencer, a quien el señor Ministro sigue,
a sus horas.
Pero al mismo tiempo que hacía tal reflexión, me decía para
mí mismo: ¿cómo se concilia la opinión del doctor Wilde con aquella doctrina
que proclama Herbert Spencer con toda la autoridad de su palabra, a nombre de
la opinión liberal del mundo moderno, alegando que es necesario defenderse
contra la tendencia socialista que va penetrando en el Estado, aun bajo el
imperio de los gobiernos más liberales, y que atribuye al gobierno todas las
funciones que pudieran desempeñar los particulares o las empresas privadas?
¿Cómo se concilia aquella doctrina tan rigurosa del sabio pensador con aquella
otra del distinguido higienista que acabo de recordar, en que llama al gobierno
a desempeñar las funciones de padre de los pobres, no dejando estas funciones ni
al padre de la naturaleza, ni siquiera al padre que da la caridad pública?
Es que a la verdad, señor presidente, el señor Ministro no
había de seguir, a pesar de su aspiración, a Herbert Spencer en sus extremas
conclusiones.
El señor Ministro ha sido ministro notable de Instrucción
Pública, y como tal le hemos visto traer a esta Cámara y hacer sancionar
proyectos en que está consagrada, defendida y establecida la intervención
oficial del Estado en la dirección de la educación, y la exclusión en cuanto no
se subordine a ella de todo otro elemento social.
Esto no es ortodoxo para Herbert Spencer, pensador que
resuelve las cuestiones en abstracto, que aplica las leyes de la lógica a su
tesis, y concluye necesariamente que tampoco la educación pública ha de ser
materia que esté gobernada y dirigida por el Estado.
El señor ministro del Interior ha sido también ministro del
Culto. ¿Qué diría Herbert Spencer de las doctrinas regalistas sostenidas por el señor
ministro del Interior en esta Cámara con motivos diversos? Entiendo que el
señor ministro ha venido a esta Cámara para ese objeto, y aunque no lo haya
hecho, sé cómo piensa. No declinaría, por razón alguna del mundo, el supremo
poder de vigilancia que el gobierno tiene o se atribuye sobre la sociedad
religiosa establecida en la nación. En este punto, como en el anterior, la
verdad es que el señor ministro está completamente fuera de las doctrinas de Herbert
Spencer. En muchos casos, en mi concepto, está bien fuera de ellas; en algunos quizá
se equivoca.
Como experiencia extraña, me basta el hecho que acaba de
ser recordado y del que habla Mille con relación a la salubridad de Berlín.
Ninguna empresa privada habría hecho lo que hizo el poder
público en aquella ciudad para cambiar sus condiciones de salubridad; ninguna
empresa privada habría realizado esas obras, y agregó que continúan
administradas por el poder municipal de Berlín.
Pero en nuestro propio suelo, entre los límites de nuestra
propia patria, voy a citar un ejemplo conocido y repetido hasta el cansancio,
el ejemplo del Ferrocarril del Oeste.
El Ferrocarril del Oeste bajo la administración pública ha
sido durante veinte años el ferrocarril modelo de toda la Nación.
Frente a este ferrocarril, todos los ferrocarriles
particulares parecían defectuosos.
Atendía mejor al público, producía mayores ventajas al país,
nadie se quejaba de su servicio, era citado como un modelo para que todos los
demás ferrocarriles lo imitaran.
Esta situación ha cambiado, ¿por qué?, ¿porque la
administración pública sea impotente para continuar administrándolo bien? Los
antecedentes prueban lo contrario.
Ha cambiado porque han cambiado los hombres que lo
administraban, porque se ha hecho una mala elección, o porque hay pocos
interesados en la buena marcha de esa institución; pero yo puedo decirlo,
seguro de que mis palabras adquirirán mayor peso con la circunstancia que voy a
mencionar para demostrar hasta dónde estoy convencido y soy sincero en los
hechos que expongo: mientras la administración del Ferrocarril del Oeste estuvo
bajo la dirección del señor Senador, que en estos momentos preside el Senado (el
señor Cambaceres), con quien los señores Senadores saben que me mantengo en
relación de adversario político, lo que no me impide ni me impedirá jamás hacer
declaraciones de este género, ese ferrocarril era el modelo que podía citarse
entre todos los ferrocarriles del país.
Pero precisamente por eso es que se resisten los monopolios
privados, por eso es que cuando se trata de un verdadero monopolio, todo el
mundo admite que si ha de establecerse, sea en manos del fisco, no lo admite en
manos de los particulares.
El señor Ministro del Interior olvidaba, cuando hablaba de
los ferrocarriles, de los tranways, y de las aguas corrientes de Londres, que
esos monopolios son naturales, que no son monopolios legales, porque a nadie se
le impide establecer un ferrocarril al lado de otro, a nadie se le impide
establecer una línea de tranways paralela a la que ya existe, ni establecer
otro servicio de aguas corrientes.
El señor Ministro olvidaba que estos monopolios tienen un
freno: la concurrencia de las otras empresas y, como defensa, la libertad
individual de usar lo que más convenga y de no usar una determinadamente. Si un
ferrocarril no me garante mi vida, si está en manos de una empresa particular
cuya administración no me satisface, no subiré a él; si una empresa particular
de aguas corrientes me ofrece mala agua, no la beberé.
Y no puedo tomar el agua en el río porque, aunque la tome en
el río, tengo que pagarla al empresario, por no tomarla, porque el Ministro ha
establecido un artículo en el contrato y en el contrato que estamos
discutiendo, que dice que el servicio de esta empresa es obligatorio y que
todas las casas tienen obligación de tenerlo desde el momento en que se
construya. Quiera o no quiera, tome o no tome agua, hay que pagarla, y lo que
resultará es que no tomando agua, pagaremos el impuesto.
Fuente: BIBLIOTECA DEL PENSAMIENTO ARGENTINO / III Natalio R. Botana
– Ezequiel Gallo De la República posible a la República verdadera (1880-1910).
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