En el tórrido verano de 1923, el 16 de diciembre nace -en
Urdinarrain, un pueblo del departamento de Gualeguaychú, Provincia de Entre
Ríos- Ricardo Rojo.
Es uno de los diez hijos de un matrimonio de inmigrantes.
Don Narciso Rojo es español, castellano y partidario de la República. Doña
Catalina Kindvaster, desciende de alemanes del Volga que huyeron de la
persecución zarista para afincarse en las verdes cuchillas entrerrianas. De esa
magnífica conjunción tenía que florecer un espíritu libertario, generoso,
enriquecido por el ideario republicano y la rigurosa fidelidad de la moral
luterana.
Su niñez entrerriana debe haber dejado profundas huellas en
su personalidad. Sólo vivió allí hasta los trece años para luego trasladarse a
Buenos Aires. Sin embargo, nunca dejó de ser un hombre sencillo, criado entre
criollos a orillas del río Gualeguaychú, amante de su tierra y de su gente.
Llega a la Gran Ciudad en 1937, mientras sangra España en
una guerra que la descuaja, ante los ojos cómplices de Europa y la mirada
atenta del resto del mundo. Ingresa al bachillerato en el Colegio N°6 Manuel
Belgrano del que egresa en 1941, con el Premio Sarmiento al mejor promedio.
En 1942 inicia sus estudios en la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires. El mundo está
sacudido por la Segunda Gran Guerra. La Argentina persiste en su actitud
neutralista, pero la neutralidad argentina era puramente jurídica, no regía en
los espíritus. Los argentinos habían tomado partido, apasionadamente, por uno u
otro bando. Se dividían en aliadófilos o
pronazis, entre quienes se embelezaban con la “V” de la Victoria y los que
hacían el saludo fascista.
La generación a la que perteneció Ricardo Rojo irrumpe en la
vida universitaria y en la escena política al mismo tiempo que la Revolución de
1943. Ésta había intervenido las universidades y cesanteado drásticamente a los
catedráticos que firmaron el Manifiesto por la Democracia en octubre de ese
año. Se había prorrogado indefinidamente el Estado de Sitio y una tácita
censura pesaba sobre la prensa.
En la vieja Facultad de Derecho de la Avenida Las Heras, en
aquel edificio a medio terminar que hoy ocupa la Facultad de Ingeniería,
Ricardo comenzó su militancia como dirigente reformista reclamando por la
autonomía y el cogobierno universitario. Esto le valió debutar como preso en
Villa Devoto en 1945, luego de un acto seguido de disturbios en la referida
Facultad.
En ese año crucial y único de 1945, se afilia a la Unión
Cívica Radical. Se incorpora a la Parroquia 19 de la Capital y milita en la
fracción Intransigencia y Renovación liderada por Arturo Frondizi, Ricardo
Balbín y Moisés Lebensohn. Esa adscripción se prolongará hasta 1962 en que se
convierte en un militante sin partido.
La Declaración de Avellaneda fue para Ricardo Rojo y muchos
jóvenes de su generación, junto con el Manifiesto Liminar de la Reforma
Universitaria, la brújula ideológica con la que intentaron navegar el proceloso
mar de la política en aquellos años.
Puede advertirse que su oposición al peronismo no apuntaba
al proyecto económico y social que, en buena medida, compartía; sino en el
carácter policíaco-represivo del régimen que sofocaba las libertades y
silenciaba la prensa.
En 1947 vuelve a Villa Devoto y cuando sale se incorpora
como integrante de la Comisión de Defensa de los Presos Políticos y Gremiales,
dependiente de la Presidencia del Comité Nacional de la UCR. Para entonces, 1948,
había egresado con el título de Abogado e iniciará una larga trayectoria de
defensor de los derechos constitucionales y civiles, defendiendo a todos los
perseguidos fueran de su bando o del contrario.
En 1953, integrando la referida Comisión junto con Arturo
Frondizi, Lorenzo Blanco y Ricardo Mosquera, participó en la defensa de los
ferroviarios presos luego de la huelga de ese año. A raíz de esa acción se lo
sospecha de conspiración, es detenido por una Comisión de Orden Político de la
Policía Federal y alojado en una Comisaría de la calle Concepción Arenal. Antes
de que lo trasladaran al Penal de Las Heras, en un episodio rocambolesco, logra
huir de la Comisaría, asilándose en la Embajada de Guatemala en Buenos Aires.
Luego de muchas vicisitudes y dos meses de espera le otorgan
el salvoconducto y sale hacia Chile en avión. Salvador Allende lo ayuda a salir
por tierra hacia el Norte, llega a Chuquicamata, atraviesa el desierto en tren
hasta Oruro y de allí a La Paz. En Bolivia asiste a la experiencia de gobierno
del MNR y trata a su jefe Víctor Paz Estensoro y al entonces Presidente de la
República Hernán Siles Suazo. Allí conoce a Ernesto Guevara de la Serna y
juntos continúan a través de Perú, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Nicaragua,
Honduras, El Salvador y Guatemala hasta México.
La experiencia de “caminar” América Latina le permite conectar su experiencia vital con
la búsqueda de la razón histórica de América. En ese deambular por el desierto
y hacia el exilio, madura su pensamiento y una nueva visión enriquecida por el
conocimiento y el trato con grandes pensadores y políticos latinoamericanos.
Conoce al legendario Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA peruano, a
Rómulo Betancourt futuro Presidente de Venezuela, al General Lázaro Cárdenas ex
Presidente de México, a Rómulo Gallegos gloria de las letras hispanoamericanas,
a Fidel Castro y a Gonzalo Barrios, entre otros. Esa larga peregrinación
abarcará desde abril de 1953 hasta diciembre de 1954.
En México sus caminos y los del Che Guevara se bifurcan.
Ricardo insiste en la política y Guevara en la lucha armada, uno se define como
político, el otro como combatiente.
En 1955, Ricardo Rojo llega a Nueva York, donde se incorpora
a un postgrado en Columbia University sobre Políticas en América Latina, en la
cátedra del Profesor Frank Tannenbaum. Allí conoce y traba amistad con los
hombres de la generación fundadora de Naciones Unidas, entre las que se
encuentran destacadas figuras de América Latina como Raúl Prebisch, José María
Ruda, Benjamín Hopenhayn, Aldo Ferrer, Eduardo Albertal y Adolfo Dorfman, entre
otros.
Después de la caída de Perón vuelve a la Argentina y se
reincorpora a la UCR. Frondizi había asumido el liderazgo de Intransigencia y
Renovación y le solicita una política de intenso diálogo con el peronismo, que
había pasado a ser el gran proscrito de la política argentina. Ahora, los
perseguidos estaban de ese lado.
Haciendo honor a su trayectoria en defensa de los derechos
constitucionales y civiles, les tiende una mano a los que, hasta ayer, eran sus
perseguidores.
Ricardo Rojo fue siempre un hombre de “unidad nacional”, de
diálogo amplio, apegado a la ley y las instituciones. Su única intransigencia
fue con el fraude y las dictaduras. No sucumbió jamás a la tentación de las
armas, no se convirtió al marxismo, ni a la violencia foquista. Prefirió el
camino largo y difícil y siguió fielmente la prolongada marcha del pueblo
argentino hacia la democracia. Participó de todos los pactos para restablecer
la soberanía popular, sin que le temblara el pulso. Sabía que la Argentina se
forjó en base a “los pactos preexistentes” y fue una Nación en base al
cumplimiento de esos pactos.
Por eso, frente a la soberbia proscriptora, colabora en
tender un puente hacia el peronismo que culminará con el acuerdo
Perón-Frondizi. Para ello recorre las cárceles visitando a los líderes
peronistas, asumiendo la defensa de sus derechos civiles y reivindicando todo
lo bueno que había tenido el peronismo como fenómeno económico y social.
Luego, le toca vivir la descomposición y caída del gobierno
de Frondizi, que iniciaría la etapa más trágica de la historia argentina del
siglo XX.
En 1962, Ricardo Rojo es ya un militante sin partido que se
incorpora a la Comisión de Abogados de la CGT (1963-64) y, luego, de la CGT de
los Argentinos (1966-68). En todos sus años de defensor de perseguidos
políticos y gremiales, desde 1948, jamás cobró honorarios ni fue abogado
rentado de ninguna organización gremial.
Vuelven las cárceles y los exilios. Primero en 1963, durante
el interinato de Guido, es puesto a disposición del PEN por órdenes del
Ministro del Interior General Rauch. Luego, durante la dictadura de Onganía,
queda detenido en Caseros a disposición del PEN y opta por salir del país.
Corre el año 1969 y Ricardo Rojo se exila en París.
Por aquel entonces, retoma una relación con Perón que había
iniciado en 1960, visitándolo en el departamento del 2°Piso de la calle Arce
N°11. Ahora lo visita innumerables veces en la Quinta 17 de Octubre y mantiene
una nutrida correspondencia epistolar con el viejo general.
En Setiembre de 1969 llega a París el General Pedro Eugenio
Aramburu, quien advertía el agotamiento de la llamada “Revolución Argentina”
-que depusiera al gobierno constitucional de Arturo Illia- y buscaba una salida
democrática para el país. Aramburu había aprendido que no se podía gobernar
proscribiendo al peronismo y que el país necesitaba una tregua de diálogo, de
comprensión, de análisis y no de represión. Una de las llaves de esa tregua era
Perón.
Se entrevista con Ricardo Rojo y en una conversación franca
y cordial le propone que hable con Perón, para que apoye la salida de la
dictadura y la tregua. Otra vez, como en 1957, entre Perón y Frondizi; en 1969,
Ricardo es el hombre de la reconciliación, del diálogo, de la negociación entre
dos viejos oponentes que entienden que sin unión nacional no hay salida. Le
escribe a Perón y éste le contesta aceptando la propuesta de su antiguo rival.
El acuerdo se frustra por el asesinato del General Aramburu y el país comienza
a caminar por la antesala del horror y la indignidad, de la violencia y el
crimen, que ya comienza a mostrar su cabeza de hidra.
Lo que vino después es historia conocida. Ricardo Rojo
presenció el desfile del horror con esa rara mezcla de conciencia e ingenuidad
que le era característica, tal vez, porque era, como decía Jorge Sábato, “un
gordo de alma”.
A finales de 1975 comienza su tercer y último exilio que lo
llevaría de 1976 a
1980 a
Caracas y de 1980 a
1984 a
Madrid. En Caracas se reencuentra con Gonzalo Barrios, Ministro del Interior, y
conoce a Carlos Andrés Perez, Presidente de la República. En Madrid entabla una
estrecha amistad con Felipe González y otros dirigentes del PSOE. En ambos
países fue Secretario de la Comisión Argentina en el Exilio y, de hecho,
protector de cuanto argentino sin techo y sin trabajo recalaba por esas
latitudes.
Desde España, en 1983, apoyó la candidatura de Raúl Alfonsín
a la Presidencia de la República como la mejor garantía para el
restablecimiento de la democracia en la Argentina. En 1984, siendo éste
Presidente, retorna al país y mantiene, obstinadamente, su lejanía del poder y
los cargos públicos. Sus cartas a Alfonsín, de quien se sentía amigo, dan
testimonio de su franqueza para expresar el disenso y la defensa insobornable
de su independencia de opinión.
Murió el 2 de febrero de 1996 en esta Buenos Aires que lo
vio recorrer sus calles, buscando esos ideales que conservó, como pocos, desde
su época de “fubista”. Murió entero, como vivió. Despojado de la sensualidad
que provocan el dinero y el poder, generoso, honrado, bueno en suma.
Ricardo Rojo murió siendo un disidente, soñando con un país
reconciliado, sin antinomias insuperables. Tal vez, en su figura emblemática y
querible, podamos rendir homenaje a una generación que dejó ejemplos humanos
con valor de paradigma moral, para una juventud que deambula desorientada y
perpleja por este melancólico nuevo siglo.
Fuente: Recordando a Ricardo Rojo: una historia de lucha y soledad de José Miguel Amiune, 2 de febrero de 2006.
No hay comentarios:
Publicar un comentario