Efemérides olvidadas. Corresponde a un episodio de vida
nacional que puede y debe ser histórico.
Lo será cuando los pocos sobrevivientes que fueron actores
cumplan el deber retardado de conciencia de revelar la verdad de los
antecedentes y de las causas originarias del suceso.
Entonces asumirá las proporciones de un hecho con
significación especial de los mas importantes como clave para descifrar el
sentido real de todo una época, es decir lo que constituye lo que se llama
intra-historia. La escrita, documentada y exornada por la tradición y la
leyenda no es mas que la corteza, el ramaje y, a veces, la flor de un ciclo de
existencia colectiva. La medula, a través de la cual circula la savia, es lo
obscuro y recóndito del tronco y la raíz. Ahí esta en la vegetación social, la
realidad biológica.
Hasta que llegue la hora de poner en descubierto la raíz del
acontecimiento, voy a ocuparme de los superficial y externo, sin pasar de la
corteza. Las hay que no pertenecen al reino vegetal, pero en las cuales sucede
lo que en algunas especies de grandes árboles, entre ellos, esa maravilla
forestal argentina que se llama la “tipa”; la menor rasgadura de su corteza
hace sangrar el tronco.
Primero brota un líquido rojo, que a poco se congela en
grumos gomosos. De ellos se extrae la substancia que en la terapéutica antigua
se llamaba “sangre de dragón”. Es prodigiosamente medicinal, pero de un sabor
amargo que explica aquel nombre.
También la verdad profundizada contiene jugos curativos,
pero su empleo se elude o se hace en pequeñas dosis por lo terriblemente amargo
de la substancia. Sangre de dragón.
Contiene sangre de dragón la fecha del 2 de abril de 1892.
Pero, dejando su entraña histórica para su oportunidad y lugar, circunscribo el
relato a los personajes y accidentes conocidos.
Se trata de un hecho que, con independencia de sus
antecedentes y proyecciones, fue sensacional en su momento por las
circunstancias en que se desarrolló y los accidentes a que dio origen, nuevos
en la existencia nacional, pero armónicos con sus tradiciones más típicas de
argentinidad.
Algunos de esos accidentes fueron dramáticos, otros cómicos,
varios interesantes por lo casuales y muchos significativos como rasgos que
honran la psicología de nuestra raza.
El día 2 de abril de 1892, la capital de la Republica se
despertó con la noticia de la prisión de los principales dirigentes del partido
Radical.
En las primeras horas de la mañana fueron apresados en sus
domicilios y conducidos a bordo del buque de guerra “La Argentina”, los
doctores Leandro N. Alem, Guillermo Leguizamon, F. Barroetaveña, Martín M.
Torino, Adolfo Saldias, Julio Arraga, el coronel Julio Figueroa y los señores
Juan Posse, Rufino Pastor, Celindo Castro y el que escribe estas líneas. Uno o
dos días después llegó, también en calidad de preso, el doctor Marcelo T. de
Alvear, el mas joven y de mas tipo aristocrático entre todos los que formábamos
un democrático estado mayor al jefe de la agrupación. Esta, por sus actividades
revolucionarias entonces, era una especie de ejército de guardias nacionales
llamados a las armas.
Bajo la enérgica y hábil dirección del Presidente, doctor
Carlos Pellegrini, la captura se efectúo con método y seguridad matemática, a
la misma hora y con reserva absoluta hasta el momento de ser transportados los
prisioneros a su cárcel flotante.
La previsión del jefe de Gobierno, cumplida estrictamente
por la policía, llego hasta el punto de elegirse de antemano los comisarios que
debían realizar la operación, seleccionados de acuerdo a las cualidades que mas
convenían para cada caso individual.
Dado el carácter y la situación que se conocía, o se suponía,
de cada uno de los anotados en lista, se buscó al hombre de policía mas
apropiado para hacer con más eficacia la intimación policial a ciudadanos cuyo
estado de espíritu, en aquellas circunstancias, era de rebeldía, por causas que
estaban en el ambiente.
Para el doctor Alem se señaló un funcionario conocido por su
firmeza, al mismo tiempo que por su caballerosidad.
Esta condición se demostró en un rasgo nobilísimo, que
quiero mencionar en honor personal del que lo ejecutó y también del gobierno a
cuyas ordenes servia.
El doctor Alem no opuso, naturalmente, resistencia a la
orden de prisión; pero pidió al empleado permiso para arreglarse antes de
partir.
Su objeto era ocultar o romper papeles que podían
comprometer a correligionarios y, sobre todo, a militares.
La presencia del comisario a la seis de la mañana lo tomó de
sorpresa, hallándose todavía en cama. Aquel, después de comunicarle que estaba
preso, tuvo el gesto verdaderamente argentino de los buenos tiempos de quedar
en custodia fuera del a pieza, a fin de darle tiempo al doctor Alem para
vestirse y destruir todos los papeles reservados. Así lo hizo y se entregó
serenamente a la autoridad entonces, como lo hizo un año mas tarde en Rosario,
cuando fracasó la revolución de 1893.
Los otros dirigentes, militares y civiles, fueron presos
todos a un tiempo, en distintos barrios de la ciudad. Todos recibieron
testimonios de consideración y fineza por parte de los representantes de la
autoridad.
La única excepción recayó, por casualidad, sobre un
ciudadano pacifico, completamente ajeno a toda injerencia en la vida publica y
menos, naturalmente, en las de carácter subversivo, que absorbían en aquella
época la actividad ciudadana de una gran mayoría de la población de la
Republica.
Era un hacendado de la provincia de Buenos Aires que vino a
ser victima de un error policial llevado a cabo en forma de verdadera tropelía.
Yo fui el causante, sin culpa y sin conocimiento, de lo
ocurrido.
Lo supe en Montevideo, cuando se cambió mi prisión en
destierro.
Yo residí en la Capital hasta un mes antes, pero me había
trasladado al campo, por motivos de salud. Venia por las mañanas para atender
mi tarea como director del diario radical “El Argentino”.
Algunas veces me quedaba de noche en la ciudad, por razones
particulares o para asistir a las reuniones reservadas de la Junta
Revolucionaria, o a conferencias en casa del doctor Alem.
En la noche del 1 al 2 de abril tenia que asistir a una
entrevista importante que la Junta Revolucionaria debía celebrar con algunos
jefes del Ejército y otros de la Armada.
En carácter de representantes del elemento militar
revolucionario, habían solicitado una conferencia con los jefes civiles del
movimiento en preparación, para aclarar una cuestión importante.
Lo fue entonces y lo es hoy todavía; entonces, por causas cívicas;
hoy, por una razón histórica.
La reunión debía celebrarse a las doce de la noche. Hasta
esa hora, yo estuve de visita en una case de la calle Alsina, en frente de la
que yo ocupe hasta un mes antes. Con motivo de vecindad y de otro, de orden íntimo,
a que no es del caso referirme, yo cultivaba relación social y amistosa con la
familia que vivía en frente del domicilio que tuve hasta la fecha reciente de
mi traslado al campo.
Era el domicilio anotado en la policía.
Allí fue a buscarme, y lo hizo en forma ajustada a
instrucciones especiales que tenía con relación a mí, por motivos que ignoro.
El comisario a quien se encomendó mi captura, al constatar
la deplorable equivocación de la policía, solo explicó que él había cumplido órdenes
superiores en la casa cuya dirección le dieron.
Sin averiguar quien la habitaba en el momento de cumplir la
orden, llegó a ella a la seis de la mañana y, atropellando a una sirvienta que
quiso impedirle el paso, penetro en la pieza que fue mi dormitorio, y que lo
era también del nuevo ocupante de la casa.
Había una gran diferencia de situaciones.
Mi dormitorio fue de hombre solo; el nuevo inquilino era
casado y dormía en plena tranquilidad conyugal, con su señora, cuando el agente
de policía hizo irrupción violenta en la habitación entrando revolver en mano.
Al llegar junto a la cama abocó el arma al pecho del hombre,
ordenándole rendirse. Marido y mujer se despertaron despavoridos, sin atinar a
explicarse el asalto. El comisario no quería oír explicaciones: iba con la
idea, sugerido por no sé quien, de que allí se haría resistencia armada a la
autoridad y, según explicó después, el quiso evitar un choque.
Con ese objeto, y para prevenir cualquier movimiento hostil,
que lo suponía seguro por parte del preso, lo sacó de la cama desnudo, apuntándole
siempre el arma al pecho o a la cabeza.
La señora, desesperada, no se resolvía a salir del lecho por
no hacerlo desvestida delante de un extraño. Ambos suplicaban que se les diera
un momento para arreglarse. No hubo tregua; el comisario, creyendo que todo
aquello era un pretexto del preso para armarse, exigiale que le avisase donde
tenia oculto su revolver o su puñal.
Según informes que le habían dado, el radical cuya detención
estaba a su cargo era hombre de revolver al cinto y puñal en el bolsillo del
chaleco.
Esta suposición se basaba en una especie de supersticio terrorífica
divulgada en aquel tiempo entre ciertos centros sociales y que se extendía
principalmente al doctor Alem. A este, con más injusticia que a sus amigos, le atribuían
temperamento y costumbres distintas y opuestas a la admirable cultura y moderación
que caracterizaba su lenguaje y sus actividades en la vida privada.
La misma injusta creencia hubo en Buenos Aires, dentro de
algunos círculos aristocráticos, respecto al doctor Adolfo Alsina y su núcleo político.
Con relación a los radicales de la primera época, aquel prejuicio
de que pertenecían a un tipo semicompadre se extendió por toda la Republica
entre los elementos afines a los que, en las viejas familias patricias de
Buenos Aires, alimentaban aquella superstición. Entre los muchos malentendidos
y confusiones curiosas a que dio lugar, merece referirse a la que recuerdo como
más característica de un rasgo de psicología colectiva.
En el supuesto de que las armas que el comisario le suponía
al preso las tendrían escondidas bajo la almohada o el colchón, ya que no aparecían
en el velador, no quiso permitirle que se quedase solo ni un momento.
A tirones lo sacó de la cama en paños menores, y lo llevó al
patio. La señora, que en un principio, por recato, no quiso salir de la cama,
saltó también en camisa, creyendo que a su esposo lo llevaban para matarlo. Así
llegaron los dos al patio que, por desgracia, era descubierto sobre la calle,
con una gran verja.
La gente se aglomeró al frente de la casa con gritos y
protestas por parte del vecindario, que dio cuenta del error policial.
Varios vecinos trataron de aclararlo, entre ellos los de la
casa de enfrente, donde vivía la familia amiga mía. El señor y la señora les
explicaban a los agentes de policía que acompañaban al comisario que yo no
habitaba ya en aquella casa, que había estado la noche anterior de visita en la
de ellos, y que me había ido al centro antes de la medianoche.
Pero el comisario estaba enfurecido, según referían los
testigos del hecho.
Yo creo que estaba simplemente obsesionado y confundido. Lo
prueba su insistencia en el error.
No hizo caso de nada de lo que le decía la victima, la
familia y los vecinos.
Lo más que concedió al final era lo menos que pudo conceder:
que el preso se vistiese para llevarlo a la policía.
Consintió en conducirlo allí, en lugar de llevarlo
directamente al buque de guerra, como era la orden, porque al fin le entró la
duda sobre la identidad. Pero, no teniendo certeza, no quiso exponerse a lo que
hubiese considerado una humillación. Era uno de esos criollos soberbios que
tienen el orgullo de la sujeción a la disciplina, pero en grado mayor el
orgullo de la viveza. Por temor de ser chasqueado, prefirió entregar la solución
del asunto a la superioridad, a cuyos efectos condujo al preso a la central.
Pero ese día y con motivo de las actividades extraordinarias
de la policía, el jefe no concurrió a su despacho hasta la noche. Hasta esa
hora el respetable hacendado, preso en la mañana, quedo detenido en la sección
de infractores, incomunicado, en mala compañía.
En tanto, el hombre autentico a quien buscó la policía en su
anterior domicilio fue encontrado y apresado por una gran casualidad, cuyas
incidencias referiré en capitulo aparte, conjuntamente con las memorables del
primer día y la primera noche de prisión a bordo. En esa hora y ese escenario,
se destaco en primera línea, al lado del doctor Alem, una personalidad cuyo
recuerdo, desvanecido en el presente, merece una evocación honrosa. Lo haré
como un homenaje de mi vieja amistad, pero principalmente como acto de
justicia.
EL PRIMER DÍA DE PRISIÓN
Desde el mismo momento de la capitulación del Parque, hasta
1896 en que Alem se inmoló en holocausto a su fe cívica, la idea y el
sentimiento de la revolución estaban en el alma nacional, de extremo a extremo
de la República.
La revolución no era un secreto para nadie.
Se la predicaba abiertamente por la prensa y en la tribuna
popular. Los directores del movimiento en elaboración no ocultaban su
propósito."
Una gran asamblea democrática, la que proclamó las
candidaturas de los doctores Bernardo de Irigoyen y Juan P. Gallo para
Presidente y Vice de la República, rubricó aquel acto con una declaración
franca y abiertamente revolucionaria.
Lo que, naturalmente, se reservaba y con especialísimo celo,
eran los nombres de los militares de tierra y mar comprometidos en el
movimiento, el plan y las fechas posibles del estallido.
Este se fué aplazando por causas... que ya se sabrán a su
tiempo. Para ello hay órganos autorizados y obligados a decir la verdad.
El gobierno, naturalmente, vigilaba en cuanto le era posible
al doctor Alem y a sus compañeros de acción en el comité, pero ignoraba que
existía una Junta Revolucionaria y, mucho más, una preparación adelantada con
poderosa base en el Ejército.
Cuando lo supo, sin tener detalles, pero con elementos de
juicio bastantes para justificar un golpe de estado, lo resolvía y ejecutó con
tacto y energía.
El acto del 2 de abril fué un golpe de estado, bajo muchos
aspectos, pero principalmente por el allanamiento de la inmunidad legislativa
en la persona del senador electo doctor Alem.
Desde el punto de vista gubernamental, con relación al orden
público, el hecho era justificado por parte del presidente Pellegrini y sus
ministros.
Bajo la faz legal y doctrinaria, la cuestión fué planteada y
furiosamente debatida por dos eminentes autoridades jurídicas: el juez Tedín,
que hizo lugar a un recurso de "babeas corpus", y el ministro doctor
Estanislao S. Zeballos, que redactó el decreto con amplios fundamentos por el
cual el Ejecutivo desestimó la resolución del juez Tedín, dando lugar a una de
las controversias más importantes y de más enseñanza que se hayan producido en
nuestro país en materia de derecho público.
Pero voy a la crónica del hecho.
Ni entre el pueblo, ni entre las fuerzas armadas, ni entre
los directores del plan revolucionario, se sospechó la resolución del gobierno
,de sofocarlo con una medida que, usando el adjetivo con un concepto puramente
idiomático, puede decirse que fué una manera radical de operar contra el
radicalismo.
Tuvo efectos Inmediatos y mediatos de la mayor importancia.
Pero si el acto gubernativo no hubiese sido preparado con
tanta destreza y ejecutado con tanta firmeza, el movimiento revolucionario
habría quedado en pie representado, aunque fuese por una parte, a la Junta
Revolucionaria.
Pero todos, absolutamente todos los que formaban entre los
civiles, fueron detenidos.
Con tres o cuatro de los principales que tenían la confianza
del doctor Alem y la reflejaban al exterior, a la par de sus propios influjos
personales, la Junta pudo seguir actuando, como lo hizo un mes más tarde desde
Montevideo, bajo la presidencia provisoria del doctor Juan Posse y con la dirección
espiritual del doctor Guillermo Leguizamón.
Una casualidad relacionada con él fué causa de mi prisión a
la misma hora en que se verificaba la de él y demás compañeros. Sin esa
casualidad, a mí tal vez me hubiese sido posible escapar de la prisión, después
de conocer la de los compañeros y cuando me hubiese informado de la frustrada
acción policial en la calle Alsina por equivocación de mi domicilio.
Cuando esto supimos, todos los actuantes en la jornada lamentábamos
que yo, como cualquier otro miembro de la Junta Revolucionaria, no hubiese quedado
libre para representar a la entidad en muchas cosas con que podía suplirse su acción
conjunta, aunque no fuera más que en sentido negativo, es decir, para no hacer
nada en ausencia del jefe y los directores principales. Un mes más tarde, desde
Montevideo, pudieron actuar en tal sentido, oportunidad y eficacia para evitar
lo que hubiese sido una calamidad y una vergüenza nacional.
Pero este punto sería cumbre de historia. Yo trato aquí
solamente de lo que corresponde a valle y al llano.
No sé si llamar desgraciada o feliz la casualidad que me
hizo compartir la prisión en "La
Argentina".
Fué desgraciada en cuanto me privó de ayudar a mis amigos
con mayor extensión desde afuera.
También porque ella fué el origen de quebrantos de salud,
cuyos efectos inmediatos trastornaron mi vida en aquella época, con repercusiones
ulteriores que han limitado mi capacidad de trabajo, obligándome a suplir la
misma con crecientes intensificaciones de esfuerzo.
Desde otro punto de vista, sin embargo, considero más bien
afortunado el azar que dio motivo a mi prisión el 2 de abril, en cuanto ella me
permitió estrechar solidaridades políticas y amistosas, sentir impresiones de
vida alta y fuerte y hacer análisis de almas, al mismo tiempo acertado y
vibrante. Algunas observé de una limpidez ciudadana como no he visto otras simulares
en todo el curso de mi ya largo ejercicio de observador de vidas. Tal vez más
que naturalezas de excepción, dentro del conjunto, representaban la excepción
de un estado de espíritu colectivo templado al rojo de un ideal heroico, en una
inmensa fragua de labor patriótica.
A las 3 de la mañana del 2 de abril me retiré de la reunión
de la junta revolucionaria, celebrada en secreto en casa de un político neutral
en apariencia, pero que pertenecía al numeroso gremio de los adictos
espirituales a una causa.
Pero que en los hechos son como amantes platónicos.
Son útiles a su modo, aunque no prestan nunca un contingente
activo y menos manifiesto.
Son buenos intermediarios; facilitan la acción de los
afirmativos, y sirven más que todo para formar ambiente. 'Infecundos por sí
mismos, contribuyen a la fecundidad, como los vientos que transplantan semillas
y otros gérmenes.
Al retirarme de la reunión fui a un hotel, el Helder, cerca
de la esquina Florida de la que era entonces calle Cuyo. Ahí se alojaban muchos
radicales de las provincias, entre ellos el doctor Guillermo Leguizamón, jefe
local de su partido en Catamarca y como delegado al Comité Nacional, uno de los
dirigentes más destacados de la agrupación y que fué el hombre de consejo del
doctor Alem. Por esta circunstancia era el más resistido y odiado por todos los
envidiosos que, sin condiciones para alcanzar la confianza del jefe, malquerían
a los dotados de cualidades para merecerla
Yo dormía profundamente, con un sueño atrasado, cuando
golpearon con recios golpes la puerta de mi habitación; desperté, y sin atinar quién
sería el que llamaba, salí de la cama, abrí la puerta y me encontré con dos
hombres bien vestidos que me saludaron atentamente. El que iba adelante me
entregó una nota. Como yo estaba en camisón, volví a la cama para leer allí el
oficio. Los hombres penetraron en la pieza sin hacerse sentir, y cuando yo,
acomodándome bajo cobijas, me di vuelta, estaban junto a mí cubriendo la mesa
de noche con sus brazos. Con prontitud y destreza policiales, se^ habían
apoderado del revólver que había yo dejado en el cajoncito de aquel mueble.
Por ese acto comprendía que era la policía, y dije:
"Me han madrugado
quitándome una arma de sólo seis tiros; pero me quedan bocas de fuego más
numerosas y de más alcance".
El comisario, con tono amable, repuso:
"Ante nosotros es
inútil la protesta, porque nosotros somos simples ejecutores de una
orden".
Repuse:
"No protesto;
simplemente notifico".
En seguida leí la nota; era del presidente de la República al
jefe de policía de la Capital, ordenándole la captura de los ciudadanos cuya
nómina se acompañaba, con una orden de allanamiento de domicilio firmada por un
juez de la Capital.
Las formas legales estuvieron bien llenadas.
La resistencia, imposible en el hecho, no era tampoco válida
en derecho. Pero la impresión que el caso produjo en mi ánimo no fué por lo personal,
sino pensando en la suerte del movimiento revolucionario acariciado, cuya
realización, fracasada el 90, y perseguida afanosamente con nuevas esperanzas,
era, para una mayoría de opinión argentina, una necesidad patriótica.
El contratiempo de aquella hora no quebró mi fe en el
triunfo definitivo; pero el aplazamiento me dolía como si fuera una desgracia personal,
de acuerdo con la ideología y la sensibilidad de aquel período de nuestra vida
nacional.
Desde Alem hasta los más humildes auxiliares en la labor de
renovación que entendíamos sinceramente estar ejecutando, trabajábamos, no sólo
con extraordinaria decisión y empeño, sino con verdadero cariño por nuestra
obra; éramos enamorados de la revolución.
Este estado de alma no lo comprenden las nuevas
generaciones. Los que pertenecemos a las viejas, comprendemos que no comparten
las mismas impresiones y no profesan los mismos ideales; pero no comprendemos
que no se comprenda una realidad psicológica, tan efectiva como cualquiera de
las objetivizadas hoy en nuevas orientaciones de espíritu.
Pero aparte de lo que correspondía al fervor patriótico, me
inquietó en aquellos momentos de fuerte tensión nerviosa la duda sobre la
situación de mis amigos, cuyos nombres estaba con el mío en la lista de la nota
que acababa de leer. Pregunté a los empleados si algo sabían al respecto, y me
contestaron que el doctor Alvear y otros estaban ya en lugar seguro.
El dato, en esa forma, resultaba alarmante, y fué
gentilmente aclarado, expresándome que todos los presos estaban bien, alojados
con comodidad y los debidos miramientos, y que a mí me conducirían
inmediatamente donde estaban ellos.
Un coche cerrado nos esperaba a la puerta del hotel. Allí
encontré, con la custodia de dos empleados, al doctor Leguizamón. Marchamos
juntos, acompañados por un comisario, el mío, diré, quien me explicó el modo
casual que le permitió encontrarme sin estar yo en su comisión especial.
Tenía él a su cargo prender al doctor Leguizamón; al
preguntarle al mozo de servicio por la pieza que ocupaba, el mozo, de comedido,
le dijo: "En tal número está el doctor Leguizamón y en este otro el señor
Castellanos".
El pobre hombre no sospechaba que eran empleados de policía.
Al partir, se acercó a nosotros, casi Morando, a pedirme disculpas. Lo tranquilicé;
pero se despidió con muestras de dolor, como si nos llevaran a la muerte.
En el momento de partir, se nos acercó el dueño de la
Rotisería Carpentier, de la que el hotel Helder era un anexo, y nos ofreció, a
cada uno, un fajo de billetes, instándonos para que los aceptáramos sin
contarlos.
Interrogamos al comisario sobre nuestra posible ruta.
Sospechábamos la del destierro.
La noche antes se había decretado el estado de sitio, para
capacitar al Gobierno con las facultades extraordinarias que le permitió
resolver y efectuar nuestra detención, y que lo autorizaba para transportarnos
a cualquier lugar del país, o hacernos salir de su territorio. Fué bajo este supuesto
que aquel generoso ciudadano nos ofreció espontáneamente un auxilio pecuniario,
sin conocernos más que como clientes accidentales de su casa. El empleado
policial, sin aclararnos la dirección donde debía conducirnos, aprobó el
ofrecimiento, y nos invitó a que lo aceptáramos. Le pedimos a él que contase el
dinero, y tomamos cada uno la mitad de lo que a cada uno se nos ofrecía, con
manifestación reiterada de que no debíamos preocuparnos por la devolución
inmediata. Necesitábamos esa franquicia.
Recién después de un año pudimos cumplir aquella obligación,
contraída en una circunstancia y bajo una forma que hacía más recomendable la
actitud de aquel generoso simpatizante con el radicalismo que podemos llamar
prístino.
En el trayecto, el doctor Leguizamón y yo tratamos de
inquirir dónde se nos conducía.
El comisario sonreía con sorna y contestaba indirectamente que
pronto sabríamos a dónde íbamos.
El coche avanzó con rumbo al puerto, por lo cual supusimos
un embarco de deportación.
Yo, por lo menos, no sospeché la novedad de la prisión en un
buque de guerra.
Aun después que llegamos a la ribera y nos transportaron a
bordo de "La Argentina", anclado lejos del puerto, creímos que el
buque zarparía río afuera, hacia Montevideo, Brasil o a los mares del sur.
Al subir a cubierta me separaron de mi compañero y me
condujeron a un compartimiento interior, a un camarote con centinela a la
puerta.
Otros centinelas había en los camarotes de la misma hilera
del mío y en la de enfrente.
Comprendí que allí estaban los presos llegados más temprano.
No pude ver a ninguno, porque en la consigna estaba la de puerta cerrada. Pero ella
no impidió que pronto pudiéramos quebrantar la incomunicación por un medio muy
sencillo, imprevisto seguramente por nuestros guardianes.
Las ventanillas del camarote eran estrechas, pero permitían
asomar la cabeza. Aquello fué para mí tan grato y tan importante, que equivalía
a un principio de liberación; era una liberación psicológica; me restituía al
dominio del espacio abierto y al contacto con la naturaleza, por la vista sobre
el río y el cielo. ,
Me reintegraba en espíritu a la vida, representada en frente
a mí por el movimiento constante de la navegación fluvial, en grandes y
pequeñas embarcaciones, que, próximas o distantes, pasaban conduciendo
pasajeros y mercaderías.
Algunas barcas, cargadas con frutas, daban impresión de
primavera y de estío refloreciendo en el Plata.
Pero algo más interesante que el mundo exterior me lo
proporcionó la ventanilla, en aquella hora. A poco rato de estar asomado a ella
y observando con empeño las vecinas, vi salir por la del lado derecho una nariz
mefistofélica, que se completó en seguida con toda la cara del doctor Martín M.
Torino. La cuidada incomunicación, bajo consigna militar, a que estábamos
sujetos, quedaba rota. Estábamos al habla dos presos, que luego fueron tres,
porque a los pocos instantes aparecieron por la ventanilla de la izquierda unos
enormes bigotes, y junto con ellos, la plena fisonomía, tipo de raza sajona y
expresión de travesura latina o, mejor dicho, criolla, de Osear Liliedal, uno
de los ejemplares humanos de mejor calidad que he conocido en mi vida.
Dos años antes fué un héroe en el Parque.
Diez años después, un mártir. En ese instante, y en todos
los que siguieron de clausura y destierro, fué para mis compañeros y para toda la
gente de a bordo, un factor de vida espiritual y de sano y expansivo dinamismo.
Podíamos hablarnos de ventanilla a ventanilla, pero no lo
hicimos, para evitar que si los centinelas oían nuestra voz, a pesar de las
puertas cerradas de los camarotes, nos privaran del desahogo de asomarnos hacia
afuera.
Pero a falta de comunicación verbal, establecimos la de un
correo de misivas, en papelitos escritos a lápiz, que nos cambiamos en la punta
de mi muleta, que yo estiraba entre ventanilla y ventanilla, para hacer llegar
y recibir nuestra improvisada correspondencia.
Esta, sin embargo, no contenía ninguna novedad, porque ni
mis vecinos ni yo sabíamos nada de los demás prisioneros y del motivo concreto de
nuestra captura y de la suerte que nos aguardaba.
Sobre esto, quien tuvo una previsión más certera y con
acierto más completo sobre las consecuencias de lo acontecido fué mi compañero
en el vehículo donde comenzó nuestra cárcel.
En el trayecto entre el hotel y el puerto, el doctor
Guillermo Leguizamón, sin importarle la presencia del agente policial, y tal
vez con el objeto de hacerle oír una valiente profesión de fe política, que en
esa ocasión era desafiadora de los poderes triunfantes, se extendió en una brillante
recapitulación de las actividades civiles dirigidas por el Comité Nacional y
sobre el éxito popular de nuestro esfuerzo.
En esta forma expresaba y enaltecía la parte confesable de
nuestra labor cívica, sin aludir a la de carácter revolucionario. Así daba a
entender que el trabajo pacífico abarcaba el total de nuestras actividades. En tal
sentido, habló con tanta elocuencia, que yo lamentaba no ser posible conservar
su exposición de ideas.
Al final se refirió a la medida del Gobierno y a los
procedimientos que adoptaría para que aquélla le diese resultado. Sus puntos de
vista fueron admirables anticipaciones de la realidad.
En esa vez y en otras muchas, Leguizamón reveló su intelecto
de vidente. Pero fué en la noche de aquel día cuando tuvo ocasión de revelar la
amplitud y "claridad de su pensamiento como hombre de partido y como
hombre de ley, cuando compareció ante los funcionarios públicos que
intervinieron judicialmente en nuestra situación.
Página nueva destino al recuerdo, todavía no escrito, de lo
que debe quedar consignado sobre las circunstancias y condiciones excepcionales
en que fué iniciado el proceso del doctor Alem y sus compañeros. Tuvo
consecuencias funestas, en lo personal, para el noble tribuno. En lo relativo al
orden público, cabe reproducir la parte del concepto aplicable al caso, de palabras
históricas; hubo finalidades que hicieron honor a vencedores y vencidos.
LA PRIMERA NOCHE DE PRISION
Fue precedida por un día de completo ayuno. Hasta el
siguiente no se nos dio comida, ni siquiera un refrigerio, ni lo que llaman los
criollos "una sed de agua". Nada solicitamos, ni hubo uno solo de
nosotros que formulase un reclamo por tal motivo.
Sin necesidad de un previo entendido, procedimos de acuerdo
en no manifestar debilidad, ni aun la física inevitable al estado en que
pasamos desde las 6 de la mañana del día 2 hasta las 3 de la madrugada del 3,
en que por turno fuimos llamados a declarar.
¿Fué deliberado el hecho de privarnos de alimento en todo el
día? ¿Fue una casualidad motivada, y tal vez explicable, por el estado de
tensión nerviosa que había entre el personal de a bordo para garantir la
incomunicación absoluta de los presos?
Tal vez aquella situación era efecto de las actividades
febricientes, aunque recatadas 'y silenciosas, con que todo el día y hasta
altas horas de la noche evacuaron consultas con el Gobierno y trabajaron para
preparar la cabeza del sumario.
Yo busco la más favorable interpretación al hecho anotado,
porque, en la duda, considero más prudente, más generoso y quizás más justo admitir
lo mejor cuando no se tiene prueba de lo contrario.
Pero los más suspicaces de entre los presos, cuando después
comentábamos todo lo sucedido el primer día, anotaban una serie de circunstancias
por las cuales podía deducirse que hubo designio calculado en mantenernos hasta
la primera diligencia indagatoria en una situación material fue podía
traducirse en involuntaria depresión inmoral. Si existió aquel propósito, su
efecto fue contrario al esperado. El rigor provocó reacciones naturales, pero
no excesivas, ni aun en la hora de prueba.
Si hubiera sido realmente intencionada la actitud a que
aludo, ella tendría, como procedimiento judicial, un significado que se presta
a consideraciones pesimistas sobre la supervivencia, dentro de la avanzada
civilización actual, de instintos, concepciones y fórmulas de vida en que lo
ancestral está latente y se manifiesta a través del complicado engranaje de la
legislación liberal y del doctrinarismo humanitario.
La tortura ha sido, en todos los tiempos y en todos los
pueblos, el medio más usual y constante para hacer confesar a los encausados lo
que interesa a la autoridad, con razón o sin razón, con justicia o sin
justicia.
Ese sistema se ha dulcificado o se ha disfrazado, pero no ha
desaparecido de las prácticas judiciales en ningún país.
Tampoco en el nuestro, a pesar de la cultura de que alardeamos
y de nuestra legislación teóricamente ajustada a los principios más altos de
respeto a los derechos humanos.
A pesar de que nuestras leyes prohíben la tortura material y
sus equivalentes morales, ni aquélla ni éstos han desaparecido.
En esta materia existe un convencionalismo de tácita
tolerancia a la infracción de la ley.
Masía funcionarios ilustrados y de buena conciencia emplean
la presión moral para el esclarecimiento de la verdad.
Con un criterio determinado por esta clase de influencias
consuetudinarias se procedió, tal vez, a la preparación y efectivización del
aparatoso interrogatorio a que fuimos sometidos, entre las dos y las cuatro de
la mañana. Estaba a cargo de un fiscal del Gobierno y del Auditor de Guerra y
Marina, con dos o tres funcionarios más, constituyendo un tribunal ad hoc medio
civil y medio militar.
El doctor Alem y todos los demás presos que eran abogados
coincidieron en contestar que no reconocían la autoridad y competencia de ese tribunal
y que, por consiguiente, se abstenían de prestar declaración.
Otros negaron en absoluto su participación en trabajos
revolucionarios, afirmando ignorar que existieran.
Yo no era todavía abogado; pero, aunque lo hubiera sido,
habría siempre contestado en una forma que yo creo más procedente y hasta más
hábil que la de negar por completo una verdad de que hay conciencia pública.
Yo manifestó que el propósito de cambiar el orden político
del país, por deberes constitucionales, había sido discutido entre muchos
elementos directivos del partido Radical. Yo estaba entre ellos. Pero que como
aquel pensamiento tenía opositores dentro de la misma agrupación, no se había
adoptado resolución afirmativa. Que, en consecuencia, no había hechos, sino
opiniones individuales, lo que correspondía al fuero interno, que, según
nuestra constitución, está reservado a Dios.
Según referencias ulteriores, la declaración que más
impresionó a los jueces y que más útil fué para detener la investigación
judicial, fué la del doctor Leguizamón, basada en la impropia, ilegal
composición del tribunal. Con más eficacia que los demás declarantes, no se
manifestó en actitud de rebeldía ante los jueces, ni, como yo, desconociendo la
constitucionalidad del Gobierno, sino que, adoptando un temperamento de tipo
esencialmente jurídico, y respetuoso de la autoridad judicial, objetó la
jurisdicción en forma y con razones que produjeron efecto.
Se reconoció en el hecho el valor de esos fundamentos legales.
El proceso quedó paralizado menos para el doctor Alem. Este, con su
manifestación rotunda de que desconocía al tribunal para juzgarlo, dio base al
más grave argumento legal que se hizo en su contra para proceder a su
eliminación del Senado Nacional.
Hacía poco que había sido electo y no alcanzó a tomar
posesión del cargo. Más que una razón de derecho, había un interés explicable
en aquellos momentos para apartarlo de una tribuna en que su voz, y más que
todo, su presencia, eran temibles para el Gobierno.
Alem saliendo de la prisión con mayor popularidad que antes,
para sentarse en el Senado, habría representado un poder formidable. Los
senadores no tuvieron serenidad para afrontarlo.
En cambio él la tuvo para recibir la noticia de su
exclusión, sin una queja, sin un solo comentario de censura, sin un gesto
siquiera de su fisonomía, tan móvil y expresiva, que denunciara una impresión
de contrariedad.
¿Estaba su espíritu en planos tan superiores que no lo
afectaban los hechos que en lo individual agitan o, por lo menos, conmueven a
la generalidad .de los hombres?
Tal vez. Más que tal vez, es seguro que su alteza moral lo
libraba de las sacudidas vulgares.
Pero yo creo que, en lo general, su estoicismo no era de
indiferencia, sino de disciplina.
Había, sin embargo, en él una disposición de ánimo o una
modalidad de su naturaleza, manifestada en las circunstancias más importantes de
su vida pública, de las que pude yo observar, que lo paralizaba momentáneamente
en su acción, dominado por un extraño fenómeno inhibitorio.
Subjetivamente tenía un tipo afirmativo absoluto, pero
objetivamente su actividad era discontinua, a saltos de león.
Desconocía en la práctica la fuerza humana de la prolijidad
y la paciencia:
Era un capitalista de energía que desdeñaba el menudeo.
Y el menudeo lo venció a él, como a innumerables grandes hombres
de todos los tiempos y todas las razas, en que la humanidad glorifica a veces
más el honor del esfuerzo que la gloria del triunfo.
En nuestra vida nacional la estirpe de esos varones está
representada por muchos de los más ilustres y por algunos de renombre más
resonante en la tragedia histórica, como Moreno, Monteagudo, Guemes, Ramírez, Dorrego,
Lavalle, Berón de Astrada, Castelli,
Marco Avellaneda, Aberastáín, Agustín Gómez y Alem, el más
típico ejemplar catoniano de América, superior, a mi juicio, en valores éticos a
su antecesor de Roma.
Durante los días siguientes y aun después, hasta recuperar
la libertad, el doctor Alem se mantuvo en una actitud contemplativa, casi
desdeñosa de todo lo que constituía la vida exterior circundante. Parecía
absorbido por su vida interior.
A ello contribuyó seguramente, en mayor o menor proporción,
un estado íntimo, de carácter sentimental, de que más tarde me hizo confidente.
Para esto yo merecí su máxima confianza.
Ha sido siempre mi especialidad como amigo.
Los de mi vida se dirigían a otros para las expansiones mundanas,
de la actividad externa, del placer, de las competencias profesionales o el desarrollo
de las ambiciones en todo lo objetivo.
Pero a mí me buscaban y todavía me buscan para el secreto de
las cosas íntimas.
En todo lo demás, y en especial para lo referente a su
acción política, sus amigos predilectos fueron Barroetaveña, Ferreyra Cortés,
Enrique de Madrid, Martín Torino, pero, principalmente, Guillermo Leguizamón.
El último llegó a ser su mejor intérprete en la palabra y el
hecho. Tradujo lo recóndito de su abstracción en impulso visible; prestó voz a
su silencio, y equilibró, con actos previsores y firmes, lo que había de
momentánea disparidad en el temperamento del jefe respetado y amado.
Era éste un dinámico, que en ciertas situaciones caía en lo
estático. Leguizamón suplía esa falla, si era en realidad una falla.
Puede haber sido una tregua en que almacenaba energías para
dilatarlas después con el empuje irresistible que tienen, las fuerzas
contenidas.
De todas maneras, en esa función colaboradora, y en muchas otras
circunstancias, anteriores y posteriores, Leguizamón demostró en mayor grado, entre
todos los auxiliares del doctor Alem, que la condición de conspirador era en él
un accidente.
Su verdadero tipo moral fué el de un hombre múltiple en sus
aptitudes, vaciado en el amplio molde de las personalidades expansivas de la
Independencia y la organización nacional.
En ellas el revolucionario efectivo era la vaina de un hombre
de gobierno auténtico.
El militar, el tribuno, el escritor, el sacerdote o el
maestro de escuela formaban el anticipo de un estadista.
Fuente: "El 2 de abril" por el Dr. Joaquin Castellanos ex gobernador de la provincia de Salta, publicado en Caras y Caretas el 29 de septiembre de 1928.
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