Una tarde se hace presente un hombre, en quien costaba
reconocer de primera impresión a un sacerdote, tal era de confusa y raída su
vestimenta.
Venía acompañado de un joven de diez y siete años, que se
apoyaba en un bastón porque así se lo exigía su cojera.
Aquel era un viejo sacerdote, escuálido, ciego, de manos
sarmentosas y amarillentas, ojos hundidos, cabello cano, y una sotana vieja y
deshilachada.
Los pies, desnudos, dejaban ver unas manchas costrosas, provenientes
de aquel mal con que Job propalaba su fe y su martirio.
Aquel clérigo quería hablar con el doctor Yrigoyen.
Se le hizo pasar, en compañía del muchacho cojo, y hablaron.
Aquel sacerdote veía,—o sentía por que ya liemos dicho que era ciego.—al doctor Yrigoyen, por primera vez, pero le tuteaba. Hablaron un buen rato. El fraile se
anima en el transcurso de su conversación y a sus candidas palabras de creyente
unía, de cuando en cuando, una gruesa interjección, porque aquel sacerdote era
un sincero y gustaba más que de la preceptiva caridad de forma, de aquella otra
de fondo, que le llevaba a volcarse como un hilo de agua en la sed de los
demás. a entregarse como un pan en el hambre ajena ; a no tener más vida que la
de los otros, sus pobres criollos serranos, con quienes vivía y por los cuales peregrinaba.
Aquel pastor de almas, cansado de ver miserias, tenía
quemadas las pupilas—astros sin luz que vagaban a tientas, entre el dolor y la
pobreza de las gentes sencillas. Aquel era un apóstol primitivo, un Job enfermo,
—un San Francisco con úlceras que. sin su cayado de peregrino, recorría a
horcajadas de su muía, día y noche su pedanía. Repartiendo pan, plegarias y
consuelos. Era como el espíritu augusto de aquellos campos floridos, de sierras
bordeadas de árboles, de vegetación espléndida, de riachos murmuradores y
límpidos, de cielos magníficos y serenos. En sus pláticas y sermones tenía la
elocuencia primitiva de la fe y de la verdad. Hablaba a sus gentes en un
lenguaje sin equívocos, con comparaciones- pintorescas, dichos chocarreros. Modismos
eficaces, unciones paternales.
Aquel fraile escueto era la doctrina hecha hombre.
Así debían de predicar en las montañas, en los valles y en
los lagos de la Judea, los primeros apóstoles. Así debía de ser el verbo
naciente de la doctrina igualitaria y fraterna, cuando se echó a rodar por el
orbe y por los siglos, animada en el aliento y en el ejemplo de sus santos
rústicos, de algunos pecadores, de algunos jornaleros y de algunos videntes.
Sobre la mugre de aquel pordiosero flotaba ese respeto
instintivo que todos sentimos para los grandes espíritus. Cuando se despidió,
el doctor Yrigoyen abrazó aquel guiñapo, aquello confuso, que era menos que un
hombre, porque era más que un santo.
Cuando ya afuera nos despedíamos del padre Brochero le
notamos conmovido y como si musitara una oración, se repetía entre dientes,
como para él mismo:
¡Es un gran hombre; es
un gran hombre!
El joven que le acompañaba, que era como su secretario,
había sido herido de un balazo en la pierna por la policía de Villa Dolores. En
reclamo del atentado se había movido aquel fraile Santo, cuya memoria vaga hoy
en consejas, cuentos y en ejemplos, por los lugares donde llevara en su
escuálida figura nauseabunda todos los dones de la caridad, del consuelo y de
la esperanza.
Fuente: "El Hombre" del señor Diputado Nacional Dr. Horacio Bernardo Oyhanarte, 1916
Hermosa anécdota, cuando dos personas con espíritu elevado se encuentran se reconocen inmediatamente.
ResponderEliminarFeliz día en su nombre a los sacerdotes que ejercen su función con esa vocación.
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