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domingo, 10 de enero de 2016

Guillermo Moreno Hueyo (h): Hipólito Yrigoyen “La fuerza de la etica” (1999)


A modo de introito
El primer pensamiento que me invade al intentar un prólogo descriptivo sobre Yrigoyen, es imaginar todo lo que se ha dicho y escrito sobre su persona y lo poco que queda por investigar y descubrir con relación a él.

De cualquier forma, paralelamente a aquel pensamiento, me aparece un fuerte arrebato de entusiasmo por querer hacer la mejor síntesis y, con ello, dibujar su perfil de hombre grande y de bien, en el que puedan verse reflejados los dirigentes de la actualidad, especialmente los que ejercen la función pública. Porque -como diría Balbín- Hipólito Yrigoyen vivió para los tiempos; el suyo, los que vinieron después de su lamentada caída en 1930 y los actuales, en los que parece imprescindible el conocimiento de sus rasgos personales, para conformar la ética cotidiana de los hombres frente a la realidad política.

Por tal motivo, decidí subtitular esta presentación con "La fuerza de la Etica", pues nadie mejor que Yrigoyen puede mostrar con los hechos cotidianos y los actos de gobierno, cómo se ejerce esa virtud en un régimen republicano.

La intención de la Colección en que aparece este libro es destacar la tarea legislativa del biografiado, tema que es limitado en la vida de Yrigoyen por cuanto solamente desempeñó escasos dos años el cargo de diputado provincial en la Legislatura de Buenos Aires, y un año y medio como diputado nacional. Existe alguna memoria de hechos sucedidos durante su desempeño como presidente de la Comisión de Presupuesto, con actitudes dignas de su personalidad frente a situaciones conflictivas, a las que luego haré referencia. Sin embargo, en la actualidad, no ha quedado registro de los proyectos de leyes por él presentados, ni en el Congreso de la Nación ni en la
Legislatura de la Provincia. Pero ello no impide que puedan hallarse, de Hipólito Yrigoyen, un sinfín de documentos estrechamente vinculados con la vida del Congreso Nacional, a través de sus mensajes de apertura de sesiones ordinarias o de proyectos de leyes enviadosal Parlamento desde el Poder Ejecutivo, en los que se destacan su brillante personalidad de impulsor de ideas nuevas y, además, su ideario político y pensamiento filosófico, siempre expresados con el particular modo literario que tanto lo caracterizaba.

La recopilación de documentos que acompaña estas páginas es, por cierto, bien restringida, ya que el conjunto de todas sus obras constituye gruesos tomos que se han ido editando con el correr de los tiempos y que aquí sólo significarán un escueto esbozo, elegido con la intención de destacar algunas circunstancias de su actuación parlamentaria.

Deliberadamente me referiré a la personalidad de Yrigoyen tratando de destacar sus rasgos personales y actuación política, hasta las vísperas de su asunción como Presidente de la República. Ello así por dos motivos: primero porque creo mas adecuado contar los tiempos de su formación, su relación con Alem y su actuación posterior a la muerte de su tío, todo lo cual decide su personalidad definitiva de principista, intransigente y doctrinario, virtudes que se ponen de manifiesto en el ejercicio de aquellas funciones. Y en segundo lugar, por cuanto el análisis de las gestiones presidenciales que le correspondieron por claro mandato popular son dignas de un trabajo mucho más amplio que las dimensiones de este trabajo.

Concluiré, eso sí, con reseñas de su fallecimiento, pues después de todo su tránsito por esta vida, vale la pena conocer algunos juicios sobre su personalidad de quienes lo sucedieron.

Sus datos biográficos
Nació Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen el 12 de julio de 1852, en la ciudad de Buenos Aires. Eran sus padres don Martín Yrigoyen Dodagaray y doña Marcelina Alem, hermana de Leandro N. , quienes tuvieron dos hijos varones más, llamados Martín y Roque, y dos mujeres, Amalia y Marcelina.

Por razones de orden político, que impusieron a la familia un encierro y ostracismo exagerado, el bautismo de Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús y el de sus hermanos varones se realizó en la Iglesia de Balvanera, cuatro años después del nacimiento del primogénito. En esa iglesia también se habían casado sus padres, el 25 de enero de 1847.

La simple mención de esas fechas traerán al lector el recuerdo de torbellinos históricos que asolaron nuestra ciudad y la Patria grande por aquellos tiempos.

En 1847 había recibido Rosas una renovación de sus facultades como gobernador de la Provincia de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores, contando su dictadura con una secuela de persecuciones y muertes como no se tenía memoria, por entonces, en otros países de la región.

La particularidad que debe destacarse en esta relación es que Hipólito Yrigoyen y Alem era nieto de un mazorquero, es decir, de un miembro de la policía de Rosas, de quien cumplía órdenes para llevar a cabo toda su política persecutoria. Se llamaba Juan Antonio Alen, quien contrajo matrimonio con doña Tomasa Ponce el 30 de septiembre de 1825, es decir, en plena presidencia de Bernardino Rivadavia. Cuatro años después, siendo Rosas gobernador de Buenos Aires, lo empleó en la policía. No abandonó esas funciones ni aun en los momentos en que sufriera algunas perturbaciones mentales, lo que en todo caso, como señala Manuel Gálvez, provocó que pasara de ser "vigilante a caballo" a "vigilante de la esquina" en una pulpería o almacén de su propiedad.

Con el tiempo, aquella policía sencilla se convirtió en la Sociedad Popular Restauradora, llamada "la mazorca" en el lenguaje callejero.

Sabido es que don Leandro Antonio terminó juzgado junto a su par Ciríaco Cuitiño, siendo ambos ahorcados y expuestos sus cuerpos en la recova del Cabildo.
Semejante episodio marcó para siempre la vida de los Alem, tanto la de Leandro N. como la de sus sobrinos Hipólito y Martín, únicos componentes de la familia que se dedicaron al quehacer público. Pero no cabe duda que aquel hecho fue un estigma que les imprimió carácter.

La infancia de Hipólito transcurrió en la quinta de la calle Federación (hoy Rivadavia) y Ombú, en la que durante la vida y apogeo de su abuelo se habían observado rasgos de un buen pasar. Sin embargo, la caída de Rosas y la persecución a Leandro Antonio Alen fueron las causas de un torrente de desgracias llegado a la casa en mala época, en donde el joven Leandro debió afrontar el requerimiento de pagos de la más diversa índole, entre ellos los honorarios del defensor del mazorquero, Dr. Marcelino Ugarte.

En ese ambiente, y con las penurias económicas que siempre acompañan estos avatares, creció Hipólito, que hizo sus primeros estudios en el Colegio San José de los Padres Bayonenses, ubicado como en la actualidad en el barrio de Balvanera y, posteriormente, en el Colegio de la América del Sud, en el cual su tío Leandro era profesor de primero y segundo curso de Filosofía.

Señalan los autores que es posible que entre otras consecuencias de esta infeliz etapa, Leandro N. haya producido los trámites para cambiar su apellido, sustituyendo la " n " final por la " m " y quitándole el acento que lo identificaba.

También señalan los biógrafos que Hipólito era un niño taciturno, muy pegado a su madre con quien convivió mucho más que con su padre Martín, el que era analfabeto, y que solamente podía ofrecerle tareas y trabajos propios de su condición de acarreador, siempre ponderado, no obstante, por su personalidad honesta, su tesón para el trabajo y su dedicación a la familia.

Al comentar su personalidad fuera del colegio, Manuel Gálvez señala que Hipólito "anda siempre solo y con libros bajo el brazo. No tiene amigos. No juega jamás con otros muchachos, no levanta la voz, no callejea y casi no ríe". Curiosa paradoja de un hombre que habría de llegar hasta la más alta magistratura del país, prácticamente "en brazos de todo un pueblo" que lo proclama su conductor para la tarea inconmensurable "de la reparación nacional".

Debido seguramente a los escasos recursos de su padre y a la condición de analfabeto que éste ostentaba, Hipólito empieza a gozar del protectorado de su tío Leandro, quien lo introduce en estudios filosóficos y políticos que él mismo frecuentaba y ejercía para recibirse de abogado con una profunda vocación, según lo puso de manifiesto a lo largo de su vida. La tarea compleja consistía en conseguir trabajo para Hipólito pues, a causa de todas las denigraciones, la familia Alem carecía de influencias como para gestar un empleo público o privado. Concluido su secundario, Hipólito sólo había trabajado ayudando a su padre en las tareas de acarreo que éste ejercía en los arrabales de Buenos Aires. Leandro le consiguió algunas pasantías en estudios jurídicos, que siempre fueron de poca durabilidad y de peor remuneración.

Por entonces, la pasión política de Leandro lo había llevado a mezclarse en los ejércitos de la Confederación, que al mando de Justo José de Urquiza luchaban contra los porteños guiados por Mitre en la guerra civil, desatada con motivo del intento de federalización de la ciudad de Buenos Aires como capital de la República.

Así pelea en Cepeda, alistado contra sus propios coterráneos, quienes defendían a troche y moche la individualización de Buenos Aires, que imaginaban devorada por el resto de las provincias.

Sin embargo, variará Alem su militancia en esta causa por cuanto, interrumpida la paz, que había permitido la incorporación de Buenos Aires a la Confederación con la Asamblea Constituyente de 1860, se libra la batalla de Pavón entre los mismos rivales que en Cepeda. El cambio de bando por parte de Alem resulta de comprender y aceptar la situación de los porteños, por lo que se suma de esa manera a su lucha.

En 1862, es decir, cuando Hipólito contaba escasamente diez años, se produce la batalla de Pavón y, derrotados los ejércitos de la Confederación, se resuelve nuevamente la anexión de la Provincia de Buenos Aires al resto de sus hermanas, dándose comienzo de ese modo a la organización nacional definitiva.

Los pesares de Hipólito se incrementaban en la medida de las desapariciones temporarias de su tío, lo que obviamente también fue formando su carácter, no sólo por lo que significaba el rigor de la escasez, sino también por el mensaje espiritual que Leandro N. le dejaba cada vez que afrontaba una gesta en pro del beneficio de su patria. Este también será un sello distintivo que lo acompañará hasta la tumba.

Transcurridos los años -inclusive otra ausencia de Leandro con motivo de la guerra del Paraguay-, el 17 de agosto de 1872 Hipólito es designado comisario de Policía, cuando contaba escasamente veinte años. En esta función empieza su vida política, que no abandonará jamás.

Seguidor de su tío
Ningún ensayo biográfico de Yrigoyen podría prescindir de la personalidad de Leandro N. Alem y, por consecuencia, de la importancia que tuvo la relación entre los dos grandes hombres.

Que la personalidad de Hipólito y su pensamiento político fueron influidos por Alem, nadie tiene dudas; y si por los hechos hemos de juzgarlo, tampoco habrá posibilidad de confundirse.

No obstante, podremos apreciar cómo el transcurso de los años y la maduración política de cada uno fueron mostrando criterios d i ferentes frente a hechos determinados.

Esta disparidad de criterios llegará hasta los últimos días de don Leandro, especialmente por lo que cada uno de ellos entendía respecto de la estrategia que debía adoptar la Unión Cívica Radical frente a los gobiernos surgidos de los acuerdos de cúpula y el fraude en los procesos electorales. La diferencia no se apreciaba en la opinión política o filosófica, sino en el modo de actuar frente a circunstancias determinadas. Hay un rasgo que los distingue y diferencia:

Leandro era pasión e Hipólito era razón.

La vida pública
Ya consagrada la vida de Alem a la política, su enrolamiento popular se producirá en el partido de los porteños, que entonces lideraba Adolfo Alsina, prototipo de caudillo popular, siempre preocupado por las condiciones materiales y morales en las que vivía su pueblo. La rivalidad con los liberales de Mitre ha sido motivo de estudios y trabajos literarios de la más variada índole, especialmente por lo que significaban las luchas cuerpo a cuerpo en los atrios parroquiales cada vez que se confrontaba para elegir diputados o presidentes. El fraude y el engaño a la voluntad popular eran el signo característico de la época, y tanto Leandro como Hipólito se formaron en el espíritu alsinista, que veía en esas prácticas la deformación de los principios proclamados en la Constitución Nacional.

Por entonces, Leandro convivía en esas lides con los hombres que años después detentarían las más altas magistraturas, como Roque Sáenz Peña, Manuel Quintana, Carlos Pellegrini, y otros más, quienes también encontraban en Alsina su líder y maestro.

Hipólito, que ejercía el comisariato con sobriedad y honestidad, rasgos que también lo distinguieron a lo largo de su vida, no puede aislarse de su pasión y aun cuando su función no le permite el ejercicio activo de la vida partidaria, frecuenta los grupos "alsinistas", en los que también se comentan sus limpios procederes y su desinterés absoluto por los bienes materiales.

En 1873 existían el Partido Autonomista, acaudillado por A l sina, y el Partido Nacionalista, conducido por Mitre. La esencia diferencial de ambos era el sector de la sociedad al que representaba cada uno: los "mitristas" se nutrían de "gente distinguida", y a los "alsinistas" los conformaba el "pueblo orillero", tal como se lo conocía en términos despectivos.

Alsina desempeñó la Vicepresidencia de la República secundando a Sarmiento, quien va a concluir su mandato en 1874, dando paso a la Presidencia de Avellaneda. Para facilitar esta candidatura Alsina había renunciado a la suya, no obstante haber sido impulsado por sus amigos, que lo veían como el mejor competidor de Mitre, quien pretendía volver a ser presidente.

Sin embargo, la candidatura de Avellaneda se impone en los círculos áulicos de las negociaciones y resulta elegido no sin un descalabro institucional de grandes proporciones producido por los "mitristas", que advertían en esos acuerdos el riesgo de su desaparición. Aquellos hechos enlutaron la asunción de Avellaneda y, como consecuencia de los juicios habidos, terminaron por condenar a muerte a Mitre, quien, sepultado literalmente en las mazmorras de las comisarías lujaneras fue, no obstante, indultado por el novel Presidente.

El hecho destacable es que Nicolás Avellaneda tiene circunscripto todo su período presidencial por dos revoluciones; la de 1874, cuando asume, y la de 1880, cuando concluye su gobierno con los disturbios de la federalización de Buenos Aires, ley que se discute en términos apasionados durante su presidencia.

No obstante aquellas luchas, durante el interregno de Avellaneda se logra el acuerdo entre "mitristas" y "alsinistas", el que se concreta con el abrazo que los dos líderes se dan frente a la estatua de Belgrano, ubicada en la Plaza de Mayo, y en medio de una gran algarabía popular.

Este acuerdo enoja a un grupo importante de "alsinistas" que critican duramente la actitud de su líder, quien decididamente aspiraba a ser candidato a Presidente cuando concluyera el período
vigente.
De esta disidencia surge el Movimiento Republicano encabezado
por Aristóbulo del Valle, grupo al cual adhieren Alem eYrigoyen, que tampoco aceptanla conducta de su líder. Consecuentemente,  frente al proceso electoral que se imponía para la elección del gobernador de Buenos Aires y los diputados de la Legislatura porteña, la fracción de los "intransigentes" sostiene la candidatura de Artistóbulo del Valle contra Carlos Tejedor, candidato surgido del acuerdo.

En el proceso electoral ganan nuestros amigos, lo cual produce inquietud en "la gente del acuerdo", quienes adoptan actitudes de clara indiferencia y de algún modo persecutorias para los que, perteneciendo al grupo rebelde, ostentaban cargos públicos.

Una de las primeras víctimas fue el propio Hipólito, al que se le quitó la designación de comisario que había ejercido con toda prudencia y honestidad. Esta fue causa de nuevos apremios económicos, no obstante lo cual se inscribe en la facultad de Derecho para proseguir sus estudios en el mismo rumbo que había señalado su tío.

Yrigoyen diputado
En diciembre de 1877 muere Alsina inesperadamente, y los jóvenes rebeldes del Partido Republicano vuelven al autonomismo, en donde se había comenzado a revisar el pacto con los "mitristas".

Recomiendo al lector las crónicas del entierro del gran conductor popular, que es el primero que se produce multitudinariamente, prueba de la tristeza que su muerte había producido al pueblo que lo acompañó a su eterno descanso. A esta manifestación le seguirá pocos años después la de Sarmiento, eternizado en la descripción que hace Octavio Amadeo en "Vidas Argentinas", comenzando el párrafo pertinente con la frase "Ahí va la columna...", en medio de la cual ubica cronológicamente a todos los hacedores de esta gran Patria argentina.

Muchos años después Buenos Aires apreciará otra manifestación popular con el propio Hipólito Yrigoyen, a cuyo féretro el pueblo conduce con sus propias manos desde la calle Sarmiento hasta el Congreso, y de ahí al cementerio de la Recoleta.

Pero volvamos a nuestra cronología. En marzo de 1878, cuando contaba veinticinco años de edad, Hipólito Yrigoyen es elegido diputado provincial y accede a este cargo sin haberse recibido -todavía- de abogado.

Existen crónicas referidas a su desempeño en este cargo aun cuando, como señalamos anteriormente, no se encuentran en la actualidad registros referidos a sus proyectos de leyes o resoluciones. Gabriel del Mazo recuerda sin embargo, que en mérito al concepto que se tenía de nuestro biografiado, se lo designó presidente de la Comisión de Presupuesto que, como siempre, es considerada una de las más importantes.

Escuchemos del citado autor el relato de un episodio que presenta la personalidad de
Hipólito con todo rigor: "...En una de las sesiones se consideraba un proyecto que el joven diputado consideraba debía pasar a comisión 'por tener motivos para creer que venía envuelto en presunciones incorrectas'. Perdió la votación, y entonces se puso de pie y declaró que se creía en el deber de ejercitar todos los recursos a su alcance para evitar una sanción que estimaba indecorosa, y en consecuencia abandonaba, como lo hizo, el recinto, dejando que la mayoría determinase a su respecto lo que le pareciera.
Tras él se fueron varios colegas que habían sostenido el proyecto y le pidieron volviese a la sala pues reconsiderarían la votación. El proyecto pasó a comisión (...)".

Dos años después concluye esa función, gozando del concepto más elevado de parte de sus conciudadanos.

A poco andar, empieza a resurgir el tema de la capitalización de Buenos Aires, junto con la elaboración de las candidaturas presidenciales, a las cuales se presenta Sarmiento por un lado, pensando contar con el apoyo alsinista, y un joven general con méritos arraigados en la campaña al Desierto, que había desarrollado sustituyendo a Adolfo Alsina como Ministro de Guerra del Presidente Avellaneda.

Ese hombre era Julio Argentino Roca, cuya personalidad política signará la vida argentina durante los siguientes treinta y cinco años.

Aquí aparece una de las primeras disidencias entre Alem e Yrigoyen: su ubicación estratégica frente al proyecto de federalización de la ciudad de Buenos Aires. Alem, empedernido porteñista, había sostenido que aceptar este proyecto significaba "degollar" a la provincia de Buenos Aires.

(Recomiendo al lector volver sobre el debate en el seno de la Legislatura porteña con José Hernández, autor del poema épico más distinguido de la Argentina, quien siempre había estado en favor de la idea desde los tiempos de Urquiza, de cuyo gobierno había sido funcionario en Paraná).

Los términos de esta discusión señalan el grado de importancia e ilustración que tenía Alem, y la pasión encendida de las convicciones que le conmovían el alma.
Yrigoyen, seguramente con un proceso más racional que pasional, entendía que el proyecto era útil; o, en todo caso, suponía que era inútil oponerse a él, en razón del peso político que en ese momento ejercían las provincias, o lo que concretamente se llamaba la Liga de Gobernadores que, patrocinadas por el propio Avellaneda, impusieron tanto la federalización de Buenos Aires como la candidatura de Roca.

Un grupo grande de autonomistas participó de la misma idea y, una vez superada y derrotada la rebelión de Tejedor, quien como gobernador de la Provincia se había levantado en armas contra el gobierno central, acordaron en definir una política superior que tuviera en cuenta la nueva realidad que se presentaba.

En esas condiciones, el Partido Autonomista le ofrece a Hipólito una candidatura a diputado nacional, que éste acepta con el objeto de suplir a los diputados porteños que habían sido exonerados del Congreso con motivo de los sucesos del año 80. Por esa razón, su mandato dura nada más que un año y medio.

Al analizar este tema, Félix Luna señala que el desempeño de Hipólito en el Congreso Nacional fue más pobre que el de la Legislatura, faltando con relativa frecuencia a las sesiones como a la reunión de comisiones. Sin embargo señala que, cuando se precisó de él, su actuación fue recta y equilibrada. Transcribe un párrafo del diario "El Porteño", del 18 de diciembre de 1880, que vale la pena releer:

"... Hipólito Yrigoyen, joven de una modestia tan excesiva que apenas se le oye jamás el metal de voz. Como miembro de la comisión de Presupuesto, inició ayer el debate, contestando al violento discurso del ministro de Hacienda sobre el presupuesto. Sabíamos todos que Yrigoyen era un joven de talento y de estudio, pero no habiendo tenido ocasión de mostrarse, pocos sabían que era también orador, y orador de parlamento, para lo que se necesitan ciertas condiciones que el Sr. Yrigoyen reveló ayer. Siguiendo el método francés, el diputado tomó punto por punto el discurso del Sr. Balbín y lo fue contestando, no con declamaciones sino con cifras y observaciones de tanto peso y oportunidad, que iban produciendo honda impresión en la Cámara.

Hipólito Yrigoyen habló cerca de dos horas, conservando siempre la frescura de la frase, la belleza de la forma, la facilidad de la palabra, condición de un orador hecho ya, y no de uno que hacía su debut como tal. Su reputación la ha hecho ayer. Lo felicitamos sinceramente por ello, así como a nuestro querido amigo Leandro Alem, a cuyo lado se ha educado y formado Yrigoyen".

(Colección Pueblo y Gobierno, tomo I, pág. 43).

Esta fue la última gestión parlamentaria de Yrigoyen, quien después de un breve desempeño en una repartición pública meramente burocrática, no accede a empleos de gobierno, hasta que asume la presidencia de la República en 1916.

El hombre solo
Durante los siguientes diez años, es decir, hasta los prolegómenos de la Revolución del 90, Hipólito Yrigoyen se abstiene de actuar en la política activa, dedicándose más bien a la actividad privada en aras de conseguir una situación económica que respaldara su vida y la de su familia, muchas veces necesitada del apoyo del hijo mayor.

En la misma época, Leandro N. Alem se dedica al ejercicio de la profesión de abogado desde un sencillo bufete, cuya habitación  principal estaba presidida por un cuadro de San Martín y en la que normalmente atendía a clientes cuya característica principal era la carencia de recursos, especialmente a los habitantes de Balvanera, su viejo barrio.

Hipólito se dedica, en cambio, a las tareas rurales, arrendando campos en la provincia de Buenos Aires, especialmente en las "zonas bajas" como los partidos de Pila, General Alvear y Saladillo, en el cual se encontraba instalado su campo llamado "El Trigo" que, con pocas variantes en su fisonomía, existe en la actualidad en propiedad de la familia Iparraguirre.

Se dice que también arrendaba un campo a la viuda de Cambaceres, con quien mantuvo inclusive una relación afectiva de muchos años y muy comentada en su época.

Durante este tiempo fue padre de algunos hijos que con posterioridad reconoció, frutos de otras relaciones que había mantenido en su calidad de solterón empedernido.

Por esos años fue designado profesor de Instrucción Cívica e Historia en el Colegio Normal N°2 de Señoritas, cargo que desempeñó hasta la asunción a la Presidencia de la República, destacándose desde entonces la donación de sus sueldos, pretendidamente anónima, a favor de la Sociedad de Beneficencia.

Fueron tiempos propicios para la investigación filosófica que lo ubicó en la doctrina del krausismo, de la que extrajo los modos que a su personalidad correspondían.

Esta influencia filosófica en Hipólito marcó su vida definitivamente, en forma tan arraigada que los principios en los que se inspiraba se ven reflejados en la conducta cotidiana de este hombre "del misterio", que sin embargo, no ofreció nunca la menor duda en cuanto a su actitud frente a los hechos de todos los días.

El krausismo, como lo señala Eduardo H. Passalacqua, "constituyó una reacción antipositivista, humanista y espiritualista que marcó a todo un momento argentino.

Idéntico rasgo le imprimió al radicalismo, que constituyó su doctrina política haciendo del hombre su f in específico y trascendente: la comunidad predomina sobre el individuo, pero el Estado jamás puede avasallar a la persona".

Como también lo destaca el autor antes citado, "el krausismo enfatiza el sentido moral del Derecho, que es el conjunto de las condiciones para la realización nacional y la idea de la política como creación ética".

Encontremos en estas normas la razón que impulsó a Yrigoyen a hacer del sufragio libre su línea de conducta política, pues por ese medio el hombre ejercía la doble posibilidad de elegir a sus gobernantes y al mismo tiempo, de ser elegido. Su lucha contra el "régimen más falaz y descreído", no paró hasta que vio concretado en la ley su postulado, lo que significó su encumbramiento en la más alta magistratura nacional.

La corriente filosófica a la que adhiere entrañablemente, no sólo marca su vida política sino también la de hombre común sumido en un mundo interior de permanente elucubración espiritual y de dedicación individual a cada una de las personas que frecuentaba.

José María Ramos Mejía, que le hace una semblanza bien ponderativa, señala que "odia la muchedumbre y el montón, el gran aire de la exhibición teatral, porque es discreto y de pensar severo (...)".

Desarrolla la original teoría del átomo, señalando que "su trabajo es personal; la conquista se hace uno por uno. La muchedumbre que lo sigue y lo adora se forma por agregación de átomos, (...) la fuerza de Hipólito está en la realización completa de este 'hombre carbono' que alguna vez alguien ha descripto; y que en el orden político o social desempeña por fuerza de afinidad las funciones que aquél en la mecánica de los cuerpos orgánicos". "Ahí está, pues, toda la psicología de Hipólito Yrigoyen -señala el autor citado-, la razón de su fuerza".

Roca, Juárez Celtnan y el Unicato
El país había comenzado a vivir un proceso político de fuerte sesgo personal en derredor del Presidente de la República, general Julio Argentino Roca, quien demostró una rara habilidad para el ejercicio de la política que, en definitiva, le valió el mote de "el zorro", por su viveza, capacidad y destreza para la conducción de los hombres.

En la medida que su candidatura había sido sostenida por elacuerdo de gobernadores, con el auspicio personal del Presidente Avellaneda, se recibió de su empleo con una generalizada conformidad de la dirigencia política nacional, que supo consagrar después, con grupos políticos surgidos de los viejos partidos autonomista y nacionalista.

Con ellos logró formar el P.A.N, es decir, el Partido Autonomista Nacional.

Cierto es que la evolución material y económica del país durante la primera Presidencia de Roca brilló por sus éxitos, habiéndose agrandado la República con corrientes inmigratorias que en 1886, es decir, al final del mandato del Presidente, habían más que duplicado su población.

El lauro material y económico trajo consigo el éxito político o, en todo caso, fueron triunfos en pareja que comenzaron a definir lo que, durante muchos años, fue conocido como el "unicato", es decir, el gobierno de una sola fracción en cabeza de un solo
Presidente, conductor de una sola corriente política.

En ese ambiente y con esas particularidades, a Roca no le cuesta ningún esfuerzo designar como su sucesor, para la deliberación de los círculos "áulicos", a su concuñado, Miguel Juárez Celman; y éste, que como su hermano Marcos Juárez, había sido gobernador de la provincia de Córdoba, llega con toda comodidad a la ciudad de Buenos Aires, haciéndose cargo de la Presidencia de modo imperceptible para la opinión pública ya que en ese momento era senador nacional por su provincia. Un aspecto importante debe destacarse, por la trascendencia que posteriormente tuvo: su compañero de fórmula fue Carlos Pellegrini, personalidad mucho más que ilustre, cuyo origen político había comenzado en el propio partido autonomista.

Tan fuertes fueron el signo del "unicato" y la conducción de Roca que hasta el propio Mitre desapareció de la conducción del partido Liberal o Nacionalista, y su alejamiento temporario de la vida política será como una antesala de la vigilia por los sucesos que posteriormente motivarán la revuelta cívico-militar del año 90, como consecuencia de las desproporciones institucionales y económicas de la Presidencia de Juárez Celman.

Pareciera que, paralelamente, este tiempo de ostracismo fue preservando y engrandeciendo a su vez las personalidades de Mitre y Alem que, surgidos de bandos definitivamente irreconciliables, vieron juntar sus figuras posteriormente en el gran meeting del Frontón de Buenos Aires.

El 90
Así llegamos al año 1889, en el cual el gobierno de Juárez Celman había llegado al colmo de los vicios, siendo la corrupción un símbolo de la vida cotidiana, el fraude una práctica generalizada y la burla a las normas de la Constitución, una constante institucional.

Es curioso descubrir que Hipólito Yrigoyen no fue un protagonista preponderante en los prolegómenos de la Revolución del 90, pues su nombre no figura prácticamente en los roles de la Unión Cívica de la Juventud, grupo que, por la pasión espiritual que lo inspiraba, tuvo a su cargo la movilización popular a través de los dirigentes más destacados de la época. Cierto es que don Hipólito contaba por aquel entonces con algo más de diez años de diferencia con los componentes de ese centro de acción y que su actividad estaba más dedicada a la vida privada que a las tareas públicas. Veremos que, sin embargo, son los viejos amigos de Leandro, y de él mismo, quienes lo introducen en las lides libertarias.

Como decíamos, el "unicato" había hecho estragos en las finanzas nacionales y en las convicciones cívicas de la gente que, como en una farsa teatral, veía ante sí el desarrollo de los comicios para elección de autoridades nacionales y provinciales, preñadas de fraude y burla.

En una ocasión, sin embargo, un grupo de jóvenes quiso homenajear al Presidente autodenominándose "los incondicionales". La actitud decididamente soberbia y con marcado acento político de apoyo a Juárez Celman produjo la reacción de otros jóvenes a su vez, quienes siguiendo la inspiración de Francisco Barroetaveña, se nuclearon para escribir un estupendo manifiesto que denominaron "Tu Quoque Juventus". En él se les enrostraba a "los incondicionales" la adhesión a un gobierno que era corrupto y vejatorio de los derechos cívicos, para cargarlos con las culpas de lo que sería el futuro de la patria con tales actitudes.

Posteriormente este grupo de entusiastas, entre los que se encontraban muchos estudiantes de Derecho de la Universidad Porteña, constituyen la sede de sus reuniones en la llamada Rôtisserie Georges Mercier, instalada por entonces en los altos de una casa ubicada en la mitad de la cuadra de Florida entre Córdoba y Paraguay, es decir en las inmediaciones del Jardín Florida, en cuyo parque se llevó a cabo el primer meeting adverso al gobierno y que fue la antesala del que se realizó en el Frontón de Buenos Aires, el 1 de septiembre de 1889.

En las deliberaciones de la Rôtisserie de Mercier, se votó la fundación de un Club Político "que tendrá por objeto cooperaral restablecimiento de las prácticas constitucionales en el país ya combatir el orden de cosas existentes". En la sesión del 24 de julio de 1889 se designó a una comisión para la redacción del Programa Político del Club, recayendo el nombramiento en las personas de Emilio Gouchón, Marcelo T. de Alvear y José A. Frías.

Un nutrido grupo de adhérentes suscribe el acta de ese día, entre los que se encuentran Juan Martín de la Serna, Emilio Gouchón, Julio Moreno, José María Drago, C. Rodríguez Larreta (h), Octavio S. Pico, Rufino de Elizalde, Felipe G. Senillosa,
Angel Gallardo, José F. Otamendi, Rómulo S. Naón, Pedro Gorostiaga, Juan Antonio Senillosa, Marcelo T. de Alvear, José Apellaniz, Alejandro Gorostiaga, Remigio Lupo y varios más.

Ni de este grupo fundador, ni de los que después firman las invitaciones para formar los clubes en las distintas parroquias, surge el nombre de Hipólito que, como veremos, se incorpora al movimiento recién en las vísperas del 26 de julio de 1890.

Constituida la Unión Cívica, se designa su junta ejecutiva que será compuesta por los siguientes ciudadanos: Presidente, Dr. Leandro N. Alem; Vicepresidente, Dr. Mariano Demaría; Vice-id., Dr. Bonifacio Lastra; Tesorero, Sr. Manuel A. Ocampo; Vocales,
Francisco A. Barroetaveña, Dr. Juan José Araujo, Tte. Cnel. Joaquín Montaña, Dr. Enrique S. Quintana, Sr. Tomás Santa Coloma, etc. Secretarios: entre otros Joaquín Castellanos, Dr. Alberto V. López, Dr. Abel Pardo, Sr. Rufino de Elizalde etc.
El acta de la constitución del club señala que tendrán voz y voto en la junta ejecutiva los presidentes honorarios de los clubs parroquiales señores: Tte. Gral. Bartolomé Mitre, Dr. Bernardo de Irigoyen, Dr. Vicente Fidel López, Dr. Aristóbulo del Valle, Dr. José B. Gorostiaga, Dr. Luis Saenz Peña, Dr. Pedro Goyena, Dr. Miguel Navarro Viola, Dr. Mariano Várela, Tte. Cnel. Gelly y Obes, Dr. Juan Manuel Gorostiaga, Dr. Antonio E. Mala ver, y Sr. José Manuel Estrada.

La apoteosis se produjo en el meeting del Frontón de Buenos Aires, ubicado en Córdoba 1130, solar hoy suprimido por el trayecto de la Avda. Nueve de Julio. Allí hablaron Goyena, Estrada, Achával Rodríguez -los católicos-, del Valle, Alem y Mitre.

Millares de personas asistieron al acto ese domingo y otros millares quedaron afuera.

Suponemos que la ausencia de altoparlantes hacía imposible oír al orador por más potente que fuera su voz, por lo que la presencia de los entusiastas era más de adhesión que de escucha.

Cuenta Ramón Columba en "El Congreso que yo he visto" que al asumir Mitre la tribuna, se descubrió del chambergo que lo caracterizaba y los concurrentes, en señal de respeto a su gesto hicieron lo mismo, por lo que su primera frase consistió en afirmar:

"¡Orden general! Todo el mundo cubierto, salvo el orador que se dirige al pueblo soberano, presente aquí pero ausente en los comicios".

Alem descolló en su oratoria haciendo vibrar los espíritus, plenos de entusiasmo por la gesta que los impulsaba. En "Mis primeros Ochenta Años", Carlos Ibarguren hace una descripción del acto, que presenció sentado frente a la tribuna, cuya lectura también recomiendo a quien quiera tener como producido ayer este magnífico episodio y remito especialmente a la reseña del discurso de Alem, cuya elocuencia -afirma- lo hizo llorar como un niño.

Transcurridos los meses con el incremento de todos los vicios, el gobierno sumía al país en la quiebra económica más absoluta, lo que significó el cierre del Banco Nacional, la desvalorización de la moneda ante el elevado valor del oro, el encarecimiento de la deuda externa y como siempre, las mayores  exigencias de los acreedores del exterior con incremento de sus tasas de interés, por el riesgo que significaba la crisis.

Ante tales circunstancias, era imposible parar el plan revolucionario y toda la Unión Cívica, que había logrado conformarse en todo el país, se dispuso para tal objetivo, quedando por determinar el tiempo y la forma de llevar el proceso adelante. Así se llega a las vísperas del mes de julio de 1890.

La junta directiva -seguramente por la pluma de Alem- redactó un "Manifiesto a los pueblos de la República", el 17 de abril de 1890, destacando entre otros aspectos los siguientes:

"...Los gobiernos de la República se caracterizan en la actualidad por estas particularidades dominantes: ineptitud y desquicio gubernamental; despilfarro e inmoralidad en la administración pública, especialmente en el manejo del tesoro y en la gestión de los Bancos del Estado; supresión del libre sufragio en la elección de los legisladores y de los jefes de Estado, reemplazando estas funciones importantísimas de los pueblos libres, con farsas electorales y vergonzosos traspasos del mando ejecutivo (...) un notable descenso moral, político y legislativo en los cuerpos encargados de dictar leyes, manifestándose sumisos y obsecuentes servidores de las malas pasiones de los gobernantes y de la codicia de los círculos (...)".

Aristóbulo del Valle describe, de modo ponderativo, la incorporación de nuestro biografiado en las lides revolucionarias:

"El Dr. Hipólito Yrigoyen -señala- se entendió directamente conmigo cuando se incorporó al movimiento revolucionario y, al hacerlo, me pidió con insistencia que no le economizara peligros pero que tuviera siempre presente que no aceptaría cargo público alguno, y, más tarde, al saber que había sido designado por la Junta revolucionaria para ponerse al frente de la Policía, no solamente me manifestó la resolución de no aceptar ese puesto, sino que me hizo un cargo amistoso por haber consentido su designación, diciéndome:

'No quiero ocupar puestos públicos de ninguna especie, pero aun cuando fuera otro mi deseo, siento i n compatibilidades de corazón y de cabeza con el de jefe de policía, y ustedes no deben imponerme su aceptación'".

"Como el nombramiento había sido hecho después de madura reflexión -sigue diciendo del Valle- teniendo en cuenta la situación delicadísima en que íbamos a entrar, que reclamaba al frente de esa institución un hombre de energías y de levantado carácter, que pudiera garantizar la tranquilidad social durante el período revolucionario, la Junta insistió en su nombramiento, y fue entonces que Yrigoyen declaró que aceptaría el puesto, por aquellas consideraciones, como una imposición del deber y con la condición expresa y terminante de que únicamente se le impondría ese sacrificio durante los días de la revolución. Poco después, la Junta revolucionaria llamó a su seno al doctor Yrigoyen para que tomara parte en sus deliberaciones".

("Yrigoyen Vivo", pág. 14, Raigal, 1954).

Sintetizando la relación de los hechos revolucionarios, digamos simplemente que su desarrollo se realizó en las inmediaciones del Parque de Artillería, regimiento que tenía su sede en la manzana que hoy ocupa el Palacio de Justicia, entre las calles Talcahuano,
Tucumán, Uruguay y Lavalle, por lo que los combates tuvieron lugar a lo largo de la Plaza Lavalle, habiéndose producido algunos enfrentamientos en la actual Plaza Libertad. El jefe revolucionario fue Leandro N. Alem y el jefe de las tropas militares, el general Manuel J. Campos, hermano de Luis María Campos, a la sazón "ministro de la Guerra", como se decía entonces.

A las 6 p.m. del 26.7.90, se dio a conocer un comunicado del comando revolucionario que indicaba el estado de situación m i litar, los regimientos adheridos y que se habían organizado para entonces, "más de cincuenta batallones de ciudadanos que armados del espíritu público están dispuestos a hacer vencer la causa de la Revolución". La distinción de estos varones, llamados los "cívicos" fue la boina blanca, la que desde entonces hasta hoy es el indiscutido símbolo radical.

Agregaba el comunicado la composición del gobierno provisorio revolucionario:

"Presidente, ciudadano Leandro N. Alem; Vicepresidente, ciudadano Mariano Demaría. Ministros: Juan E. Torrents, Miguel Goyena, Bonifacio Lastra, Juan José Romero y Gral. José Viejobueno. El nuevo Jefe de Policía es el ciudadano Hipólito Yrigoyen (...)".

Destaquemos que la ausencia del general Mitre de la conducción de movimiento, como de las fuerzas militares que lo acompañaron, se debió a un viaje a Europa que había emprendido unos meses antes de estallar la Revolución.

Las escaramuzas se desarrollaron durante tres días, desde el 26 hasta el 29 de julio de 1890, librándose "boletines revolucionarios" cada vez que la Junta lo consideraba necesario.

El tono festivo y triunfador de cada uno de ellos no permitía vislumbrar, sin embargo, las dificultades provenientes principalmente de la carencia de municiones y demás pertrechos de guerra. La estrategia de falsear estos datos frente a la Junta revolucionaria se concretó en una carta que el general Manuel Campos dirigió al Dr. Alem imponiéndolo de la situación bélica, el día 28. Al dirigirse al "Presidente del Gobierno Revolucionario", le manifiesta que lo hace en su calidad "de soldado y de hombre honrado" para imponerlo de la situación actual, para facilitar una resolución por parte de la Junta de lo que "en consecuencia mejor estime". Allí le señala que cada soldado de los regimientos cuenta con noventa tiros en cartuchera, los ciudadanos de la Unión Cívica con cinco cada uno y un depósito en el Parque de Artillería de 50.000 cápsulas cargadas. Le señala los esfuerzos que se han hecho en el comercio para lograr las provisiones de esos materiales y lo infructuoso del resultado. Frente a esa "realidad" indica que, en su opinión, sería aventurado llevar adelante un ataque contra el enemigo que se encuentra ubicado en la plaza de la Libertad (hoy situada con el mismo nombre en la manzana delimitada por las calles Libertad, Paraguay, Cerrito y Marcelo T. de Alvear), puesto que aun en una operación exitosa se le acabaría su munición, y en segundo lugar, estima que podría mantener la defensiva y repeler con éxito cualquier fuerza de ataque, pero en pocas horas de "ataque recio" se agotarían igualmente las municiones. Le informa sobre las bajas sufridas en las líneas revolucionarias, que ascienden a veintitrés muertos y ciento ochenta heridos. Entre los muertos se encuentra su propio hermano, el coronel Julio Campos.

Ante tal descripción y pronóstico decepcionante, la Junta decide aceptar el armisticio que le habían sugerido los emisarios del Gobierno y firman la capitulación, que en cuatro puntos dejan a salvo las responsabilidades de los revolucionarios, a quienes se los libera de juicio, lo mismo que a los militares y cadetes, garantizándoseles la vuelta a sus regimientos y escuelas.

A partir de este momento se producen las deliberaciones en el seno de la Junta, para establecer las responsabilidades. Existe un pormenorizado informe del propio Alem, en el cual describe casi paso por paso el desarrollo de los acontecimientos y la situación de las tropas, tanto de tierra como de la Escuadra. Formula juicios muy precisos y duda sinceramente que se hubieran cumplido, por parte de algunos jefes militares, los planes que la Junta había elaborado.

Por fin dice que, en su opinión, "el fracaso de la revolución de julio fue debido, casi exclusivamente, a no haberse ejecutado el plan militar combinado por la Junta Revolucionaria, quedando a la defensiva y sitiados en la Plaza del Parque, en lugar de dominar rápidamente la ciudad y en seguida la República".

Sin duda que este cargo estaba dirigido a quienes habían tenido a su cargo las operaciones militares y concretamente al jefe de ellas, el general Manuel J. Campos, quien, aviesamente, había convencido a Alem de un cambio del plan militar revolucionario ni bien empezaron los enfrentamientos. Campos había informado a la Junta que los generales Roca y Levalle estaban detenidos, lo que no era cierto, y esta mentira da la pauta de que no se había cumplido la orden por una desobediencia deliberada. Este hecho permitió afirmar a Alem que, como él lo había pronosticado reiteradamente a la Junta, sucedió que no se arrestó a ninguno de los dos generales.

"Ignoro si fue porque los grupos encargados de esa misión delicada no supieron cumplir con su deber, o si esos arrestos dejaron de hacerse por alguna intervención pérfida".

La perfidia fue lo que ocurrió realmente, pues el general Campos cedió ante la tentación de Roca, que le ofreció el cumplimiento de alguno de los objetivos de la Revolución, como la renuncia del Gobierno, a cambio de retirar las tropas rebeldes hacia el Parque y allí someterse a un armisticio.

Por el informe tergiversado de Campos en cuanto a la existencia de material de guerra y su pronóstico perdedor, la Junta concluyó aceptando el armisticio, y la capitulación se produjo en los términos ya reseñados.

Roca había jugado otra vez con los hombres y esto presagiaba nuevos movimientos de su parte, destinados a desbaratar a esa fuerza popular que el país entero vio nacer y crecer con la ilusión de concluir con la corrupción y el fraude.

A los pocos días se produjo efectivamente la renuncia de Juárez Celman, que demoró en el tiempo esperando verse acompañado en la misma actitud por Pellegrini. No advertía que su concuñado Roca tenía ya planeado con el vicepresidente el corte de su cabeza, como al chivo expiatorio de todos los males reinantes.

"La revolución está vencida pero el Gobierno está muerto", sancionó desde su banca el senador Juan Dídimo Pizarro, quien seguramente conocería las triquiñuelas del Zorro para superar el trance revolucionario.

Lo cierto es que del lado de los "cívicos" se atrincheró la mejor dirigencia argentina de esos tiempos y que la Revolución del 90 es un hito de la historia argentina, que señala el final de una época preñada de luchas intestinas, de ensayos y sanciones constitucionales, cuyo impulso tuvo origen, en todo caso, en otro mojón de piedra tan importante como aquél: la batalla de Caseros.

Hasta allí se remontan los recuerdos de Alem e Yrigoyen, por haber sufrido en carne propia la deshonra de los derrotados, lo que les imprimió su carácter y les templó la conducta; a uno con la pasión del espíritu idealista reivindicatorío de los derechos
más puros y esenciales del hombre-ciudadano, y al otro, con la razón recia del pensamiento, para encontrar la manera más exacta de concretar los mismos ideales.

Señalo -como Félix Luna- que entre esa pléyade incomparable de nombres deben destacarse tres que, habiendo tenido el mismo bautismo de fuego en el Parque, transcurrirán los años posteriores hasta su muerte, en filas políticas e ideológicas distintas pero que signarán, también a fuego, los rumbos de la p r i mera mitad del siglo XX en la República Argentina. Ellos son sin duda, Hipólito Yrigoyen, fundador de la Unión Cívica Radical, Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista y Lisandro de la Torre, fundador del Partido Demócrata Progresista y tal vez el talento individual más exquisito de esos tiempos.

El Acuerdo y la división de la Unión Cívica
Llegado el año 91, con la sensación que había dejado el fracaso revolucionario, comienza a pensarse en la elección del Presidente que debería reemplazar a Pellegrini en octubre de 1892, cuando se completara el mandato de seis años por los cuales había sido elegida la fórmula integrada por Juárez y aquél.

En la Junta de la Unión Cívica se producen varias reuniones con ese fin y se habla de Mitre, cuyo prestigio de hombre público se había consagrado definitivamente en todo el proceso revolucionario.

A ello se sumaba haber sido Presidente de la República, general en jefe y triunfador en la guerra del Paraguay, y que ya por entonces se conocía su traducción de la "Divina Comedia", su contribución a la historia de San Martín y de Belgrano y la honradez de sus procederes, como también la fundación del diario "La Nación", prometido, desde su primera editorial, como "una columna de doctrina". Aristóbulo del Valle lo propone como candidato para su aprobación casi por consenso, y a Don Bernardo de Irigoyen como candidato a Vicepresidente.

Cuando parecía que todo "estaba arreglado", surge una voz disidente que no considera procedente el método adoptado para la elección y propone que sea la Convención Nacional la que, a través de sus delegados, designe la fórmula. Esa voz tiene nombre y apellido: Hipólito Yrigoyen, con la ética y los principios.

Así ocurre y, al final de un largo debate, se propone la reunión de la Convención en la "ciudad del Rosario". Esta se reunió el 15 de enero de 1981 y proclamó como candidatos a Presidente y Vice a Bartolomé Mitre y Bernardo de Irigoyen. Por primera vez en la historia nacional, una fórmula era elegida por una Convención compuesta por delegados de todas las provincias y no por un grupo exclusivo de dirigentes. Ahí estuvo la mano de Hipólito, quien fue convenciendo a sus correligionarios de las bondades del sistema, a diferencia de las modalidades del "régimen" siempre exclusivo y oligárquico.

Mientras tanto Roca no descansa. A los dos días de estar Mitre de vuelta (llegó al país en el mes de marzo de ese mismo año) va a visitarlo a su casa, y en la conversación sobre el "estado de las cosas" le habla de la necesidad de buscar una solución integral a los temas nacionales y de evitar un compulsa electoral, para lo cual lo convence de unir a los viejos partidos en una fórmula que presidiría el viejo general. Le toca su fibra más intima adulándolo con su grandeza y le habla de la "salvación". Mitre acepta –olvidándose del 90- y sellan el acuerdo con un fuerte abrazo, que al día siguiente comentan todos los diarios de la época.

Los "mitristas", que siempre recelaron de los "radicales" e "intransigentes", encuentran en el acuerdo la coronación de sus aspiraciones y en una reunión al efecto constituyen la Unión Cívica Nacional, proclamando la fórmula encabezada por Mitre, pero a diferencia de la de la Convención del Rosario, se la compone con José Evaristo Uriburu.

En vez de ir en representación del partido de la Revolución, Mitre acepta el pacto con Roca, que garantiza la continuación del "régimen".

La decepción de Alem y sus amigos por esta traición es enorme.

Leandro había sido elegido senador por la Capital junto con del Valle.

Este renuncia a la banca y a la vida política, harto de desencanto, aun cuando unos años después aceptará ser ministro de Sáenz Peña por escasos cuarenta días durante la Revolución del 93.

Luego de un intercambio de notas, Leandro le escribe a Mitre una carta elocuente, en la que le señala su decepción y entre otras cosas le dice:

"Soy decidido adversario del 'acuerdo' en el sentido y en el alcance que usted le da, y estoy dispuesto a sostener firmemente los solemnes compromisos y declaraciones que ha hecho ante el país la Unión Cívica de acuerdo con su programa".

(...) "Ya no hay duda -agrega-, después de nuestra conferencia particular, marchamos por rumbos distintos, y pienso (y se lo digo con toda sinceridad), que usted comete un gravísimo error. Quién sabe cuáles serán las consecuencias".

La razón de todos estos desencuentros la había tenido Hipólito Yrigoyen. El desconfiaba de Mitre y especialmente de los "mitristas", a quienes veía mclinados al "acuerdo", con tal que se limpiara de corrupción al Gobierno y a alguno de sus personeros. Se lo advirtió a Alem y a del Valle en reiteradas ocasiones, incluso antes de incorporarse a las fuerzas revolucionarias con su hermano Martín.

Sostenía que aquel grupo era más propenso a las combinaciones de dirigentes antes que a la consulta popular, que en el orden de la Unión Cívica como partido, se traducía en la consulta a los comités o convenciones según se tratara de uno u otro tema. Por eso para él no hubo mayor sorpresa en la actitud de Mitre, a diferencia del agravio moral de Alem...

Otra vez la pasión frente a la razón.

La fundación de la Unión Cívica Radical
Me permitiré reproducir un párrafo de Gabriel del Mazo, de una elocuencia emocionante:

"El 26 de junio de 1981 se reúne el Comité Nacional de la Unión Cívica en su local de la calle Cangallo 536 y decide convocar a la Convención Nacional para que se pronuncie sobre el 'acuerdo'. Una minoría de veinticuatro miembros del Comité, amigos de Mitre, que no asistieron a la reunión, se reúnen por separado, desconocen la convocatoria, aprueban el 'acuerdo' y decretan una reorganización. La tendencia así separada en adelante se denominará Unión Cívica Nacional, por oposición a la tendencia convocatoria de la Convención que comenzó a llamarse entre sus afiliados Unión Cívica Radical. Ese día es el que la Unión Cívica Radical, el órgano político de la Reparación Nacional, tiene por día de su nacimiento".

Adhiero a lo indicado por del Mazo en lo que se refiere al "órgano político de la Reparación", por cuanto así lo será a lo largo de los tiempos -hasta nuestros días inclusive- cuando la República, en su novedoso andar, necesite periódicamente volver las cosas a su quicio.

Como vimos, la Convención de los "nacionales" se reunió el 9 de julio de ese año de 1881 y proclamó la fórmula del "acuerdo", formada por Bartolomé Mitre y José Evaristo Uriburu.

La Convención de los "radicales" se reunió el 15 de agosto siguiente y proclamó la fórmula de Bernardo de Irigoyen y Juan M. Garro.

Mencionaré alguno de los convencionales que estuvieron presentes en esa ocasión para que el lector pueda apreciar la trayectoria posterior de esos hombres, muchos de los cuales ocuparon posiciones bien destacadas en gobiernos posteriores. En la "Convención del Rosario" -así llamada como una expresión de continuidad de la que se había reunido en enero, aunque esta vez se congregara en Buenos Aires- estaban, entre otros, Juan M. Garro (presidente), Pedro C. Molina, Francisco Barroetaveña, José Néstor Lencinas, Salvador de la Colina, Pelagio B. Luna, Julio Moreno, Delfor del Valle, Marcelo T. de Alvear, Miguel Laurencena, Martín Yrigoyen, Martín M. Torino, Adolfo Saldías, Enrique S. Pérez, Joaquín Castellanos, Juan Posse (vicepresidente) actuando como secretarios Lisandro de la Torre y Francisco Lando.

Con las dos fórmulas proclamadas quedó planteada la confrontación de fuerzas, que obviamente no satisfizo a los personeros del "régimen". La adhesión popular a la de los radicales fue tan generalizada en todos los ambientes del país y tan manifiesta a través de los clubes, comités y otras organizaciones (ver "La Prensa" del 21/12/1891, discurso de Alem) que la facción "mitrista" comenzó a desvanecerse en el mayor descrédito, lo que produjo la renuncia de Mitre a la candidatura, abrumado por la conciencia de haber sido víctima del más crudo malabarismo roquista. A esa decisión siguió la del propio Roca que renunció a la presidencia del Partido Autonomista Nacional.

El gobierno entró en pánico de otra revuelta y Pellegrini ordenó acuartelar las tropas y convocar a una reunión de notables en su propia casa, luego de haber conversado con Roca y Mitre, en conjunto, sobre la gravedad de la situación.

Los relatos que siguen nos muestran de qué modo se fue afianzando la personalidad de Hipólito Yrigoyen, no sólo en el ámbito popular y del partido que había contribuido a fundar, sino también en el seno de los dirigentes más encumbrados del país.

Sin estar invitados al principio los radicales, el Presidente Pellegrini sugiere que se los convoque, a riesgo de que su ausencia pudiera tomarse como un desaire faccioso.
Aceptada la propuesta por los organizadores, se realiza la reunión el 18 de octubre en el domicilio particular de Pellegrini, a la que concurren el propio dueño de casa, Mitre, Roca, Aristóbulo del Valle, Manuel Quintana, Bonifacio Lastra, Rafael Igarzábal y Benjamín Zorrilla.

Por los radicales asisten Hipólito Yrigoyen, quien aclara que lo hace a título personal, y Oscar Liliedal, en representación de Bernardo de Irigoyen.

La reunión transcurre en forma tensa a partir del momento mismo en que Pellegrini, después de describir la situación caótica del país, apela a la responsabilidad de todos los invitados, señalándoles la necesidad de encontrar una "solución patriótica" que incluya la designación de una fórmula presidencial de común acuerdo.

Ante esta propuesta y su método reacciona Yrigoyen, quien le enrostra al Presidente dos aspectos: el primero, referido a la improcedencia de la reunión en un domicilio particular, en vez de hacerse en la Casa de Gobierno, y el segundo, por entender que la

"Unión Cívica Radical no estaba incondicionalmente dispuesta a secundar los planes del Presidente, por cuanto el Presidente no se colocaba en su puesto ni en su deber: la futura Presidencia debía surgir de comicios y no de conciliábulos".

(Gabriel del Mazo, "El Radicalismo", ensayo sobre su historia y doctrina, tomo I).

Ante semejante retahila, el Presidente, de modo intemperante, reaccionó diciéndole a Hipólito:

"¡Y cómo quiere el doctor Yrigoyen que me coloque en mi puesto, si siento que me quema la cara la revolución que está preparando su partido!".

Hipólito, en el mismo tono y golpeándose la rodilla derecha con su propia mano, al igual que lo había hecho Pellegrini, le contestó:

"¡Cumpla el Presidente de la República con su deber, garantice el comicio y verá como ninguna revolución radical le quema la cara!". (Op.cit.).

La reunión terminó abruptamente, aunque del Valle intentó morigerarla.

Tanto Gabriel del Mazo como Félix Luna coinciden en que al final alguien le comentó a Mitre (posiblemente Manuel Quintana) la "petulancia" demostrada por Yrigoyen, a lo que el general le habría respondido: "No creo que sea petulante, pero sí una esperanza para la patria".

Revolución Radical de 1893. La muerte de Alem.
Desde la fundación de la Unión Cívica Radical, en junio de 1891, se comenzó a constituir el Comité de la Provincia de Buenos Aires, cuya cabeza inspiradora y organizadora fue, por propia gravitación, la de Hipólito Yrigoyen, que de esa forma y tal vez sin quererlo, fue robusteciendo su figura de caudillo en derredor del cual se agrupaba cada vez más gente.

El "régimen" impuso las candidaturas de Luis Sáenz Peña, y José Evaristo Uriburu, a partir de la renuncia de Mitre.

Asumieron el 12 de octubre de 1892. El signo del Gobierno era el de inestabilidad permanente, sin lograr respaldo alguno en la opinión pública. Los ministros se sucedían confusamente sin acertar en la conducción de sus carteras, pues tampoco conducía el propio Presidente. Por esos motivos y los fundados en el fraude, la corrupción que persistía y los conciliábulos acuerdistas, los preparativos revolucionarios radicales se aprestaban a levantar nuevamente la reinvindicación de los derechos ciudadanos.

A fines de julio de 1893 se presienten los acontecimientos en tres provincias en las que triunfan los primeros escarceos: San Luis, Santa Fe y Buenos Aires. En esta última quien logró su organización y triunfo fue Hipólito Yrigoyen, cuyo primer cuartel de operaciones fue su estancia "El Trigo", cuya entrada todavía hoy puede ubicarse a pocos metros de la estación del viejo Ferrocarril del Sud (hoy Roca), del mismo nombre, en una localidad ubicada entre Saladillo al Oeste y Las Flores al Este.

Sin entrar en los detalles bélicos, sólo señalaré que en la Provincia de Buenos Aires las acciones triunfaron, lo que fue coronado por la entrada gloriosa de Hipólito y Martín Yrigoyen como jefes de las fuerzas revolucionarias en la ciudad de La Plata, momento en el cual renunciaron a sus funciones el gobernador Eduardo Costa y el vicegobernador. Por escasos cuatro días integra un gobierno provisorio el Dr. Juan Carlos Belgrano, sobrino nieto de Don Manuel, quien había sido elegido en una reunión del Comité de la Provincia reunido en Lomas de Zamora, ante la negativa intransigente de Hipólito, el que nunca quiso asumir el gobierno " n i provisoria ni definitivamente".

De haber aceptado, habría desvirtuado el triunfo, pues la opinión pública lo hubiera considerado como un beneficio personal.

Destaquemos brevemente el ministerio de Belgrano: Gobierno, Abel Pardo, Hacienda, José de Apellaniz, Obras Públicas Marcelo T. de Alvear, Jefe de Policía, Emiliano Reynoso.

La revolución también triunfó en "el Rosario" y los revolucionarios tomaron la ciudad de Santa Fe sin ningún esfuerzo. Lo mismo ocurrió en San Luis, donde Juan Saá, frente a los grupos radicales de la Provincia, se hizo cargo del gobierno.

Esto entusiasmó a Alem, que quiso continuar el avance revolucionario a las demás provincias. Pero los criterios del tío y el sobrino no eran los mismos, ya que Yrigoyen entendía que solamente el gobierno interventor de Buenos Aires, tarea que le había encomendado a del Valle -a la sazón ministro de guerra de Sáenz Peña- para que asumiera personalmente, debía convocar a elecciones limpias para constituir autoridades no fraudulentas y elegir diputados nacionales del mismo modo. El resto de las provincias debían llevar a cabo los procesos en forma independiente y, de tal manera, se lograría un triunfo indirecto sobre el gobierno nacional enlazado en los tientos roquistas.

Otra desinteligencia entre la pasión y la razón: Alem impulsaba el levantamiento libertario nacional; Yrigoyen prefería proyectar la organización de los medios. Los dos en el mismo sentido, los dos con los mismos ideales, ambos con idénticas convicciones, pero por caminos distintos.

El resultado final fue la derrota de la revolución, que en los tiempos quedó dividida en dos: la de julio y la de septiembre del 93. Si se quiere, una yrigoyenista, la otra alemnista, aunque ambas radicales.

Todos los dirigentes fueron presos, inclusive Alem, no obstante los fueros parlamentarios que lo amparaban como senador nacional recién elegido.

A partir de entonces y luego de padecer las miserias del encierro, Yrigoyen se dispone definitivamente a la organización nacional del "Partido Radical", "con su decisión de persistir en la lucha dentro de la severidad moralizadora de sus principios hasta conseguir, por el esfuerzo viril de sus conciudadanos, que la República sea reintegrada a la plenitud de sus libertades y que la vida cívica reconquiste los prestigios de austeridad democrática de que la ha privado la corrupción de gobiernos y partidos".

Años después, sostendrá la razón de ser de la Unión Cívica Radical como un movimiento de amplio espectro:

"La U.C.R. - dirá- no es un partido en el concepto militante; es una conjuración de fuerzas emergentes de la opinión nacional, nacidas y solidarizadas al calor de las reivindicaciones públicas".

Dispuesto y entregado a esa tarea, Yrigoyen recibe al año 1896 con la muerte de Aristóbulo del Valle, que se va de este mundo prematuramente, pues sólo contaba cincuenta años.

Había sido su amigo desde los tiempos del Partido Autonomista y lo siguió, junto a Alem, cuando del Valle, disgustado con el acuerdo de Alsina y Mitre, fundó el Partido Republicano. Lo siguió también en el 90, incorporándose a las huestes revolucionarias por su iniciativa; se disgustó con él en la reunión de notables en casa de Pellegrini; lo volvió a entrevistar conciliatoriamente, pero sin renunciar principios, en el ministerio de Sáenz Peña y, por último, le pidió que convenciera a ese Presidente de que lo nombrara interventor en la Provincia de Buenos Aires, a fin de concretar el triunfo de la revolución de julio del 93, convocando a elecciones limpias. Toda una trayectoria de amistad de más de veinte años, que no puede olvidarse.

Guardaría luto de tristeza Yrigoyen por del Valle cuando, el 1 de julio siguiente, toma noticia del suicidio de Alem, su tío carnal muy querido y admirado, su padre, maestro y líder en las luchas políticas.

Debo detenerme por un momento en el análisis de esta decisión tan violenta, que asoló a la República toda y que, desde luego, habrá afectado a Hipólito en lo más íntimo de su ser. Este análisis surge de una pregunta que muchos historiadores se han hecho: ¿estaban distanciados Alem e Yrigoyen? ¿Fue este último la causa de semejante decisión? Tengo para mí que la relación no debe haber sido del todo fluida por entonces, seguramente por alguna disidencia de conceptos que, como vimos, tampoco fue la primera.

Lo cierto es que Alem anuncia su decisión por escrito a un grupo de amigos y parientes, entre los cuales está Martín, pero no Hipólito. La carta a Martín comienza con un "efusivo abrazo" y después de algunas ponderaciones le manifiesta que "muero con gran cariño para ti" . Seguidamente le hace un encargo verdaderamente intimo y que normalmente se encomienda a los familiares: "Busca inmediatamente en el escritorio que hay en mi pieza de dormir y en el cajón bajo a mano derecha, un paquete hay rotulado para ti (sic). Hay allí varias cartas que deben entregarse y un pliego explicando las causas de esta mi resolución, que harás publicar, para evitar malas y torcidas interpretaciones.

Hay también otra carta para ti con encargos reservados".

¿No era natural destinatario de estas reservas más Hipólito que Martín? Tal vez no. Pero sigue siendo incógnita la ausencia de una carta dirigida a aquel que había sido su discípulo más conspicuo.

Le escribe a su hijo Leandro, dejando plasmado su dolor de juventud, diciéndole:

"mucho antes de la edad que tú tienes, muy niño todavía, yo tuve que marchar solo, sin guía, sin protección, sin sombras de ninguna especie. Todo lo contrario, rudamente combatido por las más irritantes injusticias: todos me negaban".

Manifestaciones evidentes de un hombre dolorido.

A su hermana Tomasa: "has sido la compañera de mi agitada y azarosa vida. Sé cuanto me has querido y del mismo modo te he querido yo. Debes creerme, pues, que al alejarme de ti para siempre, llevo el alma llena de llantos y dolores; voy con el corazón desgarrado y sangrado. Si algo me consuela, es esa confianza de que te hablo, de que tú no quedarás abandonada".

La lista de cartas se completa con las enviadas a Liliedal ("adiós mi buen amigo", le dice); a Máximo Ruiz Moreno, amigo de Leandro (h), a Martín Torino ("pídole una sus esfuerzos a los de Barroetaveña para iniciar algo en favor de mi hermana"); a Adolfo Saldías, a Enrique Madrid. Y la más larga y conceptuosa a Francisco Barroetaveña:

"¿Qué quiere, mi amigo? Después de haber luchado tanto, siempre con buenos propósitos y buenas tendencias, después de una vida tan laboriosa y agitada, sin manchas y sin sombras, es demasiado duro a mi edad y en la posición adquirida con tantos esfuerzos y sacrificios, tener que inclinar la frente en la batalla; vivir inútil y deprimido. Para todo he tenido fuerzas menos para esto. Sí, es mejor que se rompa y no se doble".

Idéntico mensaje que el de su testamento, en el cual manifiesta:

"He terminado mi carrera, he concluido mi misión. (...) Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí! que se rompa pero que no se doble".

Tenía apenas 54 años...

Decidió morir en el Club del Progreso, que por entonces tenía su sede en la esquina de Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) y Perú, al cual llegó en el coche que había pedido con orden de ir hasta allí, pegándose un tiro de pistola en la sien en pleno viaje.
Las crónicas trasmitidas verbalmente desde entonces en los salones del Club es que lo recibieron sus amigos, encabezados por Roque Sáenz Peña, depositando su cuerpo en una mesa que se conserva en la actual sede, ubicada en Sarmiento 1334 de la ciudad de Buenos Aires.

¿Por qué Hipólito no estaba entre esos amigos? ¿Por qué no recibió carta de despedida? No conozco por mi parte ningún testimonio, oral o escrito, que aclare estos interrogantes.

Félix Luna ensaya la teoría de que en el seno partidario ya se notaban divisiones entre los hombres del Comité de la Provincia y los del Comité Nacional. Y señala que "La verdad es que la lucha que libró Yrigoyen en el seno del Partido, fue dirigida contra el grupo que rodeaba a su tío". No contra él, a quien respetaba y amaba. "Yrigoyen -agrega Luna- conocía muy bien a ese pequeño cónclave usufructuario del prestigio del viejo caudillo, cuyos integrantes estaban muy lejos de vivir en la tensión heroica y agonista del viejo luchador". Tal vez sea esta una interpretación legítima.

Lo cierto es que muchos "alemnistas" dejaron de pertenecer a la Unión Cívica Radical con el correr de los tiempos.

Duelo con Lisandro de la Torre y la Abstención de 1897
Al morir Alem el Dr. Bernardo de Irigoyen asume la presidencia del Comité Nacional. En el Comité de la Provincia comandaba Hipólito, quien ya había detectado la falta de solidaridad de algunos miembros, llamados con el tiempo los "bernardistas" por su proclividad a seguir a Don Bernardo más que a Hipólito.

La división surge, evidente, en la llamada política de las "paralelas", que se presenta con motivo de la futura campaña para la renovación presidencial. Los rumores señalan que el Partido Nacional va a sostener la candidatura de Roca, lo que hace suponer a los "mitristas" y muchos radicales que nuevamente se pondrán en práctica las peores argucias del "régimen" y el fraude será feroz.

Consecuentemente, los "mitristas" -de fuerte arraigo electoral en la Provincia de Buenos Aires- proponen a los radicales integrar una fórmula encabezada por Bernardo de Yrigoyen, sumandoa la Unión Cívica Radical, que ya por entonces tenía organización nacional. Obviamente los "mitristas" piden reservarse la gobernación de la Provincia, señalando que cada partido haría su campaña en forma diferente pero "paralela".

Hipólito no acepta esta nueva propuesta de "acuerdo" porque conoce a los "mitristas" y a los "bernardistas", y sabe bien hasta dónde serán capaces de llegar por el afán de ocupar posicionesy gobiernos. Propone a los suyos rechazar la oferta y,frente al proceso electoral que se avecina, declarar la abstenciónfijando una clara posición de principios.

"Que se pierdan cien presidencias, pero que se salven los principios".

Como señala Manuel Gálvez, "desde su iniciación en la política repudió los acuerdos.

Por no unirse con los mitristas en los tiempos de la conciliación, cuando era presidente Avellaneda, se fue con Alem y con del Valle, que fundaron el Partido Republicano".

Se opuso a la Guerra del Paraguay, en la que Argentina, Brasil y Uruguay se unieron "acordando" la derrota conjunta de Solano López. Recordemos que Leandro, en cambio, se alistó en las fuerzas y que por sus acciones guerreras recibió el grado de alférez de artillería.

A fin de resolver el dilema, se convoca a la Convención Nacional de la Unión Cívica Radical para el Io de septiembre de ese año de 1897. Como siempre ocurre en estos menesteres, en los días previos se van conociendo las posiciones que personalmente adoptan los delegados, no siendo de extrañar que los que correspondan a determinada provincia arriben abroquelados en una idea determinada o con un voto ya resuelto.

Algo así debe haber sucedido con los de la Provincia de Buenos Aires que, impulsados por su líder, venían dispuestos a oponerse al acuerdo.

Tal vez por esto mismo y por la indignación que le producía la posición intransigente de Don Hipólito, Lisandro de la Torre, que varias veces había actuado como secretario de ese órgano, presenta su renuncia a su calidad de afiliado y sin tapujo de ninguna especie culpa a Yrigoyen por su actitud. Dirigida al presidente de la Convención, Dr. Juan M. Garro, le envía una larga carta que comienza diciendo:

"Ruego al Sr. Presidente se sirva poner en conocimiento de la Convención mi renuncia indeclinable del cargo de delegado de la provincia de Santa Fe. Doy a este acto el alcance de una separación definitiva del partido".

Lo que sigue a ese escueto pero lapidario mensaje es una retahila de culpas a Hipólito, al que le endilga ser el artífice de impedir "la gran política de la coalición". Los partidarios del caudillo produjeron un desorden de ordago para impedir que la renuncia continuara leyéndose. La tradición oral indica que el propio Marcelo Alvear tomó una silla y la arrojó sobre el secretario con tal propósito.

Yrigoyen no estaba presente en las deliberaciones, tal como se lo había recriminado Lisandro en su renuncia ("ha defraudado las aspiraciones del país, sin venir a la convenció, sin dar sus razones (...) sin mostrarse frente a frente..."). Sus amigos le trasmiten de inmediato los términos de la renuncia y, lamentablemente, no queda otro remedio para levantar su ponderación que el cruce de armas en un duelo.

Se pacta duelo a sable, con filo, contrafilo y punta. Uno de los padrinos de Yrigoyen es Marcelo T. de Alvear, que le da nociones de cómo empuñar el arma, ya que el enfrentamiento será con un experto esgrimista. El resultado es el de una herida en la mejilla de de la Torre, quien a partir de entonces, usará barba rala para disimularla.

No hay reconciliación entre los contrincantes, y en el futuro será Lisandro de la Torre un enemigo acérrimo de Hipólito Yrigoyen, porque como a Leandro Alem, de quien era profundo admirador, lo conmueve la pasión más que la razón. No en vano su final también será de suicida, dirigiendo un mensaje a sus amigos con la explicación de la decisión.

Julio Noble señala que en el 90, las vidas de Alem y de la Torre se ensamblaron. "El joven abogado rosarino se acercó al gran caudillo y a su lado permaneció hasta su desaparición. Luego siguió fiel a su memoria y a sus principios morales y políticos que predicó y practicó hasta que decidió la suya"

(Julio Noble, "Cien Años: dos vidas", tomo I).

No obstante el duelo, la Convención Nacional votó a favor de las "paralelas", por lo que los delegados yrigoyenistas se retiraron de su seno.

En una reunión sostenida en casa de Marcelo T. de Alvear, en la que además del dueño de casa se encontraban los componentes del Comité de la Provincia, Dr. Hipólito Yrigoyen, Senillosa, Serra, Durañona, Bullrich, Reynoso, O'Farrel, Alfonsín, Simmovich, Casco, Rodríguez Ocampo, Matienzo, Wright, Moutier, L. Pereyra, M. Demaría , Le Bretón, Demarchi, L. Ocampo y J. Moreno, se resolvió no continuar la lucha cívica, decretar la abstención y "aprobar la decisión de los senadores y diputados de retirarse de las Cámaras". Así, además de la abstención, se ratificó la intransigencia. Sin duda el criterio y orientación de Hipólito quedaban nuevamente ratificados.

La reorganización partidaria y la revolución de 1905
Concretada la política de las "paralelas" con la gobernación de Bernardo de Irigoyen, la Unión Cívica Radical comienza a languidecer, pues los que aceptaron posiciones de gobierno dejaron de pelear por la modificación del régimen, y los abstencionistas dejaron de actuar también, aunque por otros motivos y principios.

De tal modo transcurren cuatro o cinco años de "abstención radical", en medio de la segunda administración de Roca. La decepción popular por estos resultados era tan grande que se reflejaba en los pobres comicios a los que concurrían sólo los obligados por un deber de fidelidad.

Sin embargo Hipólito no descansa. Su casa de la calle Brasil 1039, a escasos metros de la plaza Constitución, es casi un templo de abrevar doctrina, en donde Hipólito vive, al principio, con su hermana Marcelina.

Allí concurren todos los viejos compañeros de luchas en el 90 y el 93, así como hombres más jóvenes que, atraídos por el místico encanto del caudillo, se suman a la causa de sus desvelos, ofreciéndose a engrosar las filas de lucha.

En 1903 se encara la reorganización definitiva del Partido. En septiembre de ese año queda constituido el Comité de la Capital y, en febrero de 1904, el Comité Nacional, que preside Pedro C. Molina y cuyo vicepresidente es José Camilo Crotto.

La tarea prioritaria era pensar y organizar otro movimiento revolucionario que definitivamente diera por tierra con el régimen roquista. No para ocupar posiciones, sino para lograr la recuperación institucional.

Del propio puño de Yrigoyen es el texto del Manifiesto de la Unión Cívica Radical al Pueblo de La República. El primer párrafo del largo documento afirma:

"Ante la evidencia de una insólita regresión que después de 25 años de transgresiones a todas las instituciones morales, políticas y administrativas, amenaza retardar i n definidamente el restablecimiento de la vida nacional, ante la ineficacia comprobada de la labor cívica electoral porque la lucha es de la opinión contra los gobiernos rebeldes, alzados sobre las leyes y los respetos públicos, y cuando no hay en la visión nacional ninguna esperanza de reacción espontánea ni posibilidad de alcanzarla normalmente, es sagrado deber del patriotismo ejercitar el supremo recurso de la protesta armada a que han acudido casi todos los pueblos del mundo en el continuo batallar por la reparación de sus males y el respeto de sus derechos".

Esta vez el levantamiento estaría organizado para estallar simultáneamente en todas las provincias, como modo de sorprender y dispersar a las fuerzas del Gobierno.

Proyectado el estallido para el 10 de septiembre de ese año, diversas circunstancias aconsejan aguardar tiempos más propicios, especialmente por la situación de algunos jefes y oficiales que, deseando plegarse, no estaban en condiciones institucionales de hacerlo. Por otra parte, algunas delaciones habían jugado una partida traidora, haciendo saber al Gobierno las preparaciones bélicas.

Se acuerda también que es preferible aguardar el cambio de gobierno, cuya Presidencia pasa -el 12 de octubre- de Roca a Manuel Quintana.

De tal manera se llega al 4 de febrero de 1905. Al atardecer del día anterior, a f in de ajustar los detalles, se realiza una reunión en la casa del Dr. Julio Moreno, futuro jefe de Policía y ministro de Guerra de Yrigoyen, ubicada (todavía) en la Avenida Callao al 200 entre las calles Cangallo y Cuyo (hoy Sarmiento). Allí concurren Pedro C. Molina, (presidente del Comité Nacional), José Santos Arévalo (presidente del Comité de la Capital), Fernando Saguier, Vicente G. Gallo, José Luis Cantilo y otros más, confirmando la hora del levantamiento para las 3 de la mañana siguiente.

Pero esta vez también el Gobierno tuvo noticias tempranas del proyecto (culpa de las "delaciones infames") y el propio ministro de Guerra, general Godoy, junto al jefe de la Región Militar, tomó posesión del arsenal; al arribar los revolucionarios a ese lugar estratégico, se desbarataron todos sus planes. Lo mismo ocurrió con los demás arsenales ubicados en distintos puntos de la ciudad y las comisarías, por lo que en pocas horas todo quedó en la nada, con una nueva decepción popular y el "régimen" incólume.

Los organizadores partieron a Montevideo, donde una pléyade de "blancos" liderados por Don Luis Herrera les brindó honores y asistencia.

En la Provincia de Buenos Aires, el resultado de la derrota fue más cruento y hubo que lamentar muertos y heridos. La principal reyerta ocurrió en Pirovano, donde luego de confusos episodios, la tropa teóricamente leal a la revolución se subleva contra sus jefes "y asesina primero a los tenientes José Avelino Mantera e Hipólito Veniard, marchando sobre la estación (del ferrocarril) donde son muertos fríamente Baca, Kuhr, Agustín Roca, Inocencio Arroyo y Alejandro Moreno". Este último era hermano de Julio Moreno, a quien hemos citado reiteradamente en este escrito.

Los levantamientos en el resto de las provincias sufrieron suerte variada también, y puede decirse que la derrota en la Capital y en la provincia de Buenos Aires fueron decisivas para su resultado.

A los pocos días, Hipólito Yrigoyen se presentó solo ante el Juzgado Federal para hacerse responsable exclusivo de semejante desastre. Ahí estaba la responsabilidad de un hombre de principios.

Ahí estaba, en definitiva, la fuerza de la Etica.

Recomiendo al lector revisar los términos del llamado "Segundo Manifiesto" de la Unión Cívica Radical al Pueblo de la República, con motivo del fracaso de la revolución y las causas que lo produjeron. Con la pluma evidente de Yrigoyen, comienza diciendo que "La delación y la perfidia, que siempre fomentan los gobiernos sin moral; y que fueron los verdaderos enemigos con que el movimiento revolucionario tuvo que luchar desde el comienzo de sus trabajos (...)", completando su pensamiento en tal sentido al afirmar que "En la frente de quienes de tal manera han traicionado deberes sagrados, infamando sus nombres, pesará eternamente la ignominia de su villanía a la execración de la República".

El triunfo de la Ley
Los tiempos que siguen a la "Revolución del Cinco", son de abstención absoluta del Partido Radical y de intransigencia en los principios, actitudes que, sostenidas por Hipólito Yrigoyen a ultranza, van agrandando su figura de conductor, caudillo y hombre de pensamiento. La gente lo sigue y él acepta ser guía, siempre dispuesto a escuchar inquietudes, a consultar opiniones, a conocer la vida de los hombres.

Llega por fin la renovación de la Presidencia de la República, que trasmitirá Figueroa Alcorta a favor de Roque Sáenz Peña.

Este, más amigo de Roque Yrigoyen que de Hipólito, ha tenido con él, sin embargo, un pasado común en las lides de Alsina.

Roque Sáenz Peña llega convencido de que no es posible continuar con el sistema y las costumbres electorales imperantes y que, naturalmente, la reforma debe ser una prioridad de su gobierno.

Antes de asumir y recién llegado al país desde Roma, en donde era embajador, se entrevista con Yrigoyen y le trasmite su inquietud. Aceptadas por éste, se realizan algunas reuniones más a las que también concurren otros amigos y el futuro ministro de Interior, el Dr. Indalecio Gómez.

Hipólito no quiere hacer de esas reuniones simples conciliábulos, por lo cual y confirmando sus valores éticos, comunica toda su gestión al Comité Nacional -el cual se pronuncia autorizándolo a proseguir con el plan-, no sin antes ratificar su declinación a ocupar puestos de gobierno y afirmar que la U.C.R. "está dispuesta siempre a caracterizar con su intervención y sancionar con su voto en definitiva, la reorganización de los elementos constitutivos del derecho electoral, en cuanto ella sea plena y realmente hecha en su concepto legal y su aplicación verdaderamente garantizada".

Con este espíritu se desarrollaron las deliberaciones del proyecto, marcando los radicales tres elementos sustanciales: el empadronamiento de los electores en el padrón militar, el voto secreto y obligatorio y la representación de las minorías, a las que se les asignaría un tercio de los resultados. Es el sistema de la lista incompleta que caracterizó en el futuro la denominada "Ley Sáenz Peña".

Este es el instrumento definitivo de la "reparación nacional" que en el año 1912 permite incorporar al Congreso Nacional a los diputados radicales por la provincia de Santa Fe, cuña divisoria de un tronco compuesto en su primera parte por un régimen "falaz y descreído" y en la segunda por la reconstrucción de los derechos ciudadanos.

La coronación de todo el proceso, que había empezado con las revoluciones, terminó con la elección popular que en definitiva llevó a Hipólito Yrigoyen a la Presidencia de la República, ámbito desde el cual se le había enrostrado reiteradamente su afán revolucionario, atribuyéndole ambiciones personales.

Nunca nadie en la historia argentina tuvo menos ambición de gobierno que Yrigoyen; hubo que presionarlo de tal manera para que aceptara la candidatura a la Presidencia que la puja concluyó con su famosa frase: "hagan de mí lo que quieran".

Un final glorioso
Superadas las Presidencias y el fatídico 6 de septiembre de 1930, que da por tierra con todas las viejas luchas y la sangre que costó la proclamación definitiva de los derechos ciudadanos, llega Hipólito Yrigoyen al final de su carrera y de su vida, que había comenzado en las brumas guerreras de la batalla de Caseros.

Su partido estaba nuevamente dividido entre los fríos de siempre, que habían aceptado el "acuerdo del contubernio", y los radicales de siempre, que proclamaron nuevamente la abstención revolucionaria y la intransigencia contra el despotismo de los gobiernos de José Félix Uriburu y Agustín P. Justo. Habían anulado las elecciones del 5 de abril de 1931 y produjeron la proscripción de la fórmula radical, compuesta por Marcelo T. de Alvear y Adolfo Güemes, para las elecciones de 1932.

La República se había perdido y la democracia era un mito.

Frente a ese panorama Yrigoyen señala que "hay que empezar de nuevo", para lo cual, sintiéndose envejecido y sin fuerzas, busca a un lider que lo suceda en la conducción partidaria.

Para eso mantiene varias reuniones con los amigos y, siendo Alvear presidente del Comité Nacional, lo visita un día el Dr. Adolfo Güemes. Cuenta Gabriel Del Mazo que Yrigoyen le dijo:

"Marcelo está muy mal rodeado. Son un peligro ciertos amigos que tiene a su alrededor. Deben ustedes cuidar ese punto". "En esas palabras -agrega Del Mazo- está la explicación de la frase de Yrigoyen, ya muy cercano a la muerte, que ha sido muy llevada y traída con intención política: 'rodeen a Marcelo'".

En el apoteótico entierro, que hizo acordar a los de Alsina y Sarmiento, pero esta vez conducido el féretro a pulso por el pueblo, habló Marcelo Alvear, junto a otros oradores, como Honorio Pueyrredón, Juan A. O' Farrell, Ricardo Rojas, Amadeo Sabatini, Osvaldo Meabe, Raúl Damonte Taborda.

En tal ocasión, señaló Alvear: "desde hoy en adelante, la nación tiene en Hipólito Yrigoyen el noble orientador, como el navegante la estrella polar en la vasta soledad de los mares. Su nombre se grabará en las páginas de la historia para ser perpetuado en bronce y en mármol en todos los pueblos de la República".

Dedico este trabajo a la memoria de mi abuelo, el Dr. Julio Moreno, quien fue gran amigo de Hipólito Yrigoyen desde los albores del 90 hasta su repentina muerte, ocurrida en el mes de noviembre de 1926, en París mientras desempeñaba la presidencia del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Fue el primer jefe de Policía en 1916, ministro de Guerra e interino de Marina hasta 1922, cuando comienza el gobierno de Marcelo T. de Alvear.

Moreno y Alvear habían sido íntimos amigos desde la Facultad de Derecho. Sin embargo, cuando los llamados "antipersonalistas" producen la división partidaria encabezados por Meló y Gallo, Moreno integra el Comité Nacional de la U.C.R., desde donde deplora la actitud asumida por los opositores a Hipólito Yrigoyen y se distancia de su amigo Alvear definitivamente.

Era hermano de Alejandro Moreno, quien, aun cuando no figurara -como su hermano mayor- en los roles del Comité Nacional o la Convención Nacional, o del Comité de la Provincia de Buenos Aires, su presencia fue permanente en las lides partidarias y -como vimos- ofrendó su vida en la revolución de 1905, en Pirovano, donde fue muerto junto con otros correligionarios. A él también dedico este esfuerzo.

El Dr. Julio Moreno contrajo matrimonio en 1898 con doña María Ignacia Hueyo y de esa unión nacieron nueve hijos. El sexto de ellos era mi padre, el Dr. Guillermo José Moreno Hueyo, quien tuvo la grandeza de entusiasmarme con los temas vinculados a la historia y la política. Para él, mi más profundo agradecimiento y homenaje.


















Fuente: Hipólito Yrigoyen “La fuerza de la etica” Prólogo y Selección de Guillermo Moreno Hueyo (h), 1999.

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