A modo de introito
El primer pensamiento que me invade al intentar un prólogo
descriptivo sobre Yrigoyen, es imaginar todo lo que se ha dicho y escrito sobre
su persona y lo poco que queda por investigar y descubrir con relación a él.
De cualquier forma, paralelamente a aquel pensamiento, me
aparece un fuerte arrebato de entusiasmo por querer hacer la mejor síntesis y,
con ello, dibujar su perfil de hombre grande y de bien, en el que puedan verse
reflejados los dirigentes de la actualidad, especialmente los que ejercen la
función pública. Porque -como diría Balbín- Hipólito Yrigoyen vivió para los
tiempos; el suyo, los que vinieron después de su lamentada caída en 1930 y los
actuales, en los que parece imprescindible el conocimiento de sus rasgos
personales, para conformar la ética cotidiana de los hombres frente a la
realidad política.
Por tal motivo, decidí subtitular esta presentación con
"La fuerza de la Etica", pues nadie mejor que Yrigoyen puede mostrar
con los hechos cotidianos y los actos de gobierno, cómo se ejerce esa virtud en
un régimen republicano.
La intención de la Colección en que aparece este libro es
destacar la tarea legislativa del biografiado, tema que es limitado en la vida
de Yrigoyen por cuanto solamente desempeñó escasos dos años el cargo de
diputado provincial en la Legislatura de Buenos Aires, y un año y medio como
diputado nacional. Existe alguna memoria de hechos sucedidos durante su desempeño
como presidente de la Comisión de Presupuesto, con actitudes dignas de su
personalidad frente a situaciones conflictivas, a las que luego haré
referencia. Sin embargo, en la actualidad, no ha quedado registro de los
proyectos de leyes por él presentados, ni en el Congreso de la Nación ni en la
Legislatura de la Provincia. Pero ello no impide que puedan
hallarse, de Hipólito Yrigoyen, un sinfín de documentos estrechamente
vinculados con la vida del Congreso Nacional, a través de sus mensajes de
apertura de sesiones ordinarias o de proyectos de leyes enviadosal Parlamento
desde el Poder Ejecutivo, en los que se destacan su brillante personalidad de
impulsor de ideas nuevas y, además, su ideario político y pensamiento
filosófico, siempre expresados con el particular modo literario que tanto lo
caracterizaba.
La recopilación de documentos que acompaña estas páginas es,
por cierto, bien restringida, ya que el conjunto de todas sus obras constituye
gruesos tomos que se han ido editando con el correr de los tiempos y que aquí
sólo significarán un escueto esbozo, elegido con la intención de destacar
algunas circunstancias de su actuación parlamentaria.
Deliberadamente me referiré a la personalidad de Yrigoyen
tratando de destacar sus rasgos personales y actuación política, hasta las
vísperas de su asunción como Presidente de la República. Ello así por dos
motivos: primero porque creo mas adecuado contar los tiempos de su formación,
su relación con Alem y su actuación posterior a la muerte de su tío, todo lo
cual decide su personalidad definitiva de principista, intransigente y
doctrinario, virtudes que se ponen de manifiesto en el ejercicio de aquellas
funciones. Y en segundo lugar, por cuanto el análisis de las gestiones
presidenciales que le correspondieron por claro mandato popular son dignas de
un trabajo mucho más amplio que las dimensiones de este trabajo.
Concluiré, eso sí, con reseñas de su fallecimiento, pues
después de todo su tránsito por esta vida, vale la pena conocer algunos juicios
sobre su personalidad de quienes lo sucedieron.
Sus datos biográficos
Nació Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen el
12 de julio de 1852, en la ciudad de Buenos Aires. Eran sus padres don Martín
Yrigoyen Dodagaray y doña Marcelina Alem, hermana de Leandro N. , quienes
tuvieron dos hijos varones más, llamados Martín y Roque, y dos mujeres, Amalia
y Marcelina.
Por razones de orden político, que impusieron a la familia
un encierro y ostracismo exagerado, el bautismo de Juan Hipólito del Sagrado
Corazón de Jesús y el de sus hermanos varones se realizó en la Iglesia de
Balvanera, cuatro años después del nacimiento del primogénito. En esa iglesia
también se habían casado sus padres, el 25 de enero de 1847.
La simple mención de esas fechas traerán al lector el recuerdo
de torbellinos históricos que asolaron nuestra ciudad y la Patria grande por
aquellos tiempos.
En 1847 había recibido Rosas una renovación de sus
facultades como gobernador de la Provincia de Buenos Aires y encargado de las
relaciones exteriores, contando su dictadura con una secuela de persecuciones y
muertes como no se tenía memoria, por entonces, en otros países de la región.
La particularidad que debe destacarse en esta relación es
que Hipólito Yrigoyen y Alem era nieto de un mazorquero, es decir, de un
miembro de la policía de Rosas, de quien cumplía órdenes para llevar a cabo
toda su política persecutoria. Se llamaba Juan Antonio Alen, quien contrajo
matrimonio con doña Tomasa Ponce el 30 de septiembre de 1825, es decir, en
plena presidencia de Bernardino Rivadavia. Cuatro años después, siendo Rosas
gobernador de Buenos Aires, lo empleó en la policía. No abandonó esas funciones
ni aun en los momentos en que sufriera algunas perturbaciones mentales, lo que
en todo caso, como señala Manuel Gálvez, provocó que pasara de ser
"vigilante a caballo" a "vigilante de la esquina" en una
pulpería o almacén de su propiedad.
Con el tiempo, aquella policía sencilla se convirtió en la
Sociedad Popular Restauradora, llamada "la mazorca" en el lenguaje
callejero.
Sabido es que don Leandro Antonio terminó juzgado junto a su
par Ciríaco Cuitiño, siendo ambos ahorcados y expuestos sus cuerpos en la
recova del Cabildo.
Semejante episodio marcó para siempre la vida de los Alem,
tanto la de Leandro N. como la de sus sobrinos Hipólito y Martín, únicos
componentes de la familia que se dedicaron al quehacer público. Pero no cabe
duda que aquel hecho fue un estigma que les imprimió carácter.
La infancia de Hipólito transcurrió en la quinta de la calle
Federación (hoy Rivadavia) y Ombú, en la que durante la vida y apogeo de su
abuelo se habían observado rasgos de un buen pasar. Sin embargo, la caída de
Rosas y la persecución a Leandro Antonio Alen fueron las causas de un torrente
de desgracias llegado a la casa en mala época, en donde el joven Leandro debió
afrontar el requerimiento de pagos de la más diversa índole, entre ellos los
honorarios del defensor del mazorquero, Dr. Marcelino Ugarte.
En ese ambiente, y con las penurias económicas que siempre
acompañan estos avatares, creció Hipólito, que hizo sus primeros estudios en el
Colegio San José de los Padres Bayonenses, ubicado como en la actualidad en el
barrio de Balvanera y, posteriormente, en el Colegio de la América del Sud, en
el cual su tío Leandro era profesor de primero y segundo curso de Filosofía.
Señalan los autores que es posible que entre otras
consecuencias de esta infeliz etapa, Leandro N. haya producido los trámites
para cambiar su apellido, sustituyendo la " n " final por la " m
" y quitándole el acento que lo identificaba.
También señalan los biógrafos que Hipólito era un niño
taciturno, muy pegado a su madre con quien convivió mucho más que con su padre
Martín, el que era analfabeto, y que solamente podía ofrecerle tareas y
trabajos propios de su condición de acarreador, siempre ponderado, no obstante,
por su personalidad honesta, su tesón para el trabajo y su dedicación a la
familia.
Al comentar su personalidad fuera del colegio, Manuel Gálvez
señala que Hipólito "anda siempre solo y con libros bajo el brazo. No
tiene amigos. No juega jamás con otros muchachos, no levanta la voz, no
callejea y casi no ríe". Curiosa paradoja de un hombre que habría de
llegar hasta la más alta magistratura del país, prácticamente "en brazos
de todo un pueblo" que lo proclama su conductor para la tarea
inconmensurable "de la reparación nacional".
Debido seguramente a los escasos recursos de su padre y a la
condición de analfabeto que éste ostentaba, Hipólito empieza a gozar del
protectorado de su tío Leandro, quien lo introduce en estudios filosóficos y
políticos que él mismo frecuentaba y ejercía para recibirse de abogado con una
profunda vocación, según lo puso de manifiesto a lo largo de su vida. La tarea
compleja consistía en conseguir trabajo para Hipólito pues, a causa de todas
las denigraciones, la familia Alem carecía de influencias como para gestar un
empleo público o privado. Concluido su secundario, Hipólito sólo había
trabajado ayudando a su padre en las tareas de acarreo que éste ejercía en los
arrabales de Buenos Aires. Leandro le consiguió algunas pasantías en estudios
jurídicos, que siempre fueron de poca durabilidad y de peor remuneración.
Por entonces, la pasión política de Leandro lo había llevado
a mezclarse en los ejércitos de la Confederación, que al mando de Justo José de
Urquiza luchaban contra los porteños guiados por Mitre en la guerra civil,
desatada con motivo del intento de federalización de la ciudad de Buenos Aires
como capital de la República.
Así pelea en Cepeda, alistado contra sus propios coterráneos,
quienes defendían a troche y moche la individualización de Buenos Aires, que
imaginaban devorada por el resto de las provincias.
Sin embargo, variará Alem su militancia en esta causa por
cuanto, interrumpida la paz, que había permitido la incorporación de Buenos
Aires a la Confederación con la Asamblea Constituyente de 1860, se libra la
batalla de Pavón entre los mismos rivales que en Cepeda. El cambio de bando por
parte de Alem resulta de comprender y aceptar la situación de los porteños, por
lo que se suma de esa manera a su lucha.
En 1862, es decir, cuando Hipólito contaba escasamente diez
años, se produce la batalla de Pavón y, derrotados los ejércitos de la
Confederación, se resuelve nuevamente la anexión de la Provincia de Buenos
Aires al resto de sus hermanas, dándose comienzo de ese modo a la organización
nacional definitiva.
Los pesares de Hipólito se incrementaban en la medida de las
desapariciones temporarias de su tío, lo que obviamente también fue formando su
carácter, no sólo por lo que significaba el rigor de la escasez, sino también
por el mensaje espiritual que Leandro N. le dejaba cada vez que afrontaba una
gesta en pro del beneficio de su patria. Este también será un sello distintivo
que lo acompañará hasta la tumba.
Transcurridos los años -inclusive otra ausencia de Leandro
con motivo de la guerra del Paraguay-, el 17 de agosto de 1872 Hipólito es
designado comisario de Policía, cuando contaba escasamente veinte años. En esta
función empieza su vida política, que no abandonará jamás.
Seguidor de su tío
Ningún ensayo biográfico de Yrigoyen podría prescindir de la
personalidad de Leandro N. Alem y, por consecuencia, de la importancia que tuvo
la relación entre los dos grandes hombres.
Que la personalidad de Hipólito y su pensamiento político
fueron influidos por Alem, nadie tiene dudas; y si por los hechos hemos de
juzgarlo, tampoco habrá posibilidad de confundirse.
No obstante, podremos apreciar cómo el transcurso de los
años y la maduración política de cada uno fueron mostrando criterios d i
ferentes frente a hechos determinados.
Esta disparidad de criterios llegará hasta los últimos días
de don Leandro, especialmente por lo que cada uno de ellos entendía respecto de
la estrategia que debía adoptar la Unión Cívica Radical frente a los gobiernos
surgidos de los acuerdos de cúpula y el fraude en los procesos electorales. La
diferencia no se apreciaba en la opinión política o filosófica, sino en el modo
de actuar frente a circunstancias determinadas. Hay un rasgo que los distingue
y diferencia:
Leandro era pasión e Hipólito era razón.
La vida pública
Ya consagrada la vida de Alem a la política, su enrolamiento
popular se producirá en el partido de los porteños, que entonces lideraba
Adolfo Alsina, prototipo de caudillo popular, siempre preocupado por las
condiciones materiales y morales en las que vivía su pueblo. La rivalidad con
los liberales de Mitre ha sido motivo de estudios y trabajos literarios de la
más variada índole, especialmente por lo que significaban las luchas cuerpo a
cuerpo en los atrios parroquiales cada vez que se confrontaba para elegir
diputados o presidentes. El fraude y el engaño a la voluntad popular eran el
signo característico de la época, y tanto Leandro como Hipólito se formaron en
el espíritu alsinista, que veía en esas prácticas la deformación de los
principios proclamados en la Constitución Nacional.
Por entonces, Leandro convivía en esas lides con los hombres
que años después detentarían las más altas magistraturas, como Roque Sáenz
Peña, Manuel Quintana, Carlos Pellegrini, y otros más, quienes también
encontraban en Alsina su líder y maestro.
Hipólito, que ejercía el comisariato con sobriedad y
honestidad, rasgos que también lo distinguieron a lo largo de su vida, no puede
aislarse de su pasión y aun cuando su función no le permite el ejercicio activo
de la vida partidaria, frecuenta los grupos "alsinistas", en los que
también se comentan sus limpios procederes y su desinterés absoluto por los
bienes materiales.
En 1873 existían el Partido Autonomista, acaudillado por A l
sina, y el Partido Nacionalista, conducido por Mitre. La esencia diferencial de
ambos era el sector de la sociedad al que representaba cada uno: los
"mitristas" se nutrían de "gente distinguida", y a los "alsinistas"
los conformaba el "pueblo orillero", tal como se lo conocía en
términos despectivos.
Alsina desempeñó la Vicepresidencia de la República
secundando a Sarmiento, quien va a concluir su mandato en 1874, dando paso a la
Presidencia de Avellaneda. Para facilitar esta candidatura Alsina había
renunciado a la suya, no obstante haber sido impulsado por sus amigos, que lo
veían como el mejor competidor de Mitre, quien pretendía volver a ser
presidente.
Sin embargo, la candidatura de Avellaneda se impone en los
círculos áulicos de las negociaciones y resulta elegido no sin un descalabro
institucional de grandes proporciones producido por los "mitristas",
que advertían en esos acuerdos el riesgo de su desaparición. Aquellos hechos
enlutaron la asunción de Avellaneda y, como consecuencia de los juicios
habidos, terminaron por condenar a muerte a Mitre, quien, sepultado
literalmente en las mazmorras de las comisarías lujaneras fue, no obstante,
indultado por el novel Presidente.
El hecho destacable es que Nicolás Avellaneda tiene circunscripto
todo su período presidencial por dos revoluciones; la de 1874, cuando asume, y
la de 1880, cuando concluye su gobierno con los disturbios de la federalización
de Buenos Aires, ley que se discute en términos apasionados durante su
presidencia.
No obstante aquellas luchas, durante el interregno de
Avellaneda se logra el acuerdo entre "mitristas" y
"alsinistas", el que se concreta con el abrazo que los dos líderes se
dan frente a la estatua de Belgrano, ubicada en la Plaza de Mayo, y en medio de
una gran algarabía popular.
Este acuerdo enoja a un grupo importante de
"alsinistas" que critican duramente la actitud de su líder, quien
decididamente aspiraba a ser candidato a Presidente cuando concluyera el
período
vigente.
De esta disidencia surge el Movimiento Republicano
encabezado
por Aristóbulo del Valle, grupo al cual adhieren Alem
eYrigoyen, que tampoco aceptanla conducta de su líder. Consecuentemente, frente al proceso electoral que se imponía
para la elección del gobernador de Buenos Aires y los diputados de la
Legislatura porteña, la fracción de los "intransigentes" sostiene la
candidatura de Artistóbulo del Valle contra Carlos Tejedor, candidato surgido
del acuerdo.
En el proceso electoral ganan nuestros amigos, lo cual
produce inquietud en "la gente del acuerdo", quienes adoptan
actitudes de clara indiferencia y de algún modo persecutorias para los que,
perteneciendo al grupo rebelde, ostentaban cargos públicos.
Una de las primeras víctimas fue el propio Hipólito, al que
se le quitó la designación de comisario que había ejercido con toda prudencia y
honestidad. Esta fue causa de nuevos apremios económicos, no obstante lo cual
se inscribe en la facultad de Derecho para proseguir sus estudios en el mismo
rumbo que había señalado su tío.
Yrigoyen diputado
En diciembre de 1877 muere Alsina inesperadamente, y los
jóvenes rebeldes del Partido Republicano vuelven al autonomismo, en donde se
había comenzado a revisar el pacto con los "mitristas".
Recomiendo al lector las crónicas del entierro del gran
conductor popular, que es el primero que se produce multitudinariamente, prueba
de la tristeza que su muerte había producido al pueblo que lo acompañó a su
eterno descanso. A esta manifestación le seguirá pocos años después la de
Sarmiento, eternizado en la descripción que hace Octavio Amadeo en "Vidas
Argentinas", comenzando el párrafo pertinente con la frase "Ahí va la
columna...", en medio de la cual ubica cronológicamente a todos los
hacedores de esta gran Patria argentina.
Muchos años después Buenos Aires apreciará otra
manifestación popular con el propio Hipólito Yrigoyen, a cuyo féretro el pueblo
conduce con sus propias manos desde la calle Sarmiento hasta el Congreso, y de
ahí al cementerio de la Recoleta.
Pero volvamos a nuestra cronología. En marzo de 1878, cuando
contaba veinticinco años de edad, Hipólito Yrigoyen es elegido diputado
provincial y accede a este cargo sin haberse recibido -todavía- de abogado.
Existen crónicas referidas a su desempeño en este cargo aun
cuando, como señalamos anteriormente, no se encuentran en la actualidad
registros referidos a sus proyectos de leyes o resoluciones. Gabriel del Mazo
recuerda sin embargo, que en mérito al concepto que se tenía de nuestro
biografiado, se lo designó presidente de la Comisión de Presupuesto que, como
siempre, es considerada una de las más importantes.
Escuchemos del citado autor el relato de un episodio que
presenta la personalidad de
Hipólito con todo rigor: "...En una de las sesiones se
consideraba un proyecto que el joven diputado consideraba debía pasar a
comisión 'por tener motivos para creer que venía envuelto en presunciones
incorrectas'. Perdió la votación, y entonces se puso de pie y declaró que se
creía en el deber de ejercitar todos los recursos a su alcance para evitar una
sanción que estimaba indecorosa, y en consecuencia abandonaba, como lo hizo, el
recinto, dejando que la mayoría determinase a su respecto lo que le pareciera.
Tras él se fueron varios colegas que habían sostenido el
proyecto y le pidieron volviese a la sala pues reconsiderarían la votación. El
proyecto pasó a comisión (...)".
Dos años después concluye esa función, gozando del concepto
más elevado de parte de sus conciudadanos.
A poco andar, empieza a resurgir el tema de la
capitalización de Buenos Aires, junto con la elaboración de las candidaturas
presidenciales, a las cuales se presenta Sarmiento por un lado, pensando contar
con el apoyo alsinista, y un joven general con méritos arraigados en la campaña
al Desierto, que había desarrollado sustituyendo a Adolfo Alsina como Ministro
de Guerra del Presidente Avellaneda.
Ese hombre era Julio Argentino Roca, cuya personalidad
política signará la vida argentina durante los siguientes treinta y cinco años.
Aquí aparece una de las primeras disidencias entre Alem e
Yrigoyen: su ubicación estratégica frente al proyecto de federalización de la
ciudad de Buenos Aires. Alem, empedernido porteñista, había sostenido que
aceptar este proyecto significaba "degollar" a la provincia de Buenos
Aires.
(Recomiendo al lector volver sobre el debate en el seno de
la Legislatura porteña con José Hernández, autor del poema épico más
distinguido de la Argentina, quien siempre había estado en favor de la idea
desde los tiempos de Urquiza, de cuyo gobierno había sido funcionario en
Paraná).
Los términos de esta discusión señalan el grado de
importancia e ilustración que tenía Alem, y la pasión encendida de las convicciones
que le conmovían el alma.
Yrigoyen, seguramente con un proceso más racional que
pasional, entendía que el proyecto era útil; o, en todo caso, suponía que era
inútil oponerse a él, en razón del peso político que en ese momento ejercían
las provincias, o lo que concretamente se llamaba la Liga de Gobernadores que,
patrocinadas por el propio Avellaneda, impusieron tanto la federalización de
Buenos Aires como la candidatura de Roca.
Un grupo grande de autonomistas participó de la misma idea y,
una vez superada y derrotada la rebelión de Tejedor, quien como gobernador de
la Provincia se había levantado en armas contra el gobierno central, acordaron
en definir una política superior que tuviera en cuenta la nueva realidad que se
presentaba.
En esas condiciones, el Partido Autonomista le ofrece a
Hipólito una candidatura a diputado nacional, que éste acepta con el objeto de
suplir a los diputados porteños que habían sido exonerados del Congreso con
motivo de los sucesos del año 80. Por esa razón, su mandato dura nada más que
un año y medio.
Al analizar este tema, Félix Luna señala que el desempeño de
Hipólito en el Congreso Nacional fue más pobre que el de la Legislatura, faltando
con relativa frecuencia a las sesiones como a la reunión de comisiones. Sin
embargo señala que, cuando se precisó de él, su actuación fue recta y
equilibrada. Transcribe un párrafo del diario "El Porteño", del 18 de
diciembre de 1880, que vale la pena releer:
"... Hipólito
Yrigoyen, joven de una modestia tan excesiva que apenas se le oye jamás el
metal de voz. Como miembro de la comisión de Presupuesto, inició ayer el
debate, contestando al violento discurso del ministro de Hacienda sobre el
presupuesto. Sabíamos todos que Yrigoyen era un joven de talento y de estudio,
pero no habiendo tenido ocasión de mostrarse, pocos sabían que era también
orador, y orador de parlamento, para lo que se necesitan ciertas condiciones
que el Sr. Yrigoyen reveló ayer. Siguiendo el método francés, el diputado tomó
punto por punto el discurso del Sr. Balbín y lo fue contestando, no con
declamaciones sino con cifras y observaciones de tanto peso y oportunidad, que
iban produciendo honda impresión en la Cámara.
Hipólito Yrigoyen
habló cerca de dos horas, conservando siempre la frescura de la frase, la
belleza de la forma, la facilidad de la palabra, condición de un orador hecho
ya, y no de uno que hacía su debut como tal. Su reputación la ha hecho ayer. Lo
felicitamos sinceramente por ello, así como a nuestro querido amigo Leandro
Alem, a cuyo lado se ha educado y formado Yrigoyen".
(Colección Pueblo y Gobierno, tomo I, pág. 43).
Esta fue la última gestión parlamentaria de Yrigoyen, quien después
de un breve desempeño en una repartición pública meramente burocrática, no
accede a empleos de gobierno, hasta que asume la presidencia de la República en
1916.
El hombre solo
Durante los siguientes diez años, es decir, hasta los
prolegómenos de la Revolución del 90, Hipólito Yrigoyen se abstiene de actuar
en la política activa, dedicándose más bien a la actividad privada en aras de
conseguir una situación económica que respaldara su vida y la de su familia,
muchas veces necesitada del apoyo del hijo mayor.
En la misma época, Leandro N. Alem se dedica al ejercicio de
la profesión de abogado desde un sencillo bufete, cuya habitación principal estaba presidida por un cuadro de
San Martín y en la que normalmente atendía a clientes cuya característica principal
era la carencia de recursos, especialmente a los habitantes de Balvanera, su
viejo barrio.
Hipólito se dedica, en cambio, a las tareas rurales,
arrendando campos en la provincia de Buenos Aires, especialmente en las "zonas
bajas" como los partidos de Pila, General Alvear y Saladillo, en el cual
se encontraba instalado su campo llamado "El Trigo" que, con pocas
variantes en su fisonomía, existe en la actualidad en propiedad de la familia
Iparraguirre.
Se dice que también arrendaba un campo a la viuda de
Cambaceres, con quien mantuvo inclusive una relación afectiva de muchos años y
muy comentada en su época.
Durante este tiempo fue padre de algunos hijos que con
posterioridad reconoció, frutos de otras relaciones que había mantenido en su
calidad de solterón empedernido.
Por esos años fue designado profesor de Instrucción Cívica e
Historia en el Colegio Normal N°2 de Señoritas, cargo que desempeñó hasta la
asunción a la Presidencia de la República, destacándose desde entonces la
donación de sus sueldos, pretendidamente anónima, a favor de la Sociedad de
Beneficencia.
Fueron tiempos propicios para la investigación filosófica
que lo ubicó en la doctrina del krausismo, de la que extrajo los modos que a su
personalidad correspondían.
Esta influencia filosófica en Hipólito marcó su vida
definitivamente, en forma tan arraigada que los principios en los que se
inspiraba se ven reflejados en la conducta cotidiana de este hombre "del
misterio", que sin embargo, no ofreció nunca la menor duda en cuanto a su
actitud frente a los hechos de todos los días.
El krausismo, como lo señala Eduardo H. Passalacqua,
"constituyó una reacción antipositivista, humanista y espiritualista que
marcó a todo un momento argentino.
Idéntico rasgo le imprimió al radicalismo, que constituyó su
doctrina política haciendo del hombre su f in específico y trascendente: la
comunidad predomina sobre el individuo, pero el Estado jamás puede avasallar a
la persona".
Como también lo destaca el autor antes citado, "el
krausismo enfatiza el sentido moral del Derecho, que es el conjunto de las condiciones
para la realización nacional y la idea de la política como creación
ética".
Encontremos en estas normas la razón que impulsó a Yrigoyen a
hacer del sufragio libre su línea de conducta política, pues por ese medio el
hombre ejercía la doble posibilidad de elegir a sus gobernantes y al mismo
tiempo, de ser elegido. Su lucha contra el "régimen más falaz y
descreído", no paró hasta que vio concretado en la ley su postulado, lo
que significó su encumbramiento en la más alta magistratura nacional.
La corriente filosófica a la que adhiere entrañablemente, no
sólo marca su vida política sino también la de hombre común sumido en un mundo
interior de permanente elucubración espiritual y de dedicación individual a
cada una de las personas que frecuentaba.
José María Ramos Mejía, que le hace una semblanza bien
ponderativa, señala que "odia la
muchedumbre y el montón, el gran aire de la exhibición teatral, porque es
discreto y de pensar severo (...)".
Desarrolla la original teoría del átomo, señalando que "su trabajo es personal; la conquista
se hace uno por uno. La muchedumbre que lo sigue y lo adora se forma por
agregación de átomos, (...) la fuerza de Hipólito está en la realización
completa de este 'hombre carbono' que alguna vez alguien ha descripto; y que en
el orden político o social desempeña por fuerza de afinidad las funciones que
aquél en la mecánica de los cuerpos orgánicos". "Ahí está, pues, toda
la psicología de Hipólito Yrigoyen -señala el autor citado-, la razón de su
fuerza".
Roca, Juárez Celtnan y el Unicato
El país había comenzado a vivir un proceso político de
fuerte sesgo personal en derredor del Presidente de la República, general Julio
Argentino Roca, quien demostró una rara habilidad para el ejercicio de la
política que, en definitiva, le valió el mote de "el zorro", por su
viveza, capacidad y destreza para la conducción de los hombres.
En la medida que su candidatura había sido sostenida por
elacuerdo de gobernadores, con el auspicio personal del Presidente Avellaneda,
se recibió de su empleo con una generalizada conformidad de la dirigencia
política nacional, que supo consagrar después, con grupos políticos surgidos de
los viejos partidos autonomista y nacionalista.
Con ellos logró formar el P.A.N, es decir, el Partido
Autonomista Nacional.
Cierto es que la evolución material y económica del país
durante la primera Presidencia de Roca brilló por sus éxitos, habiéndose agrandado
la República con corrientes inmigratorias que en 1886, es decir, al final del
mandato del Presidente, habían más que duplicado su población.
El lauro material y económico trajo consigo el éxito
político o, en todo caso, fueron triunfos en pareja que comenzaron a definir lo
que, durante muchos años, fue conocido como el "unicato", es decir,
el gobierno de una sola fracción en cabeza de un solo
Presidente, conductor de una sola corriente política.
En ese ambiente y con esas particularidades, a Roca no le cuesta
ningún esfuerzo designar como su sucesor, para la deliberación de los círculos
"áulicos", a su concuñado, Miguel Juárez Celman; y éste, que como su
hermano Marcos Juárez, había sido gobernador de la provincia de Córdoba, llega
con toda comodidad a la ciudad de Buenos Aires, haciéndose cargo de la Presidencia
de modo imperceptible para la opinión pública ya que en ese momento era senador
nacional por su provincia. Un aspecto importante debe destacarse, por la
trascendencia que posteriormente tuvo: su compañero de fórmula fue Carlos
Pellegrini, personalidad mucho más que ilustre, cuyo origen político había
comenzado en el propio partido autonomista.
Tan fuertes fueron el signo del "unicato" y la
conducción de Roca que hasta el propio Mitre desapareció de la conducción del partido
Liberal o Nacionalista, y su alejamiento temporario de la vida política será
como una antesala de la vigilia por los sucesos que posteriormente motivarán la
revuelta cívico-militar del año 90, como consecuencia de las desproporciones
institucionales y económicas de la Presidencia de Juárez Celman.
Pareciera que, paralelamente, este tiempo de ostracismo fue preservando
y engrandeciendo a su vez las personalidades de Mitre y Alem que, surgidos de
bandos definitivamente irreconciliables, vieron juntar sus figuras
posteriormente en el gran meeting del Frontón de Buenos Aires.
El 90
Así llegamos al año 1889, en el cual el gobierno de Juárez
Celman había llegado al colmo de los vicios, siendo la corrupción un símbolo de
la vida cotidiana, el fraude una práctica generalizada y la burla a las normas
de la Constitución, una constante institucional.
Es curioso descubrir que Hipólito Yrigoyen no fue un
protagonista preponderante en los prolegómenos de la Revolución del 90, pues su
nombre no figura prácticamente en los roles de la Unión Cívica de la Juventud,
grupo que, por la pasión espiritual que lo inspiraba, tuvo a su cargo la
movilización popular a través de los dirigentes más destacados de la época.
Cierto es que don Hipólito contaba por aquel entonces con algo más de diez años
de diferencia con los componentes de ese centro de acción y que su actividad
estaba más dedicada a la vida privada que a las tareas públicas. Veremos que,
sin embargo, son los viejos amigos de Leandro, y de él mismo, quienes lo
introducen en las lides libertarias.
Como decíamos, el "unicato" había hecho estragos
en las finanzas nacionales y en las convicciones cívicas de la gente que, como
en una farsa teatral, veía ante sí el desarrollo de los comicios para elección
de autoridades nacionales y provinciales, preñadas de fraude y burla.
En una ocasión, sin embargo, un grupo de jóvenes quiso
homenajear al Presidente autodenominándose "los incondicionales". La actitud
decididamente soberbia y con marcado acento político de apoyo a Juárez Celman
produjo la reacción de otros jóvenes a su vez, quienes siguiendo la inspiración
de Francisco Barroetaveña, se nuclearon para escribir un estupendo manifiesto
que denominaron "Tu Quoque Juventus". En él se les enrostraba a
"los incondicionales" la adhesión a un gobierno que era corrupto y
vejatorio de los derechos cívicos, para cargarlos con las culpas de lo que
sería el futuro de la patria con tales actitudes.
Posteriormente este grupo de entusiastas, entre los que se
encontraban muchos estudiantes de Derecho de la Universidad Porteña,
constituyen la sede de sus reuniones en la llamada Rôtisserie Georges Mercier,
instalada por entonces en los altos de una casa ubicada en la mitad de la
cuadra de Florida entre Córdoba y Paraguay, es decir en las inmediaciones del
Jardín Florida, en cuyo parque se llevó a cabo el primer meeting adverso al gobierno
y que fue la antesala del que se realizó en el Frontón de Buenos Aires, el 1 de
septiembre de 1889.
En las deliberaciones de la Rôtisserie de Mercier, se votó
la fundación de un Club Político "que tendrá por objeto cooperaral
restablecimiento de las prácticas constitucionales en el país ya combatir el
orden de cosas existentes". En la sesión del 24 de julio de 1889 se
designó a una comisión para la redacción del Programa Político del Club,
recayendo el nombramiento en las personas de Emilio Gouchón, Marcelo T. de
Alvear y José A. Frías.
Un nutrido grupo de adhérentes suscribe el acta de ese día, entre
los que se encuentran Juan Martín de la Serna, Emilio Gouchón, Julio Moreno,
José María Drago, C. Rodríguez Larreta (h), Octavio S. Pico, Rufino de
Elizalde, Felipe G. Senillosa,
Angel Gallardo, José F. Otamendi, Rómulo S. Naón, Pedro
Gorostiaga, Juan Antonio Senillosa, Marcelo T. de Alvear, José Apellaniz, Alejandro
Gorostiaga, Remigio Lupo y varios más.
Ni de este grupo fundador, ni de los que después firman las invitaciones
para formar los clubes en las distintas parroquias, surge el nombre de Hipólito
que, como veremos, se incorpora al movimiento recién en las vísperas del 26 de
julio de 1890.
Constituida la Unión Cívica, se designa su junta ejecutiva que
será compuesta por los siguientes ciudadanos: Presidente, Dr. Leandro N. Alem;
Vicepresidente, Dr. Mariano Demaría; Vice-id., Dr. Bonifacio Lastra; Tesorero,
Sr. Manuel A. Ocampo; Vocales,
Francisco A. Barroetaveña, Dr. Juan José Araujo, Tte. Cnel. Joaquín
Montaña, Dr. Enrique S. Quintana, Sr. Tomás Santa Coloma, etc. Secretarios:
entre otros Joaquín Castellanos, Dr. Alberto V. López, Dr. Abel Pardo, Sr. Rufino
de Elizalde etc.
El acta de la constitución del club señala que tendrán voz y
voto en la junta ejecutiva los presidentes honorarios de los clubs parroquiales
señores: Tte. Gral. Bartolomé Mitre, Dr. Bernardo de Irigoyen, Dr. Vicente
Fidel López, Dr. Aristóbulo del Valle, Dr. José B. Gorostiaga, Dr. Luis Saenz
Peña, Dr. Pedro Goyena, Dr. Miguel Navarro Viola, Dr. Mariano Várela, Tte.
Cnel. Gelly y Obes, Dr. Juan Manuel Gorostiaga, Dr. Antonio E. Mala ver, y Sr. José
Manuel Estrada.
La apoteosis se produjo en el meeting del Frontón de Buenos Aires,
ubicado en Córdoba 1130, solar hoy suprimido por el trayecto de la Avda. Nueve
de Julio. Allí hablaron Goyena, Estrada, Achával Rodríguez -los católicos-, del
Valle, Alem y Mitre.
Millares de personas asistieron al acto ese domingo y otros
millares quedaron afuera.
Suponemos que la ausencia de altoparlantes hacía imposible
oír al orador por más potente que fuera su voz, por lo que la presencia de los
entusiastas era más de adhesión que de escucha.
Cuenta Ramón Columba en "El Congreso que yo he
visto" que al asumir Mitre la tribuna, se descubrió del chambergo que lo
caracterizaba y los concurrentes, en señal de respeto a su gesto hicieron lo
mismo, por lo que su primera frase consistió en afirmar:
"¡Orden general!
Todo el mundo cubierto, salvo el orador que se dirige al pueblo soberano,
presente aquí pero ausente en los comicios".
Alem descolló en su oratoria haciendo vibrar los espíritus,
plenos de entusiasmo por la gesta que los impulsaba. En "Mis primeros Ochenta
Años", Carlos Ibarguren hace una descripción del acto, que presenció
sentado frente a la tribuna, cuya lectura también recomiendo a quien quiera
tener como producido ayer este magnífico episodio y remito especialmente a la
reseña del discurso de Alem, cuya elocuencia -afirma- lo hizo llorar como un
niño.
Transcurridos los meses con el incremento de todos los vicios,
el gobierno sumía al país en la quiebra económica más absoluta, lo que
significó el cierre del Banco Nacional, la desvalorización de la moneda ante el
elevado valor del oro, el encarecimiento de la deuda externa y como siempre,
las mayores exigencias de los acreedores
del exterior con incremento de sus tasas de interés, por el riesgo que
significaba la crisis.
Ante tales circunstancias, era imposible parar el plan
revolucionario y toda la Unión Cívica, que había logrado conformarse en todo el
país, se dispuso para tal objetivo, quedando por determinar el tiempo y la
forma de llevar el proceso adelante. Así se llega a las vísperas del mes de
julio de 1890.
La junta directiva -seguramente por la pluma de Alem-
redactó un "Manifiesto a los pueblos de la República", el 17 de abril
de 1890, destacando entre otros aspectos los siguientes:
"...Los gobiernos
de la República se caracterizan en la actualidad por estas particularidades
dominantes: ineptitud y desquicio gubernamental; despilfarro e inmoralidad en
la administración pública, especialmente en el manejo del tesoro y en la
gestión de los Bancos del Estado; supresión del libre sufragio en la elección de
los legisladores y de los jefes de Estado, reemplazando estas funciones
importantísimas de los pueblos libres, con farsas electorales y vergonzosos
traspasos del mando ejecutivo (...) un notable descenso moral, político y
legislativo en los cuerpos encargados de dictar leyes, manifestándose sumisos y
obsecuentes servidores de las malas pasiones de los gobernantes y de la codicia
de los círculos (...)".
Aristóbulo del Valle describe, de modo ponderativo, la incorporación
de nuestro biografiado en las lides revolucionarias:
"El Dr. Hipólito
Yrigoyen -señala- se entendió directamente conmigo cuando se incorporó al
movimiento revolucionario y, al hacerlo, me pidió con insistencia que no le
economizara peligros pero que tuviera siempre presente que no aceptaría cargo
público alguno, y, más tarde, al saber que había sido designado por la Junta
revolucionaria para ponerse al frente de la Policía, no solamente me manifestó
la resolución de no aceptar ese puesto, sino que me hizo un cargo amistoso por
haber consentido su designación, diciéndome:
'No quiero ocupar
puestos públicos de ninguna especie, pero aun cuando fuera otro mi deseo,
siento i n compatibilidades de corazón y de cabeza con el de jefe de policía, y
ustedes no deben imponerme su aceptación'".
"Como el
nombramiento había sido hecho después de madura reflexión -sigue diciendo del
Valle- teniendo en cuenta la situación delicadísima en que íbamos a entrar, que
reclamaba al frente de esa institución un hombre de energías y de levantado carácter,
que pudiera garantizar la tranquilidad social durante el período
revolucionario, la Junta insistió en su nombramiento, y fue entonces que
Yrigoyen declaró que aceptaría el puesto, por aquellas consideraciones, como
una imposición del deber y con la condición expresa y terminante de que
únicamente se le impondría ese sacrificio durante los días de la revolución.
Poco después, la Junta revolucionaria llamó a su seno al doctor Yrigoyen para
que tomara parte en sus deliberaciones".
("Yrigoyen Vivo",
pág. 14, Raigal, 1954).
Sintetizando la relación de los hechos revolucionarios,
digamos simplemente que su desarrollo se realizó en las inmediaciones del
Parque de Artillería, regimiento que tenía su sede en la manzana que hoy ocupa
el Palacio de Justicia, entre las calles Talcahuano,
Tucumán, Uruguay y Lavalle, por lo que los combates tuvieron
lugar a lo largo de la Plaza Lavalle, habiéndose producido algunos
enfrentamientos en la actual Plaza Libertad. El jefe revolucionario fue Leandro
N. Alem y el jefe de las tropas militares, el general Manuel J. Campos, hermano
de Luis María Campos, a la sazón "ministro de la Guerra", como se
decía entonces.
A las 6 p.m. del 26.7.90, se dio a conocer un comunicado del
comando revolucionario que indicaba el estado de situación m i litar, los
regimientos adheridos y que se habían organizado para entonces, "más de
cincuenta batallones de ciudadanos que armados del espíritu público están
dispuestos a hacer vencer la causa de la Revolución". La distinción de
estos varones, llamados los "cívicos" fue la boina blanca, la que
desde entonces hasta hoy es el indiscutido símbolo radical.
Agregaba el comunicado la composición del gobierno
provisorio revolucionario:
"Presidente,
ciudadano Leandro N. Alem; Vicepresidente, ciudadano Mariano Demaría.
Ministros: Juan E. Torrents, Miguel Goyena, Bonifacio Lastra, Juan José Romero
y Gral. José Viejobueno. El nuevo Jefe de Policía es el ciudadano Hipólito
Yrigoyen (...)".
Destaquemos que la ausencia del general Mitre de la
conducción de movimiento, como de las fuerzas militares que lo acompañaron, se
debió a un viaje a Europa que había emprendido unos meses antes de estallar la
Revolución.
Las escaramuzas se desarrollaron durante tres días, desde el
26 hasta el 29 de julio de 1890, librándose "boletines
revolucionarios" cada vez que la Junta lo consideraba necesario.
El tono festivo y triunfador de cada uno de ellos no
permitía vislumbrar, sin embargo, las dificultades provenientes principalmente de
la carencia de municiones y demás pertrechos de guerra. La estrategia de
falsear estos datos frente a la Junta revolucionaria se concretó en una carta
que el general Manuel Campos dirigió al Dr. Alem imponiéndolo de la situación
bélica, el día 28. Al dirigirse al "Presidente del Gobierno Revolucionario",
le manifiesta que lo hace en su calidad "de soldado y de hombre
honrado" para imponerlo de la situación actual, para facilitar una
resolución por parte de la Junta de lo que "en consecuencia mejor
estime". Allí le señala que cada soldado de los regimientos cuenta con
noventa tiros en cartuchera, los ciudadanos de la Unión Cívica con cinco cada
uno y un depósito en el Parque de Artillería de 50.000 cápsulas cargadas. Le
señala los esfuerzos que se han hecho en el comercio para lograr las provisiones
de esos materiales y lo infructuoso del resultado. Frente a esa
"realidad" indica que, en su opinión, sería aventurado llevar
adelante un ataque contra el enemigo que se encuentra ubicado en la plaza de la
Libertad (hoy situada con el mismo nombre en la manzana delimitada por las
calles Libertad, Paraguay, Cerrito y Marcelo T. de Alvear), puesto que aun en
una operación exitosa se le acabaría su munición, y en segundo lugar, estima
que podría mantener la defensiva y repeler con éxito cualquier fuerza de
ataque, pero en pocas horas de "ataque recio" se agotarían igualmente
las municiones. Le informa sobre las bajas sufridas en las líneas
revolucionarias, que ascienden a veintitrés muertos y ciento ochenta heridos.
Entre los muertos se encuentra su propio hermano, el coronel Julio Campos.
Ante tal descripción y pronóstico decepcionante, la Junta
decide aceptar el armisticio que le habían sugerido los emisarios del Gobierno
y firman la capitulación, que en cuatro puntos dejan a salvo las
responsabilidades de los revolucionarios, a quienes se los libera de juicio, lo
mismo que a los militares y cadetes, garantizándoseles la vuelta a sus
regimientos y escuelas.
A partir de este momento se producen las deliberaciones en
el seno de la Junta, para establecer las responsabilidades. Existe un pormenorizado
informe del propio Alem, en el cual describe casi paso por paso el desarrollo
de los acontecimientos y la situación de las tropas, tanto de tierra como de la
Escuadra. Formula juicios muy precisos y duda sinceramente que se hubieran
cumplido, por parte de algunos jefes militares, los planes que la Junta había
elaborado.
Por fin dice que, en su opinión, "el fracaso de la
revolución de julio fue debido, casi exclusivamente, a no haberse ejecutado el
plan militar combinado por la Junta Revolucionaria, quedando a la defensiva y
sitiados en la Plaza del Parque, en lugar de dominar rápidamente la ciudad y en
seguida la República".
Sin duda que este cargo estaba dirigido a quienes habían
tenido a su cargo las operaciones militares y concretamente al jefe de ellas,
el general Manuel J. Campos, quien, aviesamente, había convencido a Alem de un
cambio del plan militar revolucionario ni bien empezaron los enfrentamientos.
Campos había informado a la Junta que los generales Roca y Levalle estaban
detenidos, lo que no era cierto, y esta mentira da la pauta de que no se había
cumplido la orden por una desobediencia deliberada. Este hecho permitió afirmar
a Alem que, como él lo había pronosticado reiteradamente a la Junta, sucedió
que no se arrestó a ninguno de los dos generales.
"Ignoro si fue
porque los grupos encargados de esa misión delicada no supieron cumplir con su
deber, o si esos arrestos dejaron de hacerse por alguna intervención
pérfida".
La perfidia fue lo que ocurrió realmente, pues el general Campos
cedió ante la tentación de Roca, que le ofreció el cumplimiento de alguno de
los objetivos de la Revolución, como la renuncia del Gobierno, a cambio de
retirar las tropas rebeldes hacia el Parque y allí someterse a un armisticio.
Por el informe tergiversado de Campos en cuanto a la
existencia de material de guerra y su pronóstico perdedor, la Junta concluyó
aceptando el armisticio, y la capitulación se produjo en los términos ya
reseñados.
Roca había jugado otra vez con los hombres y esto presagiaba
nuevos movimientos de su parte, destinados a desbaratar a esa fuerza popular
que el país entero vio nacer y crecer con la ilusión de concluir con la
corrupción y el fraude.
A los pocos días se produjo efectivamente la renuncia de
Juárez Celman, que demoró en el tiempo esperando verse acompañado en la misma
actitud por Pellegrini. No advertía que su concuñado Roca tenía ya planeado con
el vicepresidente el corte de su cabeza, como al chivo expiatorio de todos los
males reinantes.
"La revolución
está vencida pero el Gobierno está muerto", sancionó desde su banca el
senador Juan Dídimo Pizarro, quien
seguramente conocería las triquiñuelas del Zorro para superar el trance revolucionario.
Lo cierto es que del lado de los "cívicos" se
atrincheró la mejor dirigencia argentina de esos tiempos y que la Revolución
del 90 es un hito de la historia argentina, que señala el final de una época
preñada de luchas intestinas, de ensayos y sanciones constitucionales, cuyo
impulso tuvo origen, en todo caso, en otro mojón de piedra tan importante como
aquél: la batalla de Caseros.
Hasta allí se remontan los recuerdos de Alem e Yrigoyen, por
haber sufrido en carne propia la deshonra de los derrotados, lo que les
imprimió su carácter y les templó la conducta; a uno con la pasión del espíritu
idealista reivindicatorío de los derechos
más puros y esenciales del hombre-ciudadano, y al otro, con
la razón recia del pensamiento, para encontrar la manera más exacta de
concretar los mismos ideales.
Señalo -como Félix Luna- que entre esa pléyade incomparable de
nombres deben destacarse tres que, habiendo tenido el mismo bautismo de fuego
en el Parque, transcurrirán los años posteriores hasta su muerte, en filas
políticas e ideológicas distintas pero que signarán, también a fuego, los
rumbos de la p r i mera mitad del siglo XX en la República Argentina. Ellos son
sin duda, Hipólito Yrigoyen, fundador de la Unión Cívica Radical, Juan B.
Justo, fundador del Partido Socialista y Lisandro de la Torre, fundador del
Partido Demócrata Progresista y tal vez el talento individual más exquisito de
esos tiempos.
El Acuerdo y la división de la Unión Cívica
Llegado el año 91, con la sensación que había dejado el
fracaso revolucionario, comienza a pensarse en la elección del Presidente que
debería reemplazar a Pellegrini en octubre de 1892, cuando se completara el
mandato de seis años por los cuales había sido elegida la fórmula integrada por
Juárez y aquél.
En la Junta de la Unión Cívica se producen varias reuniones con
ese fin y se habla de Mitre, cuyo prestigio de hombre público se había
consagrado definitivamente en todo el proceso revolucionario.
A ello se sumaba haber sido Presidente de la República, general
en jefe y triunfador en la guerra del Paraguay, y que ya por entonces se
conocía su traducción de la "Divina Comedia", su contribución a la
historia de San Martín y de Belgrano y la honradez de sus procederes, como
también la fundación del diario "La Nación", prometido, desde su
primera editorial, como "una columna de doctrina". Aristóbulo del
Valle lo propone como candidato para su aprobación casi por consenso, y a Don
Bernardo de Irigoyen como candidato a Vicepresidente.
Cuando parecía que todo "estaba arreglado", surge
una voz disidente que no considera procedente el método adoptado para la
elección y propone que sea la Convención Nacional la que, a través de sus
delegados, designe la fórmula. Esa voz tiene nombre y apellido: Hipólito
Yrigoyen, con la ética y los principios.
Así ocurre y, al final de un largo debate, se propone la
reunión de la Convención en la "ciudad del Rosario". Esta se reunió el
15 de enero de 1981 y proclamó como candidatos a Presidente y Vice a Bartolomé
Mitre y Bernardo de Irigoyen. Por primera vez en la historia nacional, una
fórmula era elegida por una Convención compuesta por delegados de todas las
provincias y no por un grupo exclusivo de dirigentes. Ahí estuvo la mano de Hipólito,
quien fue convenciendo a sus correligionarios de las bondades del sistema, a
diferencia de las modalidades del "régimen" siempre exclusivo y
oligárquico.
Mientras tanto Roca no descansa. A los dos días de estar
Mitre de vuelta (llegó al país en el mes de marzo de ese mismo año) va a
visitarlo a su casa, y en la conversación sobre el "estado de las cosas"
le habla de la necesidad de buscar una solución integral a los temas nacionales
y de evitar un compulsa electoral, para lo cual lo convence de unir a los
viejos partidos en una fórmula que presidiría el viejo general. Le toca su
fibra más intima adulándolo con su grandeza y le habla de la
"salvación". Mitre acepta –olvidándose del 90- y sellan el acuerdo
con un fuerte abrazo, que al día siguiente comentan todos los diarios de la
época.
Los "mitristas", que siempre recelaron de los
"radicales" e "intransigentes", encuentran en el acuerdo la
coronación de sus aspiraciones y en una reunión al efecto constituyen la Unión
Cívica Nacional, proclamando la fórmula encabezada por Mitre, pero a diferencia
de la de la Convención del Rosario, se la compone con José Evaristo Uriburu.
En vez de ir en representación del partido de la Revolución,
Mitre acepta el pacto con Roca, que garantiza la continuación del
"régimen".
La decepción de Alem y sus amigos por esta traición es
enorme.
Leandro había sido elegido senador por la Capital junto con
del Valle.
Este renuncia a la banca y a la vida política, harto de
desencanto, aun cuando unos años después aceptará ser ministro de Sáenz Peña
por escasos cuarenta días durante la Revolución del 93.
Luego de un intercambio de notas, Leandro le escribe a Mitre
una carta elocuente, en la que le señala su decepción y entre otras cosas le
dice:
"Soy decidido
adversario del 'acuerdo' en el sentido y en el alcance que usted le da, y estoy
dispuesto a sostener firmemente los solemnes compromisos y declaraciones que ha
hecho ante el país la Unión Cívica de acuerdo con su programa".
(...) "Ya no hay
duda -agrega-, después de nuestra conferencia particular, marchamos por rumbos
distintos, y pienso (y se lo digo con toda sinceridad), que usted comete un
gravísimo error. Quién sabe cuáles serán las consecuencias".
La razón de todos estos desencuentros la había tenido
Hipólito Yrigoyen. El desconfiaba de Mitre y especialmente de los
"mitristas", a quienes veía mclinados al "acuerdo", con tal
que se limpiara de corrupción al Gobierno y a alguno de sus personeros. Se lo
advirtió a Alem y a del Valle en reiteradas ocasiones, incluso antes de
incorporarse a las fuerzas revolucionarias con su hermano Martín.
Sostenía que aquel grupo era más propenso a las
combinaciones de dirigentes antes que a la consulta popular, que en el orden de
la Unión Cívica como partido, se traducía en la consulta a los comités o
convenciones según se tratara de uno u otro tema. Por eso para él no hubo mayor
sorpresa en la actitud de Mitre, a diferencia del agravio moral de Alem...
Otra vez la pasión frente a la razón.
La fundación de la Unión Cívica Radical
Me permitiré reproducir un párrafo de Gabriel del Mazo, de una
elocuencia emocionante:
"El 26 de junio
de 1981 se reúne el Comité Nacional de la Unión Cívica en su local de la calle
Cangallo 536 y decide convocar a la Convención Nacional para que se pronuncie
sobre el 'acuerdo'. Una minoría de veinticuatro miembros del Comité, amigos de
Mitre, que no asistieron a la reunión, se reúnen por separado, desconocen la
convocatoria, aprueban el 'acuerdo' y decretan una reorganización. La tendencia
así separada en adelante se denominará Unión Cívica Nacional, por oposición a
la tendencia convocatoria de la Convención que comenzó a llamarse entre sus
afiliados Unión Cívica Radical. Ese día es el que la Unión Cívica Radical, el
órgano político de la Reparación Nacional, tiene por día de su
nacimiento".
Adhiero a lo indicado por del Mazo en lo que se refiere al
"órgano político de la Reparación", por cuanto así lo será a lo largo
de los tiempos -hasta nuestros días inclusive- cuando la República, en su
novedoso andar, necesite periódicamente volver las cosas a su quicio.
Como vimos, la Convención de los "nacionales" se
reunió el 9 de julio de ese año de 1881 y proclamó la fórmula del
"acuerdo", formada por Bartolomé Mitre y José Evaristo Uriburu.
La Convención de los "radicales" se reunió el 15
de agosto siguiente y proclamó la fórmula de Bernardo de Irigoyen y Juan M.
Garro.
Mencionaré alguno de los convencionales que estuvieron
presentes en esa ocasión para que el lector pueda apreciar la trayectoria posterior
de esos hombres, muchos de los cuales ocuparon posiciones bien destacadas en
gobiernos posteriores. En la "Convención del Rosario" -así llamada
como una expresión de continuidad de la que se había reunido en enero, aunque
esta vez se congregara en Buenos Aires- estaban, entre otros, Juan M. Garro (presidente),
Pedro C. Molina, Francisco Barroetaveña, José Néstor Lencinas, Salvador de la
Colina, Pelagio B. Luna, Julio Moreno, Delfor del Valle, Marcelo T. de Alvear,
Miguel Laurencena, Martín Yrigoyen, Martín M. Torino, Adolfo Saldías, Enrique
S. Pérez, Joaquín Castellanos, Juan Posse (vicepresidente) actuando como
secretarios Lisandro de la Torre y Francisco Lando.
Con las dos fórmulas proclamadas quedó planteada la confrontación
de fuerzas, que obviamente no satisfizo a los personeros del
"régimen". La adhesión popular a la de los radicales fue tan
generalizada en todos los ambientes del país y tan manifiesta a través de los
clubes, comités y otras organizaciones (ver "La Prensa" del
21/12/1891, discurso de Alem) que la facción "mitrista" comenzó a
desvanecerse en el mayor descrédito, lo que produjo la renuncia de Mitre a la
candidatura, abrumado por la conciencia de haber sido víctima del más crudo
malabarismo roquista. A esa decisión siguió la del propio Roca que renunció a
la presidencia del Partido Autonomista Nacional.
El gobierno entró en pánico de otra revuelta y Pellegrini
ordenó acuartelar las tropas y convocar a una reunión de notables en su propia
casa, luego de haber conversado con Roca y Mitre, en conjunto, sobre la
gravedad de la situación.
Los relatos que siguen nos muestran de qué modo se fue
afianzando la personalidad de Hipólito Yrigoyen, no sólo en el ámbito popular y
del partido que había contribuido a fundar, sino también en el seno de los
dirigentes más encumbrados del país.
Sin estar invitados al principio los radicales, el
Presidente Pellegrini sugiere que se los convoque, a riesgo de que su ausencia pudiera
tomarse como un desaire faccioso.
Aceptada la propuesta por los organizadores, se realiza la
reunión el 18 de octubre en el domicilio particular de Pellegrini, a la que
concurren el propio dueño de casa, Mitre, Roca, Aristóbulo del Valle, Manuel Quintana,
Bonifacio Lastra, Rafael Igarzábal y Benjamín Zorrilla.
Por los radicales asisten Hipólito Yrigoyen, quien aclara
que lo hace a título personal, y Oscar Liliedal, en representación de Bernardo
de Irigoyen.
La reunión transcurre en forma tensa a partir del momento mismo
en que Pellegrini, después de describir la situación caótica del país, apela a
la responsabilidad de todos los invitados, señalándoles la necesidad de
encontrar una "solución patriótica" que incluya la designación de una
fórmula presidencial de común acuerdo.
Ante esta propuesta y su método reacciona Yrigoyen, quien le
enrostra al Presidente dos aspectos: el primero, referido a la improcedencia de
la reunión en un domicilio particular, en vez de hacerse en la Casa de
Gobierno, y el segundo, por entender que la
"Unión Cívica
Radical no estaba incondicionalmente dispuesta a secundar los planes del
Presidente, por cuanto el Presidente no se colocaba en su puesto ni en su
deber: la futura Presidencia debía surgir de comicios y no de
conciliábulos".
(Gabriel del Mazo, "El Radicalismo", ensayo sobre
su historia y doctrina, tomo I).
Ante semejante retahila, el Presidente, de modo
intemperante, reaccionó diciéndole a Hipólito:
"¡Y cómo quiere
el doctor Yrigoyen que me coloque en mi puesto, si siento que me quema la cara
la revolución que está preparando su partido!".
Hipólito, en el mismo tono y golpeándose la rodilla derecha
con su propia mano, al igual que lo había hecho Pellegrini, le contestó:
"¡Cumpla el
Presidente de la República con su deber, garantice el comicio y verá como
ninguna revolución radical le quema la cara!". (Op.cit.).
La reunión terminó abruptamente, aunque del Valle intentó morigerarla.
Tanto Gabriel del Mazo como Félix Luna coinciden en que al final
alguien le comentó a Mitre (posiblemente Manuel Quintana) la
"petulancia" demostrada por Yrigoyen, a lo que el general le habría
respondido: "No creo que sea petulante, pero sí una esperanza para la
patria".
Revolución Radical de 1893. La muerte de Alem.
Desde la fundación de la Unión Cívica Radical, en junio de 1891,
se comenzó a constituir el Comité de la Provincia de Buenos Aires, cuya cabeza
inspiradora y organizadora fue, por propia gravitación, la de Hipólito
Yrigoyen, que de esa forma y tal vez sin quererlo, fue robusteciendo su figura
de caudillo en derredor del cual se agrupaba cada vez más gente.
El "régimen" impuso las candidaturas de Luis Sáenz
Peña, y José Evaristo Uriburu, a partir de la renuncia de Mitre.
Asumieron el 12 de octubre de 1892. El signo del Gobierno
era el de inestabilidad permanente, sin lograr respaldo alguno en la opinión
pública. Los ministros se sucedían confusamente sin acertar en la conducción de
sus carteras, pues tampoco conducía el propio Presidente. Por esos motivos y
los fundados en el fraude, la corrupción que persistía y los conciliábulos
acuerdistas, los preparativos revolucionarios radicales se aprestaban a
levantar nuevamente la reinvindicación de los derechos ciudadanos.
A fines de julio de 1893 se presienten los acontecimientos
en tres provincias en las que triunfan los primeros escarceos: San Luis, Santa
Fe y Buenos Aires. En esta última quien logró su organización y triunfo fue
Hipólito Yrigoyen, cuyo primer cuartel de operaciones fue su estancia "El
Trigo", cuya entrada todavía hoy puede ubicarse a pocos metros de la
estación del viejo Ferrocarril del Sud (hoy Roca), del mismo nombre, en una
localidad ubicada entre Saladillo al Oeste y Las Flores al Este.
Sin entrar en los detalles bélicos, sólo señalaré que en la
Provincia de Buenos Aires las acciones triunfaron, lo que fue coronado por la
entrada gloriosa de Hipólito y Martín Yrigoyen como jefes de las fuerzas
revolucionarias en la ciudad de La Plata, momento en el cual renunciaron a sus
funciones el gobernador Eduardo Costa y el vicegobernador. Por escasos cuatro
días integra un gobierno provisorio el Dr. Juan Carlos Belgrano, sobrino nieto
de Don Manuel, quien había sido elegido en una reunión del Comité de la Provincia
reunido en Lomas de Zamora, ante la negativa intransigente de Hipólito, el que
nunca quiso asumir el gobierno " n i provisoria ni definitivamente".
De haber aceptado, habría desvirtuado el triunfo, pues la
opinión pública lo hubiera considerado como un beneficio personal.
Destaquemos brevemente el ministerio de Belgrano: Gobierno, Abel
Pardo, Hacienda, José de Apellaniz, Obras Públicas Marcelo T. de Alvear, Jefe
de Policía, Emiliano Reynoso.
La revolución también triunfó en "el Rosario" y
los revolucionarios tomaron la ciudad de Santa Fe sin ningún esfuerzo. Lo mismo
ocurrió en San Luis, donde Juan Saá, frente a los grupos radicales de la
Provincia, se hizo cargo del gobierno.
Esto entusiasmó a Alem, que quiso continuar el avance revolucionario
a las demás provincias. Pero los criterios del tío y el sobrino no eran los
mismos, ya que Yrigoyen entendía que solamente el gobierno interventor de
Buenos Aires, tarea que le había encomendado a del Valle -a la sazón ministro
de guerra de Sáenz Peña- para que asumiera personalmente, debía convocar a
elecciones limpias para constituir autoridades no fraudulentas y elegir
diputados nacionales del mismo modo. El resto de las provincias debían llevar a
cabo los procesos en forma independiente y, de tal manera, se lograría un
triunfo indirecto sobre el gobierno nacional enlazado en los tientos roquistas.
Otra desinteligencia entre la pasión y la razón: Alem
impulsaba el levantamiento libertario nacional; Yrigoyen prefería proyectar la
organización de los medios. Los dos en el mismo sentido, los dos con los mismos
ideales, ambos con idénticas convicciones, pero por caminos distintos.
El resultado final fue la derrota de la revolución, que en
los tiempos quedó dividida en dos: la de julio y la de septiembre del 93. Si se
quiere, una yrigoyenista, la otra alemnista, aunque ambas radicales.
Todos los dirigentes fueron presos, inclusive Alem, no
obstante los fueros parlamentarios que lo amparaban como senador nacional
recién elegido.
A partir de entonces y luego de padecer las miserias del
encierro, Yrigoyen se dispone definitivamente a la organización nacional del
"Partido Radical", "con su
decisión de persistir en la lucha dentro de la severidad moralizadora de sus
principios hasta conseguir, por el esfuerzo viril de sus conciudadanos, que la
República sea reintegrada a la plenitud de sus libertades y que la vida cívica
reconquiste los prestigios de austeridad democrática de que la ha privado la
corrupción de gobiernos y partidos".
Años después, sostendrá la razón de ser de la Unión Cívica Radical
como un movimiento de amplio espectro:
"La U.C.R. - dirá-
no es un partido en el concepto militante; es una conjuración de fuerzas
emergentes de la opinión nacional, nacidas y solidarizadas al calor de las
reivindicaciones públicas".
Dispuesto y entregado a esa tarea, Yrigoyen recibe al año 1896
con la muerte de Aristóbulo del Valle, que se va de este mundo prematuramente,
pues sólo contaba cincuenta años.
Había sido su amigo desde los tiempos del Partido
Autonomista y lo siguió, junto a Alem, cuando del Valle, disgustado con el
acuerdo de Alsina y Mitre, fundó el Partido Republicano. Lo siguió también en
el 90, incorporándose a las huestes revolucionarias por su iniciativa; se
disgustó con él en la reunión de notables en casa de Pellegrini; lo volvió a
entrevistar conciliatoriamente, pero sin renunciar principios, en el ministerio
de Sáenz Peña y, por último, le pidió que convenciera a ese Presidente de que
lo nombrara interventor en la Provincia de Buenos Aires, a fin de concretar el
triunfo de la revolución de julio del 93, convocando a elecciones limpias. Toda
una trayectoria de amistad de más de veinte años, que no puede olvidarse.
Guardaría luto de tristeza Yrigoyen por del Valle cuando, el
1 de julio siguiente, toma noticia del suicidio de Alem, su tío carnal muy
querido y admirado, su padre, maestro y líder en las luchas políticas.
Debo detenerme por un momento en el análisis de esta
decisión tan violenta, que asoló a la República toda y que, desde luego, habrá
afectado a Hipólito en lo más íntimo de su ser. Este análisis surge de una
pregunta que muchos historiadores se han hecho: ¿estaban distanciados Alem e
Yrigoyen? ¿Fue este último la causa de semejante decisión? Tengo para mí que la
relación no debe haber sido del todo fluida por entonces, seguramente por alguna
disidencia de conceptos que, como vimos, tampoco fue la primera.
Lo cierto es que Alem anuncia su decisión por escrito a un grupo
de amigos y parientes, entre los cuales está Martín, pero no Hipólito. La carta
a Martín comienza con un "efusivo abrazo" y después de algunas
ponderaciones le manifiesta que "muero con gran cariño para ti" .
Seguidamente le hace un encargo verdaderamente intimo y que normalmente se
encomienda a los familiares: "Busca inmediatamente en el escritorio que hay
en mi pieza de dormir y en el cajón bajo a mano derecha, un paquete hay
rotulado para ti (sic). Hay allí varias cartas que deben entregarse y un pliego
explicando las causas de esta mi resolución, que harás publicar, para evitar
malas y torcidas interpretaciones.
Hay también otra carta para ti con encargos
reservados".
¿No era natural destinatario de estas reservas más Hipólito que
Martín? Tal vez no. Pero sigue siendo incógnita la ausencia de una carta
dirigida a aquel que había sido su discípulo más conspicuo.
Le escribe a su hijo Leandro, dejando plasmado su dolor de juventud,
diciéndole:
"mucho antes de
la edad que tú tienes, muy niño todavía, yo tuve que marchar solo, sin guía,
sin protección, sin sombras de ninguna especie. Todo lo contrario, rudamente combatido
por las más irritantes injusticias: todos me negaban".
Manifestaciones evidentes de un hombre dolorido.
A su hermana Tomasa: "has
sido la compañera de mi agitada y azarosa vida. Sé cuanto me has querido y del
mismo modo te he querido yo. Debes creerme, pues, que al alejarme de ti para siempre,
llevo el alma llena de llantos y dolores; voy con el corazón desgarrado y
sangrado. Si algo me consuela, es esa confianza de que te hablo, de que tú no
quedarás abandonada".
La lista de cartas se completa con las enviadas a Liliedal ("adiós
mi buen amigo", le dice); a Máximo Ruiz Moreno, amigo de Leandro (h), a
Martín Torino ("pídole una sus esfuerzos a los de Barroetaveña para
iniciar algo en favor de mi hermana"); a Adolfo Saldías, a Enrique Madrid.
Y la más larga y conceptuosa a Francisco Barroetaveña:
"¿Qué quiere, mi
amigo? Después de haber luchado tanto, siempre con buenos propósitos y buenas tendencias,
después de una vida tan laboriosa y agitada, sin manchas y sin sombras, es
demasiado duro a mi edad y en la posición adquirida con tantos esfuerzos y
sacrificios, tener que inclinar la frente en la batalla; vivir inútil y
deprimido. Para todo he tenido fuerzas menos para esto. Sí, es mejor que se
rompa y no se doble".
Idéntico mensaje que el de su testamento, en el cual
manifiesta:
"He terminado mi
carrera, he concluido mi misión. (...) Para vivir estéril, inútil y deprimido,
es preferible morir. ¡Sí! que se rompa pero que no se doble".
Tenía apenas 54 años...
Decidió morir en el Club del Progreso, que por entonces
tenía su sede en la esquina de Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) y Perú, al cual
llegó en el coche que había pedido con orden de ir hasta allí, pegándose un
tiro de pistola en la sien en pleno viaje.
Las crónicas trasmitidas verbalmente desde entonces en los
salones del Club es que lo recibieron sus amigos, encabezados por Roque Sáenz
Peña, depositando su cuerpo en una mesa que se conserva en la actual sede,
ubicada en Sarmiento 1334 de la ciudad de Buenos Aires.
¿Por qué Hipólito no estaba entre esos amigos? ¿Por qué no recibió
carta de despedida? No conozco por mi parte ningún testimonio, oral o escrito,
que aclare estos interrogantes.
Félix Luna ensaya la teoría de que en el seno partidario ya
se notaban divisiones entre los hombres del Comité de la Provincia y los del
Comité Nacional. Y señala que "La verdad es que la lucha que libró
Yrigoyen en el seno del Partido, fue dirigida contra el grupo que rodeaba a su
tío". No contra él, a quien respetaba y amaba. "Yrigoyen -agrega
Luna- conocía muy bien a ese pequeño cónclave usufructuario del prestigio del
viejo caudillo, cuyos integrantes estaban muy lejos de vivir en la tensión
heroica y agonista del viejo luchador". Tal vez sea esta una interpretación
legítima.
Lo cierto es que muchos "alemnistas" dejaron de
pertenecer a la Unión Cívica Radical con el correr de los tiempos.
Duelo con Lisandro de la Torre y la Abstención de 1897
Al morir Alem el Dr. Bernardo de Irigoyen asume la
presidencia del Comité Nacional. En el Comité de la Provincia comandaba Hipólito,
quien ya había detectado la falta de solidaridad de algunos miembros, llamados
con el tiempo los "bernardistas" por su proclividad a seguir a Don
Bernardo más que a Hipólito.
La división surge, evidente, en la llamada política de las
"paralelas", que se presenta con motivo de la futura campaña para la
renovación presidencial. Los rumores señalan que el Partido Nacional va a
sostener la candidatura de Roca, lo que hace suponer a los "mitristas"
y muchos radicales que nuevamente se pondrán en práctica las peores argucias
del "régimen" y el fraude será feroz.
Consecuentemente, los "mitristas" -de fuerte
arraigo electoral en la Provincia de Buenos Aires- proponen a los radicales integrar
una fórmula encabezada por Bernardo de Yrigoyen, sumandoa la Unión Cívica
Radical, que ya por entonces tenía organización nacional. Obviamente los
"mitristas" piden reservarse la gobernación de la Provincia,
señalando que cada partido haría su campaña en forma diferente pero
"paralela".
Hipólito no acepta esta nueva propuesta de
"acuerdo" porque conoce a los "mitristas" y a los
"bernardistas", y sabe bien hasta dónde serán capaces de llegar por
el afán de ocupar posicionesy gobiernos. Propone a los suyos rechazar la oferta
y,frente al proceso electoral que se avecina, declarar la abstenciónfijando una
clara posición de principios.
"Que se pierdan cien presidencias, pero que se salven
los principios".
Como señala Manuel Gálvez, "desde su iniciación en la
política repudió los acuerdos.
Por no unirse con los mitristas en los tiempos de la
conciliación, cuando era presidente Avellaneda, se fue con Alem y con del
Valle, que fundaron el Partido Republicano".
Se opuso a la Guerra del Paraguay, en la que Argentina, Brasil
y Uruguay se unieron "acordando" la derrota conjunta de Solano López.
Recordemos que Leandro, en cambio, se alistó en las fuerzas y que por sus
acciones guerreras recibió el grado de alférez de artillería.
A fin de resolver el dilema, se convoca a la Convención
Nacional de la Unión Cívica Radical para el Io de septiembre de ese año de
1897. Como siempre ocurre en estos menesteres, en los días previos se van
conociendo las posiciones que personalmente adoptan los delegados, no siendo de
extrañar que los que correspondan a determinada provincia arriben abroquelados
en una idea determinada o con un voto ya resuelto.
Algo así debe haber sucedido con los de la Provincia de Buenos
Aires que, impulsados por su líder, venían dispuestos a oponerse al acuerdo.
Tal vez por esto mismo y por la indignación que le producía la
posición intransigente de Don Hipólito, Lisandro de la Torre, que varias veces
había actuado como secretario de ese órgano, presenta su renuncia a su calidad
de afiliado y sin tapujo de ninguna especie culpa a Yrigoyen por su actitud.
Dirigida al presidente de la Convención, Dr. Juan M. Garro, le envía una larga carta
que comienza diciendo:
"Ruego al Sr. Presidente se sirva poner en conocimiento
de la Convención mi renuncia indeclinable del cargo de delegado de la provincia
de Santa Fe. Doy a este acto el alcance de una separación definitiva del
partido".
Lo que sigue a ese escueto pero lapidario mensaje es una
retahila de culpas a Hipólito, al que le endilga ser el artífice de impedir "la
gran política de la coalición". Los partidarios del caudillo produjeron un
desorden de ordago para impedir que la renuncia continuara leyéndose. La
tradición oral indica que el propio Marcelo Alvear tomó una silla y la arrojó
sobre el secretario con tal propósito.
Yrigoyen no estaba presente en las deliberaciones, tal como se
lo había recriminado Lisandro en su renuncia ("ha defraudado las aspiraciones del país, sin venir a la
convenció, sin dar sus razones (...) sin mostrarse frente a frente...").
Sus amigos le trasmiten de inmediato los términos de la renuncia y,
lamentablemente, no queda otro remedio para levantar su ponderación que el
cruce de armas en un duelo.
Se pacta duelo a sable, con filo, contrafilo y punta. Uno de
los padrinos de Yrigoyen es Marcelo T. de Alvear, que le da nociones de cómo
empuñar el arma, ya que el enfrentamiento será con un experto esgrimista. El
resultado es el de una herida en la mejilla de de la Torre, quien a partir de
entonces, usará barba rala para disimularla.
No hay reconciliación entre los contrincantes, y en el
futuro será Lisandro de la Torre un enemigo acérrimo de Hipólito Yrigoyen, porque
como a Leandro Alem, de quien era profundo admirador, lo conmueve la pasión más
que la razón. No en vano su final también será de suicida, dirigiendo un
mensaje a sus amigos con la explicación de la decisión.
Julio Noble señala que en el 90, las vidas de Alem y de la
Torre se ensamblaron. "El joven
abogado rosarino se acercó al gran caudillo y a su lado permaneció hasta su desaparición.
Luego siguió fiel a su memoria y a sus principios morales y políticos que predicó
y practicó hasta que decidió la suya"
(Julio Noble, "Cien Años: dos vidas", tomo I).
No obstante el duelo, la Convención Nacional votó a favor de
las "paralelas", por lo que los delegados yrigoyenistas se retiraron de
su seno.
En una reunión sostenida en casa de Marcelo T. de Alvear, en
la que además del dueño de casa se encontraban los componentes del Comité de la
Provincia, Dr. Hipólito Yrigoyen, Senillosa, Serra, Durañona, Bullrich,
Reynoso, O'Farrel, Alfonsín, Simmovich, Casco, Rodríguez Ocampo, Matienzo,
Wright, Moutier, L. Pereyra, M. Demaría , Le Bretón, Demarchi, L. Ocampo y J. Moreno,
se resolvió no continuar la lucha cívica, decretar la abstención y "aprobar
la decisión de los senadores y diputados de retirarse de las Cámaras".
Así, además de la abstención, se ratificó la intransigencia. Sin duda el
criterio y orientación de Hipólito quedaban nuevamente ratificados.
La reorganización partidaria y la revolución de 1905
Concretada la política de las "paralelas" con la
gobernación de Bernardo de Irigoyen, la Unión Cívica Radical comienza a languidecer,
pues los que aceptaron posiciones de gobierno dejaron de pelear por la
modificación del régimen, y los abstencionistas dejaron de actuar también,
aunque por otros motivos y principios.
De tal modo transcurren cuatro o cinco años de
"abstención radical", en medio de la segunda administración de Roca.
La decepción popular por estos resultados era tan grande que se reflejaba en
los pobres comicios a los que concurrían sólo los obligados por un deber de
fidelidad.
Sin embargo Hipólito no descansa. Su casa de la calle Brasil
1039, a
escasos metros de la plaza Constitución, es casi un templo de abrevar doctrina,
en donde Hipólito vive, al principio, con su hermana Marcelina.
Allí concurren todos los viejos compañeros de luchas en el
90 y el 93, así como hombres más jóvenes que, atraídos por el místico encanto
del caudillo, se suman a la causa de sus desvelos, ofreciéndose a engrosar las
filas de lucha.
En 1903 se encara la reorganización definitiva del Partido.
En septiembre de ese año queda constituido el Comité de la Capital y, en
febrero de 1904, el Comité Nacional, que preside Pedro C. Molina y cuyo
vicepresidente es José Camilo Crotto.
La tarea prioritaria era pensar y organizar otro movimiento revolucionario
que definitivamente diera por tierra con el régimen roquista. No para ocupar
posiciones, sino para lograr la recuperación institucional.
Del propio puño de Yrigoyen es el texto del Manifiesto de la
Unión Cívica Radical al Pueblo de La República. El primer párrafo del largo
documento afirma:
"Ante la evidencia de una insólita regresión que
después de 25 años de transgresiones a todas las instituciones morales,
políticas y administrativas, amenaza retardar i n definidamente el
restablecimiento de la vida nacional, ante la ineficacia comprobada de la labor
cívica electoral porque la lucha es de la opinión contra los gobiernos
rebeldes, alzados sobre las leyes y los respetos públicos, y cuando no hay en
la visión nacional ninguna esperanza de reacción espontánea ni posibilidad de
alcanzarla normalmente, es sagrado deber del patriotismo ejercitar el supremo recurso
de la protesta armada a que han acudido casi todos los pueblos del mundo en el
continuo batallar por la reparación de sus males y el respeto de sus
derechos".
Esta vez el levantamiento estaría organizado para estallar
simultáneamente en todas las provincias, como modo de sorprender y dispersar a
las fuerzas del Gobierno.
Proyectado el estallido para el 10 de septiembre de ese año,
diversas circunstancias aconsejan aguardar tiempos más propicios, especialmente
por la situación de algunos jefes y oficiales que, deseando plegarse, no
estaban en condiciones institucionales de hacerlo. Por otra parte, algunas
delaciones habían jugado una partida traidora, haciendo saber al Gobierno las
preparaciones bélicas.
Se acuerda también que es preferible aguardar el cambio de gobierno,
cuya Presidencia pasa -el 12 de octubre- de Roca a Manuel Quintana.
De tal manera se llega al 4 de febrero de 1905. Al atardecer
del día anterior, a f in de ajustar los detalles, se realiza una reunión en la
casa del Dr. Julio Moreno, futuro jefe de Policía y ministro de Guerra de
Yrigoyen, ubicada (todavía) en la Avenida Callao al 200 entre las calles
Cangallo y Cuyo (hoy Sarmiento). Allí concurren Pedro C. Molina, (presidente
del Comité Nacional), José Santos Arévalo (presidente del Comité de la
Capital), Fernando Saguier, Vicente G. Gallo, José Luis Cantilo y otros más,
confirmando la hora del levantamiento para las 3 de la mañana siguiente.
Pero esta vez también el Gobierno tuvo noticias tempranas del
proyecto (culpa de las "delaciones infames") y el propio ministro de
Guerra, general Godoy, junto al jefe de la Región Militar, tomó posesión del
arsenal; al arribar los revolucionarios a ese lugar estratégico, se
desbarataron todos sus planes. Lo mismo ocurrió con los demás arsenales
ubicados en distintos puntos de la ciudad y las comisarías, por lo que en pocas
horas todo quedó en la nada, con una nueva decepción popular y el "régimen"
incólume.
Los organizadores partieron a Montevideo, donde una pléyade de
"blancos" liderados por Don Luis Herrera les brindó honores y
asistencia.
En la Provincia de Buenos Aires, el resultado de la derrota
fue más cruento y hubo que lamentar muertos y heridos. La principal reyerta
ocurrió en Pirovano, donde luego de confusos episodios, la tropa teóricamente
leal a la revolución se subleva contra sus jefes "y asesina primero a los
tenientes José Avelino Mantera e Hipólito Veniard, marchando sobre la estación
(del ferrocarril) donde son muertos fríamente Baca, Kuhr, Agustín Roca, Inocencio
Arroyo y Alejandro Moreno". Este último era hermano de Julio Moreno, a
quien hemos citado reiteradamente en este escrito.
Los levantamientos en el resto de las provincias sufrieron suerte
variada también, y puede decirse que la derrota en la Capital y en la provincia
de Buenos Aires fueron decisivas para su resultado.
A los pocos días, Hipólito Yrigoyen se presentó solo ante el
Juzgado Federal para hacerse responsable exclusivo de semejante desastre. Ahí
estaba la responsabilidad de un hombre de principios.
Ahí estaba, en definitiva, la fuerza de la Etica.
Recomiendo al lector revisar los términos del llamado
"Segundo Manifiesto" de la Unión Cívica Radical al Pueblo de la República,
con motivo del fracaso de la revolución y las causas que lo produjeron. Con la
pluma evidente de Yrigoyen, comienza diciendo que "La delación y la perfidia, que siempre fomentan los gobiernos sin
moral; y que fueron los verdaderos enemigos con que el movimiento
revolucionario tuvo que luchar desde el comienzo de sus trabajos (...)",
completando su pensamiento en tal sentido al afirmar que "En la frente de
quienes de tal manera han traicionado deberes sagrados, infamando sus nombres,
pesará eternamente la ignominia de su villanía a la execración de la
República".
El triunfo de la Ley
Los tiempos que siguen a la "Revolución del
Cinco", son de abstención absoluta del Partido Radical y de intransigencia
en los principios, actitudes que, sostenidas por Hipólito Yrigoyen a ultranza,
van agrandando su figura de conductor, caudillo y hombre de pensamiento. La
gente lo sigue y él acepta ser guía, siempre dispuesto a escuchar inquietudes,
a consultar opiniones, a conocer la vida de los hombres.
Llega por fin la renovación de la Presidencia de la
República, que trasmitirá Figueroa Alcorta a favor de Roque Sáenz Peña.
Este, más amigo de Roque Yrigoyen que de Hipólito, ha tenido
con él, sin embargo, un pasado común en las lides de Alsina.
Roque Sáenz Peña llega convencido de que no es posible
continuar con el sistema y las costumbres electorales imperantes y que,
naturalmente, la reforma debe ser una prioridad de su gobierno.
Antes de asumir y recién llegado al país desde Roma, en donde
era embajador, se entrevista con Yrigoyen y le trasmite su inquietud. Aceptadas
por éste, se realizan algunas reuniones más a las que también concurren otros
amigos y el futuro ministro de Interior, el Dr. Indalecio Gómez.
Hipólito no quiere hacer de esas reuniones simples
conciliábulos, por lo cual y confirmando sus valores éticos, comunica toda su
gestión al Comité Nacional -el cual se pronuncia autorizándolo a proseguir con el
plan-, no sin antes ratificar su declinación a ocupar puestos de gobierno y
afirmar que la U.C.R. "está
dispuesta siempre a caracterizar con su intervención y sancionar con su voto en
definitiva, la reorganización de los elementos constitutivos del derecho electoral,
en cuanto ella sea plena y realmente hecha en su concepto legal y su aplicación
verdaderamente garantizada".
Con este espíritu se desarrollaron las deliberaciones del
proyecto, marcando los radicales tres elementos sustanciales: el empadronamiento
de los electores en el padrón militar, el voto secreto y obligatorio y la
representación de las minorías, a las que se les asignaría un tercio de los
resultados. Es el sistema de la lista incompleta que caracterizó en el futuro
la denominada "Ley Sáenz Peña".
Este es el instrumento definitivo de la "reparación
nacional" que en el año 1912 permite incorporar al Congreso Nacional a los
diputados radicales por la provincia de Santa Fe, cuña divisoria de un tronco
compuesto en su primera parte por un régimen "falaz y descreído" y en
la segunda por la reconstrucción de los derechos ciudadanos.
La coronación de todo el proceso, que había empezado con las
revoluciones, terminó con la elección popular que en definitiva llevó a
Hipólito Yrigoyen a la Presidencia de la República, ámbito desde el cual se le
había enrostrado reiteradamente su afán revolucionario, atribuyéndole
ambiciones personales.
Nunca nadie en la historia argentina tuvo menos ambición de gobierno
que Yrigoyen; hubo que presionarlo de tal manera para que aceptara la
candidatura a la Presidencia que la puja concluyó con su famosa frase:
"hagan de mí lo que quieran".
Un final glorioso
Superadas las Presidencias y el fatídico 6 de septiembre de 1930,
que da por tierra con todas las viejas luchas y la sangre que costó la
proclamación definitiva de los derechos ciudadanos, llega Hipólito Yrigoyen al
final de su carrera y de su vida, que había comenzado en las brumas guerreras
de la batalla de Caseros.
Su partido estaba nuevamente dividido entre los fríos de siempre,
que habían aceptado el "acuerdo del contubernio", y los radicales de
siempre, que proclamaron nuevamente la abstención revolucionaria y la
intransigencia contra el despotismo de los gobiernos de José Félix Uriburu y
Agustín P. Justo. Habían anulado las elecciones del 5 de abril de 1931 y
produjeron la proscripción de la fórmula radical, compuesta por Marcelo T. de
Alvear y Adolfo Güemes, para las elecciones de 1932.
La República se había perdido y la democracia era un mito.
Frente a ese panorama Yrigoyen señala que "hay que
empezar de nuevo", para lo cual, sintiéndose envejecido y sin fuerzas, busca
a un lider que lo suceda en la conducción partidaria.
Para eso mantiene varias reuniones con los amigos y, siendo Alvear
presidente del Comité Nacional, lo visita un día el Dr. Adolfo Güemes. Cuenta
Gabriel Del Mazo que Yrigoyen le dijo:
"Marcelo está muy
mal rodeado. Son un peligro ciertos amigos que tiene a su alrededor. Deben
ustedes cuidar ese punto". "En
esas palabras -agrega Del Mazo- está
la explicación de la frase de Yrigoyen, ya muy cercano a la muerte, que ha sido
muy llevada y traída con intención política: 'rodeen a Marcelo'".
En el apoteótico entierro, que hizo acordar a los de Alsina
y Sarmiento, pero esta vez conducido el féretro a pulso por el pueblo, habló
Marcelo Alvear, junto a otros oradores, como Honorio Pueyrredón, Juan A. O'
Farrell, Ricardo Rojas, Amadeo Sabatini, Osvaldo Meabe, Raúl Damonte Taborda.
En tal ocasión, señaló Alvear: "desde hoy en adelante, la nación tiene en Hipólito Yrigoyen el
noble orientador, como el navegante la estrella polar en la vasta soledad de
los mares. Su nombre se grabará en las páginas de la historia para ser
perpetuado en bronce y en mármol en todos los pueblos de la República".
Dedico este trabajo a la memoria de mi abuelo, el Dr. Julio
Moreno, quien fue gran amigo de Hipólito Yrigoyen desde los albores del 90
hasta su repentina muerte, ocurrida en el mes de noviembre de 1926, en París
mientras desempeñaba la presidencia del Banco de la Provincia de Buenos Aires.
Fue el primer jefe de Policía en 1916, ministro de Guerra e interino de Marina hasta
1922, cuando comienza el gobierno de Marcelo T. de Alvear.
Moreno y Alvear habían sido íntimos amigos desde la Facultad
de Derecho. Sin embargo, cuando los llamados "antipersonalistas" producen
la división partidaria encabezados por Meló y Gallo, Moreno integra el Comité
Nacional de la U.C.R., desde donde deplora la actitud asumida por los
opositores a Hipólito Yrigoyen y se distancia de su amigo Alvear
definitivamente.
Era hermano de Alejandro Moreno, quien, aun cuando no
figurara -como su hermano mayor- en los roles del Comité Nacional o la
Convención Nacional, o del Comité de la Provincia de Buenos Aires, su presencia
fue permanente en las lides partidarias y -como vimos- ofrendó su vida en la
revolución de 1905, en Pirovano, donde fue muerto junto con otros
correligionarios. A él también dedico este esfuerzo.
El Dr. Julio Moreno contrajo matrimonio en 1898 con doña
María Ignacia Hueyo y de esa unión nacieron nueve hijos. El sexto de ellos era
mi padre, el Dr. Guillermo José Moreno Hueyo, quien tuvo la grandeza de
entusiasmarme con los temas vinculados a la historia y la política. Para él, mi
más profundo agradecimiento y homenaje.
Fuente: Hipólito Yrigoyen “La fuerza de la etica” Prólogo y
Selección de Guillermo Moreno Hueyo (h), 1999.
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