Invitado a participar en este ciclo de disertaciones sobre
"Las Instituciones y las Ideas Políticas", como representante de una
definida corriente de opinión política, de raigambre histórica, he meditado
sobre la necesidad de superar contagiosos "estados de vértigo", que
aconsejan soluciones extremas o providenciales, siempre de emergencia, propias
de todo país inmaduro; y buscar, en cambio, según la aguda expresión de
Martínez Estrada, los "invariantes históricos" que nos ayuden a
comprender la realidad nacional.
Como no deseo improvisar argumentos -aun cuando reconozco
que cada momento histórico tiene sus problemas propios-, he de recurrir en mis
reflexiones a viejas observaciones que vengo formulando con respecto al proceso
político argentino.
Para poner la realidad actual en su quicio, luego de la
experiencia vivida, y con el objeto de evitar exasperaciones, resulta
aconsejable recordar a Montesquieu. Aludiendo al esfuerzo de los ingleses por
establecer entre ellos la democracia, decía:
"Como los
políticos no tenían virtudes y, por otra parte, excitaba ' su ambición el éxito
del que había sido más osado (Cromwell); como el espíritu de una facción no era
contrarrestado más que por el espíritu de otra, el gobierno cambiada sin cesar;
el pueblo, asombrado, buscaba la democracia y por ninguna parte la veía. Al
fin, después de no pocos movimientos, sacudidas y choques, fue necesario
descansar en el mismo gobierno que se había proscripto".
Tras afirmar que "todos los golpes fueron para los
tiranos, sin que alcanzaran a la tiranía", señalaba Montesquieu: "Los
políticos griegos que vivían en gobierno popular, no reconocían otra fuerza que
pudiera sostenerlo sino la de la virtud. Los de hoy no nos hablan más que de
manufacturas, de comercio, de negocios, de riquezas y aun de lujo".
En momentos de crisis es menester buscar el cimiento sobre
el que se debe construir, que no es otro sino el vigor de las instituciones.
Ello es lo permanente, pues, como advertía Ganivet, no es válida la alternativa
de que el dilema tiene una sola salida:
"... que los
hombres no caminan en ninguna dirección, y que hace falta que venga de vez en
cuando un genio que los guíe; y es posible que quien tal crea, piense ser el
genio predestinado a guiar a sus semejantes como a una manada de ovejas".
La democracia reconoce al pueblo como asiento de la
soberanía política. Al pueblo concreto, tal cual es, y no según la irónica
suposición de Rousseau:
"Convengo en las
bellezas de la democracia; dadme un pueblo de ángeles y la acepto...".
La democracia no necesita "genios" predestinados y
repele la misión redentora de las minorías autoiluminadas de que nos habla
Jacques Maritain.
El Pensamiento Elitista
Son cuatro los "invariantes históricos" que el
observador descubre en el proceso político argentino:
1. La
persistencia de un pensamiento elitista.
2. La presencia
de las Fuerzas Armadas en el proceso institucional.
3. La conversión
del orden conservador en régimen corporativo.
4. La
participación orgánica de las Fuerzas Armadas en el poder.
El pensamiento elitista pretende condicionar la expresión
general. La Constitución de 1819 no sólo tuvo la intención de concentrar el
poder sino que introdujo un elemento aristocratizante: un Senado integrado con
dignidades eclesiásticas, civiles y militares.
Dicho cuerpo debía formarse con un senador por cada
provincia, "tres senadores militares, cuya graduación no baje de coronel
mayor; un obispo y tres eclesiásticos, un senador por cada Universidad y el
Director del Estado, concluido el tiempo de su gobierno" (art. X).
El federalismo de Rosas -tan distinto del de Dorrego o
Artigas-, y con prescindencia de su populismo masificador, constituyó un
sistema de concentración del poder económico y político en las clases
dominantes de Buenos Aires, que cohonestó la formación jurídica del Estado
Federal y que apoyó su doctrinarismo político en la mejor tradición elitista y
antidemocrática.
Rosas, ante el avance de la revolución democrática y la
popularización del goce de los bienes modernos, escribe desde Southampton, el 4
de enero de 1870:
"La plebe de esta
tierra sigue su camino insolente; y los derechos son terribles".
La denominada política de los acuerdos, que cubrió un largo
período de nuestra historia, consistía, como observa Natalio Botana, "en
un sistema de transferencia del poder mediante el cual un reducido número de
participantes logró establecer dos procesos básicos: excluir a la oposición considerada peligrosa para el régimen y
'cooptar' por el acuerdo a la oposición moderada, con la que se podía transar
sobre cargos y candidaturas".
El mantenimiento del orden conservador no se compatilizaba
con la formación de los partidos políticos. Sarmiento, al asumir la Presidencia
de la Nación en 1868, recoge ese estado de opinión y responde:
"Los partidos
políticos existen ab initio y continuarán siempre. Los partidos son la opinión
asociada, reunida en grupos. Los que no tienen opiniones no forman partidos
políticos ni deben tomar parte en la vida pública porque no harán sino males,
prolongando el malestar, desmoralizando la opinión con sus dudas y su falta de
principios que los guíen".
Todas las instituciones modernas, agregaba, que reconocen la
libertad y la igualdad de derechos de las opiniones políticas, tienen por base
los partidos políticos, que son simplemente la organización que se dan las
ideas en grupos y aglomeraciones de voluntades, para concurrir a hacerlos
prevalecer en la dirección de los negocios públicos".
Ese sentimiento elitista -de raíz universal- fue materia de
un ensayo por Augusto Bunge, que tuvo trascendencia por la hondura de su
pensamiento y su significación histórica en el proceso argentino. A la altura
de 1915, en El culto de la vida, Bunge refuta "las teorías que niegan
valor al gobierno efectivo del pueblo como agente de progreso histórico",
y después de afirmar que "no es burda aritmética la del gobierno
popular", añade:
“El no se basa en una
suma y resta mecánica de votos: es, como todo fenómeno, una lucha de fuerzas.
Fuerzas de intereses y fuerzas de ideales. Si el gobierno debe corresponder a
la mayoría, es por ser la mayoría la expresión más aproximada posible de las
fuerzas cuyo predominio representa más exactamente la inteligencia social.
Triunfa el mayor número pero lo congrega la gravitación de la fuerza
mayor".
Y concluye:
"La historia y la
actualidad evidencian que los gobiernos más o menos representativos, con todos
sus graves defectos, son en conjunto muy superiores a los que emanan de un
régimen puro de clase, de casta o de camarilla".
La Obra de Yrigoyen
El fraude electoral, desde el punto de vista político, fue
el instrumento de preservación del régimen conservador. Su utilización funcionó
como reaseguro ante la espontánea formación de grupos políticos, para impedir
la transferencia del poder.
El fraude, como sistema, completaba o integraba la fórmula
de los acuerdos.
He recogido el pensamiento esclarecido de tres
representantes de ese orden, actores lúcidos de un proceso que denunciaron por
contrariar los intereses de la Nación.
Carlos Pellegrini exclamaba en el Senado de la Nación, con
la espontaneidad explosiva que le caracteriza Groussac:
"Yo creo que la
causa original, fundamental, de todos los vicios políticos que han llegado
hasta a suprimir el régimen electoral de la República, está en el fraude o en
la simulación electoral".
La penetración de Joaquín V. González resulta sorprendente:
"Nosotros somos
un organismo político roído por el fraude y la mentira y estas dos cualidades
inherentes a nuestra viciosa educación política son las que determinan
actualmente todos nuestros males sociales. Educar al pueblo en el fraude y la
mentira, es preparar la disolución social y días muy amargos para la
República".
Es indispensable detenerse en el análisis del comportamiento
político de las élites detentadoras del poder. Estadistas como Pellegrini y González,
despojados de los intereses sectoriales y en función de una verdadera actitud
política, "proclamaron la verdad y
buscaron sinceramente el remedio", según anotara el segundo de ellos.
En cambio, los beneficiarios del régimen no se resignaban al cambio, y
resistían la política de transición de Sáenz Peña.
El ilustre presidente, al exaltar las reformas electorales
de 1912 en su mensaje al Congreso, del año siguiente, se hizo cargo de esa
realidad y dijo:
"El triunfo
alternativo de dos partidos extremos ha despertado inquietudes en algunos
espíritus, que miran aquellos actos como un peligro para la sociedad
conservadora. No todos los conservadores participan de las mismas aprensiones y
yo debo deciros que tampoco las comparto. Desde luego, se trata de partidos que
operan dentro del orden y la libertad, con sus doctrinas y con sus banderas,
amparados por la Constitución. Por el hecho de votar no son partidos
revolucionarios y quienes no participan de sus aspiraciones y tendencias,
tienen franco el camino comicial para contrarrestarlas o limitarlas por los resortes
de la misma ley".
La resistencia al cambio fue enorme. La muerte de Sáenz Peña
y el acceso a la Presidencia de Victorino de la Plaza, significó una
oportunidad propicia para que los grupos dominantes se recompusieran. El nuevo
presidente, en su primer mensaje trató de apaciguar el ánimo de los inquietos,
y en tono de compromiso político les aseguró que "ni remotamente podría suponerse que para salvar formas de
imparcialidad electoral, pudiera serle indiferente la suerte del país o el
desastre de las instituciones".
"La suerte del
país o el desastre de las instituciones" no significaba otra cosa que
el asiento de la democracia y el traspaso del poder al pueblo. El orden
conservador no debía ser sustituido, pese al acto comicial que se avecinaba:
tal era la decisión del régimen. El diario La Prensa, en un difundido editorial
del 13 de agosto de 1916, formulaba esta advertencia:
"Somos, queremos ser, una sociedad orgánica,
tradicional y definitivamente conservadora de sus conquistas institucionales,
económicas y sociales. He ahí la sociedad entonces que gobernará el partido
Radical desde el 12 de octubre. He ahí el gran programa conservador que le
impone la República, bajo el apercibimiento solemne de que de no observarlo,
fracasará y será batido y desalojado del poder".
Es necesario comprender y reflexionar respecto del verdadero
comportamiento de los grupos dominantes. Una realidad política acuciante
-agobio económico, descomposición moral y resistencias revolucionarias- y la
visión esclarecida de Sáenz Peña determinaron la apertura formal del proceso
político argentino en 1916, pero los detentadores del poder real estaban
dispuestos a impedir su transferencia, de cualquier manera.
El Presidente Yrigoyen explicó años más tarde el contenido
de su accionar, que le permitió llegar al Gobierno de la República:
"Con la
'revolución' se propuso mantener en pie de permanente rebeldía -en la
conspiración constante- a la ciudadanía argentina, contra los usurpadores del
poder. Con la 'intransigencia' se encerraban los postulados del dogma, en una
interpretación ortodoxa e intangible. De tal modo, se hacía imposible la
desvirtuación de su sentido ético e histórico en entendimientos o uniones con
facciones políticas a las que siempre habíamos combatido. Con la 'abstención'
se lograba evitar que gran parte de los ciudadanos cedieran a los halagos de
las prebendas y del usufructo de las cosas materiales, a cambio del
debilitamiento de sus conciencias de hombres libres".
"Más que para
gobernar", añadía, la llegada a la Presidencia serviría para "vindicar el honor de la Nación y
restablecer el imperio de las instituciones básicas por la imposición de la
propia soberanía y por la reorganización integral de los poderes".
Yrigoyen no se incorporó al régimen al concurrir al comicio
y acceder al Gobierno, sino que forzó la transferencia del poder, quizá formal,
pero que inauguraba el proceso de democratización de las instituciones.
Robespierre, en plena Revolución Francesa, sostenía:
"La función del
gobierno es dirigir las fuerzas morales y físicas de la Nación hacia el fin de
las instituciones. El fin del gobierno constitucional es conservar la
República; el del gobierno revolucionario, fundarla".
Hipólito Yrigoyen conservó intacta la República que la
revolución, la intransigencia y la abstención fundaron. En el gobierno,
fracturó las estructuras del régimen, reivindicó los derechos populares,
recuperó la tierra arrebatada a la Nación mediante decisiones memorables, sentó
las bases perdurables de la política energética, realizó la democratización de
la educación, dio personalidad política a la Nación en el orden internacional,
retuvo en sus manos los controles políticos de la economía, estableció los
cimientos de la democracia política y social, aseguró las libertades públicas.
El constitucionalismo, como programa de gobierno, no
significó una abstracción filosófica o una difusa posición de doctrinarismo
político, sino una avanzada transformadora. La institucionalización de los
derechos y garantías del pueblo, como culminación y epílogo de un proceso
revolucionario, puso fin a un régimen asentado en los privilegios, que las
minorías se arrogaban por sí y para sí. El constitucionalismo activo y
militante, como doctrina política, y la instauración de la democracia como
forma de gobierno, representaron un aporte de innegable trascendencia
histórica.
La continuidad del proceso institucional, las decisivas
mayorías alcanzadas por el radicalismo en 1928 que le permitirían el ejercicio
real del poder político y económico, retenido aún por los sectores dominantes
en el Congreso; la pérdida del poder económico por parte de los centros
internacionales (política petrolera), el auge de los regímenes autocráticos en
el mundo, como respuesta al revolucionarismo comunista iniciado en 1917, la
incomprensión de las élites políticas y culturales, determinaron la ruptura del
orden constitucional en 1930. Aparece así el segundo invariante histórico: la
presencia y participación de las Fuerzas Armadas en el proceso institucional.
Aparición del Fascismo
Un autor de nuestros días, Enrique Zuleta Alvarez, examina
la formación y postulados del nacionalismo doctrinario. La campaña emprendida
por Lugones en 1921, que protagonizó el grupo editor del periódico La Nueva
República en vísperas del golpe del 6 de setiembre de 1930, "señaló la necesidad de mitigar la
incidencia del elemento democrático en las instituciones y en la vida política
del país", escribe Zuleta Alvarez. "Se
discutió el régimen surgido de la Constitución de 1853 y de la ley Sáenz Peña,
pero sólo después de dicha revolución se debatió seriamente la forma del
régimen de gobierno", agrega.
"En el plano
político, la fuerza se definía como autoridad, como reconocimiento de un mundo
que implicaba jerarquía y orden, es decir, una organización social que asumiera
la realidad de una aristocracia -continúa-. Para Lugones, la única institución capaz de mantener estos valores era
el Ejército, que se había mantenido al margen de la corrupción igualitaria y
democrática. Ante la caducidad del sistema político e institucional del siglo
XIX, sólo el militarismo ofrecía una posibilidad de defensa de los valores
esenciales". El lenguaje de Lugones fue directo: "Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la
hora de la espada".
El militarismo de Lugones, dice el autor citado, "estaba acompañado por un autoritarismo
influido por el ejemplo del fascismo de Benito Mussolini que, como a muchos de
sus coetáneos en la Argentina y Europa, le había afirmado en la creencia de que
sólo se saldría de la crisis por medio de la dictadura".
En un anterior estudio sostuve que el fascismo surge como
doctrina política basada sobre las ideas de persona, familia, sindicato,
comunidad y Estado. "Las ideas
democráticas quedaban desamparadas -explica Kelsen- por las extremas derechas como por las extremas izquierdas; y el
fascismo, no obstante significar la dictadura burguesa y nacionalista, no
quiere pasar como el bolchevismo, por ser el dominio de una clase, sino que se
afirma contrariamente, como representante de la totalidad de un pueblo
unificado en la Nación".
"En el Estado
fascista -prosigue- no impera ya la
ideología democrática, sino un ideario aristocrático -autoritario-, más o menos
consciente y consecuentemente desenvuelto. Allí impera la idea de que la élite es
la llamada a ejercer la función directiva, y la idea, o mejor, la creencia en
la naturaleza carismática de una personalidad (o 'caudillo'), a la que de
manera misteriosa y sobrenatural se le ha otorgado la gracia de dirigir la cosa
pública. El principio autoritario sustituye al democrático; pasa a primer plano
la exigencia de la disciplina y de la obediencia incondicional al superior
jerárquico e incluso la administración civil recibe un carácter esencialmente
militar".
Ese espíritu autoritario y regresivo inspiró el golpe
militar del año 30. El propósito no sólo fue, como considera Natalio Botana,
recuperar (regresión a 1916) "el control de la oposición y la conservación
del poder por medios ilícitos -proscripción y fraude", sino el de sustituir
el fundamento político del poder. Los testimonios de Lisandro de la Torre,
Federico Pinedo, Carlos Ibarguren, Juan P. Ramos y las Memorias del general
Sarobe con adiciones del entonces capitán Perón, coinciden en afirmar que se
trataba de instaurar un régimen corporativo, cuyo fundamento no sería el pueblo
sino la fuerza.
La tendencia autoritarista tuvo su más expresiva
representación no sólo en los intentos de reformas corporativas (reemplazo del
Congreso por una entidad gremial, eliminación de los partidos políticos y
re-agrupamiento de los ciudadanos en categorías, gremios, grupos profesionales
o corporaciones de intereses; sustitución de la representación política por la
técnico-funcional), sino, y muy especialmente, en la creación de milicias
paramilitares, a imitación de las fascistas, las que tomaron estado legal por
decreto del 18 de mayo de 1931.
Las resistencias producidas en el seno mismo de las Fuerzas
Armadas (algunas con atisbos de levantamientos) y el repudio de la ciudadanía
expresado en los comicios del 5 de abril de 1931, celebrados en la provincia de
Buenos Aires (error de análisis político superado por la anulación del acto
eleccionario), desplazaron al sector corporativista y se regresó, como
comportamiento derivado, a un "constitucionalismo
fraguado".
Hubo así un retorno político a las prácticas abandonadas en
1916: fraude, violencia, acuerdos, control de la oposición, sucesiones
concertadas o impuestas. Pero el agotamiento de un proceso sin legitimidad ni
representatividad, y la tensa situación internacional -el curso de los
acontecimientos bélicos- aislaron al Presidente Castillo del poder militar y se
produjo la revolución de 1943.
El nuevo gobierno se inicia con la disolución de los
partidos políticos (decreto 18.409) y se vuelve al sistema electoral de simples
mayorías (decretos-leyes 12.298/36, 17.427 y 25.562/45), para asegurar la
legitimidad del coronel Perón en el ejercicio del poder, que lo detentaba de
facto.
El respaldo electoral no fue óbice para que se introdujesen
reformas en la estructura del poder: se trató de pasar del régimen democrático
(Constitución de 1853) a un sistema autoritarista, con instituciones
corporativas.
Así, la Constitución de la provincia del Chaco, sancionada
en 1951, establecía en su artículo 33 el principio funcional de la doble
representación:
"...la mitad será
elegida por el pueblo... la otra mitad será elegida por los ciudadanos que
pertenezcan a las entidades profesionales que se rigen por la ley de
asociaciones profesionales". La Constitución de la provincia de La
Pampa, dictada en 1952, imponía el Estado sindicalista y, según expresiones de
un convencional:
"Todos, obreros,
empleados, industriales, comerciantes, médicos, abogados, trabajadores en
cualquier rama del intelecto, gozarán del doble voto, es decir, que además de
votar como ciudadanos, aportarán su voto sindical".
Por otra parte, el artículo 78 de la Constitución Nacional
(reforma de 1949) consagró la reelección indefinida del Presidente. De este
modo se suprimieron los principios propios del régimen representativo sobre
periodicidad y renovación.
El pensamiento elitista, en su expresión autoritaria, que
había socavado los cimientos del sistema democrático, tomaba en algunos
sectores influyentes el carácter corporativista. Esta conversión del orden
conservador -constitucionalismo formal o aparente- en régimen corporativo o
funcional, importa el tercer invariante histórico.
Un Programa Frustrado
No puedo compartir la opinión del doctor Jorge R. Vanossi en
el sentido de que todos los movimientos revolucionarios incumplieron las
promesas de "inaugurar una nueva era
política o de instaurar un nuevo régimen de instituciones políticas",
dejando "las propuestas de reordenación de las instituciones, postergadas
o relegadas para la instancia final del proceso".
Deseo detenerme, rescatando la verdad histórica, en el
proceso institucional abierto en 1955.
En las Directivas Básicas dictadas el 7 de diciembre de ese
año, el gobierno, después de enfatizar su "provisoriedad"
y proclamar su decisión de vigorizar las instituciones democráticas, reconoce
como presupuestos de ellas al pueblo, a la auténtica voluntad popular, a los
partidos políticos, la consulta electoral y la vigencia plena de los derechos
del hombre.
En la proclama del 27 de abril de 1956 se declara que "el acto de mayor trascendencia es el
de adoptar la Constitución... "como" atributo esencial de la
soberanía", residente en "la totalidad de los ciudadanos".
En resguardo de esa soberanía popular fundante del poder político, se retorna a
la vigencia de la Constitución Nacional sancionada en 1853, con sus reformas de
1860, 1866 y 1898.
La convocatoria a una Convención Reformadora de la
Constitución, a través del decreto 3838 del 12 de abril de 1957, representa una
manifestación inequívoca de la voluntad política de "reordenación de las instituciones".
El gobierno cívico-militar, "en ejercicio de los poderes revolucionarios" que
detenta, se somete al "pueblo de la Nación" para que éste tome
"la intervención directa que le corresponde en la decisión del orden
institucional". Mediante la reforma se busca "asegurar":
a) el
establecimiento del régimen electoral más adecuado;
b) el
afianzamiento del sistema federal de gobierno;
c) el
afianzamiento de la libertad individual y de expresión y de los derechos
individuales y sociales;
d) el
fortalecimiento de las autonomías municipales;
e) el equilibrio
interno entre los poderes del Gobierno Federal, dando al Poder Legislativo
independencia funcional y poder de contralor y fijando las facultades del Poder
Ejecutivo, inclusive en la designación y remoción de los empleados públicos. El
robustecimiento integral del Poder Judicial;
f) el régimen
adecuado de dominio y explotación de las fuentes naturales deenergía.
Todo un programa de reformas y de reordenamiento
institucional tendiente a resguardar a las instituciones democráticas de las
deformaciones del fraude y los ensayos corporativistas. Se trataba de un reordenamiento
democrático; quizá las disconformidades no sean manifestaciones científicas
sino de desagrado político; no olvidemos los invariantes históricos: elitismo,
autoritarismo, militarismo y corporativismo.
Por decreto 15.900, del 15 de noviembre de 1957, se llamó a
elecciones generales. El partido peronista, excluido del proceso como tal,
consagró la fórmula presidencial a través de un pacto. El presidente de la
Nación, privado de representatividad propia, fue permanentemente presionado. El
avance de los centros económicos internacionales y los reiterados
planteamientos de las Fuerzas Armadas llegaron a debilitar el poder civil y a
modificar la estructura institucional de la República.
Mantenido simbólicamente el régimen institucional con la
designación del doctor Guido como presidente, y frustrado el intento de
formación de un frente electoral que ungiría al general Onganía, se llega a los
comicios de 1963.
El Reordenamiento de 1963-1966
El proceso electoral de 1963 no fue, de ninguna manera, un
acto de convicción democrática sino una determinación política de salida o, más
exactamente, de "espera".
Los sectores corporativistas, con apoyo en los grupos financieros
internacionales, se encargarían de crear el clima necesario que posibilitase o
justificase el nuevo golpe militar, el cual se concretaría en 1966.
En ese clima ficticio, tendiente a
"desestabilizar" el gobierno constitucional, se fabricó un aparente
estado de ansiedad política: todos los problemas económicos, sociales, culturales
y financieros tenían plazo improrrogable para su solución. El propósito
político, a veces oculto y muchas otras confesado, era el de mostrar la
ineficacia de las instituciones democráticas, el agotamiento de un sistema y la
necesidad de su sustitución.
El doctor lllia, el candidato más votado (25,15 por ciento),
alcanzó amplia mayoría en el Colegio Electoral. Su elección fue indirecta; por
lo tanto, referirse al acto eleccionario original es un ardid discursivo.
Sostener que un proceso atomizado -que el régimen electoral proporcional
facilitó- resta eficacia al sistema constitucional de elección, es un absurdo
conceptual y político, importa un contrasentido, pues debe, necesariamente,
existir un procedimiento que supere esa atomización y permita la designación
popular del presidente.
El gobierno del presidente Illia representó el proceso más
coherente y sostenido de reordenamiento de las instituciones republicanas.
Se recompuso el cuadro institucional de la Nación
suprimiendo las proscripciones políticas. Las provincias, en pleno ejercicio de
sus autonomías, fueron gobernadas por representantes de las distintas
corrientes políticas. La renovación del Congreso, en 1965, facilitó al
peronismo el contralor de sus decisiones. Los debates parlamentarios traducían
con veracidad el estado conflictual de ese momento histórico, abriendo
perspectivas al diálogo y a la comprensión.
El acto eleccionario de 1965 significó la integración
pacífica de la comunidad política y la participación activa del pueblo. El
llamado "peligro peronista" se había convertido en una entelequia: en
paridad de fuerzas [29,63 por ciento) con el partido gobernante (28,49 por
ciento) participaba del proceso político.
Se derogó la denominada legislación represiva,
restituyéndose la vigencia de las instituciones. Las libertades públicas
alcanzaron su expresión más alta. No se recurrió al estado de sitio y el
equilibrio de los poderes logró el nivel adecuado.
Debo agregar, finalmente, remitiéndome a un estudio
documentado del economista doctor Enrique García Vázquez, que la actividad
económica en el período 1963-1966,
a través de sus indicadores, exhibió un grado de
prosperidad singular que marca un hito en el historial económico de la Nación.
El favorable proceso económico, la paz social, el respeto de
los derechos humanos, la vigencia plena de las instituciones republicanas, la
participación total de la ciudadanía, sin exclusiones, no impidieron que se
produjese el 28 de junio de 1966 el golpe "retardado"
desde 1963. Es que se buscaba el mesianismo político.
Fue un movimiento de raíz autocrática; existió unicidad
conceptual en el proceso, sin perjuicio de los matices ideológicos que ha
denunciado el general Lanusse.
Las Fuerzas Armadas Dentro del Poder
La llamada "revolución argentina" realizó una
verdadera "subversión institucional".
Las leyes vigentes, que regulaban el ejercicio de los
derechos y garantías constitucionales, fueron condicionadas al hecho militar.
La seguridad personal acabó retaceada. El instituto del habeas corpus, en virtud
de la ley 18.799, perdió su eficacia práctica en la defensa de las libertades
individuales. La ley 18.235 autorizó, sin posibilidades de revisión judicial,
la expulsión del habitante extranjero, aun teniendo residencia permanente. Las
leyes 18.701 y 18.953 incorporaron, en contradicción con nuestras tradiciones y
en pugna con los derechos humanos, la pena de muerte como institución de
derecho público.
Además, las leyes 17.401 y 18.234 excedieron sus propios
fines -disolución de los partidos políticos- y tipificaron el delito de
opinión.
Las leyes 16.970 y 19.081, sin respetar el debido proceso,
desplazaron la jurisdicción civil a la militar. La ley 18.670 estableció con
carácter temporario un régimen de instancia única con restricciones a la libre
defensa. La ley 19.053, en pugna con el artículo 102 de la Constitución
Nacional, concentró facultades jurisdiccionales de todo el país en un tribunal
penal creado con fines sancionatorios.
Finalmente la aplicación mecánica e ininterrumpida del
estado de sitio, con negación del principio de razonabilidad, suprimió el
principio de legalidad.
Por otra parte, la creación del Consejo Económico y Social
(ley 19.569/72), que tenía como misión la de proponer las políticas nacionales
y que se insertaría en el denominado plan de 10 puntos, como contenido del
Gran Acuerdo Nacional, modificó la estructura del poder.
Según ese sistema, las Fuerzas Armadas no se mantendrían en
el nivel constitucional con jerarquía de ministros, sino que "compondrán
al mismo poder" y "con participación orgánica". El GAN suponía
la continuidad del proceso comenzado en 1966, afirmándose en dos conceptos
esenciales: la seguridad y la defensa, con todas las connotaciones políticas e
implicancias funcionales que les reconoce la ciencia política moderna.
El lenguaje empleado y el fin explicitado: alcanzar
"una democracia estable y eficiente", tiende a prefigurar un estado
de inspiración autocrática con coparticipación cívico-militar.
Esta modalidad, composición del poder o participación
orgánica de las Fuerzas Armadas, pasa a constituir el cuarto invariante
histórico, a partir de entonces.
El llamado a elecciones en 1973 fue, como en 1931, un
"comportamiento derivado", ante la frustración de introducir
modificaciones en la estructura del poder, desde el pluralismo técnico formal y
no político del general Onganía hasta la participación orgánica de las Fuerzas
Armadas del general Lanusse.
En agosto de 1972, y "en el marco de una concepción rigurosamente
democrática -se enfatiza- se sancionan un conjunto de disposiciones
transitorias" que modifican la Constitución Nacional para "corregir
una crisis de funcionalidad de los dispositivos institucionales", y ello "con la finalidad de otorgar mayor participación
al ciudadano y dotar a las instituciones republicanas de la agilidad y
eficiencia que la complejidad de nuestro tiempo demanda".
El desgaste de la tecnocracia, el deterioro económico y la
"institucionalización de la violencia" determinaron la decisión
política de convocar a las elecciones generales de 1973.
El advenimiento del peronismo al gobierno -cualesquiera
fuesen las dudas suscitadas- abrió una perspectiva de institucionalización. El
presidente Cámpora aflojó el sistema represivo, en pleno desarrollo de la
violencia dentro de un confuso proceso de integración de derechas e izquierdas,
e intentó implantar un socialismo nativo.
La sustitución de Cámpora por el general Perón -titular
exclusivo del poder-, permitió a éste el ejercicio del gobierno. La sucesión a
favor de María Estela Martínez de Perón, permitió exhibir la crisis de un
gobierno.
No puede escapar al analista político que, pese al
mantenimiento de las formas institucionales, la vigencia del régimen electoral
y el aporte popular, funcionaba un sistema autocrático de poder. El Estado se
confundía con el partido y el caudillo en la cúspide tomaba todas las
decisiones.
El movimiento castrense del 24 de marzo de 1976 sustituyó un
régimen autocrático, de origen popular, por un sistema militar. A través de un
conjunto de documentos "fundacionales" la Junta Militar,
"instalada" en el poder, se "convierte" en órgano supremo y
"supervisor" del proceso no cerrado sino abierto de poderes y
facultades constitucionales y con fines no definitivamente determinados.
Se instaura como orden normativo de prelación institucional:
en primer término, a los objetivos básicos; en segundo término, al Estatuto, y
en el tercero, a la Constitución Nacional y las Constituciones provinciales. El
régimen constitucional de la Nación queda así reducido a un marco referencial
sin obligatoriedad.
Si bien los documentos fundacionales proclaman la intención
de establecer una democracia republicana, representativa y federal, al poner el
acento en la creación de un sistema más jurídico-económico-social que político,
crean un estado de inseguridad y suscitan interrogantes sobre el
desenvolvimiento del proceso. La suspensión de la actividad política, como
anatema, y el surgimiento, como objetivo, de una relación armónica entre el
Estado, el capital y el trabajo, con fortalecido desarrollo de las estructuras
empresariales y sindicales, revitalizan los examinados invariantes históricos.
Democracia y Diálogo
La democracia de tejas abajo se convierte en un sistema de
diálogos, apunta Georges Vedel. "La
filosofía democrática rechaza la creencia de que existe una armonía espontánea
y automática entre los diversos interlocutores del mundo político. Pero esta
filosofía no cree tampoco que las oposiciones sean de tal naturaleza que
impidan encontrar una conciliación", añade.
La vida democrática, dice Vedel analizado por Jiménez de
Parga, se articula con cinco diálogos esenciales:
1. Un diálogo
entre el poder constituyente y el poder constituido. A través de este cambio de
impresiones, la estructura política se torna flexible y evoluciona sin perder
estabilidad.
2. Un diálogo
entre gobernantes y gobernados. Es la fórmula más adecuada para aproximarse a
la identificación de los que mandan y los que obedecen, sin atentar contra la
división del trabajo, necesaria en una comunidad.
3. Un diálogo
entre el Parlamento y el Ejecutivo. Se da eficacia a las relaciones que traban
las asambleas numerosas -y poco dispuestas a actuar- con los órganos del
Ejecutivo, que son, por sí mismos, instrumentos de decisión.
4. Un diálogo
entre la mayoría y la minoría, "fundamental y donde acaso reside el
secreto de la auténtica democracia", afirma Vedel.
5. Un diálogo
entre el Estado y los grupos. Con él se hace viable la situación de pugna
-eterna- entre el interés general y los intereses particulares.
Burdeau, por su parte, queriendo caracterizar a la
democracia en su evolución histórica, reconoce dos tipos: democracia gobernada
o de control, sin iniciativa política (siglo XVIII), y democracia gobernante,
donde el pueblo pasa del control a la acción.
No se puede concebir a la democracia sin pueblo; en él
reside la soberanía política, y el pueblo no tiene otra forma de expresarse
sino a través de los partidos políticos, y sólo puede gobernar por intermedio
de sus representantes. El diálogo democrático supone, necesariamente, la
participación del pueblo. Una democracia "eficiente" no es aquella que
componen las minorías -autocalificadas de élites-, sino la que forman las
mayorías concertadas con las minorías y representadas por los mejores.
Democracia "fuerte" es la que logra estabilidad en sus instituciones
y sofoca las violencias individuales y grupales no la que impone un orden por
Ia acción de la fuerza.
La historia enseña que la acumulación de autoridad conduce
inevitablemente al absolutismo y a la arbitrariedad. "Un poder sin control -decía un pensador- es un poder loco".
El análisis del general De Gaulle en su discurso de Bayeux
(junio de 1946), es toda una lección política:
"Indudablemente,
sus comienzos (los de la dictadura, como concentración del poder) parecen
beneficiosos. En medio del entusiasmo de unos y de la resignación de otros, en
el rigor del orden que ella misma impone y favorecida por un decorado brillante
y una propaganda unilateral, cobra en el primer momento un cariz de dinamismo
que contrasta con la anarquía precedente. Pero el destino de las dictaduras es
el de desorbitar sus empresas... A cada paso surgen, fuera y dentro, obstáculos
multiplicados. Finalmente, el mecanismo se rompe. El edificio grandioso se
desploma en medio de calamidades y sangre. La Nación se siente quebrantada y
más hundida que antes de comenzada la aventura".
El diálogo debe ser fecundo y abierto. La herida producida a
las instituciones en 1930, debe cicatrizar. La crisis institucional no se
ce-rró el 24 de marzo de 1976. Es indispensable fortalecer las instituciones,
reajustándolas a la luz de la experiencia vivida, para restablecer el
equilibrio de los poderes, pero no para institucionalizar el hecho fascista. La
democracia reside en la virtud, según expresión de Montesquieu, que exalta a
los mejores y no a los representantes de intereses.
"Digámoslo
-expresaba el ilustre pensador- en alabanza de las antiguas leyes francesas:
éstas consideraban a los hombres de negocios con tanta desconfianza como a los
enemigos. Cuando en Roma fueron jueces los negociantes, se acabó la virtud,
desapareció la policía, no hubo equidad ni leyes ni magistratura ni
magistrados".
Los grupos de intereses deben participar -representan
legítimos intereses sectoriales- sin que ello permita reconocer un pluralismo
técnico formal y no político.
El diálogo, por otra parte, no debe circunscribirse a los
independientes. Oigamos a Ramón J. Cárcano en Mis primeros ochenta años
(ediciones Pampa y Cielo, 1965, páginas 262/263):
"Los
independientes son una clase que debe extinguirse en una democracia sana.
Significan disgregación
en vez de cohesión. Son los factores de combinaciones imprevistas, capaces de
todas las alianzas y todas las segregaciones. Se aproximan o separan, según sus
intereses o pasiones transitorias".
"De un día para
otro pactan con las opiniones más distintas y los nombres más contrarios. Son
grupos y nombres preparados a nadar en todas las aguas, especies de algas
flotantes de todas las corrientes".
"El
individualismo, tan hinchado y suficiente en nuestro medio, ha engendrado el
político independiente, una sensible confusión de conceptos y actitudes".
"APOLÍTICO no es
siquiera palabra castellana..."
El diálogo entre los gobernantes -las Fuerzas Armadas- y la
"oposición", entendiendo como tala los sectores excluidos del poder
por decisión unilateral, debe ser real, reconociendo interlocutores. El diálogo
tiene como fundamento la contradicción y como objetivo la composición o el
compromiso. El compromiso institucional debe corresponderse con la realidad
política de la Nación, y el poder político debe recomponerse con la integración
de civiles y militares en resguardo de las instituciones republicanas.
La Constitución Nacional sigue siendo la bandera de unión de
los argentinos. Allí, como mandato de la historia y como pacto de constitución
fundante, se establece que las declaraciones, derechos y garantías que ella
reconoce expresa o implícitamente, "nacen del principio de la soberanía
del pueblo y de la forma republicana de gobierno".
El cuestionamiento de la democracia como omnipotencia de las
mayorías quedó dilucidado, precisamente, en el diálogo profundo entre
Tocqueville y John Stuart Mill en 1835. Se trata "no tanto de encontrar los medios de hacer gobernar al pueblo,
como de hacerlo escoger a los más capaces de gobernar y de darle sobre éstos un
poder suficientemente grande para que pueda dirigir la totalidad de su conducta
y no el detalle de los actos ni los medios de ejecución".
La respuesta fue dada entonces: el pueblo será la limitación
natural de cualquier exceso del poder, de cualquier exageración política del
gobernante, y la representación -no la delegación- será a su vez el recurso de
selección de quienes obtienen esa autoridad.
Debe comprenderse definitivamente que la solución política
que reclama la Nación no requiere un acto de imposición logrado a través de un
proceso de adhesión, sino un acto deliberativo de composición. Las ideas
políticas se mantienen en el seno del pueblo en permanente ebullición: no hay
que ignorarlas o sofocarlas, sino encauzarlas institucionalmente.
El diálogo debe ser fecundo. La representatividad política
reconoce como fundamento la confianza que da el pueblo y no la que se arrogan
los teorizadores de ideas políticas que no se conforman con la realidad
nacional.
Si el diálogo no parte de la contradicción -la que resulta
de la razón de ser de los invariantes históricos- y no busca el compromiso
armonizador, la Nación, como prevenía Charles de Gaulle cuando se estaba en la
tarea de reconstituir la República Francesa, se sentirá "quebrantada y más hundida que antes de comenzar la
aventura".
Respondamos todos con seriedad y responsabilidad a salvar
las instituciones. Si no queremos o no logramos reconciliarnos en torno de las
instituciones, la Nación sucumbirá.
¡Que no lo permitamos!
Fuente: Ciclo organizado por la Fundación "Dr. Eugenio
A, Blanco" y se llevó a cabo en el Salón de Actos del Colegio de Graduados
en Ciencias Económicas; el Dr. Alconada Aramburú dictó esta conferencia el 27
de septiembre de 1977.
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