Esta mañana despedimos a Mariano Antonio de Apellániz, lo
hacemos pidiendo que los ángeles salgan a su encuentro. Aquí están su mujer,
Elizabeth, sus cinco hijos, sus veintitrés nietos, con quienes construyó sobre
roca firme una familia, que lo acompañó a lo largo de estos últimos años de su
vida en la dura prueba de la enfermedad. Junto a ellos sus sobrinos, y en
especial quisiera nombrar a José, que lo quiso como a un padre, a su cuñada
Marta, a sus muchos primos y primas, a sus amigos, damos testimonio de la vida
de un hombre bueno e íntegro.
Con Marianito Apellániz se va un testigo, porque a lo largo
de su vida le fue dado serlo y tuvo la gracia de transmitirlo. A su vez él
recibió el testimonio, atesoró los de su abuela, Susana Torres de Castex, de su
madre, Susana Castex de Apellániz, los de su bisabuela, Joaquina Arana de
Torres, que alcanzó los 100 años. Tres mujeres de excepcional gravitación en la
sociedad y la cultura de su tiempo, referencia necesaria de los hombres
políticos, de Mitre, Pellegrini, Roca, y más entrado el siglo XX, cuando
Marianito era un niño, de dos presidentes, que en la puerta de Callao 1730
deponían las armas de la lucha política, Marcelo T. de Alvear y Agustín P.
Justo.
Marianito quiso dejar su testimonio, más allá de las
conversaciones con la familia y sus muchos amigos. Es así que nació CALLAO 1730,
un libro buscado y citado por todos los que se adentran en los albores del
siglo XX y en la historia de una Argentina que despertaba la admiración y la
ilusión del mundo. Tarea nada fácil volcar por escrito los recuerdos pero
posible y necesaria a condición de poseer lo que él mismo define en la página
inicial:
“Para escribir
memorias se necesita un sentimiento intenso de la propia personalidad. Es
necesario transformarse, en una palabra, en el eje de lo que se narra.”
A medida que pasamos las páginas se hacen vívidas las
imágenes. Ahí esta Marianito sentado sobre las rodillas de Alvear, ese gran
presidente argentino, amigo de su tío José de Apellániz, visitante habitual de
Callao y de Villa Susana en Mar del Plata, con él jugaría al golf, escucharía
sus confidencias y sus bromas (Alvear rugía de risa nos cuenta), le
entusiasmaría con el radicalismo. Marianito transmitió el mensaje de Alvear,
recordando frente a la incomprensión de muchos en su partido, lo que su abuela
le dijo una vez:
“Hacés bien en
seguirlo a Marcelo pues hasta que aparezca otro con él pasarán muchos años”
La necesaria brevedad de estas palabras no permite que siga
recorriendo estas páginas, que son ver y escuchar a Marianito. Lo vemos como un
gran señor, culto, nada infatuado sino sencillo y natural, apasionado por la
historia, orador brillante y riguroso (recordamos sus conferencias sobre Alvear
y Churchill), de una cultura que arraigaba en la casa de Callao donde por
primera vez se escuchó entre nosotros Parsifal de Wagner. Gran señor lo fue
también como hombre de campo, en esos pagos de Ayacucho en los que su
descendencia continúa su labor.
En estos momentos de religioso recogimiento quisiera evocar
dos imágenes, dos testimonios de Marianito. Uno, el carruaje que conduce al
Cardenal Pacelli y al Presidente Justo en el Congreso Eucarístico de 1934. Al
pasar por Callao 1730, Justo, gran amigo de la casa, y de quien Marianito
guardó interesantes y divertidos recuerdos, agitó su mano y le dijo unas
palabras al futuro Pío XII, quien se levantó y bendijo a los que lo vivaban
desde los balcones. Esta bendición acompaña hoy a Marianito cuando llega a la
luz que no tiene fin, y a su descendencia. Y el otro recuerdo, el de un santo,
Luis Orione, que fue a asistir a su abuela en sus últimos momentos. Ante la
pregunta de si se recuperaría, Don Orione le dijo:
“Deja esta linda
patria para entrar en otra mucho mejor y más bella”.
En esa patria está ahora Mariano de Apellániz.
Fuente: Norberto Padilla: "Despedida a Mariano Antonio de Apellaniz" en Genealogia Familar.
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