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viernes, 28 de agosto de 2015

Raúl Alfonsín: "Mensaje al Congreso de la Internacional Liberal" (3 de octubre de 1985)

Agradezco esta honrosa distinción con la sincera humildad que brota de reconocer, tanto la importancia del premio, como que su destinatario es un pueblo que desde sus orígenes lucha por la libertad.

Expreso mi agradecimiento, pues, en nombre del pueblo argentino, artífice y protagonista de una marcha iniciada hace más de dos años para la recuperación definitiva de la libertad y la consiguiente restauración de la dignidad de los hombres.
Pensamos que es esta una inmejorable oportunidad para proponer algunas reflexiones sobre el método de la libertad a partir del pensamiento, de las actitudes y de las enseñanzas de otros hombres que hicieron de ese método la razón misma de su existencia.

El autor de los ideales de la humanidad, Karl Christian Friedrich Krause, tuvo una gran influencia en España durante el final del período tradicionalista, el desarrollo y crisis del romanticismo y los primeros cuestionamientos al positivismo. La humanidad, para Krause, es el conjunto de seres que se influyen recíprocamente en forma incesante y se vinculan con Dios en la búsqueda de la unidad suprema.

Un momento culminante en el desarrollo de las formas temporales de la búsqueda de esa  unidad es, para él, cuando la historia comienza a buscar su propia racionalidad. Krause sostenía que el ideal de la humanidad no podía ser ni el dominio del estado sobre los individuos ni el dominio de un estado sobre los otros, sino las federaciones, que permitían en cada una de sus gradaciones, el libre despliegue de todas las peculiaridades. Krause definía al derecho como un sistema de condiciones temporales dependientes de la libertad, necesario para el cumplimiento del destino nacional.

Ustedes conocen perfectamente la gran influencia que el krausismo tuvo en la política española, a través de Castelar, de Salmerón, de Pi y Margall, de Francisco Giner de los Ríos, de Julián Sanz del Río, de Julián Besteiro, de Gumersindo de Azcárate, el mismo Miguel de Unamuno y de Fernando de los Ríos.

En el Colegio Internacional, fundado por los krausistas en 1866, asistieron a los cursos
Fernando de los Ríos y Julián Besteiro. Contemporáneamente, en las clases para impresores se formaba un muchacho gallego al que sus amigos llamaban Paulino: era Pablo Iglesias, el futuro fundador del socialismo español.

Fue Azcárate, precisamente, quien habló del liberalismo señalando que los liberales habían hecho una formidable crítica a la intervención del Estado, pero de allí supusieron que, eliminada esa intervención, todo lo que sobrevendría sería de por sí justo y conveniente.

Azcárate recogía la idea de Krause sobre la armonía natural, pero decía que la libre competencia no llevaba automáticamente a la armonía de todos los intereses por la simple abstención del Estado.

Es que había que imaginar la armonía quizás menos como un dato de la realidad que como objetivo a concretar partiendo de esa realidad que la reclamaba y, en cierta forma, la presuponía.

Frente a un liberalismo muy individualista, Azcárate interpretaba al krausismo diciendo que era necesaria cierta intervención, pero más que intervención estatal, hablaba de intervención social, o sea, participación activa de todos los grupos y organismos autónomos que componen la sociedad.

Mientras que el estatismo cercena la personalidad y considera al individuo como un puro accidente, la sociedad puede intervenir a través de los organismos sociales manteniendo a la intervención estatal propiamente dicha en un papel subsidiario. “Este es el buen camino — decía—porque es el único modo de conciliar las dos tendencias del individualismo y del socialismo en lo que tienen de sanas: la libertad que aquel sostiene y la organización a que éste aspira”.

El gran krausista español, Sanz del Río, fue quien enseñó que “en política, el filósofo respeta y obedece la Constitución positiva de su pueblo, acepta leal y libremente sus consecuencias con puro sentido del bien público.” “Condena la violencia, venga de donde quiera, porque toda reforma sólida y durable debe concertar con el Estado contemporáneo social y debe prepararse mediante la educación del pueblo y no por otros medios.”

Krause había antepuesto la idea de armonía a la de contradicción, lo que tuvo importancia política y social. La filosofía de Hegel, que ha inspirado, no por casualidad, a esquemas autoritarios de distinto signo, sostenía que la síntesis era el resultado de la contradicción. Su camino era afirmación-negación-síntesis y en ese esquema se sustentó toda su dialéctica, dialéctica que justamente quiere decir lucha. Para Krause, era al revés: la unidad era anterior a la contradicción. Sanz del Río dijo que en el idealismo krausista la unidad era el ideal de la razón humana.

El racionalismo armónico de Krause es la unidad fundando la diversidad “conteniéndola, determinándola, como forma de su interioridad”.

Por eso es coherente Sanz del Río cuando dice: “La sociedad no debe pesar sobre el hombre, sino facilitar su cultura humana. Todo hombre tiene derechos absolutos, imprescriptibles, que derivan de su propia naturaleza y no de la voluntad, el interés o la convicción de sus semejantes: los derechos a vivir, a educarse, a trabajar, a la libertad, a la igualdad, a la propiedad, a la sociabilidad. La sociedad puede y debe organizar estos derechos en el interés de todos, en favor de su coexistencia y de su cumplimiento; puede y debe castigar su infracción o violación para restablecer el derecho y la ley y corregir la voluntad del culpable, pero no puede privar de estos derechos a nadie. Deberán, pues, ser abolidas las penas irreparables y toda Institución o Estatuto contrario a la razón. La persona humana es sagrada y debe ser respetada como tal”.

La transformación humana en un sentido ético era el objetivo fundamental de esa filosofía, con antecedentes kantianos. Ese requerimiento ético acompañó la idea progresiva de modernidad, ya que la modernidad era impensable sin una actitud pedagógica que se transmitiera, tanto a través de la instrucción como del ejemplo. La incorporación a la política de inmensos sectores campesinos, pero también urbanos, iba inseparablemente unida a una nueva relación con estos sectores y al establecimiento coherente e integral de nuevas reglas de juego.

El pensamiento krausista llegó al Río de la Plata a mediados del siglo XIX, pero enseguida adquirió entre nosotros un florecimiento extraordinario, como si el formidable esfuerzo de la construcción material del Nuevo Mundo requiriese una propuesta moral que le diera sentido.

Aquel liberalismo armonioso del pensador alemán y que tan ricamente desarrollaron sus discípulos españoles habría de tener entre nosotros un destino singular. Se transformó en nutriente filosófica de un vasto movimiento popular. Que nacido de la revolución de 1890, devino en la Unión Cívica Radical, este partido hoy casi centenario al cual la ciudadanía argentina le ha confiado especialmente la tarea de reparar, reconstruir y modernizar la Nación.

La historia por momentos sorprendente del radicalismo argentino, que ha sobrevivido lozano y fecundo durante tanto tiempo en una tierra de contrastes fuertes y cambios súbitos, no puede sino explicarse por la naturaleza de su estructura conceptual y la capacidad de sus ideas para expresar el sentimiento profundo de nuestro pueblo.

Hipólito Yrigoyen dio al movimiento radical un sentido de liberalismo solidario cuyas resultantes políticas cubren toda la historia de la Argentina moderna y se reflejan en la vida del continente, desde movimientos esencialmente liberales y modernizantes como la reforma universitaria del 18 hasta las expresiones más generosas de la solidaridad que se expresan hoy entre nosotros con el nombre de justicia social.

No es poca virtud que la claridad del pensamiento filosófico nos haya permitido a los radicales argentinos mantener nuestra originalidad política en un ámbito de enfrentamientos crueles entre posiciones políticas extremas.

Nuestra independencia ideológica se ha preservado por la sola afirmación de nuestros principios sin que tuviéramos que buscar definiciones en contraposición con los demás. No hemos sido anti-nada. Somos una afirmación de ese liberalismo solidario de Yrigoyen que hace de los hombres políticos servidores de una ética y despeja el camino del progreso con el sencillo arbitrio de pensar siempre hacia adelante despreciando las oportunidades de victorias subalternas.

Podría decirse, en ese sentido, que los radicales argentinos somos, en definitiva, viejos liberales y viejos socialistas. Y es en la armonía práctica de estos dos principios donde hemos encontrado la fertilidad y la permanencia de nuestro mensaje político.

La armonía de las dos propuestas evoca con naturalidad al gran pensador italiano Carlos
Rosselli quien ya en 1930 había dicho: “El liberalismo se ha familiarizado con el problema social. Difícilmente, es verdad, pero claramente, el socialismo se libera de sus visiones utópicas. Una sensibilidad nueva se estremece en él para los problemas de la libertad y de la autonomía”.

Esto lo había escrito Rosselli hace 55 años y había agregado: “¿Se ha vuelto liberal el socialismo? ¿Se vuelve socialista el liberalismo? Lo uno y lo otro. Dos visiones muy elevadas pero unilaterales de la humanidad, tienen tendencia a compenetrarse recíprocamente, a completarse una sobre otra”.

Un argentino ilustre de la primera mitad del siglo XIX, Esteban Echeverría, planteó esa síntesis de libertad y justicia que guió a Rosselli. Echeverría decía que la asociación es la condición forzosa de toda civilización y de todo progreso, y agregaba: “Para que la asociación corresponda ampliamente a sus fines, es necesario organizaría y constituirla de modo que no se choque ni se dañen mutuamente los intereses sociales y los intereses individuales. En la alianza y en la armonía de estos dos principios estriba todo el problema de la ciencia social: la sociedad no debe absorber al ciudadano, ni exigirle el sacrificio de su individualidad, el interés social tampoco permite el predominio exclusivo de los intereses individuales, porque entonces la sociedad se disolvería, al no estar sus miembros ligados entre sí por vínculo alguno común”.

Es que existen infinitos puntos de acuerdo y de solidaridad entre las grandes tendencias democráticas de nuestro tiempo. Hoy en día es imposible pensar que nuestro deber sea algo distinto al de asegurar simultáneamente la paz y la libertad; la paz y la libertad basadas en la verdad; la paz y la libertad en la búsqueda de una justicia que otorgue contenidos concretos a la convivencia humana.

La Internacional Liberal ha definido esos contenidos como principales desafíos que enfrenta la sociedad contemporánea, en su congreso de 1981: las dos terceras partes de la humanidad está sujeta a regímenes que no respetan los derechos humanos.

La desigualdad entre los países desarrollados ricos y los países en vías de desarrollo o subdesarrollados, pobres, es creciente.

El deterioro de la relación de intercambio es creciente.

La amenaza que pesa sobre el medio ambiente y la calidad de vida es también creciente.

No cesan las graves tensiones entre Estados y grupos de Estados.

La carrera armamentista pone en peligro la existencia misma de la raza humana.

Existen discordias e insatisfacción en el seno mismo de las democracias industriales.

Esta interpretación tan certera de los problemas contemporáneos ha sido realizada por hombres del liberalismo, pero pensamos que no les pertenece solamente a ellos, sino que es patrimonio común de las mentes sanas y lúcidas de nuestro tiempo.

Señores: aunque la vida cotidiana y la tarea política de nuestros tiempos parecen estar marcadas por los problemas del progreso material y en particular por hechos económicos, quiero afirmar aquí mi convicción de que la herencia histórica del siglo XX recordará menos nuestros importantes progresos materiales que la profunda revolución de la libertad de que somos protagonistas.

Es manifiesto el impulso del progreso material que, aunque mal distribuido, está marcando nuevas categorías y posibilidades para todos. Es maravilloso y por momentos sobrecogedor el ritmo del progreso técnico y científico que está modificando los valores tradicionales de tiempo y espacio, ofreciendo a la civilización no sólo nuevos medios sino también una mayor confianza en la capacidad de los hombres para cumplir el destino vital de una superación continúa.

Pero los hombres comprometidos en la acción política sabemos que los progresos realizados en la conquista de la libertad son la verdadera maravilla de este siglo. La humanidad ha dejado atrás la esclavitud, ha dado pasos sustanciales hacia la igualdad sexual, ha revisado y fulminado viejos mitos sobre las diferencias raciales y ha condenado la antiquísima práctica del colonialismo.

Los anacronismos que perduran, y que tanto nos duelen a españoles y argentinos en Gibraltar y Malvinas habrán de dejar lugar prontamente a soluciones de razón. Lo esperamos con la fuerza y el ánimo tranquilo de quienes caminan en el sentido de la historia.

Nuestro siglo ha roto cadenas milenarias y para ello han dado su vida millones de seres humanos y cientos de millones han aprendido a vivir en un estado de permanente vigilancia democrática. Afirmo que ninguno de los progresos técnicos del siglo XX, es más importante ni será más duradero que estos progresos políticos y morales de la civilización y declaro que para mí el siglo XX es el siglo de la libertad. Tengo la esperanza de que en el siglo XXI, que ha de empezar pasado mañana,

La libertad sea la regla de las relaciones humanas, de modo que su sola ausencia acarree para los culpables vergüenza, marginación y condena.

Porque los progresos de la libertad han sido más importantes que los progresos de la técnica, es que tenemos una visión optimista del porvenir. El aspecto diabólico y aterrorizador de algunos progresos científicos de las últimas décadas está contenido en esta más acelerada revolución de la libertad. El progreso técnico y científico puede y debe seguir siendo impulsado, sin miedo a sus consecuencias, mientras los progresos morales, sociales y políticos tengan el vigor de que hemos sido protagonistas o testigos.

Pero es condición necesaria de la seguridad común que el progreso moral siga estando por delante del progreso técnico y material. O sea, que sigamos realizando en el presente y en el futuro el equilibró de que los cambios morales, sociales y políticos, encabecen el progreso de la humanidad.

Ese y no otro es el sentido de la prédica que los dirigentes democráticos de América Latina venimos realizando con perseverancia en todos los toros internacionales.

El progreso técnico y material del mundo no puede hacerse con agravio de las naciones menos desarrolladas y necesitamos, por lo tanto, urgentes reformas políticas a escala internacional, para que la fórmula de armonía a que me he referido no resulte invertida y desvirtuada en nuestras tierras.

Si el progreso técnico y material no alcanza en una proporción razonable a todos los hombres, la maravilla de unos se convertirá en la vergüenza de otros. Debemos procurar, por lo tanto, que el siglo XXI sea el siglo de la justicia, como lo habría querido el liberalismo solidario de Hipólito Yrigoyen y como lo quiere el liberalismo moderno que ustedes enarbolan.

De este modo se abre ante nosotros el espectáculo promisorio de una nueva fundación política. Echeverría, Krause, Yrigoyen, Iglesias y Rosselli nos van señalando el sendero de una convergencia definitiva entre el arquetipo liberal y el arquetipo socialista, de modo que al siglo XX de la libertad lo suceda el siglo XXI de la justicia.

Tengo la esperanza de que la rica labor de los pensadores y la experiencia cotidiana de los dirigentes políticos produzcan un fruto capaz de acercar algunas expresiones que hoy parecen contrapuestas y que pueden ser no más que los puntos de partida diversos hacia un destino común.

Esta esperanza implica una fecundación. Porque aunque no podemos adelantamos a la tarea difícil de repensar los grandes principios políticos, podemos esperar que de esa convergencia que hoy intuimos surja un nuevo arquetipo capaz de dar respuesta a los nuevos sueños de la humanidad.













Fuente: Mensaje por el embajador de Argentina en España, Hugo Gobi, del Sr. Presidente de la Nación, Dr. Raúl R. Alfonsín, dirigido al Congreso de la Internacional Liberal que le confirió el premio a La Libertad, en Madrid, España, el día 3 de octubre de 1985. Reproducido en la Compilacion de Mensajes y Discursos de Eduardo Rivas.

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