Agradezco esta honrosa distinción con la sincera humildad
que brota de reconocer, tanto la importancia del premio, como que su
destinatario es un pueblo que desde sus orígenes lucha por la libertad.
Expreso mi agradecimiento, pues, en nombre del pueblo
argentino, artífice y protagonista de una marcha iniciada hace más de dos años
para la recuperación definitiva de la libertad y la consiguiente restauración
de la dignidad de los hombres.
Pensamos que es esta una inmejorable oportunidad para
proponer algunas reflexiones sobre el método de la libertad a partir del
pensamiento, de las actitudes y de las enseñanzas de otros hombres que hicieron
de ese método la razón misma de su existencia.
El autor de los ideales de la humanidad, Karl Christian
Friedrich Krause, tuvo una gran influencia en España durante el final del
período tradicionalista, el desarrollo y crisis del romanticismo y los primeros
cuestionamientos al positivismo. La humanidad, para Krause, es el conjunto de
seres que se influyen recíprocamente en forma incesante y se vinculan con Dios
en la búsqueda de la unidad suprema.
Un momento culminante en el desarrollo de las formas
temporales de la búsqueda de esa unidad
es, para él, cuando la historia comienza a buscar su propia racionalidad.
Krause sostenía que el ideal de la humanidad no podía ser ni el dominio del
estado sobre los individuos ni el dominio de un estado sobre los otros, sino
las federaciones, que permitían en cada una de sus gradaciones, el libre
despliegue de todas las peculiaridades. Krause definía al derecho como un
sistema de condiciones temporales dependientes de la libertad, necesario para
el cumplimiento del destino nacional.
Ustedes conocen perfectamente la gran influencia que el
krausismo tuvo en la política española, a través de Castelar, de Salmerón, de
Pi y Margall, de Francisco Giner de los Ríos, de Julián Sanz del Río, de Julián
Besteiro, de Gumersindo de Azcárate, el mismo Miguel de Unamuno y de Fernando
de los Ríos.
En el Colegio Internacional, fundado por los krausistas en
1866, asistieron a los cursos
Fernando de los Ríos y Julián Besteiro. Contemporáneamente,
en las clases para impresores se formaba un muchacho gallego al que sus amigos
llamaban Paulino: era Pablo Iglesias, el futuro fundador del socialismo
español.
Fue Azcárate, precisamente, quien habló del liberalismo
señalando que los liberales habían hecho una formidable crítica a la
intervención del Estado, pero de allí supusieron que, eliminada esa
intervención, todo lo que sobrevendría sería de por sí justo y conveniente.
Azcárate recogía la idea de Krause sobre la armonía natural,
pero decía que la libre competencia no llevaba automáticamente a la armonía de
todos los intereses por la simple abstención del Estado.
Es que había que imaginar la armonía quizás menos como un
dato de la realidad que como objetivo a concretar partiendo de esa realidad que
la reclamaba y, en cierta forma, la presuponía.
Frente a un liberalismo muy individualista, Azcárate
interpretaba al krausismo diciendo que era necesaria cierta intervención, pero
más que intervención estatal, hablaba de intervención social, o sea,
participación activa de todos los grupos y organismos autónomos que componen la
sociedad.
Mientras que el estatismo cercena la personalidad y
considera al individuo como un puro accidente, la sociedad puede intervenir a
través de los organismos sociales manteniendo a la intervención estatal
propiamente dicha en un papel subsidiario. “Este es el buen camino —
decía—porque es el único modo de conciliar las dos tendencias del
individualismo y del socialismo en lo que tienen de sanas: la libertad que
aquel sostiene y la organización a que éste aspira”.
El gran krausista español, Sanz del Río, fue quien enseñó
que “en política, el filósofo respeta y obedece la Constitución positiva de su
pueblo, acepta leal y libremente sus consecuencias con puro sentido del bien
público.” “Condena la violencia, venga de donde quiera, porque toda reforma
sólida y durable debe concertar con el Estado contemporáneo social y debe
prepararse mediante la educación del pueblo y no por otros medios.”
Krause había antepuesto la idea de armonía a la de
contradicción, lo que tuvo importancia política y social. La filosofía de
Hegel, que ha inspirado, no por casualidad, a esquemas autoritarios de distinto
signo, sostenía que la síntesis era el resultado de la contradicción. Su camino
era afirmación-negación-síntesis y en ese esquema se sustentó toda su
dialéctica, dialéctica que justamente quiere decir lucha. Para Krause, era al
revés: la unidad era anterior a la contradicción. Sanz del Río dijo que en el idealismo
krausista la unidad era el ideal de la razón humana.
El racionalismo armónico de Krause es la unidad fundando la
diversidad “conteniéndola, determinándola, como forma de su interioridad”.
Por eso es coherente Sanz del Río cuando dice: “La sociedad
no debe pesar sobre el hombre, sino facilitar su cultura humana. Todo hombre
tiene derechos absolutos, imprescriptibles, que derivan de su propia naturaleza
y no de la voluntad, el interés o la convicción de sus semejantes: los derechos
a vivir, a educarse, a trabajar, a la libertad, a la igualdad, a la propiedad,
a la sociabilidad. La sociedad puede y debe organizar estos derechos en el
interés de todos, en favor de su coexistencia y de su cumplimiento; puede y
debe castigar su infracción o violación para restablecer el derecho y la ley y
corregir la voluntad del culpable, pero no puede privar de estos derechos a
nadie. Deberán, pues, ser abolidas las penas irreparables y toda Institución o
Estatuto contrario a la razón. La persona humana es sagrada y debe ser
respetada como tal”.
La transformación humana en un sentido ético era el objetivo
fundamental de esa filosofía, con antecedentes kantianos. Ese requerimiento
ético acompañó la idea progresiva de modernidad, ya que la modernidad era
impensable sin una actitud pedagógica que se transmitiera, tanto a través de la
instrucción como del ejemplo. La incorporación a la política de inmensos
sectores campesinos, pero también urbanos, iba inseparablemente unida a una
nueva relación con estos sectores y al establecimiento coherente e integral de
nuevas reglas de juego.
El pensamiento krausista llegó al Río de la Plata a mediados
del siglo XIX, pero enseguida adquirió entre nosotros un florecimiento
extraordinario, como si el formidable esfuerzo de la construcción material del
Nuevo Mundo requiriese una propuesta moral que le diera sentido.
Aquel liberalismo armonioso del pensador alemán y que tan
ricamente desarrollaron sus discípulos españoles habría de tener entre nosotros
un destino singular. Se transformó en nutriente filosófica de un vasto
movimiento popular. Que nacido de la revolución de 1890, devino en la Unión
Cívica Radical, este partido hoy casi centenario al cual la ciudadanía
argentina le ha confiado especialmente la tarea de reparar, reconstruir y modernizar
la Nación.
La historia por momentos sorprendente del radicalismo
argentino, que ha sobrevivido lozano y fecundo durante tanto tiempo en una
tierra de contrastes fuertes y cambios súbitos, no puede sino explicarse por la
naturaleza de su estructura conceptual y la capacidad de sus ideas para
expresar el sentimiento profundo de nuestro pueblo.
Hipólito Yrigoyen dio al movimiento radical un sentido de
liberalismo solidario cuyas resultantes políticas cubren toda la historia de la
Argentina moderna y se reflejan en la vida del continente, desde movimientos
esencialmente liberales y modernizantes como la reforma universitaria del 18
hasta las expresiones más generosas de la solidaridad que se expresan hoy entre
nosotros con el nombre de justicia social.
No es poca virtud que la claridad del pensamiento filosófico
nos haya permitido a los radicales argentinos mantener nuestra originalidad
política en un ámbito de enfrentamientos crueles entre posiciones políticas
extremas.
Nuestra independencia ideológica se ha preservado por la
sola afirmación de nuestros principios sin que tuviéramos que buscar
definiciones en contraposición con los demás. No hemos sido anti-nada. Somos
una afirmación de ese liberalismo solidario de Yrigoyen que hace de los hombres
políticos servidores de una ética y despeja el camino del progreso con el
sencillo arbitrio de pensar siempre hacia adelante despreciando las
oportunidades de victorias subalternas.
Podría decirse, en ese sentido, que los radicales argentinos
somos, en definitiva, viejos liberales y viejos socialistas. Y es en la armonía
práctica de estos dos principios donde hemos encontrado la fertilidad y la
permanencia de nuestro mensaje político.
La armonía de las dos propuestas evoca con naturalidad al
gran pensador italiano Carlos
Rosselli quien ya en 1930 había dicho: “El liberalismo se ha
familiarizado con el problema social. Difícilmente, es verdad, pero claramente,
el socialismo se libera de sus visiones utópicas. Una sensibilidad nueva se
estremece en él para los problemas de la libertad y de la autonomía”.
Esto lo había escrito Rosselli hace 55 años y había
agregado: “¿Se ha vuelto liberal el socialismo? ¿Se vuelve socialista el
liberalismo? Lo uno y lo otro. Dos visiones muy elevadas pero unilaterales de
la humanidad, tienen tendencia a compenetrarse recíprocamente, a completarse
una sobre otra”.
Un argentino ilustre de la primera mitad del siglo XIX,
Esteban Echeverría, planteó esa síntesis de libertad y justicia que guió a
Rosselli. Echeverría decía que la asociación es la condición forzosa de toda
civilización y de todo progreso, y agregaba: “Para que la asociación
corresponda ampliamente a sus fines, es necesario organizaría y constituirla de
modo que no se choque ni se dañen mutuamente los intereses sociales y los
intereses individuales. En la alianza y en la armonía de estos dos principios
estriba todo el problema de la ciencia social: la sociedad no debe absorber al
ciudadano, ni exigirle el sacrificio de su individualidad, el interés social
tampoco permite el predominio exclusivo de los intereses individuales, porque
entonces la sociedad se disolvería, al no estar sus miembros ligados entre sí
por vínculo alguno común”.
Es que existen infinitos puntos de acuerdo y de solidaridad
entre las grandes tendencias democráticas de nuestro tiempo. Hoy en día es
imposible pensar que nuestro deber sea algo distinto al de asegurar
simultáneamente la paz y la libertad; la paz y la libertad basadas en la
verdad; la paz y la libertad en la búsqueda de una justicia que otorgue
contenidos concretos a la convivencia humana.
La Internacional Liberal ha definido esos contenidos como
principales desafíos que enfrenta la sociedad contemporánea, en su congreso de
1981: las dos terceras partes de la humanidad está sujeta a regímenes que no
respetan los derechos humanos.
La desigualdad entre los países desarrollados ricos y los
países en vías de desarrollo o subdesarrollados, pobres, es creciente.
El deterioro de la relación de intercambio es creciente.
La amenaza que pesa sobre el medio ambiente y la calidad de
vida es también creciente.
No cesan las graves tensiones entre Estados y grupos de
Estados.
La carrera armamentista pone en peligro la existencia misma
de la raza humana.
Existen discordias e insatisfacción en el seno mismo de las
democracias industriales.
Esta interpretación tan certera de los problemas
contemporáneos ha sido realizada por hombres del liberalismo, pero pensamos que
no les pertenece solamente a ellos, sino que es patrimonio común de las mentes
sanas y lúcidas de nuestro tiempo.
Señores: aunque la vida cotidiana y la tarea política de
nuestros tiempos parecen estar marcadas por los problemas del progreso material
y en particular por hechos económicos, quiero afirmar aquí mi convicción de que
la herencia histórica del siglo XX recordará menos nuestros importantes
progresos materiales que la profunda revolución de la libertad de que somos
protagonistas.
Es manifiesto el impulso del progreso material que, aunque
mal distribuido, está marcando nuevas categorías y posibilidades para todos. Es
maravilloso y por momentos sobrecogedor el ritmo del progreso técnico y
científico que está modificando los valores tradicionales de tiempo y espacio,
ofreciendo a la civilización no sólo nuevos medios sino también una mayor
confianza en la capacidad de los hombres para cumplir el destino vital de una
superación continúa.
Pero los hombres comprometidos en la acción política sabemos
que los progresos realizados en la conquista de la libertad son la verdadera
maravilla de este siglo. La humanidad ha dejado atrás la esclavitud, ha dado
pasos sustanciales hacia la igualdad sexual, ha revisado y fulminado viejos
mitos sobre las diferencias raciales y ha condenado la antiquísima práctica del
colonialismo.
Los anacronismos que perduran, y que tanto nos duelen a
españoles y argentinos en Gibraltar y Malvinas habrán de dejar lugar
prontamente a soluciones de razón. Lo esperamos con la fuerza y el ánimo
tranquilo de quienes caminan en el sentido de la historia.
Nuestro siglo ha roto cadenas milenarias y para ello han
dado su vida millones de seres humanos y cientos de millones han aprendido a
vivir en un estado de permanente vigilancia democrática. Afirmo que ninguno de
los progresos técnicos del siglo XX, es más importante ni será más duradero que
estos progresos políticos y morales de la civilización y declaro que para mí el
siglo XX es el siglo de la libertad. Tengo la esperanza de que en el siglo XXI,
que ha de empezar pasado mañana,
La libertad sea la regla de las relaciones humanas, de modo
que su sola ausencia acarree para los culpables vergüenza, marginación y
condena.
Porque los progresos de la libertad han sido más importantes
que los progresos de la técnica, es que tenemos una visión optimista del
porvenir. El aspecto diabólico y aterrorizador de algunos progresos científicos
de las últimas décadas está contenido en esta más acelerada revolución de la
libertad. El progreso técnico y científico puede y debe seguir siendo
impulsado, sin miedo a sus consecuencias, mientras los progresos morales,
sociales y políticos tengan el vigor de que hemos sido protagonistas o
testigos.
Pero es condición necesaria de la seguridad común que el
progreso moral siga estando por delante del progreso técnico y material. O sea,
que sigamos realizando en el presente y en el futuro el equilibró de que los
cambios morales, sociales y políticos, encabecen el progreso de la humanidad.
Ese y no otro es el sentido de la prédica que los dirigentes
democráticos de América Latina venimos realizando con perseverancia en todos
los toros internacionales.
El progreso técnico y material del mundo no puede hacerse
con agravio de las naciones menos desarrolladas y necesitamos, por lo tanto,
urgentes reformas políticas a escala internacional, para que la fórmula de
armonía a que me he referido no resulte invertida y desvirtuada en nuestras
tierras.
Si el progreso técnico y material no alcanza en una
proporción razonable a todos los hombres, la maravilla de unos se convertirá en
la vergüenza de otros. Debemos procurar, por lo tanto, que el siglo XXI sea el
siglo de la justicia, como lo habría querido el liberalismo solidario de
Hipólito Yrigoyen y como lo quiere el liberalismo moderno que ustedes
enarbolan.
De este modo se abre ante nosotros el espectáculo promisorio
de una nueva fundación política. Echeverría, Krause, Yrigoyen, Iglesias y
Rosselli nos van señalando el sendero de una convergencia definitiva entre el
arquetipo liberal y el arquetipo socialista, de modo que al siglo XX de la
libertad lo suceda el siglo XXI de la justicia.
Tengo la esperanza de que la rica labor de los pensadores y
la experiencia cotidiana de los dirigentes políticos produzcan un fruto capaz
de acercar algunas expresiones que hoy parecen contrapuestas y que pueden ser
no más que los puntos de partida diversos hacia un destino común.
Esta esperanza implica una fecundación. Porque aunque no
podemos adelantamos a la tarea difícil de repensar los grandes principios
políticos, podemos esperar que de esa convergencia que hoy intuimos surja un
nuevo arquetipo capaz de dar respuesta a los nuevos sueños de la humanidad.
Fuente: Mensaje por el embajador de Argentina en España, Hugo Gobi, del Sr. Presidente de la Nación, Dr. Raúl R.
Alfonsín, dirigido al Congreso de la Internacional Liberal que le confirió el
premio a La Libertad, en Madrid, España, el día 3 de octubre de 1985. Reproducido en la Compilacion de Mensajes y Discursos de Eduardo Rivas.
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