Tal vez por un acuerdo previo a la conspiración que se fue
gestando entre 1954 y 1955 contra Perón y su gobierno y en la cual la Iglesia desempeñó
un papel importante, la llamada “Revolución Libertadora” puso como Ministro de
Educación a Atilio Dell’Oro Maini, un conocido intelectual de larga tradición
católica. Por un lado, ese reconocimiento concreto parecía lógico y previsible,
una suerte de reparación después de los conflictos que había tenido el gobierno
peronista con la Iglesia y que, dicho sea de paso, lo había acercado,
ideológicamente, tal vez no políticamente, a sectores o grupos de izquierda;
por el otro, después del paso de Lonardi por la Presidencia, breve y
relativamente conciliador –con el peronismo, no con Perón, con la Iglesia, con
los liberales, con los partidos de oposición– tendencias liberales, con
Aramburu y Rojas a la cabeza, no ignoraron ese acuerdo pero al mismo tiempo que
lo propiciaron intentaron neutralizar el sesgo que Dell’Oro Maini y su gente podían
imprimir a la cultura colocando a liberales en lugares que muy pronto entrarían
en conflicto con los planes y propósitos de ese Ministro; el mejor ejemplo de
esa decisión fue la designación de José Luis Romero al frente a la Universidad
de Buenos Aires, emblemática sin duda, tanto del monopolio estatal de la
enseñanza como de los enfrentamientos de una década con el peronismo. Algo
semejante ocurrió en las otras universidades nacionales del país.
Es historia sabida que ese grupo de universidades y rectores
actuó con tal fuerza conceptual, que lo que se puso en marcha a partir de 1955 llevó
a la Universidad en general a un lugar excepcional: el desarrollo científico y
cultural que se inició no tiene parangón en el siglo XX y fue posible gracias
al apoyo de la concepción científica que lo guió, que contó con el apoyo del
movimiento reformista en todos sus matices; los estudiantes, incluidos los
humanistas, y los graduados, formaron parte de la experiencia, no sólo porque
protagonizaron la reestructuración política de los cuerpos de gobierno sino
porque intervinieron activamente en la renovación que se había iniciado.
En medio de ese clima, es explicable que el proyecto
ministerial de otorgar a las universidades no estatales, privadas pero en los
decretos llamadas “libres”, los mismos títulos que eran del exclusivo dominio estatal,
cayera como una bomba y generara un conflicto que tuvo manifestaciones públicas
de enorme envergadura. Salvo como concesión a la Iglesia, única sostenedora
entonces de universidades “libres”, no se entendía el alcance científico de la
iniciativa puesto que las universidades privadas existentes no habían
demostrado hasta entonces una eficiencia superior o equivalente a la que, pese
a todo, poseían las nacionales; se consideraba, además, que otorgar esa
licencia desencadenaría una oleada de creaciones oportunistas, sin tradición,
dirigidas ya sea a determinados intereses de clase, ya pura y simplemente a
lucrar con la educación superior, como estaba sucediendo con la secundaria, primaria
y aun preescolar.
“Laica o libre” fue la formulación que tuvo el conflicto,
dos términos en apariencia antagónicos pero no demasiado precisos: “laica” era
una metonimia de estatal y “libre” ocultaba en realidad el propósito de las universidades
confesionales, quizás menos libres que las estatales, de obtener un estatuto
semejante al de aquellas. Sea como fuere, los universitarios “nacionales”
salieron a la calle, algunos rectores los acompañaron y, puesto que la decisión
evidentemente había sido muy meditada por el Gobierno y no estaba dispuesto a
echarse atrás, esas tomas de partido dieron por tierra con gestiones muy
prometedoras, la de José Luis Romero en particular, que renunció a mediados de
1956. Hay que señalar, no obstante, que las reformas iniciadas en ese breve
período –estructura de gobierno, empresas editoriales, extensión universitaria,
desarrollo de la investigación, creación de escuelas, y tantas otras– no por
eso se interrumpieron; el proceso continuó y es a partir de entonces y hasta
1966 que la Universidad se transformó y se colocó en el lugar excepcional que
no hay prácticamente nadie que lo ponga en duda: investigaciones originales,
profesionales brillantes, intercambios con el mundo académico de punta en el
mundo, cohortes de estudiantes exitosos, el inventario de esa década sería
interminable.
El tema no desaparece pero se atenúa un poco en el tiempo de
espera que implicó el proceso que se inició en el radicalismo y que tendría
diversas, esperables, consecuencias. Ante todo, la división de los radicales a
partir del ascenso estelar de Arturo Frondizi como alternativa a la vez progresista,
de ribetes intelectuales y críticos, tanto como posibilidad de reconciliación
con el peronismo, y luego, simultáneamente, salida de la asfixia que los
militares, por presencia y acción, imponían a la sociedad y a sus principales
problemas. En la Universidad, no obstante, las armas no se deponían y en el
período que va de mayo de 1956
a fines del 57 hubo gran cantidad de manifestaciones,
tomas de Facultades y múltiples declaraciones, con la correspondiente represión
policial y, sin duda, al mismo tiempo, universidades privadas preexistentes al
decreto de 1955, inicialmente confesionales, iniciaron sus gestiones para
obtener el reconocimiento ahora previsto aunque no totalmente reglamentado.
Por debajo, se trataba de saber qué posición tomaría
Frondizi de ganar las elecciones, sobre todo porque había resultado elegido
como Rector de la Universidad de Buenos Aires su hermano Risieri, claramente
enrolado en la causa de la “laica”.
Ya consagrado candidato, Frondizi se manifestó favorable al
Decreto 6403 en una entrevista publicada en la revista Qué, dirigida por
Rogelio Frigerio, quien pronto aparecería como hombre clave en las decisiones del
candidato y muy pronto Presidente.
La decisión de Frondizi decepcionó a los sectores
intelectuales, académicos y estudiantiles que lo apoyaban; estos sectores
imaginaban que, de acuerdo con su historia, optaría como lo había hecho su
hermano, pero no fue así. En el debate que se originó, público y privado,
Frondizi y quienes inspiraban esta posición presentaban la cuestión no como
voluntad de hacer una concesión a la Iglesia y al gobierno militar sino como
una necesidad urgente, una parte de la estrategia desarrollista que se había
convertido en el concepto básico del programa de un gobierno futuro. Consecuente
con ese punto, no tanto quizás con otras formulaciones de campaña, el Gobierno elegido
en febrero de 1958 e instalado en mayo, envió al Congreso a fines de setiembre,
o sea muy rápidamente, un proyecto de Ley que fue aprobado por ambas cámaras en
octubre con el número 15.557 y que fue conocido como “Ley Domingorena”,
apellido del diputado que defendió el proyecto, antiguo militante reformista.
Como protesta por el tratamiento legislativo de la iniciativa hubo frente al
Congreso una manifestación calculada en 300.000 personas, cifra nada
despreciable para entender la importancia social de este conflicto. Obviamente,
esa presencia no puede desligarse del clima de extrema politización propio de
la época y en la cual los estudiantes y las clases intelectuales eran entusiastas
y decididos protagonistas.
No obstante el triunfo del privatismo, tanto en el período
de debates previo a las elecciones como aun algún tiempo después, los sectores
que habían sostenido la candidatura de Frondizi no le retiraron su apoyo de inmediato,
aunque siguieron manifestándose por la Universidad estatal, que enfrentó esta
naciente competencia mediante políticas académicas y científicas de las que el
Estado, y la sociedad, se siguieron aprovechando como había ocurrido tradicionalmente
pero ahora con un aporte más creativo y dinámico, de gran trascendencia
científica y cultural.
Por otra parte, la Ley abrió la puerta al surgimiento de
nuevas universidades privadas que, dicho sea de paso, reclutaron sus docentes
en las nacionales y, pese a cierta resistencia del Congreso a concederles el derecho
a validar los títulos –privilegio que posteriormente obtuvieron–, se produjo
una proliferación de iniciativas, muchas exitosas en cuanto a la posibilidad de
funcionar, a tal punto que muy pronto pudo constituirse el “Consejo de Rectores
de Universidades Privadas”, homólogo al de las universidades públicas, con
parecidas si no iguales oportunidades de hacerse escuchar en materia de
política universitaria. Y, para quienes pensaban que se estaba lejos de
producir los científicos, profesionales y técnicos que el país necesitaba, la
realidad confirmó sus apreciaciones pues muy pronto se verificó que actuaron
con grandes limitaciones, tanto humanas como instrumentales. Tal vez a la hora
actual las hayan superado en alguna medida o en algunos aspectos; el hecho es
que todavía los productos de las estatales tienen más valor, a pesar de las notorias
dificultades por las que atraviesan y que generan los conflictos que en
ocasiones las demoran o paralizan.
A medida que surgían universidades privadas, la conflictiva formulación“laica/libre”
fue perdiendo sentido por la simple razón de que muchas de ellas no eran
confesionales, eran y son empresariales unas cuantas y pragmáticas o técnicas
otras, cuando no sucursales de universidades extranjeras; lo que, en cambio,
subsistió, fue la expresión “estatales/privadas”, que expresa mejor la
naturaleza del conflicto.
No cabe duda de que este enfrentamiento es muy representativo
de lo que aconteció en el país; para algunos fue algo así como la contraparte de
lo que significó la “Reforma Universitaria” de 1918, aunque la Universidad se
había reestructurado según los principios que la guiaron pero, además,
históricamente, el episodio se integra al dinámico y dramático escenario de una
época con muchas promesas y correlativas frustraciones.
Los cincuenta años transcurridos pueden permitir ver mejor
lo que eso fue y lo que queda de una situación que conmovió al país en un momento
de una expectativa de cambio que se sigue todavía, y una vez más, esperando.
Fuente: Los Frondizi "Manifiestos y correspondencia para un croquis de siglo XX" (2009)
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