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lunes, 20 de julio de 2015

Hipólito Solari Yrigoyen: "Elogio de la democracia en América Latina" (1981)

Quiero hacer el elogio de la democracia y reafirmar mi absoluta fe en el destino democrático de América Latina. Este es el sentido de mi participación en esta mesa redonda.
Los pueblos de nuestro continente, en más de un sesquicentenario de independencia, han mostrado una obstinación en la búsqueda de la democracia.

Esta búsqueda, no está agotada de manera alguna; por el contrario se ha revitalizado ante la realidad de oligarquías degradadas que apelan a los medios más violentos para conservar el poder. Argentina, Chile, Uruguay,
Paraguay, Bolivia, Guatemala y El Salvador, muestran en 1980, la falta de límites morales de la clase dominante para desposeer al pueblo de sus derechos más elementales.

En las dos últimas décadas hemos oído muchas críticas a la democracia.

Para unos era sinónimo de lo que llamaban el demoliberalismo y la partidocracia. Para otros era una formalidad que amparaba las libertades burguesas. Muchos otros invocan la democracia para traicionar sus principios.

La oligarquía argentina, después de 1930, hablaba de la democracia y se oponía el acceso del radicalismo al poder, como lo hizo después de 1955 con el peronismo. Hoy en día, Pinochet reclama para Chile una democracia autoritaria y Videla para la Argentina una democracia moderna. En definitiva son todos ejemplos de quienes pretenden introducirle al vocablo democracia los ingredientes de su desnaturalización. La democracia nunca podrá identificarse con la marginación del pueblo en ninguna forma, ni con el menoscabo de sus derechos y libertades.

Yo adhiero a la democracia a secas y para mí la democracia es pluralismo.

Este es el ideal que inspira y guía la lucha de los pueblos de América
Latina. Por él no trepidan éstos pueblos en enfrentar el rigor del poder económico, de la fuerza militar y aun de coyunturas internacionales desfavorables como la que nos toca vivir con la ruptura de la distensión y el uso de la fuerza. América Latina tiene su propio modelo de democracia, no es igual al europeo, ni al norteamericano; tal vez pueda decirse que es un modelo que se está forjando en la fragua de la adversidad. Pero no quedan dudas de que es un modelo en el que la disidencia no podrá significar jamás la ilegalidad, la cárcel, la tortura o el destierro, ni en el que podrán legalizarse las desigualdades, los privilegios y la miseria.

La democracia necesita de elecciones, pero las elecciones no son sinónimo de la democracia. Hay que tenerlo presente para no caer en el electoralismo que puede desvirtuar a la democracia. Ésta necesita para su cabal funcionamiento de la participación popular en todos los órdenes. El rol del pueblo no concluye en el comicio. Pero si no hay comicios tampoco habrá democracia. El pueblo necesita expresarse y quien pretenda interpretarlo sin consulta caerá en un lamentable paternalismo. Roberto Bergalli señaló aquí, que mi partido, la Unión Cívica Radical, hizo mucho por democratizar las instituciones de la República Argentina. Ha sido una cita justa puesto que el radicalismo puede enorgullecerse, entre otros, de haber gobernado siempre sin recurrir al estado de sitio 4. El radicalismo consiguió con su acción la Ley del voto secreto y obligatorio, mediante la cual el pueblo accedió al poder en 1916. Yrigoyen, ya en la presidencia de la Nación, debió avanzar más, interviniendo5 todas las provincias que tenían sus instituciones basadas en comicios espurios y llevando la democracia a los sindicatos y a la universidad con la Reforma de 1918, para nosotros una reforma permanente cuyos principios permanecen vigentes.

Cuando el pueblo vota en libertad concluye el poder que asume, sin derecho, la oligarquía para digitar a los gobernantes. No es casualidad que todos los despotismos de nuestra América supriman el voto o lo falseen con plebiscitos amañados, como el que acaba de tener lugar en Chile. En mi país, al igual que en otros, no faltan jefes militares que pretenden asustar a dirigentes políticos –y a veces con éxito– diciéndoles: “ustedes sólo tienen urgencias electorales”. Pues bien, no es cierto que sólo tengamos esas urgencias, pero es cierto que las tenemos. El ex presidente Arturo Illia lo dijo con acierto: “nuestras urgencias electorales son institucionales. La permanencia del absolutismo sólo contribuye a agravar los problemas. Cuanto antes concluya, mejor será”. Sólo el pueblo puede ungir gobernantes legítimos. Cuando, dentro de pocos días, se reúnan los tres comandantes militares de la Argentina, no elegirán un presidente, simplemente designarán un funcionario para que se desempeñe como presidente durante el período 1981-1984. La decisión se basa en la fuerza de las armas y no en la fuerza de la ley. La ley es la Constitución Nacional. Así lo entendemos nosotros como opositores, pero también lo entienden los personeros de la dictadura. Por algo dijo el general Saint Jean, interventor en la provincia de Buenos Aires, “me apena y me indigna, cuando voces casi airadas reclaman con urgencia, la vuelta a la Constitución”. La Constitución es la legalidad y los que la han subvertido son quienes merecen llamarse subversivos.

Las elecciones constituyen el medio por el cual se expresa la voluntad soberana del pueblo para elegir a sus representantes, pero –no me cansaré de repetirlo– para que haya democracia, el pluralismo debe extenderse a todos los dominios de la vida social. Los partidos políticos, la universidad, las iglesias, los sindicatos, las fuerzas armadas, la prensa y todas las instituciones representativas deben trabajar para afianzar la democracia. Manuel Sadosky, afirmó con razón que un proyecto sociopolítico que no cuenta con el apoyo de todos los sectores que tengan intereses nacionales será estéril para influir en el desarrollo del país, y Enrique Oteiza advirtió sobre los efectos perniciosos de las oligarquías dependientes.

Supongamos que finalmente accedemos a la democracia en la Argentina, en Chile, en Uruguay, ¿cómo debe entonces ser el gobierno del pueblo?

¿Debe ser reformista o debe ser revolucionario? En este debate estéril estuvieron inmersos muchos sectores progresistas a comienzos de los años 707 y creo que, afortunadamente, la discusión ya ha perdido vigor. Lo que importa son los contenidos, no los rótulos. En un país como el mío, en el que pequeños hombres, cubiertos de grandes entorchados, se han proclamado revolucionarios –me refiero a los “Uriburus”, los “Onganías”, los “Videlas” –se imaginarán ustedes que me siento orgulloso si se me califica de reformista.

Soy reformista porque quiero la reforma profunda de la sociedad. Nuestra concepción política quiere reformas de estructuras y reformas de repartición.

Quiere hacer reformismo directo e indirecto. Directo, para modificar por sí la naturaleza del poder, para encauzar una economía mixta, con nacionalizaciones selectivas y planificación democrática. Indirecto, para obligar a los sectores pudientes a que acuerden con las clases populares derechos sociales contrarios a sus afanes exclusivos de lucro.

El Estado juega un rol fundamental en nuestros proyectos de gobierno democrático para que deje de estar al servicio de los sectores privilegiados y lo esté al servicio del pueblo todo, pero no pensamos que él sea el único agente del cambio social. Frente al capitalismo imperante en la Argentina proponemos una alternativa humana que no lleva en su seno el germen de la colectivización de la economía.

Pertenezco a un movimiento político que se jacta de no ser dogmático.

Los dogmas son la verdad y los que no los comparten están sumergidos en el error. No hay pluralismo posible con las concepciones dogmáticas.

Como dice Duverger, “dogmatismo y tiranía se engendran y refuerzan recíprocamente”.

No tenemos dogmas pero tenemos principios claros, en cuyo centro está el hombre en su dignidad. La economía debe asegurarle el pleno empleo. La desocupación y el temor a la desocupación constituyen su gran angustia. Pero también debe asegurarle salarios justos, seguridad social, formación profesional, participación en la organización del trabajo, sindicalización, acceso a la vivienda, esparcimientos y educación para sus hijos.

No hay sistema económico admisible si margina estos derechos primarios y se funda en el subconsumo de las mayorías.

Nuestros amigos chilenos, conforme a su realidad nacional, han insistido en la necesidad de un diálogo entre marxistas y cristianos. En mi país, con otro contexto político, debe hablarse del diálogo entre peronistas y radicales, pero el diálogo debe extenderse a todas las fuerzas democráticas de cada país de América Latina. Sin renunciar a sus ideas los partidos deben lograr el entendimiento que permita recuperar, o afianzar en su caso, las instituciones democráticas. Los uruguayos acaban de dar un buen ejemplo integrando su Convergencia Democrática, inspirada en el lema de Artigas:
“Unión y estad seguros de la victoria”.

No basta con el entendimiento interno. Los movimientos de la democracia de América Latina deben internacionalizarse y entenderse entre sí y con aquellos similares de todo el mundo, para defender valores comunes: la defensa sin fronteras de los derechos humanos; la lucha contra la recesión, el hambre y la miseria; por el desarme y la distensión; contra la inflación y la desocupación; por la igualdad entre los intercambios; por el control nuclear; por la defensa de la ecología; por la paz.

Después del derrocamiento del presidente constitucional de Chile en 1973, no faltan quienes piensan que su ensayo democrático irrestricto fracasó. Sin perjuicio de las autocríticas, humanas y necesarias, la actitud republicana de Salvador Allende, por la que ofrendó su vida, lo perfila como un precursor de la democracia que Chile reconquistará.

La lucha por la democracia no es fácil. Ahí están las víctimas de la intolerancia de todos los signos para atestiguarlo. Sigamos adelante y afrontemos sin desmayos las mezquindades que nos infringen los déspotas a los que combatimos, con la convicción de que nuestra prédica democrática desembocará en la paz, la independencia, el progreso y la libertad de nuestros pueblos.









Fuente: Tiempos Modernos “Argentina entre populismo y militarismo” Julio-Agosto 1981


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