Quiero hacer el elogio de la democracia y reafirmar mi
absoluta fe en el destino democrático de América Latina. Este es el sentido de
mi participación en esta mesa redonda.
Los pueblos de nuestro continente, en más de un
sesquicentenario de independencia, han mostrado una obstinación en la búsqueda
de la democracia.
Esta búsqueda, no está agotada de manera alguna; por el
contrario se ha revitalizado ante la realidad de oligarquías degradadas que
apelan a los medios más violentos para conservar el poder. Argentina, Chile,
Uruguay,
Paraguay, Bolivia, Guatemala y El Salvador, muestran en
1980, la falta de límites morales de la clase dominante para desposeer al
pueblo de sus derechos más elementales.
En las dos últimas décadas hemos oído muchas críticas a la
democracia.
Para unos era sinónimo de lo que llamaban el demoliberalismo
y la partidocracia. Para otros era una formalidad que amparaba las libertades burguesas.
Muchos otros invocan la democracia para traicionar sus principios.
La oligarquía argentina, después de 1930, hablaba de la
democracia y se oponía el acceso del radicalismo al poder, como lo hizo
después de 1955 con el peronismo. Hoy en día, Pinochet reclama para Chile una
democracia autoritaria y Videla para la Argentina una democracia moderna. En
definitiva son todos ejemplos de quienes pretenden introducirle al vocablo
democracia los ingredientes de su desnaturalización. La democracia nunca podrá
identificarse con la marginación del pueblo en ninguna forma, ni con el
menoscabo de sus derechos y libertades.
Yo adhiero a la democracia a secas y para mí la democracia
es pluralismo.
Este es el ideal que inspira y guía la lucha de los pueblos
de América
Latina. Por él no trepidan éstos pueblos en enfrentar el
rigor del poder económico, de la fuerza militar y aun de coyunturas
internacionales desfavorables como la que nos toca vivir con la ruptura de la
distensión y el uso de la fuerza. América Latina tiene su propio modelo de
democracia, no es igual al europeo, ni al norteamericano; tal vez pueda decirse
que es un modelo que se está forjando en la fragua de la adversidad. Pero no
quedan dudas de que es un modelo en el que la disidencia no podrá significar jamás
la ilegalidad, la cárcel, la tortura o el destierro, ni en el que podrán legalizarse
las desigualdades, los privilegios y la miseria.
La democracia necesita de elecciones, pero las elecciones no
son sinónimo de la democracia. Hay que tenerlo presente para no caer en el
electoralismo que puede desvirtuar a la democracia. Ésta necesita para su cabal
funcionamiento de la participación popular en todos los órdenes. El rol del
pueblo no concluye en el comicio. Pero si no hay comicios tampoco habrá
democracia. El pueblo necesita expresarse y quien pretenda interpretarlo sin
consulta caerá en un lamentable paternalismo. Roberto Bergalli señaló aquí, que
mi partido, la Unión Cívica Radical, hizo mucho por democratizar las
instituciones de la República Argentina. Ha sido una cita justa puesto que el
radicalismo puede enorgullecerse, entre otros, de haber gobernado siempre sin
recurrir al estado de sitio 4. El radicalismo consiguió con su acción la Ley
del voto secreto y obligatorio, mediante la cual el pueblo accedió al poder en
1916. Yrigoyen, ya en la presidencia de la Nación, debió avanzar más,
interviniendo5 todas las provincias que tenían sus instituciones basadas en
comicios espurios y llevando la democracia a los sindicatos y a la universidad
con la Reforma de 1918, para nosotros una reforma permanente cuyos principios
permanecen vigentes.
Cuando el pueblo vota en libertad concluye el poder que
asume, sin derecho, la oligarquía para digitar a los gobernantes. No es
casualidad que todos los despotismos de nuestra América supriman el voto o lo
falseen con plebiscitos amañados, como el que acaba de tener lugar en Chile. En
mi país, al igual que en otros, no faltan jefes militares que pretenden asustar
a dirigentes políticos –y a veces con éxito– diciéndoles: “ustedes sólo tienen
urgencias electorales”. Pues bien, no es cierto que sólo tengamos esas
urgencias, pero es cierto que las tenemos. El ex presidente Arturo Illia lo
dijo con acierto: “nuestras urgencias electorales son institucionales. La
permanencia del absolutismo sólo contribuye a agravar los problemas. Cuanto
antes concluya, mejor será”. Sólo el pueblo puede ungir gobernantes legítimos.
Cuando, dentro de pocos días, se reúnan los tres comandantes militares de la
Argentina, no elegirán un presidente, simplemente designarán un funcionario
para que se desempeñe como presidente durante el período 1981-1984. La decisión
se basa en la fuerza de las armas y no en la fuerza de la ley. La ley es la
Constitución Nacional. Así lo entendemos nosotros como opositores, pero también
lo entienden los personeros de la dictadura. Por algo dijo el general Saint
Jean, interventor en la provincia de Buenos Aires, “me apena y me indigna,
cuando voces casi airadas reclaman con urgencia, la vuelta a la Constitución”.
La Constitución es la legalidad y los que la han subvertido son quienes merecen
llamarse subversivos.
Las elecciones constituyen el medio por el cual se expresa
la voluntad soberana del pueblo para elegir a sus representantes, pero –no me
cansaré de repetirlo– para que haya democracia, el pluralismo debe extenderse a
todos los dominios de la vida social. Los partidos políticos, la universidad,
las iglesias, los sindicatos, las fuerzas armadas, la prensa y todas las
instituciones representativas deben trabajar para afianzar la democracia.
Manuel Sadosky, afirmó con razón que un proyecto sociopolítico que no cuenta
con el apoyo de todos los sectores que tengan intereses nacionales será estéril
para influir en el desarrollo del país, y Enrique Oteiza advirtió sobre los
efectos perniciosos de las oligarquías dependientes.
Supongamos que finalmente accedemos a la democracia en la
Argentina, en Chile, en Uruguay, ¿cómo debe entonces ser el gobierno del
pueblo?
¿Debe ser reformista o debe ser revolucionario? En este
debate estéril estuvieron inmersos muchos sectores progresistas a comienzos de
los años 707 y creo que, afortunadamente, la discusión ya ha perdido vigor. Lo
que importa son los contenidos, no los rótulos. En un país como el mío, en el que
pequeños hombres, cubiertos de grandes entorchados, se han proclamado revolucionarios
–me refiero a los “Uriburus”, los “Onganías”, los “Videlas” –se imaginarán
ustedes que me siento orgulloso si se me califica de reformista.
Soy reformista porque quiero la reforma profunda de la
sociedad. Nuestra concepción política quiere reformas de estructuras y reformas
de repartición.
Quiere hacer reformismo directo e indirecto. Directo, para
modificar por sí la naturaleza del poder, para encauzar una economía mixta, con
nacionalizaciones selectivas y planificación democrática. Indirecto, para
obligar a los sectores pudientes a que acuerden con las clases populares
derechos sociales contrarios a sus afanes exclusivos de lucro.
El Estado juega un rol fundamental en nuestros proyectos de
gobierno democrático para que deje de estar al servicio de los sectores
privilegiados y lo esté al servicio del pueblo todo, pero no pensamos que él
sea el único agente del cambio social. Frente al capitalismo imperante en la
Argentina proponemos una alternativa humana que no lleva en su seno el germen
de la colectivización de la economía.
Pertenezco a un movimiento político que se jacta de no ser
dogmático.
Los dogmas son la verdad y los que no los comparten están
sumergidos en el error. No hay pluralismo posible con las concepciones
dogmáticas.
Como dice Duverger, “dogmatismo y tiranía se engendran y
refuerzan recíprocamente”.
No tenemos dogmas pero tenemos principios claros, en cuyo
centro está el hombre en su dignidad. La economía debe asegurarle el pleno
empleo. La desocupación y el temor a la desocupación constituyen su gran
angustia. Pero también debe asegurarle salarios justos, seguridad social,
formación profesional, participación en la organización del trabajo, sindicalización,
acceso a la vivienda, esparcimientos y educación para sus hijos.
No hay sistema económico admisible si margina estos derechos
primarios y se funda en el subconsumo de las mayorías.
Nuestros amigos chilenos, conforme a su realidad nacional,
han insistido en la necesidad de un diálogo entre marxistas y cristianos. En mi
país, con otro contexto político, debe hablarse del diálogo entre peronistas y radicales,
pero el diálogo debe extenderse a todas las fuerzas democráticas de cada país
de América Latina. Sin renunciar a sus ideas los partidos deben lograr el
entendimiento que permita recuperar, o afianzar en su caso, las instituciones
democráticas. Los uruguayos acaban de dar un buen ejemplo integrando su
Convergencia Democrática, inspirada en el lema de Artigas:
“Unión y estad seguros de la victoria”.
No basta con el entendimiento interno. Los movimientos de la
democracia de América Latina deben internacionalizarse y entenderse entre sí y con
aquellos similares de todo el mundo, para defender valores comunes: la defensa
sin fronteras de los derechos humanos; la lucha contra la recesión, el hambre y
la miseria; por el desarme y la distensión; contra la inflación y la
desocupación; por la igualdad entre los intercambios; por el control nuclear;
por la defensa de la ecología; por la paz.
Después del derrocamiento del presidente constitucional de
Chile en 1973, no faltan quienes piensan que su ensayo democrático irrestricto fracasó.
Sin perjuicio de las autocríticas, humanas y necesarias, la actitud republicana
de Salvador Allende, por la que ofrendó su vida, lo perfila como un precursor
de la democracia que Chile reconquistará.
La lucha por la democracia no es fácil. Ahí están las
víctimas de la intolerancia de todos los signos para atestiguarlo. Sigamos
adelante y afrontemos sin desmayos las mezquindades que nos infringen los déspotas
a los que combatimos, con la convicción de que nuestra prédica democrática
desembocará en la paz, la independencia, el progreso y la libertad de nuestros
pueblos.
Fuente: Tiempos Modernos “Argentina entre populismo y militarismo” Julio-Agosto 1981
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