Los fenómenos de la vida económica que se producen en toda
Nación que quiere seguir paso a paso la senda del progreso, se imponen -como ha
dicho bien un sabio alemán- lo mismo al observador y al economista, que al ser
más indiferente o menos ilustrado de los que pueblan el mundo culto. No existe
jornalero alguno, por insignificantes que sean sus luces intelectuales, que no
sienta necesidades; que, a esa sensación no se una el vehemente anhelo de satisfacerlas
y por último que más tarde o más temprano, no se resuelva airado contra las dificultades
que se opongan a sus deseos.
¿Quién puede, por lo tanto, negar que el sistema
proteccionista exagerado es la valla fatal que se levanta contra él para que
pueda realizarlos?
Por donde quiera que se explaye la mirada, no ve otra cosa
que expoliación, monopolio y desequilibrio, éste producido por la desproporción
que existe entre el jornal o el sueldo que gana y la carestía de la vida, y
aquellos por que se les obliga a adquirir los productos de las llamadas
industrias nacionales, un veinte, un treinta o un cincuenta por ciento más
caros que los que le costarían los similares extranjeros, si el costo de éstos
no estuviera recargado por derechos aduaneros esencialmente prohibitivos. Al
volver a su hogar, fatigado por el trabajo rudo del día, sólo podrá apagar su
sed con los vinos así llamados, por la facilidad con que, como tales, se
presentan a favor de la guerra de las tarifas, mantenida contra los vinos importados,
y satisfacer su apetito con un mezquino pedazo de carne de pulpa, pues ¿quién ignora
que el precio de la carne -sin ser artículo importado- no está hoy al alcance
de todos los bolsillos? Querrá, recordando la patria ausente, regalarse con un
tarro de conservas alimenticias procedentes de ella y no podrá realizarlo,
porque esas conservas, cuestan, como vulgarmente se dice "un ojo de la
cara", y tendrá que sufrir resignando su impotencia, o adquirir las
indígenas, al mismo precio, o tal vez un veinte por ciento más caras, que el
que podrían costarle las importadas.
¿Quiere cubrir su cabeza con un sombrero europeo?
¡Imposible! Ya no vienen sombreros de Europa más que para los potentados, para
los que pueden pagar por ellos veinticinco y treinta presos. Tiene que usar
forzosamente los del país, que se expenden generalmente encubiertos bajo la
máscara extranjera, hecho que viene haciéndose con la doble idea de favorecer
al intermediario entre el producto y el consumidor, o para que se vea la
hilacha del producto.
Como no puede pasarse sin calzar sus pies, apelará al primer
zapatero que encuentre en su camino y ¿qué le sucederá? Que tendrá que mandar a
hacerse los zapatos con cuero del país, en cuyo caso expondrá a llevar, al mes,
los dedos a la intemperie, o con cuero extranjero, lo cual triplicaría el
precio de costo.
¿Debemos seguir en este camino? ¿Debemos penetrar en mayores
detalles? No lo creemos, sino que, antes por el contrario, juzgamos que son
suficientes los raciocinios hechos para llegar al corolario a que nos
proponemos llegar. Hay algo más grave todavía par que nos quejemos de los
fuertes derechos con que se gravan los artículos de principal consumo, al ser introducidos
en el país, y para que procuremos las mayores ventajas y concesiones posibles; sin
que por eso seamos de opinión de que deben de abandonarse a sus propias fuerzas
y recursos aquellas industrias que pueden ser, en plazo más breve o más dilatado,
manantial de riquezas y fuente de prosperidad para la República.
El aserto no puede ser más erróneo. La ciencia económica, no
el empirismo, aconseja que inmediatamente que se vea la llaga en cualquier
sistema económico, se aplique el cauterio. En las épocas de normalidad
financiera, no hacen falta los financistas para gobernar el timón de la hacienda
pública, sino ciudadanos de buen sentido y de mejor intención que los ad usum patria.
Los financistas se han hecho para las grandes crisis, para los períodos de
desequilibrio; para los momentos de desolación y angustia, para los días en que
de resultas de esas crisis y de esos desequilibrios financieros, el orden
social puede verse amenazado. Fue suficiente que en Norte América produjera una
crisis bancaria -oportuna y sabiamente conjurada- el bill proteccionista a que
dió nombre su autor Mr. MacKinlay, para que inmediatamente que escalaron el
poder otros hombres, se cambiara rotundamente de sistema.
Nosotros debemos hacer lo propio, en vista de que la crisis
que atravesamos no es, como se quiere hacer creer, un cuarto de hora ingrato en
la larga vida de la República. La crisis que consume nuestro organismo, que
anula toda iniciativa, que desmorona todo cálculo y que aleja al inmigrante, lo
mismo que al crédito, público y privado, está en pie desde hace cuatro años, y
a cada día que transcurre, presenta proyecciones más vastas, al extremo, de que
son muchas las personas que temen, con serios fundamentos, que degenere en
social, mientras no se ataquen de frente las dos principales causas que la
originan: la fluctuación constante que sufre en su valor venal la moneda
fiduciaria y la cesación absoluta del sistema proteccionista, ciego, exagerado
y absurdo que nos rige.
Sin ambos casos no se restablecerán las corrientes migratorias
de que tanto hemos menester, para poblar nuestras tierras y aún para levantar
las próximas cosechas; ni tras ellas vendrían, como es lógico suponer, los
capitales que el país necesita para su completo desarrollo, para que dejemos de
ser -como se ha dicho muy razonablemente- una nación embrionaria.
No; el abaratamiento de los artículos indispensables para la
vida, no condenaría a muerte a ciertas industrias embrionarias, porque cuanto
más barata fuera la vida para el obrero, mayores serían sus esfuerzos para que
la industria en que ganaba su sustento llegara a todo su apogeo. ¿Es justo, es
legal, es equitativo, despojar a la colectividad, para que vivan, prosperen y
se enriquezcan media docena de industrias? Y, es aquí donde viene, como anillo
al dedo, el corolario de que hablamos, o para que se nos entienda mejor, donde
cuadra perfectamente el estudio de las consecuencias lógicas a que puede dar
lugar, la prosecución del sistema proteccionista. No habrá una sola persona
medianamente sensata, que nos niegue uno de los efectos de la fijación de los
derechos de aduana a oro, y la elevación gradual de las tarifas aduaneras ha
producido, conjuntamente con la desvalorización del billete, la carestía de
vida, y por lo tanto el desequilibrio y la miseria en el hogar del pobre; sin
que esta causa, grave de suyo, haya inducido a los propietarios de las
industrias a elevar el precio de los jornales, al propio tiempo o en la misma
proporción que elevaban el de los productos de sus industrias. El precio del
oro ha declinado, en poco más de dos meses, muy cerca de ochenta puntos, sin
que el jornalero haya visto que se abarataban, en proporción, las cosas más
indispensables para la vida: los alquileres de las viviendas y los artículos de
consumo.
Su desesperación ha sido y es grande, y si los que han
contado con medios para trasladarse a Europa no han vacilado en hacerlo, los
que quedan no vacilarán a su vez en protestar contra el régimen actual que le despoja
de cuanto recurso pudiera proporcionarse, para atender a las contingencias que
traen consigo, o una vejez prematura o la imposibilidad física de trabajar. Hay
algo más todavía: el exceso de trabajo y una alimentación insuficiente, son
origen de enfermedades sin cuento y de que el hombre se inutilice para el
trabajo mucho antes de llegar a la edad provecta. Sin descender a otros
detalles que juzgamos inútiles para justificar las inquietudes que abrigan algunos,
frente a frente de la actitud que comienzan a asumir las clases obreras,
terminaremos por hoy, diciendo que si los jornales actuales no bastan ni aún
para salvar al jornalero de una muerte más o menos inmediata, causada por la insuficiencia
de alimento, por las malas condiciones de higiene y ventilación de las
viviendas que ocupan; ¿qué sucederá el día en que se agrave la crisis, bien por
suspensión del pago de la deuda, bien porque continúe en boga el sistema
proteccionista, bien por la pérdida de las cosechas, o bien, finalmente, por
una epidemia en nuestros ganados? Max Nordau lo ha dicho:
"los
desheredados de la fortuna son la intrépida vanguardia del ejército que tiene
sitiado al arrogante edificio social".
Fuente: Alocución del Dr. Leandro Alem en la Cámara de Senadores el 27 de agosto de 1894 que versó sobre "El Proteccionismo y el Pueblo" en Leandro Alem de Puño y Letra compilación de Eduardo Rivas, 2014.
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