Un 29 de julio de 1957, en el mes de la libertad, como
acostumbraba llamarlo el gran Alfredo Palacios, se iba de la vida don Ricardo
Rojas. Para su viaje hacia la eternidad llevaba sólo una alforja cargada de
dignidad, de civismo, de amor a la tierra, a la juventud que había formado en
las aulas o en las tribunas políticas, porque en el profesor universitario como
en el orador de las asambleas públicas, quien estaba presente era siempre un
maestro.
Y así partió para su destino final, sin oro, sin oropeles,
sólo con esa alforja plena de los grandes valores para los que había vivido:
fiel a sí mismo, fiel a los principios de los que jamás abjuró, fiel a los
profundos afectos que iluminaron el largo trayecto de su rica vida que no
conoció claudicaciones cualesquiera fuesen los cantos de sirena que perseguían
su complacencia.
Quienes tuvimos el infinito privilegio de haber sido sus
alumnos, en el cincuentenario de su muerte, lo imaginamos vivo, tal como quedan
en el recuerdo aquellos a los que hemos amado y a los que debemos inmutable
gratitud. Lo vemos llegar al aula de la vieja Facultad de Filosofía y Letras de
la calle Viamonte con su estampa de poeta, su traje negro, su impecable camisa
blanca de cuello duro y la cadena de oro, que atravesaba su chaleco quebrando
con una nota brillante la majestuosa sobriedad de su atuendo, y, siempre, en su
manos un libro, que podía ser La España del Cid , de Menéndez Pidal o El
Buscón, de Quevedo, uno de cuyos fragmentos nos leía con voz grave y dicción
perfecta.
Por las inolvidables clases de Literatura Española de ese
profesor erudito, para su mayor gloria autodidacto, desfilaron los cantares de
gesta, la heroica figura del Cid y el proceso lingüístico que marcaba el avance
del hermoso idioma que se estaba consolidando; toda la belleza del romancero,
los albores del humanismo, el estallido estilístico de la España áurea, la
cumbre de Cervantes, la maravilla del barroco, y así, indefinidamente,
brindándonos con la responsabilidad de un gran maestro, sin retaceos de tiempo
ni de esfuerzos, la savia cultural que, con el deslizarse de los años, se
trasformaría en el sólido sustrato de nuestra formación ética, estética y
cívica.
Nada fue ajeno a su inquietud intelectual, por eso sus
clases trascendían el tema indicado y dejaban, más allá del conocimiento
específico, aquella "arenilla dorada", la sabiduría, que, según el
brillante escritor ecuatoriano, Juan Montalvo, arrojaba "chanceando"
la pluma de Cervantes. De su profuso bagaje cultural surgía la leyenda
oportuna, el gracejo de un dicho popular, la lección emanada de un apasionante
momento histórico, la referencia a alguno de sus viajes, que era una dínamo
para la exaltada fantasía de nuestros gloriosos dieciocho años. Jamás hemos
olvidado su clase sobre el romancero, cuando recordó que en Marruecos, en una
noche desbordante de estrellas y en un palacio al que había sido invitado,
desde los amplios ventanales abiertos que permitían oír el silencio nocturno,
escuchó de pronto, emocionado el canto de un romance viejo en el dialecto
judeo-español, el ladino, que los sefardíes, descendientes de los expulsados de
España hacía 500 años, aún mantenían como nexo con la patria lejana y para
siempre perdida.
Investigador infatigable, introdujo en la carrera de Letras,
la cátedra de Literatura Argentina y trabajó en un portentoso esfuerzo, dada la
precariedad de antecedentes, en la sistematización de la historia de la
literatura argentina. Sus investigaciones también llegaban a la cátedra para
develarnos las raíces sobre las que se forjó nuestra identidad nacional. Su
pasión americanista de la que está impregnada toda su obra le inspira Ollantay
, subtitulada La tragedia de los Andes , en la cual, del amor prohibido entre
el titán de los Andes y Coellur, la ñusta hija del sol, nacerá la progenie
americana que elevará, como lo dice el poeta, "a hijos del sol los hijos
de la tierra", bella imagen que expresa el luminoso destino que el maestro
aguardaba para América del Sur.
No obstante, el valor de su profusa obra literaria, el
reconocimiento de prestigiosas universidades extranjeras que le otorgaron
títulos honoris causa, las condecoraciones de gobiernos extranjeros y diplomas
emitidos por instituciones culturales de renombre universal, y aun después de
haber sido rector de la Universidad de Buenos Aires, nada logró postergar su
deber cívico de intervenir en la vida política del país que necesitaba
consolidar el mandato de Mayo al que la Constitución Nacional de 1853 obligaba.
Como una faceta más de su calidoscópica personalidad, surge
el ciudadano responsable que estudia la génesis del pensamiento político con el
cual se abrió cauces a nuestra nación libre y soberana. Por eso, cuando el 6 de
septiembre de 1930 se produce la primera quiebra institucional, con el golpe de
Estado que derroca al presidente Yrigoyen, el maestro abandona su gabinete de
estudioso y adopta la posición militante, que sólo se extinguirá con su vida.
La vocación docente y su pasión por la escritura encauzan su pluma hacia la
defensa del partido político desalojado del poder, porque encuentra en su
doctrina las raíces de la inconclusa Revolución de Mayo.
Escribe entonces su primer libro, esencialmente político: El
radicalismo de mañana , en el que aporta no sólo solidez a la idea moral y su
fundamentación histórico-filosófica, sino también la jerarquía de su nombre y
de su prestigio de pensador insobornable para la lucha que se avecina, donde se
jugaba el destino del mundo, entre las concepciones totalitarias y la defensa
de la democracia con sus dos pilares clave: la libertad y la justicia.
El 10 de octubre de 1931 el diario Noticias Gráficas lo
visita en su casona de la calle Charcas, para indagar la causa acerca de esa
sorprendente determinación de ascender al escenario político con todo lo que
entraña de sinsabores e ingratitudes. La respuesta no ofrece dudas:
"He llegado a
esta altura de mi vida sin haber estado jamás en ninguno de nuestros partidos
políticos (...) y así habrían seguido transcurriendo mis días, en el retiro del
estudio, que no fue torre de marfil para mi deleite, sino atalaya de piedra
para mi ansiedad, a no ser por la crisis profunda que hoy amenaza nuestras
instituciones vitales".
El poeta compromete en el accionar político su devoción al
credo de Mayo y se afilia al radicalismo que, de acuerdo con su mirada, esa
fuerza cívica expresa. Llega en el momento del dolor y el ostracismo, incluso
de la persecución, no conoce al presidente derrocado, nunca se acercó al poder
para solazarse con los oropeles de un cargo público, se ofrece, en cambio, sólo
como un ciudadano militante y lo testimonia en las últimas líneas de su libro
con estas palabras, que suenan a quimeras en el cuadro de total decadencia
ética en el que estamos viviendo:
"Llegué al
partido donde los nietos de los próceres y las gentes anónimas que allí se
congregan en una fuerte solidaridad de patria me recibieron como a un viejo
amigo. Ocupé mi puesto como el más humilde de todos. No era la hora de las
canonjías, sino la hora de los vejámenes. Pero era también la hora de la
esperanza, que siempre nace de un gran dolor, y este libro es el mensaje de mi
esperanza cívica, puesta hoy en el radicalismo de mañana".
Fuente: Diario LA NACION del 17 de setiembre de 2007 la autora fue diputada nacional y es miembro correspondiente
de la Academia de Ciencias Sociales de Mendoza.
El cuarto oscuro debe dar asilo religioso a la conciencia del ciudadano. Es el confesionario que la Nación ofrece a la conciencia individual para modelar nuestra civilización según los designios del hombre argentino como ser social. Es el exámen de conciencia que plantea Rojas al amparo de la ley Saenz Peña en los días infaustos del derrocamiento de Yrigoyen. No voy a preguntar a mis correligionarios porque no se vislumbra mañana para el radicalismo, pero creo que el hombre argentino debe remodelar su ser nacional. De lo contrario, de seguir mansamente utilizando aquello que dio voz al pueblo no terminará sino condenándolo a sufrir el derrotero que combatió Alem.
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