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sábado, 6 de junio de 2015

Nélida Baigorria: "Genealogía del derrumbe educativo" (17 de octubre de 2007)

La Segunda Guerra Mundial había terminado y el mundo en ruinas, con vencedores y vencidos, pero todos suturando profundas heridas tanto físicas como espirituales, emprenden la durísima obra de la reconstrucción. Corre el año 1945, nacen en él las Naciones Unidas cuyo fin último es lograr la paz universal y el ‘‘Nunca Más’’ a la guerra. Para ello dentro de la ONU se crea la UNESCO, organismo específico para el fomento de la Educación, la Ciencia y la Cultura, porque tal como se destacó en la asamblea constitutiva: Si la guerra surge en la mente de los hombres es ahí donde debe trabajarse el valor de la paz.

Las estadísticas revelan la precariedad educativa de vastas regiones de la Tierra y la extensión del analfabetismo instalado como fenómeno endémico en países de los cinco continentes. Han pasado 20 años desde la terminación de la guerra y la UNESCO en 1965 organiza el primer Congreso Internacional de Alfabetización que se realiza en Teherán en el cual se acuña una sentencia de permanente actualidad: ‘‘Hay dos formas políticas de tratar la realidad: mostrarla para transformarla u ocultarla para conservarla’’.

Este introito no es ocioso, por el contrario se torna imprescindible, dado que mi exposición se encuadrará dentro de la segunda propuesta, mostraré, descarnadamente, las causas del derrumbe educativo, las responsabilidades políticas, los grupos de presión que actuaron en la trastienda, la quiebra del principio de la igualdad de oportunidades, la deserción del Estado, la intromisión de la demagogia y el facilismo en la organización escolar y las consecuencias, evidentes ya, en varias generaciones de niños y jóvenes formados en esas políticas educativas para las cuales el estudio no debe ser esfuerzo sino solaz, la exigencia de disciplina una forma perversa de autoritarismo y el docente un par entre sus alumnos.

En el siglo XlX, Alexis de Tocqueville, el gran pensador francés, dijo que sólo cuando la libertad es muy antigua pueden cosecharse sus frutos. En educación ocurre lo mismo, para probar los efectos de un sistema debe transcurrir el tiempo y su éxito o su fracaso se explicita a través del grado de competencias que revelan los alumnos, tanto como su formación moral y cívica. La educación es pues un proceso, por lo tanto tiene continuidad en el tiempo y concatenación con el pasado; y recuerdo aquí las conferencias del eminente historiador argentino José Luis Romero cuando explicaba con una legendaria metáfora los caracteres esenciales del proceso histórico. Aludía el brillante profesor Romero al mito del Minotauro y a Teseo que debe entrar a un laberinto donde mora el monstruo para darle muerte, mientras Ariadna, la hija del rey, le entrega el hilo que le permitirá salir del dédalo un vez cumplida su difícil misión.

Para seguir el proceso de nuestro derrumbe educativo necesitamos el hilo de Ariadna que nos guíe a través del tiempo y nos vaya mostrando cuál es su etiología, el desarrollo posterior y qué factores políticos e ideológicos actuaron para consumarlo. No puede hablarse del derrumbe educativo como si fuera la obra sólo de un gobierno reciente que en un atropello, supuestamente revolucionario, hubiese querido destruir el basamento jurídico-filosófico sobre el que se erigió el sistema de nuestra educación popular, el solapado y lento trabajo de destrucción se inició hace más de un siglo cuando en el año 1884 se sanciona la Ley 1420 que estatuye la educación común, obligatoria, gratuita y laica.

La ilustre generación del 80, luego de la Organización Nacional, con la presencia de maestros de toda la República y representantes de países vecinos, en 1882, convoca a un congreso pedagógico donde se definirán las líneas directrices que deberán orientar la ley educativa, de necesidad imprescindible en una nación desorganizada y anárquica por tantos años de enfrentamientos y abierta ya a la inmigración que nuestro preámbulo proclama. Vendrán al país todos los hombres del mundo que quieran habitarlo y traerán consigo, la patria lejana, su cultura, sus tradiciones vernáculas, su religión, sus himnos, con esta tierra sus hijos habrán de amalgamarse. Una ley de educación común será la argamasa y lo fue la sabia Ley 1420 sobre la base de los pronunciamientos del Congreso Pedagógico de 1882.

En el importantísimo debate, cuando en el recinto de la Cámara de Diputados, se trata el anteproyecto entran en colisión dos principios que hoy denominamos la principalidad o la subsidiariedad del Estado democrático en la esfera educativa. En efecto, la Revolución Francesa asumió la educación del pueblo y la formación cívica del ciudadano como base de la igualdad e hizo responsable al Estado de su fomento y expansión a todas las clases sociales. Deseo aclarar que hasta ese momento histórico la educación estaba en manos de corporaciones, sobre todo religiosas, y era un derecho vedado, absolutamente, a los sectores desposeídos.

La transferencia de esa potestad al Estado democrático para involucrar a la sociedad toda en el principio de la igualdad de oportunidades que no era, por otra parte, incompatible con el ejercicio de la docencia en establecimientos privados y la posibilidad de los padres de inscribir a sus hijos en los colegios que eligieran, tanto oficiales cuanto particulares, generó un combate ideológico de tal magnitud, que no se agotó en el debate parlamentario en el cual las dos posiciones en pugna, expusieron sus argumentos sino que, aun después de sancionada la Ley 1420, inaceptada por quienes desde el comienzo rechazaron su filosofía, con sigilo, porque el clima democrático que comenzaba a vivir la República, hubiera hecho imposible una actitud claramente beligerante, comenzaron la lenta pero pertinaz tarea de rescatar sus privilegios, socavándola. No importaba el tiempo, un día llegaría la revancha y así fue.

Desde la fecha de su sanción –1884– hasta el año 1930, nuestro sistema educativo, que fue modelo para América Latina y para países europeos aún bajo la férula de monarquías absolutistas, creció exponencialmente, se construyeron miles de escuelas en la extensión del país, decreció el analfabetismo en proporciones significativas, se expandió la matrícula sin límites. Se crearon escuelas normales para la formación de excelentes maestros que enseñaron a los alumnos los fundamentos históricos de nuestra identidad nacional y se abrieron las puertas de todos los establecimientos a los hijos de inmigrantes que aprendieron nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestros valores ancestrales y fueron así argentinos leales a la patria, formados en aulas donde no existía discriminación alguna bajo el símbolo de un guardapolvo blanco.

El 6 de septiembre de 1930 es una fecha nefasta en los anales de la historiografía argentina. En efecto, por primera vez las Fuerzas Armadas, en un alzamiento sedicioso derrocan al Presidente legítimo –elegido por el pueblo en libres comicios–. Don Hipólito Yrigoyen es detenido y el jefe del movimiento militar, un general llamado José Félix Uriburu, asume la presidencia usurpada por la fuerza y disolviendo o interviniendo las instituciones republicanas, instaura una dictadura ominosa, cuyo germen totalitario se consolidaría con el tiempo y abriría el paso a grupos fascistas, enemigos acérrimos de la Revolución de Mayo, que durante el siglo XX asolaron nuestra República y nos llevaron, finalmente, a la decadencia moral cívica en la que hoy vivimos.

Considero esencial aclarar –en esta etapa de mi exposición– cuáles eran ‘‘las ideas fuerza’’ que en esos tiempos movían la acción política de algunos países europeos y cómo su difusión había arraigado en factores de poder que por su formación prusiana o por intolerancia religiosa repudiaban la organización republicana y los valores de la libertad y la justicia. En ese ámbito, luego de trascurridos trece años de proscripciones y gobiernos fraudulentos, el 4 de junio de 1943 estalla otro golpe militar gestado y conducido por una logia denominada GOU, una de cuyas cabezas era por entonces el coronel Juan Domingo Perón, y a ese grupo cabría luego la responsabilidad de haber comenzado la sistemática destrucción de lo que fue nuestro brillante sistema educativo.

El hilo conductor de Ariadna nos lleva al lapso comprendido entre el 4 de junio de 1943 y el mismo día pero de 1946 cuando Juan Perón asume la Presidencia de la República por mandato constitucional surgido de su triunfo en las elecciones del 24 de febrero de 1946.

En ese período de transición bajo el dominio militar, se instalan en la conducción del gobierno, personajes adscriptos a las ideas totalitarias del fascismo italiano, el nazismo alemán y el falangismo español que conforman un equipo antirrepublicano y antidemocrático, aún nostálgico de la Colonia, para el cual el pensamiento de Mayo equivale a apostasía y aspira por lo tanto a instaurar un régimen casi feudal.

Se nombra ministro de Educación a un escritor –Gustavo Martínez Zuviría– apasionado defensor de los Estados totalitarios, al Dr. Olmedo, como interventor del Consejo Nacional de Educación y al profesor Jordán Bruno Genta con idéntico cargo en el Instituto del Profesorado Joaquín V. González, todos ellos militantes en el mismo campo ideológico. Los nombres de Alberdi y Sarmiento –los grandes constructores de la Organización Nacional– son estigmatizados y el primer ataque para el logro de esa involución se centra en la Ley 1420, considerada atea por su carácter laico. Por primera vez se vulnera su estructura y su filosofía libertaria, se introduce la enseñanza religiosa obligatoria en todos los establecimientos educativos del país y simultáneamente la cesantía de docentes judíos, así como la imposibilidad de su ingreso en la carrera.

Este proceso de desintegración del sistema escolar sarmientito se acentúa cuando Juan Perón asume la Presidencia de la República el 4 de junio de 1946. Al año siguiente 1947 el Congreso convierte en ley 12.978 el decreto 18.411 que había introducido la enseñanza religiosa, se disuelven los cuerpos colegiados que estatuía la Ley 1420, el Consejo Nacional de Educación se transforma en la Dirección General de Escuelas y un centralismo absoluto quiebra el equilibrio que impone el régimen federal. Los grupos de presión avanzan con sus conquistas y por primera vez, por medio de la Ley 13.047, obtienen subvención del Estado para el pago a los docentes de la enseñanza privada.

Además comienza en todos los establecimientos oficiales el adoctrinamiento político, la afiliación obligatoria de los docentes al partido gobernante, requisito exigido perentoriamente para el ingreso en la carrera y en los contenidos curriculares un declarado revisionismo de nuestro patrimonio histórico, sintónico con el credo de Mayo, además de las loas a las supuestas virtudes de la pareja gobernante.
En cuanto a la edificación escolar se construyen escuelas en lugares estratégicos para los fines de la propaganda política pero los edificios existentes continúan con sus deterioros acentuados por el paso del tiempo.

Durante la vigencia del régimen peronista el facilismo se introduce en las aulas, las evaluaciones se ciñen a lo elemental y la promoción al curso superior se produce automáticamente o con exámenes que no exigen competencias mínimas. La Revolución que derroca al peronismo, restaura la Ley 1420, interviene las Universidades, por entonces sólo nacionales, y dicta un decreto, el 6406/ 55, dentro del cual y muy lejos de la temática del decreto introduce un artículo, el 28, que autoriza la creación de universidades privadas. Estamos ya en la presidencia de Arturo Frondizi, año 1958, en el cual el principio de subsidiariedad del Estado logra un triunfo rotundo que tendrá repercusiones vitales sobre el destino de la educación popular.

Entrar en todo el desarrollo de ese combate ideológico llevaría un seminario de varios días. Como en nuestro caso se trata de una conferencia corresponde hacer una síntesis muy escueta. Las corporaciones educativas privadas, sobre todo las religiosas, exigían al Presidente el cumplimiento de la reglamentación del art. 28 aduciendo un supuesto compromiso electoral. El Poder Ejecutivo envía el anteproyectoal Congreso para su inmediato tratamiento y ante el total rechazo de la oposición, se desencadena un debate que sacude a la opinión pública de todo el país. La esencia de la discusión se centraba en si las universidades privadas por crearse podían expedir títulos oficiales para el ejercicio de las distintas profesiones, sin embargo, una artera maniobra del sector privado derivó el tema hacia un conflicto religioso con el rótulo de una opción: ‘‘Enseñanza libre o enseñanza laica’’, como si el gobierno persiguiese la estatización totalitaria de la educación del pueblo. El asunto planteado de esa manera fue un sofisma porque la enseñanza libre prescripta en el artículo 14 de nuestra Constitución ya se ejercía en el país como lo evidenciaba la existencia de colegios privados más que centenarios, el objetivo era conseguir el otorgamiento de títulos sin la mínima injerencia de los poderes públicos. A fin de lograr una fórmula conciliadora el diputado Horacio Domingorena introdujo en el art. 28 una modificación mediante la cual se facultaba a las universidades privadas a emitir títulos académicos, preservando para el Estado la prerrogativa del diploma para el ejercicio profesional.

La oposición rechazó la propuesta en virtud de que una vez lograda la primera franquicia, en nombre de la experiencia de que en nuestro país un hecho consumado siempre tiene carácter irreversible exigirían luego, como ocurrió, nuevas concesiones que consolidaran su total monopolio. Manifestaciones multitudinarias de uno y otro sector colmaron plazas y avenidas de toda la geografía argentina, para expresar su adhesión y finalmente tras un arduo debate en el seno del Congreso, por escasísimos votos se impuso, no la derogación, sino la reglamentación del art. 28 y con ella, la piedra basal para la construcción de un nuevo sistema educativo orientado a la privatización total de la enseñanza. Medio siglo después las consecuencias son evidentes.

Un Estado desertor y un avance irrestricto del sector privado redujo la igualdad de oportunidades a una simple declaración abstracta y la escuela pública a un ámbito reservado para los más pobres.

El hilo de Ariadna nos conduce ahora al año 1966, fecha del derrocamiento del presidente Arturo Illia cuya brevísima gestión, alcanzó para restablecer, en plenitud, los principios de la educación popular, pero faltó tiempo para su cosecha. El gobierno pasa nuevamente al poder de las Fuerzas Armadas que instalan como presidente de la República a un militar, Juan Carlos Onganía, un integrista religioso de ideas políticas antiliberales quien nombra como ministro de educación al abogado José Mariano Astigueta, adscripto a la misma corriente ideológica, el cual prepara una reforma educativa inspirada en la política del dictador español Francisco Franco. Ese anteproyecto que introduce entre sus artículos la escuela intermedia, desata un rechazo total de la docencia y de la sociedad que se expresa en manifestaciones callejeras multitudinarias y en huelgas masivas de repudio, instrumentadas por entidades gremiales democráticas que advirtieron con ejemplar lucidez cuál era el objetivo final: ‘‘la destrucción de la escuela pública’’.

Creo imprescindible señalar que en ese período aciago para la educación popular, el Secretario de Educación de la Nación profesor Emilio Mignone en un acto público realizado en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta anunció el cambio de rumbo en la formación docente y la anulación del normalismo argentino, que en el área educativa fue el gran motor para la formación intelectual y cívica de nuestro pueblo.

Ante el total rechazo de la reforma propuesta, sobre la base de la misma filosofía, se elabora un nuevo proyecto integrado por 45 artículos que en nada modifica el espíritu del anterior y sufre por ende igual repudio. El ministro Astigueta renuncia y quienes lo suceden siguen su misma línea de pensamiento, así como los cargos jerárquicos del Ministerio, todos ellos en manos de autoridades comprometidas con el sector privado, por ideología o por intereses económicos, algunos, incluso, propietarios de institutos particulares. Los colegios y universidades de propiedad privada, a partir de ese momento se expanden con celeridad inusitada por todo el país y abarcan las carreras más disímiles suscitando amplias dudas acerca de la calidad de la enseñanza considerando qué planteles docentes podrían organizarse en ciertas zonas geográficas, dadas las dificultades para hallar profesores especialistas en disciplinas tan específicas.

El hilo de Ariadna sigue conduciéndonos y en una marcha retrospectiva, nos señala cómo a través de medio siglo, quienes comenzaron con modestos edificios y muy precario material didáctico exhiben hoy portentosos establecimientos dotados de cuanta tecnología de vanguardia exista, ubicados, la mayoría de ellos y sus ‘‘campus’’ en los lugares más privilegiados de las ciudades donde habitan los núcleos de gran poder adquisitivo para los cuales no supone esfuerzo alguno solventar la cuota fijada y los suplementos por actividades complementarias.

El principio de subsidiariedad va ganando posiciones a lo largo del tiempo, mientras el sector privado avanza y se multiplica, la educación popular es soslayada, edificios deteriorados, falta de material didáctico, contenidos curriculares sectarios en la interpretación de nuestro proceso histórico y en las teorías científicas que pudieran afectar verdades reveladas.

Esta renuncia del Estado a su derecho constitucional inalienable e imprescriptible de fijar políticas educativas que garanticen la educación para todos en el marco de una excelente calidad de la enseñanza, se traduce en un hecho evidente, el estado ruinoso de las escuelas públicas, el hacinamiento en las aulas, los contenidos curriculares pobrísimos, determina el éxodo hacia establecimientos privados pues los padres de cierto nivel económico buscan para sus hijos durante su trayecto escolar escuelas confortables, de este modo los colegios públicos congregan a alumnos de recursos muy precarios, es decir: escuelas para ricos y escuelas para pobres.
Desde 1966, año del derrocamiento del Presidente Illia, hasta mayo de 1973, continúa el régimen dictatorial, con distintas conducciones militares. A Onganía lo sucede otro general llamado Marcelo Levingston y a éste Alejandro Lanusse. Durante ese lapso cambian ministros de educación y funcionarios jerárquicos pero nada altera la filosofía impuesta por los grupos de presión, la escuela pública acentúa su decadencia mientras el ámbito privado obtiene innúmeras concesiones.

Los nombramientos en la Superintendencia de Enseñanza Privada –SNEP– son propuestos por notorios religiosos para garantizar, así, la autonomía y la fiscalización de los establecimientos adscriptos a la enseñanza oficial. En ese período la Ley 14.473 –Estatuto del docente– sufre nuevas modificaciones que cercenan legítimos derechos de maestros y profesores complementando sucesivas transgresiones consumadas en gestiones anteriores y que culminan al cabo de décadas en lo que denominamos la pauperización docente.

A partir de 1973, con el triunfo de Juan Perón, candidato a la tercera presidencia, se abre un tiempo de caos y persecuciones durante el breve pero demoledor interregno de Héctor Cámpora cuyos equipos escogidos entre militantes de los grupos guerrilleros, asumen la conducción de la Universidad, despojan de sus cátedras a eminentes profesores y los reemplazan por activistas enrolados en la misma corriente ideológica. Este escenario político, nos lleva a comprender, sin dificultad alguna, que el área educativa fue arrasada como en el año 1943.

Cuando Cámpora es obligado a renunciar y asume Perón en el mes de octubre de 1973 el comando educativo cambia de signo, asume el Ministerio de Educación Oscar Ivanissevich y en la UBA Ottalagano, confeso admirador de Hitler. Por lo evidente se torna innecesario aclarar cuál fue la política educativa de esa época.

El hilo de Ariadna me ha conducido a develar este tristísimo destino de nuestro sistema educativo, concordante con la decadencia del país y la pérdida de sus valores. Todo lo demás es reciente y no exige esfuerzo de la memoria para recordarlo. Los siete años del llamado: ‘‘Proceso de Reorganización Nacional’’, la incorporación de la ‘‘Doctrina de la seguridad nacional’’ en todos los contenidos curriculares de la República, la persecución de docentes y alumnos, la imposición del ‘‘pensamiento único’’ para formar generaciones de militantes en un ideario fundamentalista opuesto a nuestros orígenes históricos, exime de mayor comentario.

Rescatada la democracia, luego de tanto dolor y tanta sangre, el gobierno del Dr. Alfonsín, en cumplimiento de compromisos electorales consignados en la plataforma electoral que le dio el triunfo en los comicios del 30 de octubre de 1983, nombra ministro de Educación al Dr. Carlos Alconada Aramburú, que ya lo había sido del Presidente Illia y comienza un esforzado trabajo de reconstrucción de la educación popular diezmada por décadas de deliberado abandono, para su gestión los principios filosóficos de la Ley 1420 son inamovibles: ‘‘educación para todos’’ bajo el amparo de la escuela común, obligatoria, gratuita y laica. En homenaje a esa Ley cuyo centenario se cumplía en 1984, convoca a un Congreso Pedagógico Nacional para acordar un proyecto educativo acorde con los tiempos. Se constituyen dos comisiones, una organizadora y la otra honoraria, integradas por especialistas de distintas corrientes ideológicas. Cuando en el seno de esta última se considera el gobierno de la educación como en 1884 surge nuevamente el choque de los dos principios irreconciliables: la principalidad o la subsidiariedad del Estado, si su función deberá ser necesaria o supletoria en aquellos lugares que no despierten el interés de la empresa educativa privada.

El tema se discute con pasión y los miembros que sostienen el derecho del Estado, defienden su posición aludiendo a la experiencia de España y a las palabras pronunciadas por el Rey Juan Carlos I con motivo de la promulgación de ‘‘La Ley Orgánica de Educación’’ el 3 de julio de 1985; dijo el rey: ‘‘Por la insuficiencia de su desarrollo económico y los avatares de su desarrollo político en diversas épocas, el
Estado hizo dejación de su responsabilidad en este ámbito, abandonándola en manos de particulares o de instituciones privadas, en aras del llamado principio de subsidiariedad.

Así hasta tiempos recientes, la educación fue más privilegio de pocos que derecho de todos’’. Nadie podrá pensar que eran las concepciones de un marxista. Sin embargo ese principio se impone en la Ley Federal de Educación sancionada en el año 1993 durante la presidencia de Carlos Menem, con las nefastas consecuencias de una generación perdida, y no obstante la repulsa generalizada que obligó a su derogación, fue ratificada, en sus aspectos doctrinarios por el actual Congreso pero denominándola ‘‘Ley de Educación Nacional’’, para su sanción ejerció singular influencia el ministro de Educación el sociólogo Filmus, quien como insuperable paradoja, había sido asesor y funcionario de los ministros que estructuraron la repudiada Ley Federal.

Señoras y señores: el hilo de Ariadna nos condujo a través de la dolorosa regresión que en el siglo XX quebró nuestro prestigioso sistema educativo. Sin la conducción de ese hilo jamás comprenderemos las causas por las cuales fuimos desplazados en el tablero mundial por países que sufrieron guerras y dominios extranjeros, como la pequeñísima Finlandia que ocupa el primer puesto en todo el planeta en cuanto a calidad educativa y donde la enseñanza es casi en su totalidad oficial sin afectar en absoluto las libertades democráticas de un Estado auténticamente republicano. Si no rescatamos para el nuestro ese principio fundamental cuando el derrumbe sea total y sólo resten cenizas de lo que fue el sistema educativo argentino, las generaciones futuras quedarán, como las actuales, al margen de la igualdad de oportunidades y por lo tanto exentas de la posibilidad de acceder a una enseñanza de excelencia en establecimientos dignos y con docentes remunerados de acuerdo con la altísima jerarquía de su función en el seno de la sociedad.

Creo que he cumplido fielmente con el tiempo asignado para esta exposición que me ha producido intenso placer porque en la atención con que me siguieron estuvo la clave del interés suscitado por el tema.

El hilo de Ariadna fue avanzando de manera lineal, no pudo guiarme a otros accidentes del escarpado ‘‘laberinto’’ porque, lo recordé al comienzo, este drama argentino tan específico, exigiría un seminario.

Para quienes no conocen mi trayectoria les digo que he ejercido la docencia durante 35 años siempre al frente de curso, contiza en mano junto a la pizarra o de pie moviéndome entre las filas de bancos y enseñándoles a mis alumnos, además de lo científico, el mundo de los valores perennes, la libertad, la justicia, la solidaridad, la fraternidad humana, la paz, el amor a la Patria, la virtud republicana, el repudio al despotismo y el orgullo del credo de Mayo de cuya religión cívica nació nuestra ‘‘nueva y gloriosa Nación’’.

Cuando dejé el aula, como profesora, para ocupar mi banca de diputada nacional, jamás abjuré de mis principios, participé con entrega total en todos los debates educativos y defendí, ardorosamente, las ideas que aquí expuse y que llevé también a las asambleas y congresos internacionales a los que asistí en representación del país.

Finalizadas mis gestiones políticas, siempre he vuelto a mis cátedras, jamás me deslumbró la alfombra roja ni busqué conchabo en Organismos Internacionales.

Trabajé en alfabetización para llevar ‘‘la luz del alfabeto’’ a los más desposeídos, estuve en los centros de alfabetización de todas las regiones de la República, conocí la pobreza, la miseria extrema de esa gente y de los niños, por eso luché tanto, porque en la proporción de mis limitaciones quise para ellos, lo que tuve para mí: el mejor sistema educativo, con óptima calidad de enseñanza donde además del conocimiento se dinamizaban los mecanismos de la mente para el pensar profundo y por la educación se forjaba al ser humano libre para autodeterminarse en su vida personal y, en la cívica, como ciudadano de la democracia, adscripto y respetuoso de los valores republicanos bajo el amparo de la Constitución Nacional.















Fuente: Conferencia pronunciada por la Profesora y ex Diputada Nacional Nélida Baigorria en el acto organizado por el Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Pucciarelli de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires el 17 de octubre de 2007

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