La Segunda Guerra Mundial había terminado y el mundo en ruinas,
con vencedores y vencidos, pero todos suturando profundas heridas tanto físicas
como espirituales, emprenden la durísima obra de la reconstrucción. Corre el
año 1945, nacen en él las Naciones Unidas cuyo fin último es lograr la paz
universal y el ‘‘Nunca Más’’ a la guerra. Para ello dentro de la ONU se crea la
UNESCO, organismo específico para el fomento de la Educación, la Ciencia y la
Cultura, porque tal como se destacó en la asamblea constitutiva: Si la guerra
surge en la mente de los hombres es ahí donde debe trabajarse el valor de la
paz.
Las estadísticas revelan la precariedad educativa de vastas
regiones de la Tierra y la extensión del analfabetismo instalado como fenómeno endémico
en países de los cinco continentes. Han pasado 20 años desde la terminación de
la guerra y la UNESCO en 1965 organiza el primer Congreso Internacional de
Alfabetización que se realiza en Teherán en el cual se acuña una sentencia de
permanente actualidad: ‘‘Hay dos formas políticas de tratar la realidad:
mostrarla para transformarla u ocultarla para conservarla’’.
Este introito no es ocioso, por el contrario se torna
imprescindible, dado que mi exposición se encuadrará dentro de la segunda
propuesta, mostraré, descarnadamente, las causas del derrumbe educativo, las
responsabilidades políticas, los grupos de presión que actuaron en la
trastienda, la quiebra del principio de la igualdad de oportunidades, la
deserción del Estado, la intromisión de la demagogia y el facilismo en la
organización escolar y las consecuencias, evidentes ya, en varias generaciones
de niños y jóvenes formados en esas políticas educativas para las cuales el
estudio no debe ser esfuerzo sino solaz, la exigencia de disciplina una forma
perversa de autoritarismo y el docente un par entre sus alumnos.
En el siglo XlX, Alexis de Tocqueville, el gran pensador
francés, dijo que sólo cuando la libertad es muy antigua pueden cosecharse sus frutos.
En educación ocurre lo mismo, para probar los efectos de un sistema debe
transcurrir el tiempo y su éxito o su fracaso se explicita a través del grado
de competencias que revelan los alumnos, tanto como su formación moral y
cívica. La educación es pues un proceso, por lo tanto tiene continuidad en el
tiempo y concatenación con el pasado; y recuerdo aquí las conferencias del
eminente historiador argentino José Luis Romero cuando explicaba con una
legendaria metáfora los caracteres esenciales del proceso histórico. Aludía el brillante
profesor Romero al mito del Minotauro y a Teseo que debe entrar a un laberinto
donde mora el monstruo para darle muerte, mientras Ariadna, la hija del rey, le
entrega el hilo que le permitirá salir del dédalo un vez cumplida su difícil
misión.
Para seguir el proceso de nuestro derrumbe educativo
necesitamos el hilo de Ariadna que nos guíe a través del tiempo y nos vaya mostrando
cuál es su etiología, el desarrollo posterior y qué factores políticos e
ideológicos actuaron para consumarlo. No puede hablarse del derrumbe educativo
como si fuera la obra sólo de un gobierno reciente que en un atropello,
supuestamente revolucionario, hubiese querido destruir el basamento
jurídico-filosófico sobre el que se erigió el sistema de nuestra educación
popular, el solapado y lento trabajo de destrucción se inició hace más de un
siglo cuando en el año 1884 se sanciona la Ley 1420 que estatuye la educación
común, obligatoria, gratuita y laica.
La ilustre generación del 80, luego de la Organización
Nacional, con la presencia de maestros de toda la República y representantes de
países vecinos, en 1882, convoca a un congreso pedagógico donde se definirán
las líneas directrices que deberán orientar la ley educativa, de necesidad
imprescindible en una nación desorganizada y anárquica por tantos años de
enfrentamientos y abierta ya a la inmigración que nuestro preámbulo proclama.
Vendrán al país todos los hombres del mundo que quieran habitarlo y traerán
consigo, la patria lejana, su cultura, sus tradiciones vernáculas, su religión,
sus himnos, con esta tierra sus hijos habrán de amalgamarse. Una ley de
educación común será la argamasa y lo fue la sabia Ley 1420 sobre la base de
los pronunciamientos del Congreso Pedagógico de 1882.
En el importantísimo debate, cuando en el recinto de la
Cámara de Diputados, se trata el anteproyecto entran en colisión dos principios
que hoy denominamos la principalidad o la subsidiariedad del Estado democrático
en la esfera educativa. En efecto, la Revolución Francesa asumió la educación
del pueblo y la formación cívica del ciudadano como base de la igualdad e hizo
responsable al Estado de su fomento y expansión a todas las clases sociales.
Deseo aclarar que hasta ese momento histórico la educación estaba en manos de
corporaciones, sobre todo religiosas, y era un derecho vedado, absolutamente, a
los sectores desposeídos.
La transferencia de esa potestad al Estado democrático para
involucrar a la sociedad toda en el principio de la igualdad de oportunidades que
no era, por otra parte, incompatible con el ejercicio de la docencia en
establecimientos privados y la posibilidad de los padres de inscribir a sus
hijos en los colegios que eligieran, tanto oficiales cuanto particulares,
generó un combate ideológico de tal magnitud, que no se agotó en el debate
parlamentario en el cual las dos posiciones en pugna, expusieron sus argumentos
sino que, aun después de sancionada la Ley 1420, inaceptada por quienes desde
el comienzo rechazaron su filosofía, con sigilo, porque el clima democrático
que comenzaba a vivir la República, hubiera hecho imposible una actitud claramente
beligerante, comenzaron la lenta pero pertinaz tarea de rescatar sus
privilegios, socavándola. No importaba el tiempo, un día llegaría la revancha y
así fue.
Desde la fecha de su sanción –1884– hasta el año 1930,
nuestro sistema educativo, que fue modelo para América Latina y para países europeos
aún bajo la férula de monarquías absolutistas, creció exponencialmente, se
construyeron miles de escuelas en la extensión del país, decreció el
analfabetismo en proporciones significativas, se expandió la matrícula sin
límites. Se crearon escuelas normales para la formación de excelentes maestros
que enseñaron a los alumnos los fundamentos históricos de nuestra identidad
nacional y se abrieron las puertas de todos los establecimientos a los hijos de
inmigrantes que aprendieron nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestras
tradiciones, nuestros valores ancestrales y fueron así argentinos leales a la
patria, formados en aulas donde no existía discriminación alguna bajo el
símbolo de un guardapolvo blanco.
El 6 de septiembre de 1930 es una fecha nefasta en los
anales de la historiografía argentina. En efecto, por primera vez las Fuerzas Armadas,
en un alzamiento sedicioso derrocan al Presidente legítimo –elegido por el
pueblo en libres comicios–. Don Hipólito Yrigoyen es detenido y el jefe del
movimiento militar, un general llamado José Félix Uriburu, asume la presidencia
usurpada por la fuerza y disolviendo o interviniendo las instituciones
republicanas, instaura una dictadura ominosa, cuyo germen totalitario se
consolidaría con el tiempo y abriría el paso a grupos fascistas, enemigos
acérrimos de la Revolución de Mayo, que durante el siglo XX asolaron nuestra
República y nos llevaron, finalmente, a la decadencia moral cívica en la que hoy
vivimos.
Considero esencial aclarar –en esta etapa de mi exposición–
cuáles eran ‘‘las ideas fuerza’’ que en esos tiempos movían la acción política
de algunos países europeos y cómo su difusión había arraigado en factores de
poder que por su formación prusiana o por intolerancia religiosa repudiaban la
organización republicana y los valores de la libertad y la justicia. En ese
ámbito, luego de trascurridos trece años de proscripciones y gobiernos
fraudulentos, el 4 de junio de 1943 estalla otro golpe militar gestado y
conducido por una logia denominada GOU, una de cuyas cabezas era por entonces
el coronel Juan Domingo Perón, y a ese grupo cabría luego la responsabilidad de
haber comenzado la sistemática destrucción de lo que fue nuestro brillante sistema
educativo.
El hilo conductor de Ariadna nos lleva al lapso comprendido entre
el 4 de junio de 1943 y el mismo día pero de 1946 cuando Juan Perón asume la
Presidencia de la República por mandato constitucional surgido de su triunfo en
las elecciones del 24 de febrero de 1946.
En ese período de transición bajo el dominio militar, se
instalan en la conducción del gobierno, personajes adscriptos a las ideas
totalitarias del fascismo italiano, el nazismo alemán y el falangismo español
que conforman un equipo antirrepublicano y antidemocrático, aún nostálgico de
la Colonia, para el cual el pensamiento de Mayo equivale a apostasía y aspira
por lo tanto a instaurar un régimen casi feudal.
Se nombra ministro de Educación a un escritor –Gustavo
Martínez Zuviría– apasionado defensor de los Estados totalitarios, al Dr. Olmedo,
como interventor del Consejo Nacional de Educación y al profesor Jordán Bruno
Genta con idéntico cargo en el Instituto del Profesorado Joaquín V. González,
todos ellos militantes en el mismo campo ideológico. Los nombres de Alberdi y
Sarmiento –los grandes constructores de la Organización Nacional– son
estigmatizados y el primer ataque para el logro de esa involución se centra en
la Ley 1420, considerada atea por su carácter laico. Por primera vez se vulnera
su estructura y su filosofía libertaria, se introduce la enseñanza religiosa obligatoria
en todos los establecimientos educativos del país y simultáneamente la cesantía
de docentes judíos, así como la imposibilidad de su ingreso en la carrera.
Este proceso de desintegración del sistema escolar sarmientito
se acentúa cuando Juan Perón asume la Presidencia de la República el 4 de junio
de 1946. Al año siguiente 1947 el Congreso convierte en ley 12.978 el decreto
18.411 que había introducido la enseñanza religiosa, se disuelven los cuerpos
colegiados que estatuía la Ley 1420, el Consejo Nacional de Educación se
transforma en la Dirección General de Escuelas y un centralismo absoluto
quiebra el equilibrio que impone el régimen federal. Los grupos de presión
avanzan con sus conquistas y por primera vez, por medio de la Ley 13.047,
obtienen subvención del Estado para el pago a los docentes de la enseñanza privada.
Además comienza en todos los establecimientos oficiales el adoctrinamiento
político, la afiliación obligatoria de los docentes al partido gobernante,
requisito exigido perentoriamente para el ingreso en la carrera y en los
contenidos curriculares un declarado revisionismo de nuestro patrimonio
histórico, sintónico con el credo de Mayo, además de las loas a las supuestas
virtudes de la pareja gobernante.
En cuanto a la edificación escolar se construyen escuelas en
lugares estratégicos para los fines de la propaganda política pero los
edificios existentes continúan con sus deterioros acentuados por el paso del tiempo.
Durante la vigencia del régimen peronista el facilismo se
introduce en las aulas, las evaluaciones se ciñen a lo elemental y la promoción
al curso superior se produce automáticamente o con exámenes que no exigen competencias
mínimas. La Revolución que derroca al peronismo, restaura la Ley 1420,
interviene las Universidades, por entonces sólo nacionales, y dicta un decreto,
el 6406/ 55, dentro del cual y muy lejos de la temática del decreto introduce
un artículo, el 28, que autoriza la creación de universidades privadas. Estamos
ya en la presidencia de Arturo Frondizi, año 1958, en el cual el principio de subsidiariedad
del Estado logra un triunfo rotundo que tendrá repercusiones vitales sobre el
destino de la educación popular.
Entrar en todo el desarrollo de ese combate ideológico
llevaría un seminario de varios días. Como en nuestro caso se trata de una
conferencia corresponde hacer una síntesis muy escueta. Las corporaciones educativas
privadas, sobre todo las religiosas, exigían al Presidente el cumplimiento de
la reglamentación del art. 28 aduciendo un supuesto compromiso electoral. El
Poder Ejecutivo envía el anteproyectoal Congreso para su inmediato tratamiento
y ante el total rechazo de la oposición, se desencadena un debate que sacude a
la opinión pública de todo el país. La esencia de la discusión se centraba en
si las universidades privadas por crearse podían expedir títulos oficiales para
el ejercicio de las distintas profesiones, sin embargo, una artera maniobra del
sector privado derivó el tema hacia un conflicto religioso con el rótulo de una
opción: ‘‘Enseñanza libre o enseñanza laica’’, como si el gobierno persiguiese
la estatización totalitaria de la educación del pueblo. El asunto planteado de
esa manera fue un sofisma porque la enseñanza libre prescripta en el artículo
14 de nuestra Constitución ya se ejercía en el país como lo evidenciaba la
existencia de colegios privados más que centenarios, el objetivo era conseguir
el otorgamiento de títulos sin la mínima injerencia de los poderes públicos. A
fin de lograr una fórmula conciliadora el diputado Horacio Domingorena introdujo
en el art. 28 una modificación mediante la cual se facultaba a las
universidades privadas a emitir títulos académicos, preservando para el Estado
la prerrogativa del diploma para el ejercicio profesional.
La oposición rechazó la propuesta en virtud de que una vez lograda
la primera franquicia, en nombre de la experiencia de que en nuestro país un
hecho consumado siempre tiene carácter irreversible exigirían luego, como
ocurrió, nuevas concesiones que consolidaran su total monopolio.
Manifestaciones multitudinarias de uno y otro sector colmaron plazas y avenidas
de toda la geografía argentina, para expresar su adhesión y finalmente tras un
arduo debate en el seno del Congreso, por escasísimos votos se impuso, no la
derogación, sino la reglamentación del art. 28 y con ella, la piedra basal para
la construcción de un nuevo sistema educativo orientado a la privatización
total de la enseñanza. Medio siglo después las consecuencias son evidentes.
Un Estado desertor y un avance irrestricto del sector
privado redujo la igualdad de oportunidades a una simple declaración abstracta y
la escuela pública a un ámbito reservado para los más pobres.
El hilo de Ariadna nos conduce ahora al año 1966, fecha del
derrocamiento del presidente Arturo Illia cuya brevísima gestión, alcanzó para
restablecer, en plenitud, los principios de la educación popular, pero faltó
tiempo para su cosecha. El gobierno pasa nuevamente al poder de las Fuerzas
Armadas que instalan como presidente de la República a un militar, Juan Carlos
Onganía, un integrista religioso de ideas políticas antiliberales quien nombra
como ministro de educación al abogado José Mariano Astigueta, adscripto a la
misma corriente ideológica, el cual prepara una reforma educativa inspirada en la
política del dictador español Francisco Franco. Ese anteproyecto que introduce
entre sus artículos la escuela intermedia, desata un rechazo total de la
docencia y de la sociedad que se expresa en manifestaciones callejeras
multitudinarias y en huelgas masivas de repudio, instrumentadas por entidades
gremiales democráticas que advirtieron con ejemplar lucidez cuál era el
objetivo final: ‘‘la destrucción de la escuela pública’’.
Creo imprescindible señalar que en ese período aciago para
la educación popular, el Secretario de Educación de la Nación profesor Emilio
Mignone en un acto público realizado en la Escuela Normal de Profesores Mariano
Acosta anunció el cambio de rumbo en la formación docente y la anulación del
normalismo argentino, que en el área educativa fue el gran motor para la
formación intelectual y cívica de nuestro pueblo.
Ante el total rechazo de la reforma propuesta, sobre la base
de la misma filosofía, se elabora un nuevo proyecto integrado por 45 artículos
que en nada modifica el espíritu del anterior y sufre por ende igual repudio.
El ministro Astigueta renuncia y quienes lo suceden siguen su misma línea de
pensamiento, así como los cargos jerárquicos del Ministerio, todos ellos en
manos de autoridades comprometidas con el sector privado, por ideología o por
intereses económicos, algunos, incluso, propietarios de institutos
particulares. Los colegios y universidades de propiedad privada, a partir de
ese momento se expanden con celeridad inusitada por todo el país y abarcan las carreras
más disímiles suscitando amplias dudas acerca de la calidad de la enseñanza
considerando qué planteles docentes podrían organizarse en ciertas zonas
geográficas, dadas las dificultades para hallar profesores especialistas en
disciplinas tan específicas.
El hilo de Ariadna sigue conduciéndonos y en una marcha
retrospectiva, nos señala cómo a través de medio siglo, quienes comenzaron con
modestos edificios y muy precario material didáctico exhiben hoy portentosos
establecimientos dotados de cuanta tecnología de vanguardia exista, ubicados,
la mayoría de ellos y sus ‘‘campus’’ en los lugares más privilegiados de las
ciudades donde habitan los núcleos de gran poder adquisitivo para los cuales no
supone esfuerzo alguno solventar la cuota fijada y los suplementos por
actividades complementarias.
El principio de subsidiariedad va ganando posiciones a lo largo
del tiempo, mientras el sector privado avanza y se multiplica, la educación
popular es soslayada, edificios deteriorados, falta de material didáctico,
contenidos curriculares sectarios en la interpretación de nuestro proceso
histórico y en las teorías científicas que pudieran afectar verdades reveladas.
Esta renuncia del Estado a su derecho constitucional
inalienable e imprescriptible de fijar políticas educativas que garanticen la
educación para todos en el marco de una excelente calidad de la enseñanza, se
traduce en un hecho evidente, el estado ruinoso de las escuelas públicas, el
hacinamiento en las aulas, los contenidos curriculares pobrísimos, determina el
éxodo hacia establecimientos privados pues los padres de cierto nivel económico
buscan para sus hijos durante su trayecto escolar escuelas confortables, de
este modo los colegios públicos congregan a alumnos de recursos muy precarios,
es decir: escuelas para ricos y escuelas para pobres.
Desde 1966, año del derrocamiento del Presidente Illia,
hasta mayo de 1973, continúa el régimen dictatorial, con distintas conducciones
militares. A Onganía lo sucede otro general llamado Marcelo Levingston y a éste
Alejandro Lanusse. Durante ese lapso cambian ministros de educación y
funcionarios jerárquicos pero nada altera la filosofía impuesta por los grupos
de presión, la escuela pública acentúa su decadencia mientras el ámbito privado
obtiene innúmeras concesiones.
Los nombramientos en la Superintendencia de Enseñanza Privada
–SNEP– son propuestos por notorios religiosos para garantizar, así, la
autonomía y la fiscalización de los establecimientos adscriptos a la enseñanza
oficial. En ese período la Ley 14.473 –Estatuto del docente– sufre nuevas
modificaciones que cercenan legítimos derechos de maestros y profesores
complementando sucesivas transgresiones consumadas en gestiones anteriores y
que culminan al cabo de décadas en lo que denominamos la pauperización docente.
A partir de 1973, con el triunfo de Juan Perón, candidato a
la tercera presidencia, se abre un tiempo de caos y persecuciones durante el
breve pero demoledor interregno de Héctor Cámpora cuyos equipos escogidos entre
militantes de los grupos guerrilleros, asumen la conducción de la Universidad,
despojan de sus cátedras a eminentes profesores y los reemplazan por activistas
enrolados en la misma corriente ideológica. Este escenario político, nos lleva
a comprender, sin dificultad alguna, que el área educativa fue arrasada como en
el año 1943.
Cuando Cámpora es obligado a renunciar y asume Perón en el
mes de octubre de 1973 el comando educativo cambia de signo, asume el Ministerio
de Educación Oscar Ivanissevich y en la UBA Ottalagano, confeso admirador de
Hitler. Por lo evidente se torna innecesario aclarar cuál fue la política
educativa de esa época.
El hilo de Ariadna me ha conducido a develar este tristísimo
destino de nuestro sistema educativo, concordante con la decadencia del país y
la pérdida de sus valores. Todo lo demás es reciente y no exige esfuerzo de la
memoria para recordarlo. Los siete años del llamado: ‘‘Proceso de
Reorganización Nacional’’, la incorporación de la ‘‘Doctrina de la seguridad
nacional’’ en todos los contenidos curriculares de la República, la persecución
de docentes y alumnos, la imposición del ‘‘pensamiento único’’ para formar
generaciones de militantes en un ideario fundamentalista opuesto a nuestros orígenes
históricos, exime de mayor comentario.
Rescatada la democracia, luego de tanto dolor y tanta
sangre, el gobierno del Dr. Alfonsín, en cumplimiento de compromisos
electorales consignados en la plataforma electoral que le dio el triunfo en los
comicios del 30 de octubre de 1983, nombra ministro de Educación al Dr. Carlos
Alconada Aramburú, que ya lo había sido del Presidente Illia y comienza un
esforzado trabajo de reconstrucción de la educación popular diezmada por
décadas de deliberado abandono, para su gestión los principios filosóficos de
la Ley 1420 son inamovibles: ‘‘educación para todos’’ bajo el amparo de la
escuela común, obligatoria, gratuita y laica. En homenaje a esa Ley cuyo
centenario se cumplía en 1984, convoca a un Congreso Pedagógico Nacional para
acordar un proyecto educativo acorde con los tiempos. Se constituyen dos
comisiones, una organizadora y la otra honoraria, integradas por especialistas de
distintas corrientes ideológicas. Cuando en el seno de esta última se considera
el gobierno de la educación como en 1884 surge nuevamente el choque de los dos
principios irreconciliables: la principalidad o la subsidiariedad del Estado,
si su función deberá ser necesaria o supletoria en aquellos lugares que no
despierten el interés de la empresa educativa privada.
El tema se discute con pasión y los miembros que sostienen
el derecho del Estado, defienden su posición aludiendo a la experiencia de
España y a las palabras pronunciadas por el Rey Juan Carlos I con motivo de la
promulgación de ‘‘La Ley Orgánica de Educación’’ el 3 de julio de 1985; dijo el
rey: ‘‘Por la insuficiencia de su desarrollo económico y los avatares de su
desarrollo político en diversas épocas, el
Estado hizo dejación de su responsabilidad en este ámbito,
abandonándola en manos de particulares o de instituciones privadas, en aras del
llamado principio de subsidiariedad.
Así hasta tiempos recientes, la educación fue más privilegio
de pocos que derecho de todos’’. Nadie podrá pensar que eran las concepciones
de un marxista. Sin embargo ese principio se impone en la Ley Federal de
Educación sancionada en el año 1993 durante la presidencia de Carlos Menem, con
las nefastas consecuencias de una generación perdida, y no obstante la repulsa
generalizada que obligó a su derogación, fue ratificada, en sus aspectos
doctrinarios por el actual Congreso pero denominándola ‘‘Ley de Educación
Nacional’’, para su sanción ejerció singular influencia el ministro de
Educación el sociólogo Filmus, quien como insuperable paradoja, había sido
asesor y funcionario de los ministros que estructuraron la repudiada Ley
Federal.
Señoras y señores: el hilo de Ariadna nos condujo a través
de la dolorosa regresión que en el siglo XX quebró nuestro prestigioso sistema educativo.
Sin la conducción de ese hilo jamás comprenderemos las causas por las cuales
fuimos desplazados en el tablero mundial por países que sufrieron guerras y
dominios extranjeros, como la pequeñísima Finlandia que ocupa el primer puesto en todo el planeta en cuanto
a calidad educativa y donde la enseñanza es casi en su totalidad oficial sin
afectar en absoluto las libertades democráticas de un Estado auténticamente
republicano. Si no rescatamos para el nuestro ese principio fundamental cuando
el derrumbe sea total y sólo resten cenizas de lo que fue el sistema educativo
argentino, las generaciones futuras quedarán, como las actuales, al margen de
la igualdad de oportunidades y por lo tanto exentas de la posibilidad de acceder
a una enseñanza de excelencia en establecimientos dignos y con docentes
remunerados de acuerdo con la altísima jerarquía de su función en el seno de la
sociedad.
Creo que he cumplido fielmente con el tiempo asignado para
esta exposición que me ha producido intenso placer porque en la atención con
que me siguieron estuvo la clave del interés suscitado por el tema.
El hilo de Ariadna fue avanzando de manera lineal, no pudo
guiarme a otros accidentes del escarpado ‘‘laberinto’’ porque, lo recordé al
comienzo, este drama argentino tan específico, exigiría un seminario.
Para quienes no conocen mi trayectoria les digo que he
ejercido la docencia durante 35 años siempre al frente de curso, contiza en
mano junto a la pizarra o de pie moviéndome entre las filas de bancos y enseñándoles
a mis alumnos, además de lo científico, el mundo de los valores perennes, la
libertad, la justicia, la solidaridad, la fraternidad humana, la paz, el amor a
la Patria, la virtud republicana, el repudio al despotismo y el orgullo del
credo de Mayo de cuya religión cívica nació nuestra ‘‘nueva y gloriosa
Nación’’.
Cuando dejé el aula, como profesora, para ocupar mi banca de
diputada nacional, jamás abjuré de mis principios, participé con entrega total
en todos los debates educativos y defendí, ardorosamente, las ideas que aquí
expuse y que llevé también a las asambleas y congresos internacionales a los
que asistí en representación del país.
Finalizadas mis gestiones políticas, siempre he vuelto a mis
cátedras, jamás me deslumbró la alfombra roja ni busqué conchabo en Organismos Internacionales.
Trabajé en alfabetización para llevar ‘‘la luz del
alfabeto’’ a los más desposeídos, estuve en los centros de alfabetización de
todas las regiones de la República, conocí la pobreza, la miseria extrema de
esa gente y de los niños, por eso luché tanto, porque en la proporción de mis
limitaciones quise para ellos, lo que tuve para mí: el mejor sistema educativo,
con óptima calidad de enseñanza donde además del conocimiento se dinamizaban
los mecanismos de la mente para el pensar profundo y por la educación se
forjaba al ser humano libre para autodeterminarse en su vida personal y, en la
cívica, como ciudadano de la democracia, adscripto y respetuoso de los valores
republicanos bajo el amparo de la Constitución Nacional.
Fuente: Conferencia pronunciada por la Profesora y ex Diputada
Nacional Nélida Baigorria en el acto organizado por el Centro de Estudios
Filosóficos Eugenio Pucciarelli de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos
Aires el 17 de octubre de 2007
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