Cuando uno es víctima de torturas, siente el castigo en su
pellejo, pero también una humillación, una indefensión y un estado de
inferioridad que degradan y angustian el ánimo. A veces miro retrospectivamente
los días y las noches que pasé en prisión, y creo recordar que mi ansiedad
tenía que ver con la defensa de mi propia dignidad y una lucha para no dejar
que se abatiera el autorrespeto. Pero esta lucha, esa defensa, son difíciles
propuestas cuando uno enfrenta el horror de la picana.
Me detuvieron el 1º de agosto de 1951. Yo había pasado la
noche anterior en Avellaneda, asistiendo a la convención que proclamó
candidatos de la UCR a la presidencia y vicepresidencia de la Nación a Balbín y
a Frondizi. Estuve con amigos, escuché los discursos de los candidatos y antes
de volver a mi casa llamé por teléfono para avisar que en un rato estaría allí.
Una de mis hermanas me atendió y me dijo, casi en lenguaje cifrado, que esa
noche había estado la policía buscándome. Quedé alelado. Volví adonde estaban
mis correligionarios, pregunté un poco y al rato alguien me avisó que Emilio
Gibaja estaba detenido desde el día anterior. Bastó este dato para deducir de
dónde venía el problema. Una semana antes, él y otros compañeros habían estado
en casa organizando una volanteada en apoyo de los ferroviarios en huelga. Era
una operación común entre las actividades del Centro de Estudiantes, pacífica y
rutinaria. Yo había ayudado a preparar los paquetes, pero no había ido porque
no tenía lugar en el automóvil del compañero uruguayo que llevaría al grupo a
alguna estación ferroviaria donde se haría la panfleteada. Bien: si era eso
-pensé-, se trataba de algo tan insignificante que no podía convertirse en
motivo para sentirme perseguido. No íbamos a tirar bombas ni a hacer sabotaje,
sino a arrojar unos impresos conteniendo la solidaridad de la FUBA con los
fraternales en huelga.
Mientras regresaba a Buenos Aires decidí presentarme a la
policía, tomando algunos recaudos. No quería que volvieran a molestar a mi familia
ni me parecía lógico convertirme en un prófugo por semejante zoncera.
* * *
De modo que aquella tarde, mal dormido como estaba, sin
regresar a casa, fui al Departamento de Policía, a la oficina de Orden Gremial,
donde estaba radicado el expediente, según habíamos averiguado. Desde luego, se
había comunicado a los abogados del partido, Ricardo Mosquera Eastman el
primero, que me presentaría voluntariamente.
Me recibieron con corrección y dijeron que tenían que
tomarme declaración en una comisaría de Boulogne, en la provincia.
-¿Por qué Boulogne? -pregunté, extrañado.
-Porque allí se cometió el delito -me respondieron.
La palabra "delito" me sonó rara y exagerada. Por
represivo que fuera el régimen gobernante, la panfleteada distaba mucho de ser
un delito. Ignoraba yo, a pesar de mi flamante título de abogado, que la
investigación policial se relacionaba con un presunto "delito contra la
seguridad del Estado", una figura penal sancionada por el Congreso meses
atrás, que imponía penas tremendas a los responsables de cualquier hecho que un
juez pudiera considerar como capaz de poner en peligro la seguridad pública.
Virtualmente, cualquier cosa podía caer en la categoría de "delito contra
la seguridad del Estado", pero, además, los procesados según esta ley no
gozaban del beneficio de la excarcelación ni de la libertad condicional: una
vez presos seguirían presos hasta el fin del juicio, aunque después de varios
años de detención se estableciera su inocencia.
* * *
Subimos a un auto y me llevaron a Boulogne, un viaje de
media hora. Durante el trayecto charlamos de cualquier cosa con los canas, que
en realidad nada tenían que ver con la investigación. Llegamos a la comisaría
y, entonces, el clima distendido del viaje cambió totalmente. Me hicieron dejar
en un mostrador todo lo que llevaba encima, dinero, llaves, agenda, y me
ordenaron sacarme el cinturón, los cordones de los zapatos y hasta los
anteojos. Los que me trajeron se habían ido después de haberse hecho firmar el
recibo. Entre el recibo y el expolio, empecé a sentirme un preso, un simple
preso sujeto a todas las arbitrariedades imaginables. Luego, sin atender a mi
pedido de que al menos me dejaran los anteojos, me empujaron al interior de la
dependencia policial, tan fea e impersonal como cualquier otra. Atravesamos una
oficina grande, un patiecito, se abrió una reja, me indicaron un corredor con
puertas metálicas a los costados y con un ominoso ruido de llaves abrieron una
de ellas.
¡Qué curiosa la naturaleza humana! ¡Cómo se busca el menor
detalle para mejorar una situación de total derrota! Mientras me empujaban
suavemente para que entrara al calabozo, uno de los que me llevaban, un agente
de uniforme con cara de monito y acento correntino, me dijo:
-Entre, doctor... Y este trato me hizo sentir mejor; por una
fracción de segundo sentí que algo insignificante de mi decoro se había
salvado. Entré y vi en la penumbra del calabozo a tres muchachos tirados en el
suelo: Gibaja, José Azarola y su hermano.
* * *
Con voces transidas, en un susurro, me contaron. Dos días
antes, el sábado, la policía había detenido a Azarola, dueño del auto desde
donde se tiraron los panfletos en la estación de Boulogne. No había sido una
hazaña del ingenio policial: simplemente, alguien tomó el número de la chapa.
También había caído su hermano, que no tenía nada que ver. Los trajeron a
Boulogne, los interrogaron picana mediante y Azarola dijo todo lo que sabía, lo
que realmente no era para criticar. Mencionó a los que habían participado en la
volanteada. El siguiente en caer fue Gibaja, a quien, como estaba con un ataque
de asma, permitieron que se demorara un rato en su casa antes de traerlo. En el
intervalo, su hermana Perla había alcanzado a avisarle a Mario Seoane para que
escapara; en efecto, Mario desapareció y días más tarde pasó al Uruguay, donde
se quedó hasta 1955. Ni a Lunardello ni a mí pudieron avisarnos, por lo visto.
A Gibaja lo habían picaneado la noche anterior.
-A vos -concluyó Azarola con tono lúgubre- seguro que te
toca dentro de un rato.
Pero uno nunca cree que el dolor o la muerte le van a tocar
la puerta. Traté de levantarles el ánimo, les aseguré que el asunto era una
pequeñez. Ciertamente lo era; fue años después cuando me di cuenta de por qué
la policía se tomaba tanto empeño en este grupito insignificante de estudiantes
que habían tirado unos panfletos inocuos. De todos modos, sacando buen espíritu
de donde no lo tenía, alcancé a bromear:
-Muchachos, la solución de esto es muy simple: ¡fugarnos!
-les dije.
Mi chiste no fue festejado y yo estaba exhausto. No había
dormido la noche anterior, casi no había comido nada en toda la jornada y
naturalmente estaba nervioso, preocupado y con miedo. Me tiré en uno de los
colchones leprosos y dormité un rato escuchando los cuchicheos de mis compañeros.
Pero a medida que avanzaba la noche, nuestra tensión aumentaba. Se acercaba la
hora de "la máquina". Los muchachos, con sólo dos días de
experiencia, tenían muy estudiada la rutina de la comisaría. Decían que cuando
se apagara la luz del pasillo, venían a buscar a la víctima. Todos, sin darnos
cuenta, teníamos los ojos fijos en la rayita luminosa que se vislumbraba bajo
la puerta. Hasta que, efectivamente, la luz del corredor se apagó. Se oyeron
unos pasos y se abrió la puerta.
-¡Gibaja! Yo estaba dispuesto para mi turno, pero le tocaba
de nuevo el martirio al pobre Milo, flaco, debilucho y asmático. Salió sin
decir palabra y la puerta se cerró. Al rato, asordinados pero claros, se
escucharon unos gritos. Murmuré:
-¿Sentís? Azarola asintió, mudo. Nadie hablaba en el
calabozo. No sé cuánto tiempo habrá pasado hasta que Gibaja volvió, más entero
de lo que yo había supuesto. Puteaba por lo bajo, y cuando alguien putea es que
no está vencido del todo. Dejamos que se acostara; por suerte, el asma lo dejó
tranquilo. Minutos después se apagó de nuevo la luz del pasillo y llamaron:
-¡Luna! Esta vez no dijeron "doctor"... Salí con
toda la dignidad que pude. Me vendaron los ojos. Empezaba mi ordalía.
Fuente: Fragmentos de "Encuentros a lo largo de mi vida" de
Félix Luna publicados en el Diario La Nación del 24 de febrero de 2005.
No hay comentarios:
Publicar un comentario